Federico Ozanam (por Mons. Baunard): Capítulo 03

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Monseñor Baunard · Traductor: Salvador Echavarría. · Año publicación original: 1911 (Francia), 1963 (México).
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Capítulo II: Paría, la acción católica

El aislamiento. El huésped de Ampère. Chateaubriand, Ballanche, Mont­alembert. La juventud católica. La esperanza. Un santo sabio; un santo sacerdote.

1831-1833

Ozanam tenía cieciocho años de edad cuando su padre creyó que había llegado la hora de que iniciara sus estudios de derecho enviándolo a la Facultad de París. No existía facultad en la ciu­dad de Lyon en aquella época. Era a fines de 1831. Los terrores que la estancia en la capital había inspirado a las familias, a raíz de la Revolución de julio, empezaban a disiparse. Además, Fe­derico había dado tales , pruebas de la solidez de sus principios y de su virtud, que todo hacía prever que saldría victorioso de ese trance temible, pero necesario.

Federico obedeció sin trabajo. París era para él la gran ciudad de estudios, especialmente la de sus estudios históricos, para los cuales encontraría allí maestros, libros y también compañeros que asociaría a su hermosa. empresa. Así pues, emprendió el viaje.

La separación no sé hizo sin profunda pena, como no tardará en recordarlo. Era la primera vez que se alejaba de ese querido hogar, cuya dulzura celebraba poco antes, en unos versos de año nuevo, que debió recordar y repetir entonces:

¡Adiós, años que os váis en infinita fuga,
dichosos años jóvenes, primeros de la vida,
que todo os llevaréis, sí, todo, hasta las penas,
pero nunca el recuerdo que el corazón conserva!

Rogaba a Dios por sus padres. Rogaba también, en esos versos, por la felicidad y sobre todo el honor de la carrera que iba a iniciar:

¡Y dad a vuestro hijo el valor y la luz,
concededle que triunfe en su noble carrera
y que gane ese premio y que pueda a mi vez
pagar un poco así de tanto amor la dádiva!

Los últimos días de octubre o los primeros de noviembre de 1831, encontramos a Ozanam a más de cien leguas de Lyon; y allí, aho­gado, perdido, como lo confiesa melancólicamente a su madre. Al salir, «se había esforzado por parecer alegre; pero —escribe el 7 de noviembre— mi alegría pasajera ha naufragado por com­pleto». En la actualidad vive en una soledad sin consuelo, en la amargura de los recuerdos que se truecan en añoranzas. Lo ace­cha también el miedo a lo desconocido y a sí mismo, pobre mucha­cho arrojado sin apoyo, sin afectos, a esa capital del egoísmo, en me­dio del torbellino de las pasiones y de los errores humanos. Se espanta, se alarma y sufre, pues no tiene a nadie a quien amar. Es la hora crítica: ¿a quién confiarse? «¿ Quién se preocupa por mí? Los jóvenes que conozco viven demasiado lejos de mi casa para que pueda verlos con frecuencia. No tengo más que a usted, madre… y a Dios, para desahogar mi alma; pero estos dos valen por muchos».

A unos pasos de su casa abríase la Iglesia de Santa Genoveva; pero acababa de ser incautada por decreto real: «Es ahora el Pan­teón, templo pagano en medio de una ciudad de cristianos. Es una tumba; pero ¿ qué es una tumba sin cruz, una sepultura sin la es­peranza que la consuela?.. . » A la vuelta, muy cerca, en Saint Etienne-du-Mont (San Esteban del Monte) , su parroquia, se em­belesa con la pompa religiosa de las ceremonias, con la magnificen­cia del canto y del órgano. Dice su entusiasmo y escribe: «Jamás he experimentado nada que se le parezca».

A menudo el éxito de una campaña depende de la primera ba­talla. El joven conoció el peligro desde el primer día. Había caído en una trampa.

La señora de Ozanam había rogado a un viejo amigo de la fa­milia, que vivía en París, que le buscara a su hijo una casa de hués­pedes tranquila, en medio de una sociedad amable y segura. El amigo se equivocó. El joven huésped no tardó en advertirlo: los huéspedes no eran gente buena. El 7 de diciembre, envió a su ma­dre una carta en que le presenta un informe muy poco halagador. En la mesa, señoras y muchachas atrevidas, gritonas, casquivanas y también vulgares y groseras. Los jóvenes son aún peores : conver­saciones sobre el tema de los espectáculos y escándalos parisienses. «Charlas como de cuartel», dice la carta. Después de la cena, ale­gres reuniones en torno de mesas de juego, gritos y risotadas que oye desde su habitación. «Me invitaron los huéspedes —dice— a que participara en esas diversiones; como usted se imaginará, me ne­gué. Y luego, esa gente no es ni cristiana ni turca. Soy el único aquí que observa la vigilia, lo cual me vale mil burlas. Es muy desagra­dable encontrarse en semejante sociedad». Siente uno en sus car­tas que todo ofende y hiere a Ozanam, que sufren allí su delicadeza, su dignidad, su pudor, su religión. El joven pregunta a su padre y a su madre lo que piensan y lo que sería preciso hacer.

