Espiritualidad vicenciana: Autoridad

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Miguel Pérez Flores, C.M. · Año publicación original: 1995.

SUMARIO: INTRODUCCIÓN. «GRANDE OPUS»: la autoridad viene de Dios, es prolongación de la ocupación de Jesucristo, es ser vicio, misión y oficio. LA AUTORIDAD MINISTERIAL Y MORAL. LINEAS DE GOBIERNO: firmes en el fin y flexibles en los medios; respe to a las personas; el arte de lo posible; el tiempo; información, discreción y comunión; las máximas evangélicas. PERFIL DEL SU PERIOR VICENCIANO: Hombre espiritual, de oración, revestido del espíritu de Cristo, llano de celo por la vocación misionera, pru dente, humilde, obediente, sensible a los valores temporales. Juicio GLOBAL SOBRE LA AUTORIDAD Y GOBIERNO SEGÚN SAN VICENTE.


Tiempo de lectura estimado:

INTRODUCCIÓN

San Vicente fue superior la mayor parte de su larga vida; de una manera o de otra, tuvo autori­dad sobre grupos muy distintos: los misioneros, los sacerdotes de las conferencias de los martes, las Hijas de la Caridad, las visitandinas, las cofra­días de la caridad y las señoras de la caridad. Fue superior local y general. Esto le permitió adquirir una experiencia riquísima en el gobierno de las personas y de las comunidades y en la aplicación de las instituciones de gobierno.

Por otra parte, le tocó vivir en una época en la que la autoridad eclesial y civil eran indiscuti­bles y «sagradas». El superior era el elemento clave de toda comunidad. De hecho, en sus dos comunidades principales: la Congregación de la Misión y la Compañía de las Hijas de la Caridad, la función de la autoridad era para el fundadora un dinamismo indispensable de vida, de orden y de progreso esencial, elemento insustituible pa­ra la buena marcha de la comunidad.

San Vicente no escribió tratado alguno sobre la autoridad, implantó algunos reglamentos y, so­bre todo, escribió mucho sobre el oficio de su­perior y sobre cómo gobernar. En este trabajo, me centro en la experiencia vicenciana, en lo que ella enseña sobre la autoridad y ejercicio de la mis­ma en el ámbito de la comunidad vicenciana, lo cual no impide que desde esa experiencia poda­mos elevarnos a consideraciones más generales sobre la autoridad y gobierno.

«GRANDE OPUS»

Abelly nos ha trasmitido los consejos o avisos que san Vicente dio al P. A. Durand, nombrado superior cuando todavía era muy joven. Es uno de los documentos más luminosos para saber cómo san Vicente entendió la autoridad y el ejercicio de la misma.1 San Vicente no expuso escolásticamente al joven y nuevo superior lo que es la au­toridad, fue más práctico y ya de entrada le pu­so la cuestión de la importancia de ser superior: «¡Ay, Padre! ¿De qué importancia y responsabi­lidad cree usted que es la ocupación de gobernar a las almas, a la que Dios le llama? ¿Qué oficio cree usted que es el de los sacerdotes de la Mi­sión, que están obligados a guiar y conducir unos espíritus, cuyos movimientos sólo Dios conoce? Ars artium regimen animarum. Ésta fue la ocu­pación del Hijo de Dios en la tierra, para eso ba­jó del cielo, nació de una virgen, entregó todos los momentos de su vida y sufrió una muerte do­lorosísima».

En la doctrina de san Vicente, no encontramos una sistematización teológica neta, muy difícil de hacer por la riqueza y abundancia de los detalles, pero lo que dice, entra perfectamente dentro de la triple función de enseñar, santificar y gobernar de Cristo y de la Iglesia, porque la autoridad del superior es prolongación de la de Cristo y la con­cretización de la misión de la Iglesia. Guiar las almas a la perfección, conducir la comunidad al logro de sus fines apostólicos, evitar que se in­troduzca en ella algo contra el espíritu propio, ayudar a que cada uno de los miembros de la comunidad adquieran las virtudes cristianas, sa­cerdotales y misioneras, son las metas que san Vicente asignó a los superiores de sus comuni­dades.

La convicción de san Vicente sobre el valor te­ológico, comunitario y misionero de la autoridad en la comunidad vicenciana permite que poda­mos describirla del modo siguiente.

a) La autoridad viene de Dios

No es extraño que san Vicente estuviera con­vencido del origen divino de la autoridad. La te­sis tradicional así lo enseñaba: «Toda autoridad vie­ne de Dios» según la afirmación categórica de san Pablo (Rom 13, 1). El hombre que tiene autoridad es el lugarteniente de Dios, como explícitamente lo ha recordado el Concilio Vaticano II, pero no pa­ra insistir en la idea de la autoridad-privilegio, si­no en la idea de autoridad-responsabilidad. Si to­da autoridad viene de Dios, el que la tiene debe estar a la escucha de lo que Dios pide (Vat. II, PC 14). A los superiores, les corresponde ser los pri­meros en escuchar la voz de Dios, discernir su vo­luntad y ser dóciles a ella.

