Espiritualidad vicenciana: Ascesis

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Author: Josep Sandra, C. M. · Year of first publication: 1995.
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A fin de encuadrar la aportación específica­mente vicenciana, proponemos a grandes rasgos una noción general de Ascesis, palabra griega que significa «ejercicio, esfuerzo», que toma más frecuentemente la forma apenas modificada de Ascética.

Es importante distinguir ambos conceptos que hallamos unidos metodológicamente en los Tratados de formación espiritual:

Ascética reviste carácter de medio, de condi­ción, camino, método, valor en función de.

Mística reviste carácter de valor por sí mismo, de meta alcanzada, de recompensa, plenitud go­zosa de lo conseguido. Así, el atleta aspira a la vic­toria en el estadio, a ceñirse la corona de laurel o la medalla; a la satisfacción que conlleva sentir que todo un pueblo, el suyo, goza de su victoria como propia; es forjador de un ánimo, por no de­cir llanamente una alma común; por mágicos momentos una multitud se funde en una emoción compartida que alcanza por inducción un alto vol­taje, increíblemente extendidos los límites del in­dividuo, su pequeño yo, sus cuitas personales, fundido en el mar del nosotros, del sentimiento oceánico de masa, de pueblo. Un conjunto de Sensaciones verdaderamente místicas, si bien de Segundo orden, por así decirlo, es decir, funda­das en las emociones y la competividad y no tan­to en la solidez, perennidad, inefable dimensión del espíritu. Pero aun así, válido desde san Pablo para ilustrar la vida del cristiano.

Para alcanzar la corona, al atleta le es im­prescindible el entrenamiento físico y mental, el ejercicio para fortalecer músculos, respiración, voluntad y mente, es decir, una ascesis.

Su aspiración a la victoria es incompatible con una vida muelle, autocomplaciente o licenciosa. Debe llevar orden y control de su tiempo, sus energías, sus emociones, su sueño, comida y be­bida, sus relaciones sociales. Comúnmente, de­berá someterse a la disciplina impuesta por un en­trenador. Y normalmente, también a la que supone formar parte de un equipo.

De igual manera en el orden espiritual.

Es el ejercicio de las virtudes. Empezando por las cardinales, así llamadas porque forman los án­gulos del edificio: prudencia, justicia, fortaleza, templanza. Siguiendo por las morales, que for­man el relleno de los muros, para seguir con la imagen clásica del edificio (ser «edificante» será una expresión recurrente en el lenguaje piadoso del s. XVII). Tales como la humildad, paciencia, mansedumbre, sencillez, mortificación, virtudes que san Vicente adoptará como especialmente propias. Sin dejar de lado las que constituyen el entramado mismo de la vida comunitaria y reli­giosa: la pobreza, la castidad y la reina tal vez de las virtudes morales, apreciada por los santos y maestros de espíritu como tal, aunque sin la so­lemnidad de tal nombre, que queda reservado para la virtud teologal de la caridad, la obedien­cia.

Todo este cuadro de virtudes, no exhaustivo, forma un programa de ascesis – ejercicio, entre­namiento-. La misma palabra «virtud» significa, se­gún su etimología latina, fuerza; lo contrario de la imagen blandengue con que se la ha podido caricaturizar en oposición a la palabra «carácter» o fuerza de carácter. Programa que compromete y empeña la vida entera: no existe momento algu­no en las etapas de la vida espiritual en que tal ejercicio, ascesis, haya logrado ya plenamente su objetivo y resulte de ahí en adelante superfluo.

Para alcanzar cada una de estas virtudes, se requiere una particular o parcial ascesis, acorde con las características temperamentales de cada cual; así el de natural soberbio y engreído reque­rirá vigilancia sobre sí mismo, sus pensamientos, gestos y palabras para conseguir las actitudes de modestia, humildad, sencillez; el que es dado a la posesión y ostentación de los bienes mate­riales especialmente el dinero, tendrá que ven­cerse continuamente para ser desprendido y po­bre. Y así, de cada una de ellas.