La señora de Ozanam apenas había tenido tiempo de recibir esa carta cuando la Providencia, que es también una madre, anticipán­dose, le había dado la magnífica respuesta siguiente:

El 12, Federico enviaba a su padre el relato de una visita que había hecho a un ilustre compatriota, el Sr. Ampère. En tiempos recientes, en Lyon, en casa del Sr. Perisse, editor de sus modestos ensayos y primo de Ampère, había sido presentado al gran físico, quien lleno de benevolencia y cordialidad, le había pedido que fue­ra a visitarlo cuando viniera a estudiar en París. El estudiante tuvo buen cuidado de no olvidarlo. La acogida fue de lo más paternal. Naturalmente, las preguntas versaron sobre París, su instalación en esa ciudad, el medio en que vivía. Federico, al principio vacilante, pronto conquistado por esos avances, le participó sus preocupacio­nes, no sin sonrojarse. Ampère lo miraba en silencio, conmovido de ese temeroso candor. Luego, sin decir nada todavía, dirigién­dose con él a un cuarto vecino, lo abrió. Era una habitación muy agradable, que daba al jardín: «¡Vea usted ! Es el cuarto de mi hijo que se encuentra ahora en Alemania, donde permanecerá al­gún tiempo. ¿ Qué le parece?» Luego, sencillamente : «è Le conven­dría?» Y como, confuso y perplejo, Ozanam no parecía com­prender: «Venga usted a tomar posesión de el —prosiguió—. Le ofrezco a usted el cuarto con comida, en las mismas condiciones y al mismo precio que en la casa de huéspedes. Sus gustos y sus senti­mientos son análogos a los míos; me agradará mucho tener la opor­tunidad de platicar con usted. Conocerá a mi hijo, que se ha ocu­pado mucho de literatura alemana ; su biblioteca estará a su disposición. Usted observa la vigilia ; nosotros también. Mi hermana, mi hija y mi hijo comen con nosotros. Será una agradable sociedad. ¿Que le parece?»

El joven no sabía qué contestar, pues aún dudaba que el ofreci­miento pudiese dirigirse a él. Expresó tímidamente a qué punto se sentía honrado y dichoso. Y añadió discretamente que, no atre­viéndose a aceptar por iniciativa propia, se acogía a sus padres, a quienes iba a escribir.

En la carta siguiente, del 7 de diciembre, el asunto está arregla­do. Federico entera a su padre de que hace dos días es huésped del gran Ampère, calle de los Fosses-Saint-Victor 19, entre la Es­cuela Politécnica y el Jardín del Rey. Describe su instalación y adjunta el plano de su habitación, así como el horario del día de ese interior familiar donde en lo sucesivo será aceptado como un hijo.

Andrés María Ampère tenía a la sazón cincuenta y seis años. Miembro del Instituto desde 1814, profesor de análisis matemático en la Escuela politécnica, de física en el Colegio de Francia, etc., etc., más tarde inspector general de la Universidad, el sabio había realizado ya, por aquel entonces, aquellos descubrimientos genia­les dé los que escribía Arago: «Se dirá las leyes de Ampère como se dice ahora las leyes de Kepler». Las Sociedades reales de Lon­dres, de Edimburgo, de Cambridge, las Academias de Berlín, de Estocolmo, de Bruselas, de Ginebra lo habían afiliado a sus aso­ciaciones: era el más grande nombre científico de su país y de su siglo: «Tiene la ciencia intuitiva, instintiva. —escribe Ozanam—. Los descubrimientos que le han llevado a tan elevado lugar se le ocurrieron, según dicen, de repente, como en un relámpago».

Mas lo que su joven amigo ama y admira en él, más que su genio, es su bondad. Grandes dolores domésticos habían ablandado su co­razón exaltando su fe. Vivía entre su buena hermana y su querida hija Albina, consumida de pena. Juan Jacobo, su hijo, su orgullo, su esperanza, estaba recorriendo el mundo para instruirse. Federico iba a llenar un vacío en ese hogar austero. «El señor Ampère tiene toda clase de atenciones conmigo —escribía a su madre—. Los con­sejos de cortesía que usted me ha dado quedan por desgracia para­lizados por sus agasajos. Por más que resisto, en la mesa tengo que servirme entre los primeros, pues si no lo hago, se enojan. Su con­versación es a veces divertida, siempre instructiva. Ya he aprendido muchas cosas desde que vivo con él».

Ampère le abrió ampliamente las fuentes de instrucción de que disponía; le facilitó todas sus entradas al Instituto, del que era uno de los príncipes, en la biblioteca Mazarina, donde quiso presentarlo y recomendarlo él mismo. «La benevolencia de este gran hombre —escribirá Ozanam al recordar aquellos días— se dirigía a todos, pero principalmente a los jóvenes. Conozco a algunos para quienes tuvo atenciones y solicitudes que se parecen a las de un padre. En verdad, quienes no han conocido sino la inteligencia de este hombre, no han conocido de él sino la mitad menos perfecta. Si pensó mucho, amó más aún».