Por otra parte, la autoridad del superior, por venir de Dios, da una gran seguridad moral al que debe obedecer. San Vicente insistió mucho en es­te aspecto, sobre todo cuando se dirigía a las Her­manas, hasta tal punto que al hombre secularizado de hoy le parece que san Vicente a veces pecó de cierta «sacralización» de la autoridad.

b) La autoridad, prolongación de la ocupación de Jesucristo

El modelo de ejercer la autoridad es Jesu­cristo. El aspecto cristológico de la autoridad es el gran descubrimiento de san Vicente. Será la fuente de la espiritualidad en el ejercicio de la au­toridad y el punto de referencia para el gobierno de todo superior. La pregunta clave de todo su­perior será siempre ésta: «¡Señor!, si estuvieras en mi lugar ¿qué harías? Cristo es la regla de la Misión, a él toca hablar y a nosotros toca estar atentos a sus palabras y entregarnos a su divina Majestad para ponerlas en práctica» (XI, 429).

c) La autoridad es servir

El término autoridad originariamente significa crecimiento, su raíz es el verbo latino augere que significa aumentar, hacer crecer, completar. Lo que la madre hace por su hijo es el mejor ejem­plo para el ejercicio de la autoridad, porque es ella, la madre, la que hace crecer al hijo engen­drado e, incluso, la que en el momento oportuno le sabe dar la autonomía e independencia que el hijo necesita para que se baste por sí mismo y por sí mismo se desarrolle.

El sentido diaconal de la autoridad es un valor evangélico claro y de siempre. Es patente en la doc­trina y en el gobierno de san Vicente. Toda autori­dad se da para que las personas crezcan y alcan­cen las metas a las que están llamadas por Dios. Igualmente, aunque en segundo lugar, es propio de la autoridad hacer que las instituciones sirvan y alcancen los fines para los que fueron creadas.

Todo gobierno o es servicio o es abuso de la autoridad. Nuestro Señor se lo dijo a los discípu­los cuando discutían entre ellos quién sería más grande en el reino de los cielos: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así con vosotros, sino el que quiera llegar a ser gran­de entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será escla­vo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida como rescate por muchos» (Mc 10, 42-45).

d) La autoridad, medio para cumplir una misión

En san Vicente, prevaleció la concepción de la autoridad como gobierno activo, es decir, como tarea, misión, oficio y ministerio,2 mediante la cual se concreta y se hace visible el gobierno de Dios y se prolonga en la historia la ocupación del Hijo de Dios. Desde esta perspectiva, la autoridad se despoja de todo elemento negativo. El abuso de la autoridad es posible, se ha dado de hecho y en grandes y escandalosas medidas. No podemos, sin embargo, admitir sin más, que el término au­toridad signifique dominio, poder despótico, libre arbitrio o capricho del jefe. La autoridad corre el riesgo de no ser bien usada, de abusar de ella, de ser medio de dominación, pero no necesaria­mente el riesgo se hace realidad. Al lado de los dominadores, tiranos, déspotas, hay una pléyade de hombres y mujeres que, siguiendo el ejemplo de Cristo, han usado la autoridad para prestar grandes servicios a las personas y a la humani­dad.

A partir de esta visión teológica y pastoral de la autoridad, se comprende que para san Vicen­te el ejercicio de la misma en la Iglesia es la Gran Obra –»Grande Opus»– y el Arte de las artes.

AUTORIDAD MINISTERIAL Y AUTORIDAD MORAL

La autoridad, recibida y realizada por determi­nadas personas, ofrece distintos rostros. Como di­jimos antes, el primer significado de autoridad es hacer crecer, completar, perfeccionar. Llevar a ca­bo tal significado sería ejercer genuinamente la autoridad, sería una autoridad modelo, ligada a una serie de cualidades de la persona por las que ha sido capaz de desarrollar el sentido genuino de autoridad. De la relación existente entre la au­toridad y las cualidades de la persona que la ejer­ce, han surgido los conceptos de autoridad mo­ral, de liderazgo y profesional por una parte y los de autoridad de función, de servicio o ministerial por otra.

En san Vicente, estuvo presente ante todo la autoridad de función, de servicio o ministerio. El superior debe preocuparse, por razón de su ofi­cio y misión, de que se cumplan los fines de la Congregación y las reglas establecidas. Las cons­tituciones actuales tratan de esta autoridad mi­nisterial cuando establecen que el superior ge­neral, el visitador y el superior local, cada uno en su propio ámbito, tienen que promover el fin la Congregación, según el espíritu de san Vicente, en una verdadera comunión de vida y apostola­do (Const. CM, 97). En este caso, la autoridad dimana no de la cualidades de la persona, sino de la misión recibida. La aceptación práctica de la autoridad, es decir, la obediencia, no se funda­menta en las cualidades de la persona, sino en la misión que ha recibido de Dios o en la misión u oficio que le han confiado la Iglesia y la Con­gregación.

Sin embargo, siendo objetivamente cierta la doctrina sobre la autoridad funcional, de servicio y ministerio y el deber de acatarla, no se puede minusvalorar la autoridad moral del que gobierna. En primer lugar, porque ambas se armonizaron en Jesús que había recibido la misión del Padre, pe­ro «nadie enseñó con tanta autoridad, nadie ha­bló como este hombre» (cf. Mc 1, 27).

De hecho, no hay oposición entre una y otra clase de autoridad, al contrario, lo deseable es que ambas confluyan en la misma persona. Una de las preocupaciones actuales es la formación de los superiores con el fin de armonizar la autoridad moral con la de competencia. San Vicente trazó las líneas de gobierno que deben animar el ejer­cicio de la autoridad en las comunidades vicen­cianas a fin de hacer confluir la competencia fun­cional con la autoridad moral.

LÍNEAS DE GOBIERNO VICENCIANO

Hay abundantes estudios que tratan sobre las leyes del gobierno en todas las dimensiones: a la luz de la psicología, de la sociología y de la teo­logía. Pensar que san Vicente llegó a agotar las exigencias de estas leyes sería sacarle del propio tiempo. Sin embargo, el estudio de su corres­pondencia, conferencias y reglamentos permiten deducir las líneas que inspiraron su gobierno y los consejos que sobre el mismo dio.

