El siglo XVII fue un gran siglo francés, también en el orden religioso. Francia, aliada de los protestantes de cara al exterior, pasó en su política interna desde la tolerancia acordada por el Edicto de Nantes a la estricta unidad católica. El Cristianismo francés, pese a las sombras jansenistas, dio pruebas de una admirable vitalidad. La proliferación de las disputas teológicas era a la vez un signo de inquietud religiosa y de inestabilidad espiritual.
1. En el siglo XVII, Francia sucedió a España como primera potencia europea y le sucedió igualmente como foco principal de vitalidad cristiana. Las Guerras de Religión habían terminado en un compromiso: Enrique IV se convirtió al Catolicismo, Francia siguió siendo una nación católica y los hugonotes recibieron en el Edicto de Nantes (1598) un estatuto de tolerancia con garantías. Comenzó entonces una época de esplendor religioso, en la que abundaron las grandes figuras. Ya se habló de San Francisco de Sales y su labor de dirección de almas. San Vicente de Paúl (1581-1660) promovió misiones populares, a las que se dedicaron los sacerdotes formados en el Seminario de San Lázaro, «lazaristas», y desarrolló también una intensa actividad benéfica, por medio, sobre todo, de su fundación de las Hermanas de la Caridad. Nacieron nuevas congregaciones religiosas, como la creada por San Juan Bautista de la Salle para la enseñanza, y la orden del Císter fue reformada en sentido rigorista por el abad Raneé, dando así origen a la Trapa.
2. La Escuela francesa de espiritualidad, en su apogeo por esta época, se preocupó de modo especial —siguiendo las directrices tridentinas— de la elevación del nivel del clero diocesano. Hacia ese fin se orientaron la fundación del «Oratorio», por el cardenal de Bérulle, y la creación por J. J. Olier de los sulpicianos, en torno al seminario de San Sulpicio, vivero de profesores para otros seminarios diocesanos. La vida intelectual se enriqueció con personalidades cristianas de primera magnitud; baste citar a Blas Pascal, matemático y pensador extraordinario; al benedictino Mabillon, autor de una ingente obra de erudición histórica, y a prelados tan célebres como Bossuet y Fénelon. El voto de Luis XIII, consagrando su reino a la Santísima Virgen (1638), puede considerarse como un símbolo del siglo de oro católico en Francia. Hay que advertir, además, que la. política exterior francesa de alianza con los príncipes protestantes no implicó simpatía o favor hacia la minoría hugonote en el interior del país. Lejos de ello, Luis XIV puso término, incluso, a la anterior tolerancia, y al revocar el Edicto de Nantes (1685) impuso por la fuerza la unidad católica.
3. El siglo XVII fue un tiempo de disputas teológicas, buena prueba del interés que suscitaban entonces los temas religiosos; pero los apasionamientos que despertaron parecen también indicio de un estado de latente inestabilidad espiritual. Una cuestión atraía de modo especial la atención de los teólogos: las relaciones entre gracia divina y libre voluntad humana en la justificación del hombre,.cuestión esta que dio lugar a la célebre controversia de auxiliis. El concilio de Trento había declarado que la gracia divina y la libertad humana concurren en la realización de las obras meritorias para la salvación; pero no se había pronunciado sobre el modo de esa cooperación. El padre Luis de Molina (1535-1600) había puesto el acento sobre el papel de la libertad humana en la salvación personal: «Molinismo»; pero sus críticos —y a su frente el padre Báñez— consideraban que esa doctrina no respetaba la omnipotencia y la omnicausalidad divinas. Las rivalidades corporativas contribuyeron a agriar la disputa. Los jesuítas «molinistas» acusaban a los «bañecianos» de proclividades calvinistas; los dominicos «bañecianos», por su parte, consideraban el «Molinismo» como una doctrina semipelagiana, reductora de la acción de la Gracia. La Santa Sede tomó cartas en el asunto y una Congregación especial estudió la cuestión durante nueve años, pero no llegó a un pronunciamiento. Paulo V (1605-1621), aun sin inclinarse en uno u otro sentido, quiso cuando menos terminar con la polémica y prohibió que «al tratar esta cuestión nadie califique a la parte opuesta a la suya o la note con censura alguna». Esta decisión fue la postura definitiva de la Santa Sede, confirmada por Urbano VIII en 1654.
4. La doctrina «molinista» y los tratados de moral defensores del «probabilismo» fueron considerados en ciertos ambientes católicos como favorecedores de un peligroso laxismo. Exponente notorio de una tal actitud fue el famoso Augustinus de Cornelio Jansenio, profesor de la Universidad de Lovaina y luego obispo de Iprés (fl638). Jansenio expuso en su tratado una doctrina sobre la Gracia fundada en las más rígidas tesis formuladas por San Agustín en sus controversias con Pelagio, aquellas en que el santo Doctor subrayó hasta el extremo la irresistible fuerza de la Gracia otorgada por Dios a los predestinados y la impotencia del hombre para obtener su salvación. La consecuencia de esa doctrina era una actitud de estricto rigorismo moral y un sentimiento de «temor y temblor» que habría de impregnar las relaciones del cristiano con Dios.
