Capítulo XIII: EL curso de Derecho COmercial. La vocación
¿El claustro o el siglo?—El Padre Lacordaire.—Derecho comercial.—La agregación de Letras.
1839-1840
A raíz de la muerte de su madre, vemos a Ozanam como aturdido por ese golpe, vacilar en sus proyectos, desorientado en sus vías. Mira detrás de él. Hace cinco o seis años que va de decepción en decepeción y hoy, en el momento en que acaba de alcanzar la meta deseada, no encuentra ya en torno suyo a ninguno de los seres que se la hacían deseable. ¿A dónde lo lleva Dios? ¿Qué quiere de él? Entonces surge, sublime, pero angustiosa y torturante, la cuestión vital de su vocación: ¿ serviré mejor a Dios en el claustro o en el siglo? Oigamos lo que dice al respecto en sus cartas:
«En el momento de elegir un estado —escribía— viendo a mis padres aún jóvenes, acepté para complacerlos la carrera de abogado. Apenas obtuve mis grados cuando mi pobre padre murió y no pudo gozar de los frutos de sus sacrificios. Intenté luego una nueva carrera para llenar las necesidades pecuniarias de mi madre a quien no podía dejar; y cuando, después de dos arios, conseguí mi nombramiento, mi madre ya no estaba allí para gozar de lo que yo había hecho para ella. En verdad, esta doble y severa decepción me desconcierta, trastorna todos mis planes y me arroja, respecto a mi vocación, en dolorosas incertidumbres de las que no veo el fin».
Diez meses habían de transcurrir entre su nombramiento oficial para la cátedra de derecho comercial y la apertura del curso en diciembre de 1839. En ese intervalo, le llegaron ofertas y solicitudes de París. Montalembert hubiese querido contratarlo para la redacción de El Universo religioso, que se hundía entonces en el escollo de sus deudas. Ozanam detestaba encadenarse a lo que llamaba «la gleba del periodismo». Montalembert insistió: «Le suplico que nos dé cuando menos unos fragmentos de sus trabajos, unos pedazos del monumento que está esculpiendo. Le pido este servicio como a un amigo y un hermano de armas con cuya simpatía cuento, como usted puede contar conmigo. Adiós. Dejo este pensamiento a su conciencia y su corazón».
Asimismo, Lacordaire impondrá a su joven amigo el deber de escribir, más o menos en la misma época. «Hay que tener buen cuidado de no abandonar la pluma. Sin duda, el oficio del escritor es duro; pero la prensa se ha vuelto demasiado poderosa para abandonar el puesto. Escribamos, no por la gloria, sino para Jesucristo. Crucifiquémonos a nuestra pluma. Aunque nadie nos leerá dentro de cien arios ¿ qué importa? La gota de agua que llega al mar no por eso dejó de contribuir a formar el río, y el río no muere. . . En cuanto a usted, nada, en lo que ha publicado, debe desalentar su pluma. Tiene usted un estilo dotado de nervio, brillo, y una erudición que pone de relieve lo esencial. Le aconsejo que trabaje; y, si yo fuera su director de conciencia, se lo impondría como una obligación».
Ozanam escribirá, pues. Prestará a la prensa católica una colaboración cuando menos intermitente. Por aquel tiempo publicó en El Universo una serie de artículos sobre El Protestantismo en sus relaciones con la libertad en que demostraba que el protestantismo estaba, de hecho y de derecho, al servicio del despotismo opresor de las conciencias cuando no estaban defendidas por la independencia de su fe católica. Escribía esto en el momento en que el encarcelamiento del arzobispo de Colonia acababa de conmover, no sólo a las orillas del Rhin, sino a toda la Europa política. Y Ozanam no tuvo dificultad para demostrar, por un hecho nuevo, la alianza opresora de la herejía y la tiranía contra la Iglesia, única madre y guardiana de la verdadera libertad.
Ozanam será profesor, está ahora preparando urgentemente su curso de derecho comercial, y sueña ya con ensanchar, en estudios más generales, la esfera de esa enseñanza. «Si Dios me da vida y valor —escribe— y me fija por una vocación definitiva en estas funciones jurídicas, creeré obrar bien al poner mis trabajos personales en armonía con mis deberes públicos. Una Filosofía y una Historia del derecho tratadas desde el punto de vista cristiano me parecerían colmar una laguna muy amplia de la ciencia, y bastarían para emplear con provecho los años que habré de pasar en la tierra».
Pero ¿bastarían esos estudios literarios, filosóficos y jurídicos para llenar la vida y el corazón del hombre que, en la misma carta, asigna como deber a la juventud la regeneración del país, la reconciliación de las clases, el reino de la justicia y de la caridad de Cristo en el mundo? ¿ La enseñanza del derecho comercial, aun cristianizado, encumbrado y amplificado, podía prometer semejantes resultados?