1º. Firmeza en el fin y flexibilidad en los medios

Firmes en el fin, flexibles en los medios. Sa­ber lo que se quiere y disponibilidad para aceptar los medios que mejor convengan. Al P. Juan Gue­rin, le aconsejó: «sea firme en los fines y humil­de y manso en los medios, firme en la obser­vancia de las reglas y santas costumbres de la compañía, pero apacible en los medios para ha­cerlos observar» porque ser invariable en el fin y moderado en los medios es como poseer «el al­ma de todo buen gobierno» (II, 252. 302), según lo aprendió de san Francisco de Sales.

2º. Las motivaciones

San Vicente no fue un superior de ordeno y mando, se preocupó siempre de motivar lo que mandaba, de razonar el asunto y de buscar la ex­plicación de lo mandado que creía más adecua­da a la persona a la que se dirigía y a la que iba a pedir obediencia. San Vicente fue un verdadero maestro en este quehacer. Uno de los muchos ejemplos que podemos aducir es la carta que es­cribió al P. Du Coudray. Este misionero se nega­ba a dejar Roma donde trabajaba en la versión siriaca de la Biblia. San Vicente echó mano de to­das las razones, incluso se imaginó cómo los po­bres llamarían al Padre du Coudray: «¡Ah, Padre Du Coudray, que ha sido escogido desde toda la eternidad, por la Providencia de Dios, para ser nuestro segundo redentor, tenga piedad de no­sotros que estamos sumidos en la ignorancia de las cosas necesarias para nuestra salvación… sin su ayuda seremos infaliblemente condenados». Le da otras razones, entre ellas las que pueden afectar a la comunidad: «imagínese, Padre, que la Compañía le dice que hace tres o cuatro años que está privada de su presencia, que empieza a disgustarse y que usted es de los primeros de la Compañía…». San Vicente, al final, llega a man­darle «venga, padre, por favor…» (I, 286).

3º. Respeto a las personas

No obstante la fina ironía que alguna vez san Vicente dejó entrever en sus intervenciones es­critas y orales, no hay en sus escritos frases vio­lentas y ofensivas dirigidas a misioneros o Her­manas. No suele hablar mal de nadie, son pocas las frases un poco duras que se le escaparon an­te comportamientos y errores de los padres y hermanos. Este respeto a las personas se mani­fiesta en las relaciones personales que tiene con todo el mundo, especialmente con los misione­ros y con las Hermanas. Leyendo su correspon­dencia, se tiene la sensación de que está pre­sente, como padre y amigo, allí donde hay un misionero o una Hija de la Caridad y que todos son para él personas de valor.

No toleró el santo fundador, que los superio­res faltasen al respeto a sus hermanos. Uno tu­vo el mal gusto de escribirle diciendo que prefe­ría guiar bestias mejor que a hombres. San Vi­cente, con fina ironía le contestó: «Lo que usted indica tiene cierta explicación; pues lo que usted dice es verdad en los que quieren que todo se do­blegue ante ellos, que nada se les resista, que to­do vaya según su gusto, que se les obedezca sin replicar y sin demora alguna, en una palabra, que se les adore; pero no ocurre esto con los que aceptan la contradicción y el desprecio, con los que gobiernan pensando en nuestro Señor, que toleraba en su compañía la rusticidad, la envidia, la poca fe, etc. y que decía que no había venido a ser servido sino a servir». San Vicente, des­pués de decirle lo que le dijo, intentó justificar al superior anónimo y añadió: «Ud. no empleó esa frase más que para expresar su pena y conven­cerme de que le quite del cargo; así pues, pro­curaremos enviar a otro en su lugar» (IV, 173). Con la misma ironía, escribió poco después a es­te mismo padre y le dijo: «Enviamos al Padre… en su lugar, después de la súplica que usted me hizo para que le quitáramos de superior. Espero que la familia verá en usted el mejor ejemplo de sumisión y confianza que todos deben al superior» (IV, 199s).

4°. El arte de lo posible

Los ideales son buenos, pero hay que contar con las limitaciones de las personas y de los me­dios. Se ha dicho que la política, en el buen sen­tido, es el arte de lo posible y es muy viejo el ada­gio que aconseja al hombre ser realista: hay que arar con los bueyes que se tienen. A san Vicen­te, no se le puede considerar como un perfec­cionista intransigente. Buscó el bien y buscó, si se quiere, lo mejor, pero dentro de lo posible. Muchos de los misioneros y de las Hermanas adolecían de ciertos defectos humanos y espiri­tuales. No por eso los rechazó o los marginó. A un superior que se quejaba de los fallos que no­taba en los miembros de su comunidad le dijo: «No se puede esperar ver siempre la casa sin defectos; pero, con tal de que no haya ni quejas ni escándalos, hay que decidirse a soportar a los demás, haciendo sin embargo todo lo posible por disminuir esos defectos tanto en calidad como en cantidad» (VIII, 339).

5º. El tiempo

Fue proverbial la lentitud de san Vicente en mu­chos asuntos. Se le acusó de ello y él se justificó alegando las consecuencias buenas que de su lentitud habían surgido. San Vicente estuvo muy lejos de ser una persona precipitada, de adelan­tarse a la Providencia, de decidir y exigir respuestas inmediatas. Dar el tiempo debido a los asuntos tie­ne gran importancia para comprenderlos bien, no obstante la lentitud que, a veces, ello supone. San Vicente, dando tiempo al tiempo, supo dar solu­ciones oportunas sin dejar a nadie colgado en in­terrogantes angustiosos. Al P. Codoing, uno de los misioneros que llevaban mal la tranquilidad de san Vicente, le dijo: «Los asuntos de Dios se hacen poco a poco y casi imperceptiblemente y su es­píritu no es violento» (II, 190).