Detrás y por encima de la bondad de Ampère, Ozanam reconocía y adoraba la bondad suprema de la cual escribía piadosamente : «Dios ha sido muy generoso, pues me ha mitigado el destierro me­diante la sociedad en que estoy colocado. Dios todo lo hace bien. Ha visto cuánto tendría yo que sufrir de nostalgia. Ha visto que, débil como soy, tendría necesidad de grandes consuelos para sostenerme hasta el final. Me los ha dado».

Consolado, pero no curado, el joven sensible se pregunta y se res­ponde en sus cartas: «¿Qué vida de estudiante más feliz que la mía?… Pues no : se produce en mí un gran malestar en una sole­dad inmensa. Separado de aquellos a quienes amaba, siento en mí algo infantil que necesita vivir en el hogar doméstico, al amparo del padre y de la madre, algo de una indecible delicadeza que se marchita en el aire de la capital».

Ese algo infantil, que es el amable reflejo de un alma que ha per­manecido casta y tierna, Ozanam, gracias a Dios, no lo perderá nunca. Ora escribe a su padre: «¿ Me pregunta usted lo que me hace falta? Usted, mi buen padre, y toda mi familia: esto es lo que me hace falta y que ardo en deseos de volver a ver. ¡Qué gusto cuando podamos abrazarnos dentro de ocho meses!» Ora con su madre, re­cuerda esas fiestas hogareñas, en las que por desgracia ya no parti­cipa : la de San Nicolás, la víspera de Navidad, el día de Año Nuevo, la fiesta de los Reyes, todas esas alegrías de la Iglesia y del hogar a las que el joven cristiano une el nombre de Dios. «He aquí que se acerca Navidad. Rezaré por usted; y usted rezará por mí, mi buena madre. Dios nos oirá a ambos : nos dará fuerza y valor; nos vendrá su reino. Y cualquiera que sea el porvenir, caminaremos todos con paso firme hacia los destinos que nos esperan».

En cambio, ese gran París es para él un cadáver al que se le ha atado vivo: «Su frialdad me hiela, su corrupción me mata. París es Babilonia en que lloro cautivo recordando Sión. Y Sión es mi ciudad natal, con los seres que allí he dejado, con su amenidad provinciana y la caridad de sus habitantes, con sus altares en pie y sus creencias respetadas».

El pensamiento de su madre era para él algo más que una dul­zura y una añoranza : era una luz y una guarda. Algunos meses antes de su muerte, escribía de ella en unas páginas testamentarias: «Mi madre nos gobernaba por la confianza, por el honor, por el sentimiento del deber. ¿ Acaso me hubiera atrevido a leer la página que ella me prohibía en un libro, aunque me lo dejaba, bajo mi palabra de honor? Durante mi estancia en París, no me perdió de vista ; supo todo lo que hacía ; pero yo no lo sospeché jamás. Me creía libre, y por lo mismo me sentía más ligado. Así se inspiran sentimientos generosos, se dan alas al alma, se la acostumbra a inclinarse al bien por un impulso del que se enorgullece, en vez de encadenarla por lazos de una vigilancia que la irrita y de una hu­millante servidumbre que se esfuerza en sacudir».

Ese pensamiento de su madre, presente a toda hora, proporcionó al joven su respuesta al señor de Chateaubriand, en una visita me­morable. El Padre Lacordaire la ha contado en los términos si­guientes, que yo completo.

Lo que el gran Ampère era en el mundo de las ciencias, lo era Chateaubriand en el de las letras. Ozanam llevaba en su corazón ardiente y a la vez tímido, un gran deseo de escucharlo, una viva aprehensión de presentarse ante él. Una carta de recomendación de un canónigo de Lyon, el Padre Bonnevie, le dio valor suficiente para presentarse en la modesta casa del hombre a quien Carlos X, en Praga, llamaba «una potencia de este mundo». Era el 1 o. de enero de 1832, a las doce del día. Chateaubriand acababa de oír misa. Recibió al estudiante con suma bondad. Luego, después de algu­nas preguntas sobre sus proyectos, sus estudios, sus gustos, le pre­guntó si se proponía ir al teatro. «Ozanam —refiere el padre La­cordaire— vacilaba entre la verdad y el temor de parecer pueril a su ilustre interlocutor. Calló algún tiempo. Chateaubriand seguía mirándolo, como si diera gran importancia a su respuesta. Por fin, triunfó la verdad. Confesó que su madre le había hecho prometer que jamás pondría los pies en un teatro. Entonces el autor del Ge­nio del Cristianismo, inclinándose hacia Ozanam para abrazarlo, le dijo afectuosamente: `Le ruego que siga el consejo de su ma­dre. Nada ganaría con ir al teatro, y podría perder mucho’.