Ozanam sentía el llamado del apostolado, que clamaban todas las voces interiores de la naturaleza y de la gracia. Era notoriamente un orador de raza. Poseía en sumo grado el don de la palabra; y se reconocía que su palabra hablada era más arrebatadora aún que su palabra escrita. Su verdadero lugar no estaba en la barra, sino en la tribuna o la cátedra; pero ¡cuánto más en la cátedra, puesto que su palabra, aun laica, tenia ya la resonancia de la palabra sagrada! Era sobre todo, por la gracia de Dios, un apóstol; tenía su celo conquistador, su entusiasmo, su caridad, ‘su ternura. Ardía del mismo deseo de predicar la verdad y de salvar las almas.
Por eso parecíale escuchar en sus adentros una vocación superior del cielo. Además de lo que acabamos de decir, esa vocación procedía de su piedad, de su amor a Jesucristo y de su deseo de imitarlo mejor en un estado de perfección. Le venía también de la profundá pureza de su vida entera y del sentimiento elevado que tenía de semejante integridad virginal en un joven. Pocos meses antes, escribió a Lallier para disuadirlo de casarse prematuramente. Lallier tenía un año menos que él: «Amigo mío, para exponerle todo mi pensamiento ¿la virginidad es acaso una virtud reservada a las hijas de Eva? ¿No es ella, al contrario, la que constituye una de las principales glorias de la humanidad del Salvador? ¿No es la que precia por encima de todo en su Discípulo amado? ¿No es la más bella flor que se cultiva en el jardín de la Iglesia? ¿No siente usted pena al dejarla marchitarse antes de la hora meridiana? ¿Y no se sentiría usted feliz de llevársela al cielo, si lo llamaran durante estos años que preceden a la madurez perfecta?»
En 1837, cuando ya se agita la cuestión de su nombramiento a la cátedra de derecho, se plantea a sí mismo la cuestión previa de su vida en el mundo o en otra parte: «Me parece —escribe el 5 de octubre— que el éxito feliz o desgraciado de este asunto habrá de resolver si permaneceré en el mundo o saldré de él, cuando me liberen los acontecimientos. Ve usted en esto cuál es la temeridad de mis ensueños y en qué terreno sagrado se atreven a penetrar. En verdad, envidio la suerte de quienes se dedican enteramente a Dios y a la humanidad».
¿A qué orden religiosa se inclinaba esa santa vocación? Las circunstancias fijaron el rumbo de la brújula. El 9 de febrero de 1839, el Padre Lacordaire comunicó desde París a Ozanam la noticia de su determinación de ingresar en la orden de Santo Domingo. Le anunciaba la fecha en que saldría para Roma, su llegada, su parada en Lyon, donde le suplicaba que apartara lugares en la diligencia para él y dos compañeros suyos: «El jueves 7 de marzo, fiesta de Santo Tomás de Aquino, saldremos de París. Por consiguiente, estaremos en Lyon el domingo 10. El martes 12, podríamos, pues, embarcarnos para Milán en las diligencias Bonfous; seremos tres, nada más. Estaré, encantado de volveros a ver, a usted y a todos sus amigos; y espero que nos ayude a hacer las peregrinaciones que todo buen católico no debe omitir en Lyon».
El viaje del Padre Lacordaire a Roma había sido precedido por su Memoria sobre el Restablecimiento de la Orden de los Hermanos Predicadores en Francia, que había sido, para el espíritu deOzanam, una voz de alerta. Ese restablecimiento era una reviviscencia de la Edad Media, de ese siglo XIII que Ozanam acababa de glorificar. Durante sus años de estudiante en París, el Padre Lacordaire no sólo había sido uno de sus entusiasmos, sino uno de los grandes afectos de su vida. Lo llamaba «el Pedro el Ermitaño» de la nueva cruzada religiosa. Por eso se apresuró a convocar en torno suyo a la juventud de las conferencias de Lyon, para escuchar esa voz elocuente, desgraciadamente acaso por última vez.
«Fue una solemne y conmovedora reunión —refiere un testigo—. El mismo Lacordaire estaba vivamente conmovido, y su emoción inspiró su discurso. Habló, sin embargo, con mucha sencillez y familiaridad, como un hermano que se dirige a sus hermanos. Explicó la meta mal compréndida de su obra. Habló de Santo Domingo y del apostolado de esos frailes predicadores en cuya Orden iba a ingresar. Insistió en la necesidad de que regresaran a Francia las Ordenes religiosas. Pero sobre todo expresó su amistad a los miembros de esa Sociedad de San Vicente de Paúl que había visto nacer y por último les pidió sus oraciones para él y para sus jóvenes compañeros que, según decía, había arrebatado al carbonarismo. Hipólito Requedat, uno de ellos, estaba a su lado. Semejantes palabras, semejante espectáculo jamás saldrán del corazón de esa asamblea de jóvenes; casi todos los ojos estaban arrasados en lágrimas».