El ejercicio sostenido de todo este cuadro de virtudes cardinales y morales tiene lugar no tan­to ex professo -aunque un periodo de especial in­tensidad se ha denominado Ejercicios Espiritua­les- cuanto en el transcurso de la vida ordinaria, sus trabajos, avatares, incluso sus gozos y alegrías y muy especialmente las relaciones de convi­vencia con el otro, con los otros, con el prójimo.

Una diferencia fundamental con el ejemplo pau­lino del atleta que se entrena para alcanzar el pre­mio o corona la cual se le concede en virtud del esfuerzo realizado: en el orden espiritual, la re­compensa es gracia o don gratuito a quien se ha hecho apto a recibirlo al haberse vaciado de sí mis­mo y de sus apetencias a través de la ascesis.

¿Cuál es este Don? Aquí entramos en el orden de la mística. Y ésa dice relación a Dios: al encuentro y la fusión del pequeño yo limitado, temporal con lo divino. Un encuentro y fusión del núcleo mismo de la persona, del yo en el núcleo personal y aun triplemente personal, como vere­mos seguidamente, de Dios. Al Dios que se ma­nifiesta de múltiples maneras: en el orden de la naturaleza, mar, ríos, montañas, cielo estrellado, la infinidad de especies animales y vegetales que son manifestación -teofanía- de Dios como Crea­dor, en términos trinitarios manifestación espe­cialmente del Padre, de quien cada uno de los seres son vestigio, huella. Y así el sentimiento místico descubre una Presencia inefable, si se quiere Presencia gozosa en dolorosa Ausencia, más allá de la múltiple variedad de los seres.

Nadie lo ha expresado más bellamente que el más grande de los poetas líricos castellanos:

Y todos cuantos vagan
me van de Ti mil gracias refiriendo
Y todos más me llagan
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.

¡Oh, cristalina fuente,
si en estos tus semblantes plateados formaras de repente
los ojos deseados
que tengo en mi alma dibujados!

Esta tensión entre Ausencia y Presencia for­ma la esencia misma del sentimiento místico, la búsqueda incansable del Amado.

Pero tal búsqueda lleva desde el mundo lle­no de criaturas, belleza y misterio, dominio atri­buible al Padre, al mundo de los hombres, semejantes, hermanos, que es el mundo atribuible al Hijo. Engendrado en la eternidad en el seno de la divinidad y Manifestado en el tiempo como «verdadero Dios y verdadero Hombre» según la sencilla, tajante fórmula de Nicea. Y el hombre no es ya vestigio o huella, sino imagen viviente de Dios. A través de ellos, el sentimiento místico busca la presencia eterna y temporal a la vez del Hijo, en quien tal imagen ha revestido su pleni­tud y perfección.

Digamos ya que la inclinación espiritual de San Vicente viene orientada con preferencia, ca­si exclusividad, a esta segunda vía, a la del Hijo presente misteriosamente en los hombres, per­cibidos como hermanos. Consideraremos este punto más expresamente.

Contrastando con esta vía eminentemente vi­cenciana mencionemos una forma de ascética que apareció tempranamente en la Tebaida, en­tre los eremitas o Padres del desierto. Ellos inau­guraron la austera búsqueda de Dios apartán­dose del consorcio y trato con los hombres. Una vía válida sin duda. En su aspecto místico y en­cuadrado en la doctrina trinitaria significó la bús­queda de Dios, el diálogo y la intimidad divina centrada especialmente en el Espíritu Santo: «Le llevaré a la solitud y le hablaré al corazón», dice bellamente el profeta. Y el corazón desig­na en la Escritura el lugar del Espíritu sobre el que Éste derrama sus más preciados dones: sa­biduría, piedad, ciencia de las cosas divinas que hace gustar y comprender intuitivamente la Pa­labra sembrada en el corazón como una semi­lla. No necesitaban los eremitas toda la frondosidad de la Sda. Escritura y saberla leer. Nadie como ellos ha sabido sacar toda la virtualidad en­cerrada en una simple expresión como «Jesús Salvador» repetida incesantemente al ritmo del corazón y de la respiración. Una forma de ple­garia la «oración del corazón», la más simple que pueda darse -podemos ver un vestigio de ella en el Rosario y la invocación letánica- que fue quedando relegada a medida que la vida mo­nástica, la salmodia, el canto, el esplendor de la liturgia fue tomando su relevo, cuando la vida co­munitaria fue tomando preponderancia sobre la eremítica por una evolución natural que emana del propio ser del hombre creado para vivir en familia o comunidad, salvo muy particular im­pulso o vocación.