6º. La información, discreción y comunión

«Un superior debe saber todo lo que sucede en su comunidad para gobernarla bien» (IX, 990). Sería un error ver a san Vicente parapetado en el secreto, no obstante el valor que le dio como me­dio de gobierno. Es imposible imaginar a san Vi­cente como hombre indiscreto.

Es evidente que san Vicente se sintió el cen­tro de la comunidad y de hecho lo fue. Todo lle­gaba a él y él lo debía hacer llegar a los demás. Informó a ambas comunidades de los sucesos que les atañían en las repeticiones de oración, en las conferencias y, sobre todo, en las cartas. Es­cribió circulares anunciando, no sólo la muerte de los miembros de la comunidad, sino notifi­cando a la Compañía los éxitos y fracasos que ha­bía tenido en sus empresas. Hubo proyecto de crear medios de comunicación como en la Com­pañía de Jesús, pero por temor a ciertos abusos y a que en la Misión no todos tenían la gracia de saber comunicarse, el proyecto se dejó.3

Fue consciente de que ni la Congregación de la Misión ni la Compañía de las Hijas de la Cari­dad eran de él únicamente. Sabía que la conser­vación de las mismas dependía de los demás miembros. Él vio a ambas comunidades como dos grandes familias y a cada comunidad local co­mo una pequeña familia. Intentó que todo inte­resase a todos. Favoreció la comunicación den­tro de la comunidad y vio muy bien la práctica de las Hermanas de reunirse para comunicarse lo que les sucedía: «¡Dios mío! Eso ata los corazo­nes y Dios bendice los consejos que así se reci­ben». Lo contrario hace que cada una se cierre en lo propio y esto le preocupó. «Hay en la Com­pañía una Hermana Sirviente que da a las demás una preocupación tremenda a causa de ese ca­rácter. En cuanto a mí, tengo la experiencia de que, donde la Misión tiene unos pobres hombres, si hay un superior que es abierto y se comunica a los otros, todo va bien.» (X, 773).

En esta misma línea, san Vicente se quejó amargamente de un superior que vivía aislado, sin comunicarse con el resto de la comunidad y, pe­or aún, no trataba con afecto a sus hermanos: «…He observado en varias ocasiones que no tra­ta usted con mucho afecto a las personas de la compañía. Le ruego, padre, que acepte bien es­te aviso: es usted el superior de la compañía me­nos unido con las personas de su familia y con los demás que le visitan. No recuerdo que me ha­ya usted escrito nunca de nadie más que con cierto desprecio y juzgando mal de varios… En nombre de Dios, padre, ponga atención a lo que le digo, pídale a nuestro Señor la gracia de una perfecta caridad y humildad que nos hace reco­nocer a los demás mejores que nosotros, y a no­sotros peores que los demonios» (VI, 60s).

7º. Las máximas evangélicas

Una comunidad de cristianos, sobre todo cuan­do se propone seguir de cerca a Cristo, no puede ser gobernada sin tener presente las leyes del evan­gelio. El gobierno de san Vicente es claro en este aspecto. Las máximas del evangelio son normas de vida para cada misionero y para cada Hija de la Ca­ridad. En las reglas comunes de ambas comuni­dades, existen sendos capítulos en los que se ex­horta a seguir las máximas evangélicas y a huir de las máximas del mundo (RC. CM cp. 11; RC. HC 1, 5).

Lo que debe ser norma de conducta de cada misionero o de cada Hija de la Caridad debe ser ley de gobierno para los superiores. San Vicente siem­pre invocó las palabras de Jesucristo o sus hechos como motivo o fuente de inspiración y para acer­tar en el gobierno. Abelly nos ha dado el siguien­te testimonio: «Puede afirmarse con verdad que la vida de Jesucristo y la doctrina del evangelio eran la única regla de su vida y de sus acciones: cons­tituía, en efecto, toda su moral y toda su política, según la cual acomodaba la conducta y todos los asuntos que pasan por sus manos» (cf. A. ORCA­JO, Vicente de Paúl a través de su palabra, La Mi­lagrosa, Madrid 1988, 79). La política de san Vicente siempre fue una política evangélica (cf. DODIN, Lecciones de vicencianismo, 71-88).

PERFIL DEL SUPERIOR VICENCIANO

Muchos autores cuando tratan de la autori­dad y del gobierno diseñan con frecuencia el per­fil del superior. Lo que sucede es que casi siem­pre caen en idealismos. Se delinean superiores con perfiles tan bellos que resulta imposible en­contrarlos, son como «mirlos blancos» que no se encuentran entre la especie de los mirlos. San Vi­cente no se libró de este error. La lectura de la conferencia a las Hermanas del 22 de mayo de 1657, previa a la elección de las «oficiales», es un buen ejemplo.

La compañía, dijo san Vicente, es como un bar­co y los superiores son los pilotos. La hermana «oficiala» entraba dentro de la categoría de los pi­lotos. Para ser «oficiala» se requiere que tenga buena salud, (puede haber excepciones); que sea sana de mente, es decir, juiciosa, paciente, man­sa, prudente, razonable, que no se deje llevar de la pasión; buena cristiana, temerosa de Dios, fiel en cumplir con todo lo que Dios ordena; no am­biciosa; que esté animada del espíritu de senci­llez; llena de un gran celo por el servicio del pró­jimo y sobre todo, por la salvación de los pobres, nuestros amos y señores; que sea modesta en su tocado, en la forma de caminar por la calle, que no sea afectada en sus vestidos ni aficionada a singularizarse, que sea buena Hija de la Caridad en todos los cargos que se le encomienden; fiel a las reglas; que lamente las faltas de las her­manas y que procure ayudarles a corregirse; que tenga celo de la obediencia y que no falte a nin­guna norma. Todo eso indica que una hermana tiene cualidades para ser «oficiala» (IX, 862s).