En el corazón de Ozanam esta entrevista y esta charla dejaron un rayo de luz. Poco tiempo después de su llegada a Roma, Fray Lacordaire, revestido entonces con el hábito de Santo Domingo, escribió a su joven amigo una carta llena de amenidad en que le informaba de la buena acogida del Santo Padre, de la dicha de su vocación y de su vida nueva; pero sin hacer alusión alguna a la posibilidad de una gracia parecida para ‘su corresponsal. Esta discreción fue oportuna. El 26 de agosto, Ozanam, que por aquel entonces todavía se hallaba a la cabecera de su madre, terminaba su respuesta al gran novicio romano con confidencias como éstas: «Siento más que nunca la necesidad de una dirección espiritual que ayude mi flaqueza y descargue mi responsabilidad. Y, para hablar con franqueza, ya más de una vez, al ver la enfermedad de mi madre progresar lastimosamente y cuando la posibilidad de tan terrible pérdida se presenta a mi espíritu, no veo ya razones para seguir en un puesto que sólo por deber había solicitado. Entonces la incertidumbre de mi vocación vuelve a manifestarse, más inquietante que nunca. Ese mal interior, de que sufro hace mucho, es lo que vengo a encomendar a sus caritativas oraciones; pues, si Dios quisiera llamarme, no veo milicia en que me fuese más grato servir que esa en que usted se ha alistado». Y decía que «deseaba conocer de antemano la regla de los Frailes predicadores, para que lo ayudara, con el consejo de su .confesor, a tomar uná decisión al respecto».
En una respuesta del 2 de octubre, Lacordaire, a falta del texto de la Regla daba a conocer a su amigo su espíritu y su meta: la predicación y la ciencia divina; los medios: la oración, la mortificación de los sentidos, el estudio; todo ello en pocas palabras: «Una semana pasada con nosotros, cuando tengamos un noviciado, le enseñará más que diez volúmenes». De la observancia plenaria a la cual se habían prescrito conformarse, él y sus hermanos, dice: «Cuando nos hacemos frailes, es con la intención de serlo hasta el cuello». Y todo terminaba así: «Lo abrazo cordialmente, con un gran deseo de llamarlo un día mi hermano y mi padre».
Escribió esta respuesta sólo doce días antes de la muerte de la señora Ozanam. Encuentro una breve mención de ella en tres líneas de una carta del 12 de octubre en que, después de decir que «esa muerte lo arrojaba en dolorosas incertidumbres acerca de su vocación», Ozanam añade sencillamente: «Antes de ayer, me llegó una carta del Padre Lacordaire. Sigue contento en la Orden de Santo Domingo, siempre lleno de magníficas esperanzas».
Después de esto tenemos que esperar dos meses, hasta Navidad, para encontrar, esta vez bajo forma dubitativa y muy atenuada, una nueva mención de esa perspectiva de vida religiosa. Estas líneas van dirigidas a Lallier: «El Padre Lacordaire regresará a Francia dentro de unos meses; y entonces, si antiguas veleidades se cambian en vocación real, trataré de obedecer. Mi perplejidad es grande».
En fin, por última vez, en la primavera siguiente: «Quiero esperar. Bien debo a la memoria de mi pobre madre un año tranquilo de luto. Tendré tiempo para ver al Padre Lacordaire regresar de Roma y para saber si la Divina Providencia quiere o no abrirme las puertas de la Orden de Santo Domingo. De aquí a entonces, quisiera por una conducta más religiosa, por costumbres más austeras, conquistar cierto derecho a las luces del cielo y cierto dominio sobre las pasiones terrenales. Ruego a mis amigos que me ayuden con sus oraciones en estas grandes y decisivas circunstancias».
Al terminar el año de luto que se había reservado, la reflexión, los acontecimientos, la seguridad que le dio el Padre Noirot de, que no estaba hecho para la vida monástica, y el sentimiento de una gran misión laica personal que le incumbía, decidieron a Ozanam a permanecer en el siglo. Entre varias razones de orden privado y doméstico, la más considerable a los ojos de su conciencia y de su fe era que no estaba moralmente libre de entrar en religión: había contraído un lazo indisoluble con la Sociedad de San Vicente de Paul. A ella debía entregarse, esforzándose por organizarla y extenderla en ese terreno secular en que la había hecho nacer: obra de apostolado, pero de apostolado laico, sagrado también él, cuyo abandono sería una traición; y esto en la hora en que, aunque alejado de París, era su primera luz y su mejor fuerza.
En efecto, lo que Ozanam describió al Padre Lacordaire, en respuesta a la invitación que éste le hacía de ir a ensayar un noviciado en la Quercia, era esa obra de San Vicente de Paúl, en pleno auge: «La pequeña sociedad de San Vicente de Paúl ha crecido de modo sorprendente —le escribía—. Una nueva conferencia se formó con discípulos de la escuela normal y de la politécnica: quince jóvenes, que forman aproximadamente la tercera parte de ese seminario de la Universidad, pidieron como un favor que se les dejara pasar dos horas, cada domingo, su único día de libertad, ocupándose de Dios y de los pobres. El año próximo, habrá en París catorce conferencias. Tendremos un número igual en provincia. Representarán un total de más de mil católicos, impacientes -de emprender la cruzada intelectual, que usted predique». ¿ Si el Padre Lacordaire era el Pedro el Ermitaño de esa cruzada, Ozanam no era su Godofredo de Bouillon?