5. Es indudable que la doctrina de Jansenio presentaba una apariencia de seriedad religiosa, que explica el entusiasmo con que fue acogida en ciertos ambientes de Francia donde florecía una intensa vida espiritual. El introductor del Jansenismo en Francia fue el abate de Saint-Cyran, y su gran foco de irradiación, la abadía de Port-Royal, un monasterio de monjas cistercienses, donde una mujer de temple ardiente, la madre Angélica Arnauld, restauró la disciplina e introdujo una rigurosa y severa observancia. El hermano de Angélica —el «gran Arnauld»—, procedente como ella de una familia de la alta Magistratura, y el grupo de los «Solitarios de Port-Royal», con Pascal al frente, completaron la aguerrida tropa jansenista, que durante tres cuartos de siglo fue manzana de discordia para los cristianos de Francia.
6. Es imposible seguir al detalle los avatares de la crisis jansenista. Fue una lucha larga y enconada en que el ban4o de los adversarios de Port-Royal tuvo en cabeza a los jesuítas, contra los que Pascal escribió sus famosas «Cartas Provinciales». Las condenas papales del Augustinus (1642) y de las «Cinco proposiciones» jansenistas (1653) no pusieron término al conflicto, que se prolongó con diversas alternativas hasta entrado el siglo xviii. Las violencias antijansenistas de Luis XIV, que ordenó la demolición de la abadía de Port-Royal (1710) y consiguió de Roma la bula Unigenitus (1713), condenatoria de los jansenistas, pusieron punto final a la historia externa del Janse-; nismo francés, mas no a sus deplorables consecuencias. En Holanda se formó una iglesia jansenista, separada de Roma por el Cisma de Utrecht. Pero lo más grave fue que la crisis del Jansenismo, nacida de un sincero aunque desequilibrado deseo de autenticidad religiosa y rigor moral, terminó por causar grave daño a la Iglesia y contribuyó a crear el estado de espíritu que abrió las puertas a la avalancha irreligiosa del siglo xviii francés.
7. Contemporánea del drama jansenista fue otra peripecia espiritual de más modestas dimensiones: el Quietismo. Tuvo el Quietismo por autor al sacerdote español residente en Roma Miguel de Molinos (1628-1696), que enseñaba una mística de total pasividad en la entrega a Dios. Recibido ilusionadamente por sus seguidores, tanto en Italia como en Francia, Molinos y el misticismo quietista ter minaron por ser condenados por la Iglesia. Este clima de disputa teológica, tan despierto en el siglo XVII, llegó hasta las propias misiones con ocasión de las controversias sobre los ritos malabares y chinos. En la India, el jesuíta padre Nobili, ansioso de lograr conversiones entre los brahmanes, juzgó .oportuno adoptar una actitud tolerante frente a usos y costumbres que no le parecían ligados de modo inseparable a la religión pagana. En China, los misioneros jesuítas siguieron una parecida metodología apostólica y trataron de adaptar el Cristianismo a las peculiaridades culturales de aquel pueblo, con el fin de facilitar la penetración del Evangelio. Las principales concesiones giraron en torno al nombre para designar a Dios y la tolerancia para que los católicos chinos siguieran rindiendo los honores tradicionales a Confucio y a los antepasados. Estas licencias parecieron excesivas a otros misioneros y la larga controversia que se entabló terminó con la prohibición pontificia de admitir los famosos «ritos», pese a las desventajas que ello habría de reportar al apostolado misional.
8. Una visión del panorama teológico del siglo XVII resultaría incompleta si no se hiciera memoria de un acontecimiento que ha impresionado mucho más a la posteridad que a los propios contemporáneos: el proceso de Galileo. Como es sabido, sus tesis, que establecían la inmovilidad del Sol y la rotación y traslación de la Tierra, fueron condenadas en 1616 por una comisión de teólogos como filosóficamente absurdas y formalmente heréticas, por parecer contrarias a ciertos pasajes de la Biblia, donde se habla de la quietud de la Tierra y el movimiento del Sol. La condena fue ratificada al comparecer personalmente Galileo ante el Santo Oficio en 1633. El proceso y condena de Galileo —deplorados por el concilio Vaticano II y el papa Juan Pablo II— se han aducido mil veces como argumento de una pretendida incompatibilidad entre religión y ciencia. Es indudable que los eclesiásticos romanos incurrieron en un grave error al pretender juzgar con métodos teológicos una hipótesis científica, sin respetar la legítima autonomía de la ciencia. Mas extraer de ese desgraciado episodio —como se ha hecho durante siglos— la conclusión de que religión y ciencia son incompatibles constituye una deducción apasionada y arbitraria. Hay que advertir, además, para situar los hechos en su contexto, que Galileo defendía sus tesis con vehemente convicción derivada de la fuerza de su genio; pero que la demostración física de la verdad de esas tesis sólo sería posible siglos más tarde.