«Estas palabras —añade el Padre Lacordaire— cayeron como un rayo en el pensamiento de Ozanam; y cuando algunos de sus compañeros menos escrupulosos que él, lo invitaban a que los acompañara al teatro, se negaba con esta frase decisiva: `El señor de Chateaubriand me dijo que no convenía asistir a esos espectácu­los’. Fue, por primera vez, al teatro, en 1840, a la edad de veinti­siete años, para oír Polyeucte. Su impresión fue fría: había expe- rimentado, con todos aquellos que tienen un gusto certero y una viva imaginación, que nada puede compararse con la representa­ción que el espíritu se da a sí mismo, en una lectura silenciosa y solitaria, de los grandes maestros».

Al mismo tiempo que recibía esas solemnes advertencias, Oza­nam recibía otras del espectáculo del mundo, «que —escribe—empieza a aparecerle, con la fealdad de sus vicios, el tumulto de sus pasiones, las blasfemias de su impiedad. Nosotros, niños educa­dos por padres virtuosos, vivíamos llenos de candor y confianza; el alma abierta a toda palabra de honor y a toda apariencia de verdad. Y henos aquí condenados al arte penoso de aprender la desconfianza y la sospecha».

Encontraba refugio en estas dos cosas que nombra : «La ciencia y el catolicismo, éstos son aquí mis únicos consuelos; y de seguro, esta parte es bella». Le añadiremos la amistad.

Los años de la llegada de Ozanam a París, 1831-1832, eran los de una amplia efervescencia de todos los elementos de la vida in­telectual, religiosa, política, social, literaria. Todos creían since­ramente que se encontraban en una de esas encrucijadas de la historia en que la humanidad cambia de rumbo, para llegar a nue­vos cielos y nuevas tierras. Dos filosofías se afrontaban: la filoso­fía y la escuela racionalista, con sus ramificaciones y aplicaciones en todos los ramos de los conocimientos humanos; la filosofía y la escuela tradicional, llamada así porque en ella la razón pide a la tradición el punto de partida de sus deducciones. A su cabeza o en sus filas, cita a Chateaubriand, a Lamennais, al Barón de Ecks­tein, a Bonald; y para Alemania, a Schlegel, Stolberg, Goerres, etc. De ese lado ve alborear la esperanza de la restauración católica, y la saluda.

«Es singular cómo todo el mundo aquí es instruído», escribe in­genuamente el joven familiar de la casa de Ampère. Allí encontra­ba a menudo al señor Ballanche, otro lionés, sobre cuyas ideas ha­cía sus reservas, pero en quien amaba al sabio, al justo, en suma al cristiano católico. Y es que, recientemente, en su valiente obra de la Visión de Hebal, escrita a raíz del sacrílego saqueo de Saint-Germain-l’Auxerrois, en presencia del sansimonismo que profeti­zaba el fin del viejo dogma y celebraba ya sus funerales, no había dudado en hacer esta rotunda profesión de su fe romana : «Todo está en el cristianismo, y el cristianismo lo ha dicho todo. . . La Ciudad eterna sabe que la espera un nuevo reino, y el Pontificado romano dirá de qué tradiciones es depositario».

Ozanam se aficionó a él como a un amable maestro. Se lee en una carta de aquella época : «El señor Ballanche me recibió muy bien. En el curso de nuestra charla me dijo: `Toda religión con­tiene necesariamente una teología, una fisiología y una cosmogo­nía’. ¿ No es lo que decíamos un día, tú y yo? ¿ Y no es un modo de escuchar al apóstol San Pablo cuando declara que toda ciencia está contenida en la ciencia de Jesús crucificado?»

Lamennais era otra realeza intelectual, aunque muy discutida por aquel entonces. Ozanam lo vio poco. Sus cartas hablan dos ve­ces de él; pero sin decir gran cosa. El 7 de diciembre escribe : Vi al señor de Lamennais, la víspera de su salida a Roma. Charlé mucho con él». Sobre qué tema, no lo dice. Ese célebre viaje a Roma, el 31 de diciembre de 1831, es aquel del que volverá Lamennais con el alma de un rebelde. Ozanam no conservó un recuerdo simpático de esa entrevista, la única que tuvo con él. Sólo pronunciará su nombre para lamentar su destino.

Entre tanto, el estudiante había emprendido ese ardiente tra­bajo del que escribía diez años después a su joven hermano Carlos:

«Pronto cumplirás dieciocho años. Es la edad en que tuve que dejarlo todo —¡pues entonces lo teníamos todo!— y llegar aquí, donde no tenía, como los tienes tú, un hermano, numerosos pa­rientes y amigos. En vez de esto, una habitación casi siempre de­sierta, libros que no tenían para mí recuerdos, figuras extrañas. A menudo, desde la hora de las comidas hasta media noche, la luz de la lámpara y los rescoldos de la chimenea eran mis únicos com­pañeros. Y entonces, al dirigir mi pensamiento hacia los que ya no veía, me preguntaba si, al regresar un día a Lyon, volvería a en­contrarlos.»

El joven estudiante de leyes se había puesto a estudiar concien­zudamente Derecho, teniendo buen cuidado, como nos lo dice, de redactar la lección que acababa de oír al volver de clases. Asi­mismo, lo vemos asistir puntualmente a las conferencias que cele­braban entre sí los jóvenes juristas, desempeñando a veces el papel principal, ora en la defensa, ora en el ministerio público, en alega- tos y requisitorias en que empezaba a revelarse su talento oratorio. De una de ellas el joven e improvisado fiscal del Rey escribe: «Aun­que recibí cumplidos, me pareció que estuve débil: no me sentía lo bastante dueño de mi tema».