Un poco más tarde, en 1840, Ozanam, habiendo ido a París, podía dar fe de un progreso que ya superaba en más del doble el número que se acaba de leer: «Estando allí el segundo domingo de Pascuas, día de una de las solemnidades anuales de la Sociedad, pude verla reunida en toda la extensión de su rápido acrecentamiento. Vi reunidos en el anfiteatro de sus sesiones a más de seiscientos miembros que no forman siquiera el total de su personal en París. La masa está compuesta de pobres estudiantes, sin duda, pero elevada en cierto modo por el acceso a las más altas posiciones sociales. Allí pude codearme con un par de Francia, un diputado, un consejero de Estado, varios generales, distinguidos escritores. Conté 25 alumnos de la Escuela normal, de un total de 75, 10 de la Escuela politécnica, uno o dos de la Escuela del Estado mayor. Por la mañana, cerca de ciento cincuenta asociados se acercaron juntos a la Santa Mesa, al pie del arca del santo patrono. Se habían recibido cartas de más de quince ciudades de Francia que ya tienen florecientes conferencias; un número casi igual se organizó este año. Somos ya cerca de dos mil jóvenes alistados en esta apacible cruzada de la caridad católica».
De este maravilloso progreso, Ozanam se declaraba no sólo feliz, sino que también expresaba el deber que esa obra les imponía a él y a los promotores de esa acción caritativa: «La obligación de ser mediadores entre los dos bandos de la sociedad, para llevar a uno palabras de resignación, a otro consejos de misericordia. El santo y seña será: Reconciliación y amor».
En Lyon, las propias dificultades que encontraba la acción de las dos conferencias era un motivo para no abandonar el combate, por incapaz que creyera ser de encabezarlo: «Bien siento —escribe— que necesitaría más energía y libertad de espíritu de los que me dejan mi temperamento y mis negocios para hacer frente a todas mis obligaciones. Y sin embargo hay circunstancias que me impiden renunciar a una presidencia que tan mal ocupo». Estas circunstancias son las que prohiben a un capitán romper su espada en el campo de batalla.
El invierno de 1840 vino a estrechar más aún esos vínculos por las exigencias mismas de su laborioso mandato. «Las extraordinarias necesidades de este invierno —escribe— han reanimado la actividad de nuestras limosnas. Hacemos progresos en el arte de estafar a los ricos en provecho de los pobres. Muchos de nosotros ofrecieron sus servicios para el patrocinio de los jóvenes liberados. El excelente La Perriére se ocupa de fundar un patrocinio preventivo. Pero ¡cuán poco es todo esto, amigo mío, en presencia de una población de sesenta mil obreros, desmoralizada por la indigencia y por la propagación de las malas doctrinas! La francmasonería y el republicanismo explotan los dolores y las cóleras de esta doliente muchedumbre; ¡Dios sabe qué porvenir nos espera, si la caridad católica no interviene a tiempo para detener la Guerra de Esclavos que está a nuestras puertas!»
Un poco más tarde, Ozanam procura a la conferencia el honor y el aliento de una palabra inflamada: la de Monseñor Dupuch, obispo de Argel. «Abrasa las almas». Y dos meses después: «La propagación de los buenos libros entre los militares y el patrocinio de los jóvenes aprendices prosperan a las mil maravillas». Mas lo que regocija su corazón de cristiano, es la piedad manifiesta de Lyon en las procesiones de Corpus: «Lyon está todo él en olor de santidad, en estos días —escribe en junio—. Acabamos de hacer nuestras procesiones que fueron magníficas y particularmente bien recibidas por el pueblo».
En frente, paralelamente a ese movimiento de piedad y caridad se producía en Lyon un movimiento intelectual generalizado, que Ozanam describía a Lacordaire en los siguientes términos: «Un cambio afortunado se efectúa aquí en los espíritus. Tres facultades de teología, de ciencias, de letras, fundadas hace poco, han despertado, a pesar de la imperfección de su enseñanza, la afición por los estudios especulativos que las preocupaciones completamente positivas de nuestros conciudadanos parecían haber sofocado. Todos los días crece en el clero el número de los que comprenden que la virtud sin la ciencia no basta para el ministerio sacerdotal».