Pero ¿qué criterios tuvo san Vicente para nom­brar superiores? Siguiendo el pensamiento de San­to Tomás de Aquino, parece que estaba conven­cido de que ni los que buscan serio, ni los jóvenes, ni los viejos, ni los sabios, ni los santos podían ser superiores, sino los prudentes, los equilibrados, los que armonizan ciencia y virtud. Sin embargo, él nombró superiores jóvenes. Le pasó, como él mismo confesó, lo que a otros fundadores que, al principio de sus comunidades, no tenían mu­chas personas y echaron mano de las que dispo­nían para nombrarlas superiores. San Vicente, al fin, no obstante la claridad de ideas sobre quien debía ser nombrado superior, en la práctica hizo lo que pudo y hasta se equivocó nombrando a algunos su­periores que no valían para gobernar y a los que tuvo que quitar no siempre de buenas maneras (IV, 508; V, 328; IX, 599; X, 796).

Con el riesgo de caer una vez más en el ide­alismo, intento pergeñar el perfil del superior se­gún san Vicente.

1º. Hombre espiritual, capaz de dirigir hombres espirituales

En el primer reglamento del superior local, vi­gente en tiempos de san Vicente, se establecía que el superior local debía ser un hombre espiri­tual, capaz de dirigir hombres espirituales. En los sucesivos reglamentos de los superiores locales, se repitió la misma exigencia. La afirmación es de gran importancia, porque si no se parte de esta convicción, el resto no tiene sentido o está fuera de lugar. Cierto, la persona y la comunidad tienen otras dimensiones, pero la dimensión teológica es la fundamental. El superior de una comunidad vicenciana no puede ser sólo un experto en mi­siones o en otro ministerio, porque, de lo con­trario, la comunidad se convertirá en un equipo de trabajo. La Madre Guillemin ofreció sabrosas con­sideraciones sobre el papel de la Hermana Sir­viente, siguiendo y actualizando el pensamiento de san Vicente (Sor Guillemin, Escritos y palabras, CEME, Salamanca 1988, 259).

2º. Hombre de oración

Entre los consejos dados al P. A. Durand en­contramos éste: «Debe Vd. recurrir a la oración para conservar su alma en su temor y amor; pues tengo la obligación de decirle, y lo debe saber us­ted, que muchas veces nos perdemos mientras contribuimos a la salvación de los demás» (XI, 237), siguiendo el ejemplo de san Pablo que castigaba su cuerpo por miedo de que después de haber predicado a los demás, se viera perdido a sí mis­mo (cf. 1 Cor 9, 27).

La oración es un medio «no sólo para resol­ver dificultades que encuentre, sino para que aprenda inmediatamente de Dios lo que tenga que enseñar, a imitación de Moisés, que no anun­ciaba al pueblo de Israel más que lo que Dios le había inspirado» (XI, 237).

Un hombre espiritual, capaz de dirigir hom­bres espirituales, debe cultivar la oración y man­tener un contacto directo y frecuente con el Señor. Jesús dio ejemplo, no se contentó con predicar y hacer milagros, también oró por los que le habían sido encomendados. Rogó por sus discípulos, rogó por todos los que iban a creer en él: «Por ellos ruego, no ruego por el mundo, si­no por los que tú me has dado, porque son tu­yos y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío» (Jn 17, 9-10). Por la oración del superior en favor de sus hermanos, producirá más bien en ellos que por cualquier otro medio.

3º. Hombre revestido del espíritu de Jesucristo

El oficio del superior es, como dijimos antes, continuación de la obra de Jesucristo, es su me­diador. Ahora bien: «ni la filosofía, ni la teología, ni los discursos logran nada en las almas; es pre­ciso que Jesucristo trabaje con nosotros, o no­sotros con él; que obremos en él y él en noso­tros; que hablemos como él y con su espíritu, lo mismo que él estaba con el Padre y predicaba la doctrina que le había enseñado (cf. Jn. 7, 16)» (XI, 236). El superior debe vaciarse de sí mismo para dejar lugar a Jesucristo. A partir de este va­ciamiento y de la presencia de Cristo, el superior está preparado para llevar a feliz término su obra: «Ya sabe usted, que las causas ordinarias pro­ducen los efectos propios de su naturaleza, los corderos engendran corderos… y el hombre en­gendra otro hombre; del mismo modo, si el que guía a otros, el que les da forma, el que les ha­bla, está animado del espíritu mundano, quienes lo vean, escuchen y quieran imitarle se converti­rán en meros hombres… les comunicará el espí­ritu del que está animado, lo mismo que ocurre con los maestros que inspiran sus máximas y sus maneras de obrar en el espíritu de sus discípu­los».

Para san Vicente, el superior es algo más que un maestro que enseña o que educa, debe injer­tarse en Cristo para producir los mismos efectos que Cristo, como el «arbolillo silvestre, en el que se ha injertado una rama buena produce frutos de la misma naturaleza que esa rama». En una pa­labra, un buen superior, si quiere continuar la obra de Cristo debe estar, injertarse en él como el sar­miento a la cepa, según enseñó el Señor (cf. Jn 15, 1).