Por lo que dice relación a la ascesis, cada for­ma de vida requiere la suya particular. Y así la vía eremítica ha sido asociada a la austeridad más extrema en el comer, el vestir, el habitar. Ya desde el Bautista «vistiéndose de piel de camello y alimentándose de langostas y miel silvestre». La austeridad de los anacoretas ha pasado a la leyenda. El Evangelio alude a esta condición: «¿Qué disteis a ver en el desierto? Los que comen y visten lujosamente habitan en los palacios».

Tanto la vida de austeridad por sí misma, pro­pia de los primitivos eremitas, como la búsque­da mística de Dios en Sí mismo, propia de la es­cuela carmelitana, a la que aludíamos a través de su más excelso exponente san Juan de la Cruz, o de la escuela renana del Maestro Eckart; como el canto y místico desposorio con la Pobreza por si misma de san Francisco de Asís por más que válidas y admirables, aparecen ajenas a la men­te y espíritu de Vicente de Paul.

La vida pobre y austera estará para él en fun­ción del servicio a los pobres reales y concretos compartiendo su condición; y la búsqueda místi­ca de la Presencia divina será también a través de ellos. Como lo será igualmente el preguntar­se a cada momento sobre la voluntad de Dios, eje de la vida espiritual según Benito de Canfield, quien sin duda le influenció, o la participación o compenetración en los «estados de Cristo» de la escuela de Bérulle, entre los cuales él cifraba prin­cipalmente el estado de pobreza y de obediencia.

Y ¿qué decir respecto a la «devoción» y su má­ximo exponente san Francisco de Sales?

Sin duda, se debe a la veneración sincera ne­tamente filial que Vicente experimentaba por el obispo de Ginebra que tomase a su cargo como confesor y director a las monjas de la Visitación por él fundadas para hacerlas visitadoras a domi­cilio -de ahí el nombre del Instituto- de quienes se hallasen en soledad o enfermedad. Y es sabi­do que por una especie de inercia derivaron en conventuales.

Y es que tal misión no estaba reservada en los designios divinos al más amable y a la vez aris­tocrático de los santos, sino al hijo de una lejana, ruda región de Francia que poseía las cualidades y el carácter, las virtudes sólidas de los campe­sinos; aunque más tarde aprendiese a moverse en los ambientes aristocráticos de París y la Cor­te, pero sin llegar a aprender, ni ponía especial interés en ello, el refinamiento en el vestir y las relaciones palaciegas. Si frecuentaba tales am­bientes él iba a lo suyo, la asistencia a los pobres «sacando de aquella sociedad frívola y egoísta tesoros de abnegación y caridad evangélica» co­mo ha escrito uno de sus biógrafos.

A tal veneración y amor sincero por quien lla­maba frecuentemente «nuestro bienaventurado Padre» se debe sin duda que diera a sus Hijas co­mo libro habitual de lectura espiritual la Introduc­ción a la vida devota.

Si no fuera por esta razón, tal gesto nos sor­prendería por la gran diversidad en la concepción y práctica de la virtud del Señor de Ginebra res­pecto al humilde sacerdote Vicente de Paúl que se aprecia al pasar las páginas de este clásico li­brito. Empezando por el planteamiento mismo, el concepto de devoción o vida devota, que no es en modo alguno sinónimo de vida de fe o vida evangélica.

Efectivamente, tanto y más que a inspiración evangélica su redacción es deudora al ambiente cultural y social de la aristocracia del s. XVII, pa­risina o ginebrina, a los ambientes refinados y pa­laciegos. Las damas principalmente, excluidas de las asnas y cacerías, gran ocupación de los no­bles caballeros, basaban en gran medida el em­pleo de su tiempo, dejadas las labores perento­rias a cargo de criadas y ama de llaves, aparte el cuidado meticuloso de vestidos y afeites y la asis­tencia a fiestas y recepciones, a la práctica de la devoción, bajo la obligada y personalizada direc­ción de un eclesiástico cualificado -ello contaba mucho socialmente- por su rango basado en la procedencia social o la estructura eclesial y reli­giosa, o también por su fama -reconocida y pre­gonada- de santidad. Con prácticas minuciosas y horario establecido por el Director de espíritu que regulaba oraciones, penitencias, vigilias, pensa­mientos, palabras, relaciones y afectos. Concep­tos clave, complementarios de la devoción eran el fervor, la unción, o la sequedad, edificación o desedificación. Ponderar la virtud y sabiduría del Director respectivo, el aprovechamiento o difi­cultad en las prácticas y devociones huelga decir que era objeto de alterne y conversación si no ya de franca competividad.

Frente al librito ‘prestado’ por Vicente a sus primeras Hijas -notemos que apenas hará refe­rencia al mismo, a sus pasajes y comparaciones curiosas, a veces se nos antojan infantiles, sin du­da por el afán de hacerse amable y asequible del Santo Obispo-, Vicente va estableciendo su propia ascesis en función directa del objetivo a con­seguir: formar la perfecta Sierva de los pobres y enfermos; o en su caso, más a grandes líneas, del evangelizador de los pobres campesinos.

Su hábito, horario, habitación, vida comunita­ria, votos y práctica de las virtudes estará ente­ramente en función del Servicio.

Empezando por la hora de levantarse. Punto básico y elemental de cualquier ascética, en ellas -las Hijas de la Caridad- tendrá la particularidad de aprovechar la hora matinal para atender a los me­nesteres personales, de orden corporal y espiri­tual corno higiene, oración, santa misa y desayuno. A fin de hallarse dispuestas a la hora ‘normal’ de despertarse y levantarse los pobres, niños, an­cianos o enfermos, para atender a su servicio.

Las primeras horas de la mañana, el amanecer, es ciertamente un momento privilegiado del día pa­ra la vida espiritual, salir reposados de cuerpo, men­te y espíritu del misterio de la noche, renacer a un nuevo día, la luz de la aurora que va venciendo la noche, los primeros resplandores del sol, el trino de los pájaros en el jardín monacal que se despe­rezan alborozadamente. Es la hora de Maitines. De Laudes. De la poesía, de la alabanza divina, del gozoso sosiego monacal o conventual.

Pero tal refinamiento es ajeno a la mente e in­tención de Vicente al exhortar encarecidamente a sus Hijas e Hijos la fidelidad en levantarse a las cuatro. Y si les concede una hora más de des­canso, después de calculada ponderación, será porque lo ve necesario para reparar las fuerzas, no fuera que se resintiese el rendimiento en el servicio a los pobres.

Igualmente, los ejercicios de piedad y la me­ditación no son en función de una profundización y fruición gozosa de los misterios divinos, de la Presencia inefable de Dios y de su Amor «que su­pera todo deleite». Son, sí, una revisión de vida, una consideración sobre tal o cual virtud o Regla del Instituto para examinarse de su cumplimien­to o infracción y aprestar motivos y medios en or­den a su aprovechamiento. Es por tanto más un ejercicio en función de un objetivo a conseguir -la Misión o el Servicio- con lo que implica de dis­ciplina personal y comunitaria, que la búsqueda de una vía espiritual, la que los tratados de mís­tica llamarían de purificación, de Iluminación y de unión. Un método, pues, más de acción que de contemplación.

En tal contexto se inscribe la ausencia, o la re­ducción a lo prescrito por la Iglesia para el común de los fieles, por lo que respecta a vigilias, ayunos, peregrinaciones; y menos cilicios y disciplinas, las formas clásicas de penitencia, en el clima de la piedad barroca particularmente ordenadas a la con­secución de los citados estados propiamente es­pirituales.

Para Vicente este escenario seria superfluo y perjudicial. Toda disciplina, toda penitencia se ba­sa en consumir el tiempo, las energías físicas, y aún emocionales -«llorad con ellos»- en el servi­cio a los pobres. Ello conlleva múltiples renuncias: a la propia voluntad de elección de ocupaciones, personas, lugar, medios, a la aceptación a veces penosa del otro, de la disciplina y uniformidad; a consentir en la corrección fraterna.

La Congregación de la Misión y la Compañía de Hijas de la Caridad nacen en el contexto his­tórico del Renacimiento y de la Edad Moderna formando parte de un ramilletes de órdenes y Congregaciones que tienen entre sí mucho en común, tales como la fundada por San Juan Eu­des, o por el señor de la Salle o los propios Je­suitas, primera gran Orden de la Edad Moderna que influenciaría todas las demás.

¿Cuáles son sus características con relación a las principales órdenes medievales, Benedicti­nos, Carmelitas, Franciscanos, Cistercienses, Do­minicos? Estas tienen una visión más individual -la propia santificación confrontada con el miste­rio de Dios y en oblicuo con sus semejantes. Sr tienen una proyección por designio fundacional, tal la Orden de Predicadores, está más en orden a construir la Iglesia, que a incidir en la sociedad como tal, velar por la doctrina, la ortodoxia o pu­reza de la fe. Su ascética se acomoda a tal fina­lidad específica.

Cierto que en la Edad Moderna, con el des­cubrimiento del Nuevo Mundo, adquirirían un nue­vo dinamismo.

Éste ya nacía connatural a las Congregaciones postridentinas, entre las cuales destaca la Com­pañía de las HH. de la Caridad, nacida claramen­te con una función social y asistencial.

En el s. XVII especialmente en Francia se pro­duce un amplio movimiento, la búsqueda de un nuevo equilibrio entre las clases dirigentes y el pueblo hasta entonces sometido sin resistencia como por ordenamiento divino a las mismas y al clero, corno puente, intermediario participando de ambos estamentos. Sin duda los tiempos re­querían una acción sostenida y organizada desde las esferas dirigentes y la Iglesia en favor del pue­blo llano en orden a mejorar las condiciones de vida económicas, sanitarias y de instrucción, ver­tebrar en una palabra el cuerpo social, socorrer a los débiles y liberar energías latentes. Así se for­jaría el Gran Siglo.

Todo ello, amparado en el progreso de las co­municaciones -líneas regulares de diligencias-co­rreo- requería una acción amplia, organizada, pues­to que espontánea o grupuscular a la sombra de monasterios e iglesias había existido secular­mente. Así surgen una pléyade de Congregacio­nes masculinas y femeninas con la finalidad primordial, aparte de la obligada coletilla de la pro­pia santificación, de una acción social.

Habla que organizar la asistencia a los enfer­mos antes atendidos rudamente en el mejor de los casos, hacinados -Hotel Dieu de París- o aban­donados a su suerte o a la caridad espontánea y desarticulada; la atención a los huérfanos, viudas y ancianos. Y el gran campo virgen de toda la­branza de la instrucción popular. Si en el primer campo aparece el genio organizador de Vicente de Paúl, hombre de los tiempos modernos, en el segundo otro gran hombre y santo también fran­cés, Juan Bta. de la Salle. Al que hablan prece­dido los jesuitas, si bien su orientación y sus gran­des colegios como «La Fleche» iban dirigidos a la clase dirigente.

De ahí que la ascesis de tales Congregaciones tuviera como ejes la obediencia a los Superiores y Reglas del Instituto, el «trabajo en equipo», ab­negado, desinteresado, excluyendo expresamen­te perseguir metódicamente las etapas clásicas de la tradición espiritual como la Purgativa, Ilumina­tiva, Unitiva, que mencionábamos. No tanto la búsqueda de Dios en Sí mismo, cuanto en el pró­jimo; de Su voluntad no tanto por inspiración in­terior cuanto por la obediencia al Superior y el aca­tamiento de las Reglas del propio Instituto.

Para tal ascesis en orden a cumplir los fines del Instituto hay una palabra clave: desprendi­miento.

Por: Josep Sandra, C. M.
Tomado de: Diccionario de Espiritualidad Vicenciana, Editorial CEME, 1995

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