El nombramiento de Ozanam a la cátedra de derecho comercial se ligaba con ese movimiento general de los espíritus. Fue el tema de las últimas líneas de su respuesta a Lacordaire: «En cuanto a mí, humilde testigo de tantas cosas llenas de esperanza, heme aquí establecido probablemente en el puesto que tanto tiempo había deseado. Soy profesor de derecho comercial, y me alegro de una función que, al vincularme con Lyon, no me arranca sin embargo a mis desdichadas inclinaciones por los trabajos filosóficos y literarios, en que mucho me temo que perderé en esfuerzos inútiles un tiempo que podría emplear con mayor modestia y seguridad en salvar mi alma y servir a mi prójimo». ¿Estas últimas palabras no eran una postrer mirada de adiós y de pesar dirigida al claustro, su paraíso perdido?
El 16 de diciembre de 1839, el Profesor Ozanam pronunció su discurso de apertura del Curso de derecho comercial, con un éxito que describía confidencialmente así a su amigo Pessonneaux: «El curso de derecho comercial, según parece, tendrá éxito. Una inmensa muchedumbre asistió al curso inaugural. Se rompieron puertas y vidrios. Desde entonces, la sala no ha dejado de estar atestada; contiene, sin embargo, más de doscientos cincuenta lugares. Con todo, me permití todas las digresiones filosóficas e históricas que se avenían con las materias. No me niego la oportunidad de hacer sonreír a los oyentes; y, como dice de Maistre, la aguja hace pasar el hilo».
En efecto, en esta primera lección, consideró como filósofo e historiador el tema de su curso, del qüe dio una idea general, enumeró las diferentes partes y expuso el espíritu que animaría a ese estudio. No faltó al deber cristiano de colocar la ley de Dios en la fuente de toda justicia, criterio supremo de lo justo y de lo injusto: «Cuando la jurisprudencia nos remita a la ley suprema de la moral, no vacilaremos: sólo consultaremos a aquella que, desde los primeros días del mundo, visitó al hombre en el secreto de su conciencia; y que, desde hace mil ochocientos años, renovada por una promulgación más solemne, preside, sin flaquear, todos los desarrollos de la civilización moderna».
De todas las nobles pasiones que agitaban el alma de Ozanam, la única que logró hacer vibrar aquel día fue la fibra lionesa, en el cuadro liminar que trazó del poderío comercial de la ciudad desde los tiempos más remotos. Mas lo que iba a enseñar en ese curso no era ni la historia, ni la filosofía sino el derecho, y específicamente el derecho comercial, no sólo en su teoría, sino en su aplicación actual, positiva, práctica.
Ya se vería. Las cuarenta y siete lecciones, cuyo plan y apuntes se han conservado, abarcan todo el curso del primer año, y al ser publicados al cuidado del señor Teófilo Foissent, consejero en la Corte de Apelaciones de Dijon, han sorprendido aun a este eminente jurisconsulto: «Cuando, a los veintiséis años, el joven profesor subió a la cátedra que acababa de crearse para él, estaba armado de punta en blanco no sólo de filosofía y de historia, sino de la teoría positiva de la porción de la ciencia que tenía la misión de enseñar. No estaba menos preparado en materia de jurisprudencia de las sentencias. Pero profundamente penetrado de la verdadera misión del profesor, no se extravió en interminables discusiones de objetos controvertidos. Prefirió enseñar principios, en vez de dudas, inculcar las reglas del derecho, y poner de manifiesto la sabiduría en vez de iniciar a sus oyentes en el doble escándalo —son los términos que emplea de la oscuridad de las leyes y de la contrariedad de las sentencias. ¡Qué elevación y qué amplitud de espíritu en estos apuntes; qué perspectivas abiertas sobre las grandes líneas del tema! Se encuentra ahí todo Ozanam, su erudición tan sólida, su espíritu tan penetrante, su corazón tan recto, su conciencia tan alta y aun ciertos relámpagos de su elocuencia. Todo está ahí, como el fruto está en la flor».
Ozanam era menos elogioso al hablar de sus primeras clases y de la acogida que habían recibido. «Felizmente para mí, la amistad, muy hábil en fomentar éxitos, el respeto de muchos conciudadanos míos por el nombre de mi padre, y sobre todo Dios que mide el viento a la oveja esquilmada, me han puesto a salvo de una caída. El éxito no dejó nada que desear, a no ser la ausencia de aquellos por cuya felicidad lo había deseado tanto tiempo».
A la par, anticipándose mucho a las iniciativas universitarias, Ozanam escribía desde 1840, en El Contemporáneo, una Memoria considerable sobre La Enseñanza especial superior que las transformaciones del siglo en el orden económico obligaban a ofrecer a los jóvenes que se preparaban a ingresar en la industria y el comercio, paralelamente a la antigua y tradicional educación clásica reservada a las profesiones llamadas liberales. «Sería —decía generosamente— la industria recibiendo oficialmente la consagración de la ciencia ; y, sin desertar la posición social que le ha asignado la naturaleza, saldría sin embargo de su estado plebeyo y se ennoblecería por una alianza pública con las altas disciplinas intelectuales». El señor Agustín Cochin pondrá más tarde de manifiesto la precoz sabiduría y el sentido profundamente práctico de estas páginas, inspiradas por el deseo de la elevación progresiva de las clases: «Los conceptos y los deseos de Ozanam se adelantaron a los intentos de nuestros gobernantes y de nuestros ministros. Es un precursor».