4º. Hombre lleno de celo por su vocación misio­nera

Muchas veces, san Vicente aludió al fin de la Congregación, a su espíritu y sus ministerios co­mo metas a las que todo superior debe tender. En realidad, la razón del superior en una comuni­dad eclesial es hacer que ésta llegue a alcanzar lo que es su razón de ser en la Iglesia. Todo lo demás que se concede y se pide al superior es­tá orientado a afianzarle y a fortalecerle en este quehacer. A las Hermanas, les dijo: «Tenéis que obedecer a quienes entre vosotras han recibido el encargo para llevar a cabo todo lo concerniente al servicio de los pobres y a la práctica de las re­glas» (IX, 80s). Al P. Laudin, le escribió práctica­mente lo mismo: «Su quehacer principal es go­bernar la familia y sus ocupaciones. Usted debe vigilar sobre todos y hacer que todo se haga or­denadamente» (VII, 44). San Vicente usó el térmi­no vigilar, no muy grato hoy a nuestra sensibilidad. Sin embargo, el celo puede sugerir al superior ha­cer de vigilante. Quizás deba ser vigilante, pero nunca debe ser «policía». El superior es el último responsable de lo que sucede a las personas en particular y a la comunidad. El decreto del Conci­lio Vaticano II, Perfectae caritatis n. 14, recuerda que el «superior debe dar cuenta a Dios de las al­mas que se les ha confiado» (cf. Heb 13, 17)».

5º. Hombre de discernimiento

Entre los consejos que san Vicente dio al P. Juan Guerin, se encuentra el de pedir consejo: «reciba el parecer de los dos que han sido nom­brados consejeros… No está usted obligado a se­guir la mayoría de votos. Puede escoger lo que mejor le parezca, incluso su propio parecer, con tal de que dé cuenta de ello en la visita como es­tá ordenado en las reglas».4 Le aconsejó además la reflexión frecuente y hasta le señaló los pun­tos: cómo trabajar en general y en particular des­de su cargo y cómo usar bien los medios. Le aconsejó no acudir a personas extrañas a la co­munidad cuando se trata de asuntos propios de la misma, porque «sólo los miembros del cuerpo están animados por la influencia del espíritu de dicho cuerpo».

Otro medio para discernir bien es la comuni­cación interior con los miembros de la comuni­dad, conocer por dentro a los que tienen que dirigir: «Sea exacto en la obligación de escuchar la comunicación de los de dentro todos los me­ses. Ruego a la compañía que se aficione a esta santa práctica» (11, 302).

6º. Hombre humilde

Que san Vicente pidiese humildad a los su­periores nada tiene de extraño por ser para él una virtud característica del misionero. Pero veamos qué actos de humildad exigió a los superiores:

a)    Sentir la necesidad de Dios y convencer­se de que por sí solo es poco lo que puede ha­cer, se corre el riesgo de hacerlo mal y de estro­pear la misma obra de Dios: «¡Señor, lo voy a estropear si tú no guías todas mis palabras y mis acciones».

b)    No presumir de ser superior, no dejar sen­tir la autoridad para ser respetado. San Vicente contó al P. Durand esta experiencia: «No opino lo mismo que aquella persona que, hace unos días, me decía que para dirigir bien y mantener la autoridad, era preciso hacer ver que uno era el superior. ¡Dios mío l Nuestro Señor Jesucristo no habló de esa manera; nos enseñó todo lo contrario de palabra y de ejemplo diciéndonos que había ve­nido no a ser servido, sino a servir a los demás y que el que quiera ser el mayor tiene que ser el servidor de todos» (XI, 238; cf. Mt 20, 28). Al P. Huguier, le escribió diciendo: «Si me dice que siente usted cierta inclinación al cargo de supe­rior, no me atrevo a creerlo. ¡Ay! No es esa la ma­nera de estar contento; los que tienen ese cargo gimen bajo su peso ya que se sienten débiles para llevarlo y se creen incapaces de guiar a los demás. Si así no fuera, si alguno presumiese lo contrario, haría gemir a sus inferiores, ya que le faltaría la humildad y las demás gracias necesa­rias para servir de consuelo y de buen ejemplo a todos ellos» (VII, 129).

c)     Referir a Dios lo bueno que haga y atri­buirse todo el mal que ocurre en la comunidad. San Vicente afirmó que el superior tiene la culpa de todos los desórdenes de la comunidad. Ob­jetivamente puede ser verdad, pero no siempre es así. Puede suceder que el mismo superior sea víctima de los fallos que existen en la misma co­munidad cuando ha dejado de ser una comunidad de fe y se convierte en grupos de intereses y de presión. De todas maneras, la afirmación de san Vicente vale como aviso.

d)    No vanagloriarse por ser superior. Para san Vicente, la vana complacencia por ser superior es un veneno peligroso porque puede corromper las acciones más santas y hacer que nos olvide­mos de Dios. «Guárdese de este defecto, en nombre de Dios, como el más peligroso que co­nozco para el progreso en la vida espiritual y en la perfección» (XI, 239).

La humildad es el mejor antídoto contra la «malignidad de los cargos». En la conferencia so­bre los cargos y oficios, desarrolló ampliamente el tema de la humildad para superar las tentacio­nes que los cargos y oficios pueden presentar. Se basó en la autoridad del cardenal Berulle para de­cir que «ese estado de superior y de director es tan malo, que deja de suyo y por su naturaleza una malicia y una mancha villana y maldita… una malicia que infecta el alma y todas las facultades del hombre». El resultado es que a éstos les cues­ta obedecer, critican todo, se creen suficientes (XI, 60).

7º. Hombre obediente

El Superior tiene que obedecer a las media­ciones de Dios establecidas para ejercer su cargo: los superiores mayores, las reglas co­munes, los reglamentos, las constituciones, las leyes de la Iglesia, las disposiciones de los Obis­pos, etc.