Un curso libre de Economía política y social, impartido por el señor de Coux, tenía para Ozanam toda clase de atractivos; el señor Coux era uno de los tres jóvenes maestros que, en mayo de 1831, habían abierto espontáneamente la escuela libre, cuyo proceso fa­moso todavía armaba revuelo. Su enseñanza discrepaba de los eco­nomistas filósofos, Adam Smith, Juan Bautista Say, Sismondi, a quienes acusaba, precisamente, de sólo ocuparse de la riqueza y de los medios de producirla, desinteresándose del hombre mismo, ol­vidando que las virtudes morales, también ellas, son valores y no atreviéndose a tocar la grave cuestión de la repartición de la for­tuna pública, por temor de tropezar con la Iglesia y el Evangelio. Respecto a ese curso y a ese maestro, Ozanam escribe, en marzo de 1832: «El señor de Coux inició su curso de Economía política, lleno de profundidad y de interés. Te invito a inscribirte en él. Sus cla­ses están atestadas, porque en ellas hay verdad y vida, un gran conocimiento de la Llaga que roe a la sociedad y del único remedio que puede curarla».

Traduce del alemán un opúsculo de Bergmann sobre la religión ciel Tíbet, otro de Mone sobre la mitología de los lapones. Lee a Vico, Filosofía de la historia; vuelve a estudiar hebreo, con el pro­pósito de entrar, también él, por esa puerta del orientalismo, en las profundidades dé la historia sagrada, como dice a sus amigos : «Jamás una historia de las religiones estuvo más relacionada con las necesidades sociales. Será nuestra obra. He aquí que madu­ra en nuestros jóvenes pensamientos. Vendrá a su hora : Tempus erit».

Estos jóvenes, cuyo concurso le había anunciado y prometido el señor Noirot, empezaban a surgir ante él. No hacía un mes que estaba en París, cuando, el 20 de noviembre, escribía a un antiguo compañero: «Espero llegar a fundar la reunión de que te había hablado. Tengo datos para hacerlo».

Seis semanas después, el 29 de diciembre, insiste en ese punto : «No ignoras’ cuánto deseaba rodearme de jóvenes que sintieran y pensaran como yo. Ahora bien, sé que existen, que hay muchos; pero están dispersos como el oro en el estiércol; y es difícil la tarea de quien quiere reunir defensores en torno de una bandera. Sin embargo, espero, en próxima carta, darte esperanzas más positivas».

En fin; el 10 de febrero de 1832, puede escribir complacido: «Nuestras filas son más numerosas de lo que creíamos. He encon­trado aquí jóvenes de fuertes pensamientos, ricos en sentimientos generosos, que dedican sus reflexiones e investigaciones a esa alta misión que es también la nuestra».

La época de la Restauración había tenido sus grupos memora­bles y activos de jóvenes. No podemos olvidar la célebre Congre­gación de la Santísima Virgen, que, nacida desde 1801, había crecido bajo el Imperio, para convertirse después en una poten­cia tan simpática y servicial para los amigos de la Iglesia como odiosa para sus enemigos. Al lado de ella florecía en el Barrio Latino, la Sociedad de los Buenos Estudios, dirigida por un gran hombre de bien, profesor de filosofía, el señor Bailly de Surcy. Se reunía cerca de la Escuela de Derecho, en la plaza de la Estra­pade, donde vivía él mismo y donde recibía en su casa a algunos jóvenes selectos, a título de huéspedes. Allí, todos los estudiantes encontraban biblioteca, periódicos, sala de lectura y de conferen­cias, junto con los buenos consejos y la sabia dirección de un padre. Esas dos asociaciones habían tenido sus días de saludable acción mo­ral y religiosa sobre la juventud de las escuelas. La Revolución de Julio vino a darles un golpe mortal, ya sea porque dispersó a sus miembros o porque dividió los espíritus; pero escuchemos a Ozanam :

«De la Sociedad de los Buenos Estudios —recordaba después—no quedaban ya más que fragmentos, cuando un amigo me pro­puso que me presentara en ella, prometiéndome abrirme sus puer­tas. La reunión literaria, refugiada entonces en el estrecho recinto de las oficinas del periódico del señor Bailly, la Tribuna católica; calle del Petit-Bourbon-Saint-Sulpice, 71, contaba apenas quince miembros que habían permanecido fieles a la estudiosa cita. Ade­más, las costumbres poco científicas del medio casi no dejaban lugar para investigaciones serias; y las elevadas cuestiones del por­venir y del pasado apenas se debatían en las tímidas charlas». Sin embargo, de esa cuna —o de esa tumba— podrá decir Ozanam en marzo de 1833: «Gracias al celo de algunos de sus antiguos miem­bros esta Sociedad ha crecido en la actualidad de un modo ad­mirable».

Había crecido transformándose. El hombre predestinado a for­mar el lazo de unión entre la juventud del pasado y la del por­venir, el señor Bailly, tuvo la idea de organizar conferencias de literatura, de historia y de filosofía, en torno de las cuales pudiera reunir a los estudiantes cristianos. Mas como éstos eran por aquel entonces demasiado pocos, se proponía reforzar sus filas, a medi­da que los discerniera en la mescolanza de los otros jóvenes, a quie­nes, sin embargo, dentro de ciertos límites, no excluiría.

Empezó sus trabajos el lo. de diciembre de 1832. Una de las vicepresidencias fue ocupada todo el año por Ozanam, quien no tardará en escribir al respecto: «Las ,candidaturas se están multi­plicando. Hemos reclutado a algunos jóvenes de un talento supe­rior, entre los cuales algunos exploradores de varios Estados euro­peos, algunos teorizantes de arte, algunos iniciados en los proble­mas de la economía política. La mayor parte de ellos se dedica al estudio de la historia, unos cuantos a la filosofía. Hasta tenemos dos o tres de esas almas elegidas a quienes Dios ha dado alas y que un día serán poetas, si la muerte o las tempestades de la vida no vienen a rompérselas en el camino». Ya lo veremos poner manos a la obra.

El salón del joven conde Carlos de Montalembert era, cada do­mingo, punto de reunión de una élite. Ballanche le presentó a Federico Ozanam. Grande era allí la diversidad de las edades y de los espíritus. Las cartas de Ozanam nos muestran sabios como el barón de Eckstein, filósofos como Ballanche, poetas como Al­fredo de Vigny, el polaco Mickiewicz, y aun Sainte-Beuve quien, destinado a atravesar todos los mundos, exploraba entonces por mera curiosidad el mundo católico; adversarios intelectuales, corno Lherminier, soñadores conmovidos por la miseria del pueblo co­mo Considérant. Félix de Mérode había estado allí. Víctor Hugo no tardaría en ir. «El domingo pasado —escribe también Oza­nam— charlé con Lherminier. Luego se estableció una conversa­ción muy interesante entre él y el señor de Montalembert: nos que­damos hasta las doce para escucharlos. Allí estaba Víctor Con­sidérant; se habló mucho de la miseria actual del pueblo, y se hi­cieron siniestros presagios para el porvenir». Tratábase de la cues­tión central que todo lo atraía : el problema social.

Montalembert estaba entonces en todo el esplendor de su joven gloria. «Hacía los honores de su salón con una gracia distingui­da» de la que se percató muy bien Ozanam. «Montalembert —es­cribe— tiene una cara angelical y una conversación muy instruc­tiva. Cuenta muy bien y conoce muchas cosas. Se charla de lite­ratura, de historia, de los intereses de la clase pobre, del progreso de la civilización». No se excluía, por orden, sino los puntos de doctrina (los que sostenía el periódico El Porvenir), sobre los cuales Roma pidió el silencio. Se imponía, sobre este punto, la más juiciosa discreción.

«Además, se respira, en esas reuniones, un delicioso aroma de catolicismo y de fraternidad. Se anima uno, se calienta el cora­zón; y se lleva de allí una suave satisfacción, un placer puro, un aima dueña de sí misma, resoluciones y valor para el futuro… Regresa uno, lleno de alegría, en grupos de cuatro o cinco. Me propongo ir de cuando en cuando a esas reuniones».

Toda esta página termina en un grito de valor y de combate : «El porvenir se encuentra ante vosotros, jóvenes; reservémonos, pues; y pongámonos firmes contra los enemigos y las tormentas. Pensemos que la condición del progreso es el sufrimiento. Y que la amistad mitigue las tristezas que no podemos evitar».

A esas tristezas de la vida se unían, para Ozanam, las que se originaban en el espectáculo o las amenazas de los tiempos. El joven tenía desde entonces el presentimiento de las catástrofes re­servadas al final de su siglo. Las líneas siguientes son asombro­sas de clarividencia y de precisión a este respecto : «Si se requiere valor para vivir en la época actual, se necesitará más aún para vivir en la que se acerca. Todos los espíritus elevados anuncian que hemos llegado a un período de catástrofes y desgarramientos universales. Los gobiernos y los pueblos se muestran hostiles unos a otros. Aquí, el partido republicano adquiere creciente fuerza, y no oculta ya sus propósitos de violencia. Hay un odio de exter­minación declarada entre los partidos. Creo, pues, que es inmi­nente una guerra civil; y toda Europa envuelta en las redes de la francmasonería, será teatro del conflicto».

A estas previsiones se añadían, para entristecerlo, las calamida­des de aquel fúnebre año de 1832. La guerra civil ensangrentaba su ciudad de Lyon; todos los días había motines en París, en tanto que el cólera sembraba la muerte y el terror. Hubo un momento en que se contaron hasta 1,300 muertos diarios. La epidemia. de­voró casi enteramente un lado de la calle de los Fossés-Saint-Victor, en tanto que el otro lado, el de la casa del señor Ampère, perma­necía, al parecer, a salvo. Ozanam lo escribe a su madre, tradu­ciendo un salmo del oficio de las Completas: «Mil caerán a vues­tra izquierda y diez mil a vuestra derecha. Mas la muerte no se acercará a vosotros, porque habéis dicho: Senior, sois mi esperan­za; y habéis elegido al Altísimo para refugio vuestro». Ya no tenemos esta carta, admirable de fe y de valor, que, según nos dicen, la señora Ozanam leía a todas sus amigas con lágrimas de indecible ternura.

Su familia lo llamaba con insistencia. El joven suplicó que lo dejaran permanecer en París a pesar de todo. Daba corno argu­mento sus estudios, y la preparación urgente de sus exámenes, que ya se aproximaban. Pero estaba secretamente detenido en la ciu­dad por los cuidados y consuelos que su valiente caridad llevaba a sus compañeros enfermos. Uno de ellos, que fue más tarde el Padre Duchesne, cura de Nuestra Señora del Campo, gustaba de referir las frecuentes y amables visitas que le hizo en aquellos días siniestros. Era un letrado. Habiendo entrado en convalecencia, le rogó a Ozanam que le procurara alguna lectura reconfortante, adecuada a las circunstancias. Al día siguiente, le llevó la descrip­ción de las tres grandes pestes clásicas en la literatura: la de Ate­nas, por Tucídides, la que pinta Lucrecio y la de Milán en Los Novios de Manzoni; pero ésta consolada, transformada en un es­pectáculo sublime por la abnegación cristiana y por la heroica caridad del cardenal Borromeo. Es lo que quería demostrar.

Hay una tristeza ficticia, que entonces estaba de moda y que el joven hombre de acción repudia enérgicamente: es la melan­colla morbosa de un romanticismo soñador: «¿ Sigues bajo el peso de tu melancolía? —pregunta a Falconnet—. Amigo mío, cuída­te de los ensueños y de la literatura. Pongamos nuestros estudios fuera del campo de la hueca teoría y de la especulación y traduz­camos nuestras creencias en actos de nuestra vida entera». Dos de sus compañeros lioneses, Fortoul y Huchard, se arrojaron en el campo de la Joven Francia de larga melena. Ozanam los com­padece: «Ni Chateaubriad, ni Lamartine son lo bastante avan­zados para ellos. Sólo existe Víctor Hugo: Nuestra Señora de Pa­rís, Plick y Plock, Atar Gull, Marion Delorme, ¡ he ahí toda su literatura !»

No es que él mismo deje de sufrir una inconstancia de humor que achaca a «una salud quebrantada». Sin embargo, por últi­mo, vence la razón y se establece la calma. «A menudo me re­prendo, riño conmigo mismo; pero termino haciendo las paces con mi yo, aunque sea un pobre diablo. Al redoblar mis esfuerzos, me­receré la victoria.. . En suma, amigo mío, más seriedad para ti, para mi más energía; para ambos, las lecciones de nuestros padres, los ejemplos de nuestras madres y la benevolencia del Cielo. En tal forma, acaso un día nos será concedido sembrar bajo nuestros pasos algunos servicios y que nos saluden hombres de bien en la asamblea de los sabios».

Esa firmeza de convicciones y resoluciones, ese valor para la ac­ción, y toda esa seguridad de sus primeros pasos en la carrera, que Ozanam acaba de atribuir a las lecciones y a los ejemplos de su padre y de su madre, se debían también en gran parte, en París, al ejemplo diario del santo laico de quien era huésped, y a la dirección de un humilde sacerdote, cuyo nombre tenemos que pronunciar.

El más grande de los dos, el señor Andrés María Ampère, no sólo era un segundo padre para Ozanam sino un religioso modelo de todos los instantes. El señor Ampère, como lo escribió el joven a su madre, terminaba en ese momento su gran obra sintética de la Clasificación de las ciencias o Filosofía de las ciencias. Habien­do reconocido las bellas facultades del joven estudiante que la Providencia le había enviado, le otorgó el honor de trabajar en esa obra bajo su dictado, como lo demuestran las páginas que aún se conservan, y que están escritas a medias por uno y otro. Sus char­las diarias sobre las leyes generales del universo exaltaban el alma del sabio con espontáneos arrebatos de admiración y de adoración hacia su Hacedor. Ozanam recordaba momentos de entusiasmo en que Ampère, poniendo entre ambas manos su cabeza cargada de tanta ciencia y honor, exclamaba transportado : «i Cuán gran­de es Dios, Ozanam, cuán grande es Dios !»

Ese Dios del Universo, Ampère iba a adorarlo en sus templos. Ozanam ha contado que un día en que se sentía triste, angustiado, abatido, entró a la iglesia de Saint-Etienne-du-Mont para descar­gar su corazón. La iglesia estaba casi desierta y silenciosa. Al­gunas mujeres, a trechos, rezaban arrodilladas cerca del arca de Santa Genoveva. En un apartado rincón, un hombre inmóvil pa­recía profundamente sumido en su oración. Ozanam lo divisa, se acerca y reconoce a Ampère humillado ante la presencia divina. Habiéndolo contemplado unos instantes, se retiró muy conmovido, y él mismo se sintió más cerca de Dios que nunca.