Aunque se dedicaba al derecho, como era su deber, Ozanam no se atenía exclusivamente a él. No podía olvidar que al nombrarlo para esa cátedra, el 6 de julio de 1839, el señor Cousin, ministro de la instrucción pública, le había escrito estas líneas: «Me hubiera gustado mucho verlo alistado en mi regimiento. Pero no pierdo las esperanzas, y, en todo caso, estoy seguro de que conmigo o sin mí, usted amará y servirá siempre a la verdadera filosofía. No me olvide demasiado, pues tiene la seguridad de encontrar siempre en mí a un amigo».
Algún tiempo después de la muerte de su madre, el 8 de enero de 1840: «Está usted más libre; cuando pueda volver conmigo, estaré a su disposición. Dígame lo que hace, sus trabajos, sus negocios y el estado de la buena causa filosófica en Lyon. Mil saludos cordiales».
Con no menos benevolencia el rector de la Academia de Lyon, el señor Soulacroix, gran simpatizador de Ozanam, bien informado de sus preferencias por la enseñanza de las letras, pero, por otro lado, deseando mucho conservarlo en esa ciudad, había imaginado, para vincularlo más sólidamente aún, asignarle, además de su curso municipal de derecho comercial, la cátedra de literatura extranjera en la facultad de letras recientemente fundada. La desempe ñaba entonces Edgar Quinet; pero éste había sido nombrado para una cátedra en el Colegio de Francia. En tal forma, para Ozanam, la aridez del derecho quedaría mitigada por el atractivo de las letras, y además el modesto salario de una de esas cátedras quedaría compensado con la retribución superior de la otra. «Se sumarían los dos sueldos —explicaba Ozanam a su amigo—. Con tal que el pecho y la cabeza puedan resistir. Además ¿ aceptará el ministro?»
Ozanam escribió a Juan Jacobo Ampére sobre el particular. Era el 21 de febrero de 1840. Comunicó a ese hombre a quien llamaba todavía «Señor», la favorable acogida y el resultado obtenido por sus diecisiete primeras clases de derecho comercial. Pero confiesa que «los instintos y los gustos naturales de su espíritu lo inclinan hacia otro rumbo. De otro modo, sería preciso, para vivir, instalar un bufete de consultas y dedicarse así a los negocios, renunciando para siempre a los trabajos intelectuales, pasión tal vez desgraciada, pero de la que no espera curarse.
«El señor Quinet —escribe— nos abandona en Pascuas. La cátedra de literatura extranjera, divulgada por su talento, tiene ahora un público lo bastante seguro para permitir el intento de una enseñanza menos brillante, pero acaso más sólida». Vástago de Italia por su nacimiento, conociendo el alemán, leyendo bastante español e inglés, escuchado con simpatía por el público ¿qué le falta a Ozanam para substituir a Quinet en literatura extranjera? Sólo parecerse a él por sus opiniones revolucionarias y su impiedad. ¿Es ésta la objeción que oponen a su nombramiento? ¿ Es al cristiano a quien rechazan? Ozanam escribe: «Sé que han trabajado fuertemente contra mí. Han desacreditado mis opiniones políticas e incriminado mis convicciones religiosas. ¿ Serían acaso esas convicciones las que, habrían de cerrarme las puertas de las Facultades de Letras? Francamente empiezo a temer lo que mucho tiempo no pude creer real».
Pero sobre ese punto de fe religiosa, el cristiano se declara absolutamente irreductible, cueste lo que cueste: «Pues bien —prosigue su carta a Ampére— si se pronuncia el ostracismo contra los católicos, sería bueno decirlo una buena vez. Los católicos estarían enterados; y en cuanto a mí no me abandonaría a engañosas ilusiones. Pero al interrogarme, con más severidad que nunca, respecto a mis aptitudes y mis inclinaciones más íntimas, o bien me resignaría a los deberes rutinarios de la vida, tratando de olvidar los sueños de una juventud decepcionada; o, si realmente oía resonar en mí el llamado imperioso de una vocación intelectual, en tal caso iría a buscar, a la sombra de los claustros de Santo Domingo o de San Benito, lo que Dios o la humanidad nunca niegan a quienes trabajan para ellos: la independencia y el pan. Ya muchos así lo hicieron; y no debe decirse que desertaron el puesto sagrado de la vida pública; no hay que acusarlos de rehuír, por injustas repugnancias, las funciones universitarias. Cuando llaman a la puerta y no se les abre, o les abren una puerta tan baja que sólo pueden entrar por ella inclinándose, no es de sorprender que permanezcan afuera».
¿Acaso se le comunicó al ministro esa carta dirigida a Ampére? Sea lo que fuere, sus declaraciones de buena voluntad habían sido formales: «Cuente usted conmigo. Cuando pueda volver, estaré a su disposición». Así pues, Ozanam fue a París. Vio al señor Cousin que lo recibió cariñosamente, lo invitó a comer, se informó de sus proyectos, le prometió la cátedra del señor Quinet para el año siguiente; pero con una condición: que se presentara en un concurso de agregación que acababa de instituir para una cátedra de literatura extranjera en la Sorbona. La época se había fijado en septiembre, y el candidato sólo tenía unos cinco o seis meses para prepararse; sus competidores se preparaban desde hacía más de un año. «¡Oh! —respondió Cousin— no tenga usted muchas esperanzas de que lo nombren; pero deseo que, la primera vez que funciona, este concurso sea brillante, y que una hermosa élite de jóvenes de talento se presente. ¡Déme usted ese gusto! Después, pase lo que pase, se le nombrará a usted en Lyon».
Es un milagro que, en menos de seis meses, Ozanam haya podido aunque sea rozar el programa de tres literaturas clásicas y de cuatro literaturas extranjeras. Sufría «de no poder pasar sino de carrera por todas esas admirables cosas. Es preciso coger con mano apresurada y con el riesgo de marchitarlas y deshonrarlas, tantas bellezas poéticas; es preciso hacer con ellas un paquete, en vez de un ramo». Sacrificó a esos estudios de repaso un viaje a Suiza y a Alemania, en que soñaba hacía mucho. Se impuso el surmenage de dieciocho horas de trabajo diario, sin perjuicio de su curso y de sus obras. «Todas mis horas están ocupadas —confiesa— al punto que corro el peligro de perder el sentido común, si Dios no me ayuda»—. Dije: «Sin perjuicio de sus obras», pues, aunque parezca increíble, en esta disputa de sus horas, el incansable trabajador encontraba tiempo, todavía para ir a dar, por la noche, clases de escritura y de cálculo a unos soldados.
Se presentó al concurso, en el día fijado, extenuado, calenturiento, después de tres días de viaje casi insomne, lleno de valor, pero sin esperanza. Siete concursantes estaban en presencia, normalistas o ya afamados profesores de colegios de París: París, es decir la fuente de documentos de primera mano en que se habían abrevado desde hacía años.
La interminable serie de pruebas se abrió. Las composiciones escritas consistían en una disertación latina y una disertación francesa que duraban ocho horas cada una. El tema de la disertación latina fue: Las causas que detuvieron el desarrollo de la tragedia entre los romanos. La disertación francesa, el día siguiente, versó sobre El valor histórico de las oraciones fúnebres de Bossuet. Ozanam conocía las respuestas; pero sorprendido por la brevedad del tiempo y acostumbrado a pulir holgadamente su redacción, sólo alcanzó a esbozar dos borradores informes que, al último minuto, tuvo por fuerza que entregar. Desesperado, se hubiera retirado espontáneamente del concurso, abandonando la lucha, si su amigo Ampére no le hubiera revelado en secreto que no estaba perdida; al contrario.
Luego, hubo tres días de argumentación, de tres horas cada una, sobre textos de autores griegos, latinos y franceses: esos días le resultaron favorables. Otro día de gran labor estuvo dedicado a cuatro literaturas, la alemana, la inglesa, la italiana y la española: Ozanam fue el único candidato que respondió a esta parte especial del programa, Schiller, Klopstock, Shakespeare, Dante y Calderón le sirvieron de modo diverso, pero todos con provecho.
Quedaban, para cada uno de los concursantes, dos clases que tenían que impartir sobre temas designados por sorteo, uno con veinticuatro horas, otro con una hora de anticipación. La malicia de la suerte quiso que le tocara a Ozanam un tema inverosímil: La historia de los escoliastas griegos y latinos. El público sonrió, Federico se creyó perdido: no se podía imaginar una especialidad filológica más ignorada y más árida que ésa. Y, aunque uno de sus rivales, el señor Emilio Egger, tuvo la caballerosidad de prestarle excelentes libros, Ozanam, después de una noche en vela y de un día angustioso, llegó más muerto que vivo al momento de tomar la palabra.
Puso toda su confianza en Dios: nunca fue mejor auxiliado. Habló, pues, de los escoliastas. Dijo cuáles habían sido sus servicios: «Los escoliastas, esos hombres cuyo comentario acucioso parece adherirse como un gusano roedor a los escritos del pasado, son al contrario precisamente los que habrán de mantener la pureza de los textos, los que habrán de aclarar las alusiones mal comprendidas y de consagrar el recuerdo de los usos abandonados. Les debemos el beneficio de poder leer a los grandes hombres que fueron sus maestros y los nuestros». Habló sobre ese tema durante siete cuartos de hora con una competencia, una seguridad y una soltura que lo sorprendieron a él mismo; y, todo el tiempo, con un encanto de elocución que le granjeó la simpatía de los jueces, la admiración de los asistentes y hasta el perdón de los normalistas, un momento antes ensañados con el intruso que llegaba de su remota provincia para disputar y robar a la escuela, de quien era el privilegio, la palma del combate.
El escrutinio definitivo clasificó al señor Ozanam como primero en el concurso, sin que siquiera fuera preciso tomar en cuenta la aportación de las lenguas extranjeras. Los que llegaron después de él fueron los señores Egger y Berger, dos nombres gratos a las letras. Los jueces del concurso habían sido el señor Le Clerc, decano, el señor Alexandre, sinodales de lengua y literatura griegas, el señor Patin, de lengua y literatura latina; el señor Fauriel, de las cuatro literaturas extranjeras; en fin, el señor Ampére, profesor en el Colegio de Francia, para la literatura francesa: éste fue, después de Ozanam, el que más gozó de ese triunfo.
El informe oficial del decano al ministro de instrucción pública, el 3 de octubre de 1840, concluía así: «Por sus extensísimos conocimientos clásicos, por su modo amplio y firme de comprender a un autor y de concebir un tema, por la claridad de sus comentarios y de sus planes, por sus conceptos audaces y justos, y por una lengua en que se unen la originalidad a la razón y la imaginación a la gravedad, el señor Ozanam parece convenir eminentemente al profesorado público.
«Así pues, Señor Ministro, el concurso que acaba de inaugurarse bajo vuestros auspicios y que abre una nueva era para las facultades, acaso no sea superado en mucho tiempo».
Se había observado, durante ese examen, con qué franqueza y libertad Ozanam había afirmado el cristianismo de sus pensamientos y de sus opiniones. A propósito de Montesquieu y del Espíritu de las Leyes, refirió la definición de la ley por Santo Tomás de Aquino; a propósito de la crítica literaria en el siglo de Luis XIV, hizo un brillante ataque contra la escuela jansenista y su funesta influencia sobre la poesía francesa. Ante todo se mostró, también ahí, lleno de religiosa admiración para San Francisco de Sales; y esto, sin ocuparse en lo más mínimo de lo que pensarían cualquiera de sus jueces, para quienes la Vida Devota no era precisamente familiar.
Lo explicó así a su hermano, que lo refiere: «Convencido de la deficiencia de mi preparación, y persuadido, como me lo había dicho el señor Cousin, de que en ningún caso sería recibido, me presenté al combate seguro de que, no teniendo nada que arriesgar, ni que halagar a nadie, debía permanecer libre de mis sentimientos y manifestarlos. Así pude hablar con más audacia y mostrarme cristiano sin reparos. Hubo un momento en que yo mismo me asusté de mi audacia. Temí haberme propasado. Por fortuna, no vieron en esto sino el entusiasmo de mis convicciones. Y es que, persuadido hasta el final de que no tenía que luchar por la victoria, según me lo había anunciado el señor Cousin, debía por lo tanto combatir más libremente por el honor: ante todo el de Dios. Lo demás me fue dado por añadidura».
Apenas se anunció el resultado del concurso cuando uno de los jueces, el señor Fauriel, profesor de literatura extranjera en la Sor-bona, pidió y consiguió que Ozanam lo supliera en esa cátedra, desde la apertura del curso. Ozanam pertenecía, pues, desde entonces, a las letras, a París y, más que nunca, a Dios.
«Amigo mío —escribía a Lallier—, si todo esto no es un sueño, sólo puede explicarse de un solo modo: Dios me había dado la gracia de empeñar en esta lucha la fe, que, sin tratar de exhibirse, anima y afianza el pensamiento, mantiene en la inteligencia la armonía de las ideas y alienta el entusiasmo y la vida en el discurso. Así es como puedo decir: In hoc vici; y este pensamiento, que me humilla, es sin embargo el que me da seguridad».
A Dios, pues, dirigió su acción de gracias, por medio de la comunión, y una carta rápida, escrita inmediatamente a Lallier el 3 de octubre, terminaba así: «Estos acontecimientos superan todas mis esperanzas. Ahora ruego a Dios que me ilumine. Unase usted a mí; y tenga la plena seguridad de que, en cuanto a mí, al comulgar mañana, no olvidaré su afectuosa solicitud; ni tampoco a nuestros amigos, nuestras esperanzas comunes y nuestro deber de sentir, todos nosotros, un poco de valor frente a las cosas severas que la situación actual de la patria y de la Iglesia impone a los más débiles de sus hijos».
Ese deber que se imponía más que nunca a su flaqueza y para el cual pedía a su amigo que rezara con él, pidiendo que su valor estuviese a la altura de la actual situación de la patria y de la Iglesia, sería para él en lo sucesivo el de la alta enseñanza, cuyo ideal le parecía tan sublime cuando escribía: «No es empresa mediocre la de instruir a los hombres acerca de la verdad. Los más firmes espíritus sólo lo intentan vacilantes. Descartes, agitado en sus meditaciones solitarias por esa idea que habrá de cambiar toda la filosofía, sale en peregrinación a Nuestra Señora de Liesse, para obtener la gracia de no engañar al género humano».