La Compañía de la Congregación de la Misión es un cuerpo cuya fuerza está en la unidad y para la unidad es necesaria la obediencia como sucede en el ejército. San Vicente no tuvo reparos en de­cir al joven superior que no hiciese nada sin haberle pedido antes consejo, sin haber contado antes con él, porque él era el responsable de todo.

La sensibilidad actual ante el principio de la subsidiaridad no es una novedad absoluta. La re­lación entre los distintos niveles de gobierno ha existido siempre. En las palabras de san Vicente, se puede entrever un rayito de la subsidiaridad, sin negar su tendencia centralizadora por carác­ter, por ambiente y quizás por convicción.

Dentro de esta obediencia a las mediaciones, san Vicente pidió a los superiores que caminaran por el camino ancho, por la vía regia, para ir se­guros y no correr riesgos inútiles. «No introduz­ca nada nuevo, siga los avisos que han sido tra­zados por aquellos que dirigen las casas de la Compañía» (XI, 240).

San Vicente dio gran valor a las instituciones, seguro de que si se usaban bien se llegaría a con­seguir metas apreciables. Esta obediencia a las mediaciones y este respeto a las instituciones ¿impidió el esfuerzo por la creatividad en los superiores de la Congregación de la Misión? La Congregación de la Misión y la Compañía de las Hijas de la Caridad han dado muestras en la his­toria de ser buenos ejecutores de lo mandado, con generosidad y entrega, pero ¿se puede afirmar que han sido grandes creadores? Las constituciones actuales de ambas comunidades piden a todos, a los que ejercen la autoridad y a los de­más miembros de las respectivas comunidades que, además de ser fieles, sean también creati­vos (Const. CM, 2; Const. HC, 1. 3).

La obediencia del superior es el mejor moti­vo para exigir obediencia. Es la faceta de la auto­ridad moral más convincente, más que las cuali­dades profesionales. La Iglesia, y toda comunidad eclesial, cuando quiere recuperar el valor de las normas y de las tradiciones, exige a los superiores que sean ellos ejemplo. El canon 619, que trata de cómo un superior debe construir la comunidad, manda que los superiores den ejemplo en el ejer­cicio de las virtudes y en la observancia de las le­yes y tradiciones del propio instituto.

Los superiores obedecen exigiendo obedien­cia. En la carta que dirigió al P. Juan Guerin, le pro­puso el ejemplo de Nuestro Señor: «la participa­ción en la mansedumbre y en la humildad del co­razón de nuestro Señor representa muy al vivo la imagen de nuestro Señor y de su buen gobierno, sobre todo cuando demuestra firmeza, sin la cual vemos cómo se van relajando muchas comuni­dades por causa de la indulgencia excesiva de muchos superiores. Así, pues, sea usted firme. Admito que de momento disgustará usted, pero, luego tendrán más confianza y si no lo hace así, acabarán por despreciarlo» (II, 302).

8°. Hombre sensible a los valores temporales

Lo dicho anteriormente, puede sonar a exce­sivo espiritualismo, cuando, en realidad, los hom­bres, aun los más espirituales, están insertos en la historia, espacio y tiempo. Sería inútil el culti­vo de una espiritualidad desencarnada pensando únicamente en las almas y no en los cuerpos, ol­vidando la unidad de la persona. El realismo vicenciano se manifestó cuando entre los con­sejos que dio a varios superiores encontramos el siguiente: «Dios, ocupado desde toda la eterni­dad en engendrar a su Hijo y el Padre y el Hijo en producir al Espíritu Santo… tiene el mismo cuidado de que no caiga una sola hoja de un árbol sin su aprobación… alimenta al más pequeño gusanillo y al más humilde insecto. La consecuencia es evidente: un superior se debe ocupar de los aspectos materiales de sus hermanos y de la co­munidad. Así, pues, entréguese a Dios para bus­car el bien temporal de la casa a donde va» (XI, 241 s).

La tarea en la administración de los bienes materiales fue una de las que más tiempo ocu­pó a san Vicente, convencido de que sin los bie­nes materiales era muy poco lo que se podía ha­cer en favor de los pobres. Si los padres y las Hermanas no tenían lo necesario, difícilmente po­drían sobrellevar la fatiga del trabajo en los ministerios y en el servicio al pobre. No hay obra vicenciana que no tenga la base económica sufi­ciente para poder funcionar. Los superiores son los responsables de la administración de los bie­nes de los pobres, deben gastarlos bien, llevar una contabilidad ordenada, tener bien los libros e in­formar oportunamente.5

INSTITUCIONES Y ESTRUCTURAS DE GOBIERNO

En general, san Vicente aceptó y adaptó las instituciones de gobierno que existían en la Igle­sia, no importándole mucho si se encontraban en las órdenes monacales, mendicantes o en los lla­mados entonces clérigos regulares. Lo que juz­gó bueno para gobernar a sus comunidades lo asu­mió y lo acomodó.

Estructuralmente, la Congregación de la Mi­sión se parece mucho a la Compañía de Jesús: casa, provincia, congregación; superior local, pro­vincial o visitador, y superior general. Lo mismo se puede decir de los cuerpos normativos: cons­tituciones, reglas comunes, reglas particula­res. Sin embargo, hay que estudiar con atención la aplicación que san Vicente hizo de dichas ins­tituciones o estructuras porque, si globalmente se parecen, en realidad hay diferencias considerables. La comunidad local de los jesuitas tiene menos densidad que la comunidad vicenciana. El jesui­ta se siente más unido al cuerpo de la Compañía de Jesús. Si un jesuita puede decir que su vida en común goza de cierta «dispersión», el misio­nero vicenciano no lo puede decir, al menos en la concepción actual de la vida comunitaria de la Congregación de la Misión.6

San Vicente fue creador de figuras de go­bierno singulares. Dos ejemplos lo ilustran: la fi­gura de la Hermana Sirviente de la Compañía de las Hijas de la Caridad y que el superior General de la Congregación de la Misión sea al mismo tiempo superior general de la Compañía de las Hi­jas de la Caridad. La idea de que los superiores generales de la Congregación fueran también su­periores generales de la Compañía de las Hijas de la Caridad fue de santa Luisa. San Vicente la acep­tó y le dio cauce, convencido de las razones que la Santa alegaba: conservación de la Compañía y el servicio a los pobres. La experiencia de siglos ha demostrado que la idea fue buena (Meyer-Huerga, Una institución singular, CEME, Salaman­ca 1974).