Fue en gran parte por el señor Ampère por lo que Ozanam quiso permanecer en París durante el cólera, para substituir al hijo ausen­te del anciano. Ocurría, según dijimos, que en la misma calle, en­frente, los vecinos caían y morían fulminados en unos instantes. Temiendo que la muerte lo sorprendiera en la misma forma, el señor Ampère, cuya habitación se encontraba precisamente encima de la del estudiante, le repetía siempre, por la noche, al separarse : «Ozanam, si el cólera me ataca esta noche, golpearé con un palo en el piso. No suba usted a socorrerme; pero corra sin tardanza a buscar a mi confesor, el padre X … , calle de Sèvres, luego vaya usted a buscar a mi médico».

Esos edificantes ejemplos de cristianismo son los que la grati­tud de Ozanam recordará del modo siguiente sobre la tumba de ese segundo padre : «Esa cabeza venerable que lo juzgaba todo, y aun la ciencia, desde el punto de vista divino, se inclinaba sin reserva ante los misterios y bajo el nivel de la enseñanza sagrada. Se arrodillaba ante los mismos altares que Descartes y Pascal, al lado de la pobre viuda y del niño pequeño, menos humildes que él.. . Si deja un gran vacío en la sociedad de las inteligencias de élite ¡ qué gran luto no dejará en el corazón de quienes pudieron acercarse a él íntimamente y gozar de la familiaridad de su reli­gión y de sus virtudes !»

El otro nombre que es menester pronunciar, en primer lugar, entre los guías de la juventud de Ozanam durante los cinco años de su vida en París, no es el dé un hombre ilustre. Todavía no he nombrado y saludado al director y al verdadero padre espiritual de esa alma : un sacerdote.

Este sacerdote, el padre Marduel, había sido vicario de Saint­-Nizier, en Lyon; luego lo habían llamado a París para asistir a su tío, cura de San Roque. Era por aquel entonces un anciano de edad avanzada, modestamente retirado en un apartamento de la calle Massillon, cerca de Nuestra Señora, donde supo muy bien descubrirlo su abundante clientela de penitentes de toda clase, obispos, sacerdotes, padres de Francia, grandes señores, médicos ; además, estudiantes, obreros, pobres, recibidos con la misma bon­dad, tratados con la misma indulgente paciencia. Se sentía uno a gusto con él. Era sencillo, era sabio, instruido, sagaz; era piadoso, rezaba siempre con el rosario, pues sus ojos ya no le permitían leer su breviario. Habiendo llegado a la mayor pobreza, despojado de todo, no teniendo más que el mendrugo de pan que le aseguraba la fábrica de San Roque, lo compartía con otros más desgraciados que él, en tanto que su vieja criada iba a pedir para él, de limos­na, las cosas más necesarias a la vida.

Su santidad y su unión continua con Dios le habían valido luces sobrenaturales para el conocimiento y la dirección de las almas, en las cuales diríase que leía. Disipaba sus sombras y sus ilusiones para dejar en ellas la luz, la paz y la alegría del corazón. Era el padre que convenía a Ozanam, cuya delicadeza de conciencia era a veces una fuente de penas interiores que revelan sus cartas.

Al salir de Lyon, sus padres encargaron a Federico con el Pa­dre Marduel. También fue recomendado con él por el Padre Oza­nam, quien antaño lo había tomado de director. «No es de sor­prender —recuerda éste— que el joven estudiante haya progresa­do mucho en esa piadosa y suave escuela. Su justa confianza y deferencia hacia los consejos de esa inteligente sabiduría, las luces divinas que de ella recibía, el fuego sagrado que en ella encendía, lo hicieron triunfar, con la gracia de Dios, en el combate interior de la verdad y la virtud. Bajo su conducta, se vio a ese amado hermano en medio de sus numerosos trabajos, dedicar diariamen- te un tiempo bastante considerable a la meditación y a la oración».

Ya no podía prescindir de los` poderosos auxilios que ese sacer­dote le procuraba en el uso frecuente de los sacramentos. En mayo de 1833, habiéndose ausentado el Padre Marduel para una breve estancia de un mes en Lyon, Federico se queja con su madre de esa larga ausencia que lo deja moralmente en el desamparo y la perplejidad. «Es el único consejero intimo que tengo aquí, el úni­co cuya sabiduría y bondad puedan substituir a la vez a mi padre y a ‘mi madre. Debe de haber regresado hoy y me propongo verlo mañana; pues, como tengo pocas ganas de formar nuevas relacio­nes, he permanecido todo este tiempo abandonado a mi humor ,y a los caprichos de mi imaginación».

Luego, llega a esta conclusión que constituye un homenaje a la eficacia de la confesión: «En verdad, si hay entre los protestantes algunos jóvenes de buena fe, ilustrados y religiosos, los compadezco por carecer de un recurso que tanto necesita mi juventud; y sin el cual me echaría a perder por completo o me consumiría de melancolía».

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