JUICIO GLOBAL SOBRE LA AUTORIDAD Y GO­BIERNO SEGÚN SAN VICENTE

La autoridad plantea hoy problemas especia­les que no se dejaron sentir en tiempos de san Vicente, tales como el individualismo, entendido como la total y plena autonomía de la persona: pensar por uno mismo, juzgar por uno mismo, to­mar sólo las propias decisiones y vivir como a uno le plazca. A este individualismo, no respon­de san Vicente. Tampoco al democratismo exa­gerado hasta el punto de que la autoridad perso­nal queda totalmente relegada, siendo el grupo el que decide siempre. Este tipo de autoridad só­lo estuvo en la mente del fundador de la Misión cuando pensó en el gobierno extraordinario de la Congregación. Tampoco san Vicente ilumina hoy a muchos que han desacralizado totalmente la autoridad. San Vicente fue hijo de su tiempo en el modo de concebir la autoridad y de ejercerla.

Si san Vicente no aporta novedades especia­les, ni responde a varios problemas que actual­mente tiene planteados la autoridad eclesial, su doctrina y su modo de gobernar siguen teniendo hoy un valor especial, el propio del hombre sabio, en el sentido bíblico del término. Todo lo que le­emos en sus escritos y lo que nos alecciona con su comportamiento tiene actualmente un gran valor. San Vicente sigue siendo Guía de los su­periores, modelo de los hombres de acción, ma­estro de los hombres de estado. La razón de es­ta perennidad está en el sentido evangélico de la autoridad, el respeto a las personas y a las insti­tuciones, el sentido humano que trasmite, la se­renidad de su juicio, la perspicacia de su inteli­gencia, la sensibilidad de sus sentimientos, el amor a Cristo, a la Iglesia y sus fundaciones, la confianza en la Providencia que le permite ser casi siempre optimista. Estas actitudes purifican de lo que hoy consideraríamos exagerado cen­tralismo y exagerado sentido sacral de la autori­dad (J. Corera, Diez estudios vicencianos, 107- 128). Creo que san Vicente murió a gusto por haber sido casi toda la vida buen superior.

BIBLIOGRAFÍA:

J. B. BOUDIGNON, Saint Vincent de Paul modele des hommes d’action, Gaume et Cie, Paris 1896.- A. MENABREA, Saint Vincent de Paul, le maitre des hommes d’Etat, Vieux Colombier, Paris 1944.- A. MENABREA, La revolution inapercue, Saint Vincent de Paul, le savant, Marcel Daubin, Paris 1948.- E. Molina, El superior local de la Congregación de la Misión, Salamanca, 1960.- F. CONTASSOT, Saint Vincent de Paul, gui­de des supérieurs, en Mission et Charité, Pa­ris, 1964.- A. DODIN, Lecciones de vicencia­nismo: la política sobrenatural de san Vicen­te, CEME, Salamanca 1978, 71-88.- J. CORE­RA, Diez estudios vicencianos: Ideas de san Vi­cente sobre la autoridad, CEME, Salamanca 1983.- B. KOCH, La relation d’autorité selon St. Vincent de Paul, en líen avec des vues modernes, en Vincentiana 32(1988)601-678.- R. M EYER-L. UERGA, Una institución original: el superior general de la Congregación y de las hijas de la Caridad, CEME, Salamanca 1974.- A. RIGAZIO, San Vicente comunicativo, en Vin­centiana 32(1988) 579.- A. RIGAZIO, Función del Visitador según san Vicente, en Vincentiana 33(1989)401.

  1. XI, 235. DODIN, A. Lecciones de vicencianismo, Avi­sos a un superior, CEME, Salamanca, 1978, p. 181. Los con­sejos o avisos fueron dados al P. A. Durand, nombrado su­perior cuando sólo tenía 27 años.
  2. La diversidad de nombres depende desde qué pun­to de vista se contemple: social, pastoral o canónico.
  3. II, 237, 438, 441, 492; IV, 166. Muy interesante es la carta que escribió a los Superiores hacia agosto de 1660 sobre la conservación de los archivos, VIII, 399; XI, 46.
  4. II, 302. El Código de derecho canónico dice en el ca­non 127 § 2, 22: o. ., . el superior, aunque no tenga ninguna obligación de seguir el parecer, aún unánime, no debe sin embargo, apartarse del dictamen, sobre todo si es con­corde, sin una razón que, a su juicio, sea más poderosa».
  5. Es muy interesante en san Vicente todo lo que se refiere a la administración de los bienes. Me remito al libro del P. F. Contassot, Saint Vincent guide des supérieurs, Bi­bliotheque Vincentienne, Paris 1964, 233-255.
  6. Esta idea es la que ha prevalecido en la historia de la Congregación y por eso la expongo aquí. Sin embargo, creo que un estudio más profundo podría llevar a la con­clusión de que el sentido comunitario en la Congregación tenía que ser menos «conventual».

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *