Capítulo XIII: El hecho consumado
El asunto Mercier
En 1919, las multitudes de Manhattan, de Washington y de Detroit recibieron en triunfo al cardenal Mercier, arzobispo de Malinas, que supo animar y clamar durante cuatro años la resistencia moral del pueblo belga contra el ocupador alemán. El cardenal venía a dar las gracias a los Americanos que reconstruían las iglesias y restauraban las bibliotecas incendiadas en 1914. Y fue precisamente para expresar el agradecimiento de su país por lo que aceptó dirigirse a la Cámara baja de la Convención general de la Iglesia episcopaliana de los Estados Unidos. En ella pronunció una frase de la que no existe versión oficial, pero que fue reproducida por todos los periódicos en términos semejantes:
Os he saludado como a hermanos en el culto de ideales comunes, hermanos en el amor a la libertad y –permitidme añadir- como a hermanos en la fe cristiana.
La expresión causó sensación: un miembro del Sagrado Colegio de la Iglesia romana, y uno de los más prestigiosos, se dirigía a la asamblea oficial de una comunidad protestante y calificaba a sus miembros de hermanos en Cristo. El hecho no tenía precedentes. El cardenal O’Connell, arzobispo de Boston, lo tomó muy a mal y lo denunció inmediatamente al Santo Oficio.
El 9 de febrero de 1920, por mandato de Benedicto XV, el cardenal Merry del Val, prefecto de la Suprema Congregación, expresaba a Mercier la admiratio (extrañeza) de la Santa Sede; requería al primado de Bélgica para que explicara su presencia en la Convención episcopaliana y las palabras que había tenido en ella. Nada que ver con el asunto Portal de 1908. Esta vez Merry del Val no ha tomado ninguna iniciativa, no arregla sus cuentas; actúa por mandato del papa, y de un papa a quien no quiere demasiado. Benedicto XV no le ha depuesto de sus funciones de secretario de Estado con una brusquedad que es señal, al menos, de cierta incompatibilidad de humor?
Mercier redactó en marzo una memoria que se creería de 1894 y de la mano de León XIII, del León XIII de Praeclara y de Orientalium dignitas. Una sola diferencia, pero diferencia de peso, que basta para explicar la ira del papa Della Chiesa, antiguo minutante del cardenal Rampolla: en 1894, el ecumenismo protestante no estaba organizado, por lo menos no lo suficiente para presentarse como competidor del unionismo romano; no amenazada con arrastrar en su órbita a una ortodoxia desamparada. El error de Mercier, según el Vaticano, fue haberse dirigido –y con qué estallido- a una de las comunidades más comprometidas en la construcción del movimiento ecuménico, esta Iglesia episcopaliana en torno a la cual se estructuraba Faith and Order, ala teológica del pancristianismo heterodoxo. Y en la gran carrera a los Orientales en apuros, la comunión anglicana se afirmaba sin duda como la más seria rival de la Iglesia católica. Todo esto pareció tan grave que en abril Benedicto XV amonestó a Mercier de nuevo y le ordenó publicar una carta pastoral para disipar todo equívoco, algo así como un Satis cognitum arzobispal.
Mercier no se sometió, sino que pasó al contraataque; en diciembre sugirió al papa lanzar una «llamada a los no católicos anglicanos, americanos, rusos, griegos, etc.» Y se propuso a sí mismo «invitar a Malinas, sucesivamente, a uno o dos teólogos de cada una de estas principales Iglesias disidentes, anglicana y ortodoxa sobre todo421». Estaba réplica cuadraba bien a su estilo, a su temperamento, a sus convicciones también. Sucesor de los Apóstoles, se creía responsable, con el papa y los otros obispos, de la totalidad de la Iglesia y de sus relaciones con el resto del mundo. Y su interés por la unión de las Iglesias quedaba bien patente en varias manifestaciones, como las dos conferencias ecuménicas celebradas en Ginebra en el verano de 1920; la de Life and Work y la de los delegados reunidos a invitación de la Iglesia episcopaliana para preparar la primera asamblea de Faith and Order. Pero el suceso que llamó más la atención del cardenal fue la llamada a la unidad lanzada por lo 252 arzobispos y obispos anglicanos reunidos en el palacio de Lambeth, a orillas del Támesis. El arzobispo de Canterbury se había preocupado por enviarle en persona un ejemplar de la llamada; Mercier había respondido que elevaba súplicas por que Dios bendijera a sus promotores.
Cuando entró en contacto con Portal, en enero de 1921, ya estaba muy identificado con los asuntos unionistas. Tanto en el fondo como en la forma, sus iniciativas y sus propuestas eran estrictamente leonianas, pero la Santa Sede las juzgaba inoportunas. En el Santo Oficio, su causa seguía pendiente; hasta principios de 1922 no pudo pedir al sucesor de Benedicto XV «recuperar» su expediente y destruirlo. A pesar de (o a causa de) esta situación incómoda, había madurado el proyecto de celebrar en Malinas conversaciones unionistas. Benedicto XV acogió la propuesta con tanta desconfianza que murió antes de pronunciarse y sin habérselo comunicado a su colaborador inmediato, el cardenal secretario de Estado Gasparri. El 11 de marzo de 1922, el padre Michel d’Herbigny respondió a un nuevo requerimiento de Mercier que «el cardenal Gasparri no había sabido nada nunca, me dijo, sobre esta propuesta. Que le parecía fecunda. Pero el documento se debía de haber traspapelado». Portal se dirigió pues, sin saberlo, a un prestigioso sospechoso, a un cardenal bajo vigilancia, cuyas súplicas se recibían con tanta consideración que se perdían entre papeles.
«… no hacer nada como anciano»
Cuando el cardenal Mercier entraba en los asuntos unionistas, Lord Halifax volvía a la juventud. Y volvía de lejos; puesto que por fin hay que confesarlo: al terminar la guerra, este hombre de ochenta años por poco se vuelve viejo. Hasta 1918, había resistido bien a las pruebas y a los honores, honores cada vez más numerosos, por otra parte. Ya no era el momento en que los anglocatólicos eran tenidos por un sector de la opinión por excéntricos o rebeldes. Cuando Lord Kitchener llegó a ser ministro de la Guerra, nadie le reprochó haber pertenecido a la English Church Union, y el ritualismo firme de Edward Wood (el mismo a quien Portal dio lecciones de francés en Madera) no le impidió convertirse en una de las esperanzas del partido conservador. En adelante, Halifax podía tomar el té en casa de la reina Alejandra, comer con Lloyd George (a quien apreciaba, y quien le correspondía) o recibir en Hickleton al comandante general de las tropas americanas en Inglaterra, sin que una liga de vigilantes publicara un pequeño panfleto sobre las infiltraciones papistas en el Reino Unido.
Pero hacia el final de la guerra, por poco se convierte en lo que a los Ingleses les gusta tanto como los viejos bosques y los viejos cueros, un Great Old Man; grande, sí, pero viejo. Uno tras otro, fue perdiendo los amigos de juventud que le quedaban, y comenzó a sentirse desorientado en un mundo nuevo donde ocurrían cosas bien extrañas. ¿No vio a su nieta Mary bailar el fox-trot en falda corta? Durante tres años, había temido por la vida de su hijo Edward, único superviviente, alistado voluntario. Miles de jóvenes habían muerto, ¿y para qué? Desde noviembre de 1918, la paz le pareció frágil. Dos días después del armisticio, escribió a su lugarteniente Athelstan Riley: «All that is happy now may well be drowned in tears and blood and ruin before long». [Todo cuanto hoy es felicidad puede muy bien quedar ahogado en lágrimas y en sangre y en ruina sin tardar mucho]. Él mismo se iba quedando sordo y ciego poco a poco. Pero fue al comenzar el verano de 1919 cuando se produjo la gran aflicción que por poco acaba con él. Lady Halifax cayó enferma; los médicos se decidieron a intervenirla quirúrgicamente, cosa que fracasó. Sabiendo que se había perdido toda esperanza, Lord Halifax dijo a su mujer, very gently, que ella vería pronto a sus tres hijos. Le abrazó, pidió que la dejasen sola unos momentos, recibió los últimos sacramentos en presencia de la familia y de los criados de rodillas, dio la mano a todo el mundo, dictó varias cartas y, una vez cumplidas sus obligaciones, se murió. Lord Halifax dimitió de la presidencia de la E.C.U., pronunció el discurso de despedida en la Cámara de los Lores, luego dejó su trabajo.
Sus amigos no empezaron a tranquilizarse hasta un año después, cuando decidió operarse de cataratas; volvía a sentir como unas ganas de leer los periódicos. La operación tuvo éxito, y el 10 de julio de 1920, Agnès Lane-Fox pudo escribir a Portal: «Mi padre se impacienta mucho por tener que estar tranquilo y acostado […]». Resurgir duradero: Halifax siguió hasta los noventa y tres años tal y como supo recuperarse aquel verano, duro de oído y la nariz calzada de enormes gafas, pero levantándose a las cinco y media, yendo a la misa de las seis, luego pasando el tiempo en emprender y combinar, repitiendo a sus jóvenes amigos que «para evitar envejecer, era necesario no hacer nada como anciano».
Un hecho llegó a mantener en a punto su interés y orientar sus energías: la conferencia de Lambeth, aquella cuyos trabajos había seguido con esperanza el cardenal Mercier. A partir de los diversos documentos que la conferencia publicó sobre la reunión de las Iglesias, Halifax formó un proyecto que comprende las grandes líneas de la campaña angloromana de 1894, antes de que ésta derrapara en la cuestión de las ordenaciones anglicanas. Se trata de borrar un paréntesis de veinte años. «Hay motivos para esperar que podremos renovar nuestros esfuerzos […]. La idea sería de no formular nada sino celebrar conferencias parecidas a las que se tuvieron después de vuestra primera visita a León XIII422». Con otros talentos, Halifax habría redactado una búsqueda del tiempo perdido. Pero quería actuar, y no concebía nada sin la participación de Portal. «Si estas conferencias tienen lugar, indudablemente es conveniente que toméis parte en ellas –ibid. Volviendo al escenario de 1894, exigía los mismos actores. Portal mostró poco entusiasmo; pero ¿cómo quedarse al margen? Se dedicó a ganar tiempo, mucho tiempo. Lo habría conseguido, sin la intervención de Frere y de Lacey, quienes volaron en auxilio de la nostalgia halifaxiana con un argumento nuevo.
El párrafo VIII
Desde el armisticio hasta finales de 1920, la correspondencia de Portal y del superior de la comunidad de Mirfield adoptó un tenor netamente profano; versa en torno a la Christian Social Union, la Church Socialist League y la campaña electoral de los candidatos locales del Laborismo. Este aspecto no impidió a Frere participar en la fundación del Anglo-Catholic Congress, un movimiento más liberal catholic, más misionero, más ecuménico también que la vieja E.C.U. (con la que se fusionó sin embargo en 1933, bajo la égida de un Halifax de noventa y cinco años que empleó en ello sus últimas fuerzas). El desarrollo de la A.C.C. llevó a Frere a la unión de las Iglesias. El 3 de diciembre de 1920, envió a Portal una carta que se sitúa en el origen inmediato de las conversaciones de Malinas.
Hasta entonces, no había advertido Portal –o no había querido- la importancia del párrafo VIII de la llamada dirigida a todos los cristianos por la conferencia anglicana de Lambeth. Este párrafo constituía sin embargo el punto más nuevo. Después de recordar que todas las Iglesias son responsables de la desunión, los arzobispos y obispos en comunión con Canterbury examinaban un medio práctico para pasar del ecumenismo de intención a realizar efectivamente comunidades reconciliadas:
[Se declaraban preparados a aceptar] de las autoridades de las otras comuniones […] una forma de autoridad y mandato que sería a los ojos de sus fieles una prueba de que nuestra jerarquía tiene su lugar en la existencia de la familia reunida.El texto no mencionaba –y por lo mismo no excluía- a ninguna Iglesia particular. Leído por un ritualista al tanto de los sucesos de 1896, podía inspirar un medio de soslayar el obstáculo de la bula Apostolicae curae: Roma ha declarado las ordenaciones anglicanas nulas e inválidas, y no puede volverse atrás de su decisión, está claro; pero ¿no acaban de sugerir los obispos anglicanos que en caso de acercamiento a la Santa Sede, están preparados a aceptar una reordenación bajo condición?
Lo extraño es que Walter Frere haya tenido que insinuar esta interpretación a Portal. Lo hizo con la suficiente autoridad y convicción para que el lazarista admitiera que había en ello un medio de responder al deseo de Lord Halifax, es decir de interesar en la reanudación del diálogo angloromano a un alto responsable católico. El 24 de enero de 1921, escribió al cardenal Mercier para informarle sobre las conclusiones del superior de Mirfield. Con todo subsistían algunas dudas. ¿La interpretación «romana» del párrafo VIII no era abusiva? Como la conferencia anglicana había coincidido con la reunión, en Ginebra, de los movimientos Life and Work y Faith and Order, era normal si la llamada de Lambeth no se dirigía ante todo a las Iglesias salidas de la Reforma. Fue T.A. Lacey, el viejo amigo, el compañero de 1895, quien acabó de convencer a Portal de que Frere tenía razón. Hay que decir que Lacey disponía de excelentes argumentos. En una carta fechada el 6 de marzo, reveló que era él quien había trazado las grandes líneas de la llamada, que había participado en su redacción, y que le había sido parcialmente inspirada por una conversación tenido con ocasión de una comida con Mons Boudinhon, el maestro canonista, otro viejo amigo, compañero de la Revue anglo-ramaine. Lo importante, escribía Lacey, era que los obispos anglicanos no excluían a ninguna Iglesia de su proyecto, y, si la causa de la unión lo exigía, no se volverían atrás ante una reordenación («they would not shrink from ‘reordination’ in the cause of union»).
Los caminos de Malinas
Cuando Portal se decidió a entrar en contacto con el cardenal Mercier, ignoraba evidentemente que el primado de Bélgica quería invitar a su casa a uno o dos teólogos anglicanos. Para Portal como para todo el mundo, Mercier era ante todo ese arzobispo que gozaba de un prestigio inmenso en el mundo anglosajón, un prestigio superior quizás al del rey Alberto. Desde un punto de vista de la unión, presentaba la ventaja de no ser francés. Desde el armisticio, las relaciones entre Francia e Inglaterra se habían deteriorado tanto que hubiera sido difícil entablar en París un diálogo anglicano-romano. Siendo Roma imposible (Portal se aseguró de ello por medio de Boudinhon, rector entonces de San Luis de los Franceses), Frere propuso los estados Unidos; pero ni Halifax ni Portal se entusiasmaron con la idea de salir de Europa. ¿Y por qué no en Inglaterra? Hubiera ido necesario invitar a católicos ingleses; el proyecto fue del agrado de Halifax, quien preparó activamente «conversaciones en Hickleton». Pero la tarea se presentó enseguida como delicada, muy delicada; obviamente, requería tiempo y preparaciones pacientes. Por el momento, quedaba Bélgica, nación mediadora, bien situada para trabajar eficazmente en edificar una sociedad de las naciones».
Edificar una sociedad de las naciones: en este sentido aceptó Portal unirse en 1921 a lo que rechazaba en 1917 en su carta a Gardiner, el unionismo jerárquico. Se trataba de reforzar la acción de la S.D.N., de ayudar a «establecer la justicia y la libertad de los pueblos», de «trabajar en la infraestructura de loa que se hace en Ginebra a favor del entendimiento futuro de los pueblos», ya que «uno de los elementos esenciales» de la paz es «el entendimiento religioso, la unión de las Iglesias». Portal creía que la acción de la S.D.N. era positiva, pero incompleta.
Después del cataclismo de la guerra, hay que ocuparse en reconstruir. Se trabaja en la Sociedad de las Naciones y en verdad que no logro apreciar lo que se hace. Creo incluso que es deber de todos los países y en particular de los católicos aportar su esfuerzo. No obstante no puedo por menos de advertir que no se trata más que de arreglos políticos materiales, que no se va al fondo, a lo que constituye el fondo de todo hombre, la vida religiosa.
Para ir más lejos que la S.D.N., para echarlas bases espirituales de la paz, parece que la Providencia haya asignado a Bélgica un «papel muy particular»: País pequeño, nadie os puede acusar de miras imperialistas. El gran mal del nacionalismo que, casi por todas partes, se mezcla, para echarlo a perder, con el apostolado religioso, os es prácticamente desconocido426.
Otro tanto se podría decir de Suiza, pero Ginebra estaba señalada por su carácter de «Roma protestante»; además, el terreno estaba ya ocupado por organizaciones ecuménicas de las que la Santa Sede no quería oír hablar. Portal examinó también «conversaciones en Lausana», pero ahí también la maniobra se presentó delicada; a corto plazo, Bélgica era lo más práctico y, si se nos permite, más neutral.
Aparte de la cuestión unionista, Portal admiraba en Mercier al defensor civitatis que había sabido enfrentarse al gobernador general alemán del la Bélgica ocupada. El nombre del cardenal aparece por primera vez en su correspondencia el 15 de enero de 1915:
Os enviaré mañana el libro amarillo [escribe a Halifax], el discurso del cardenal Mercier y un folleto sobre las atrocidades alemanas del mayor interés […]. El cardenal Mercier hace alusión a los que en Italia habrían aconsejado a Bélgica protestar por la forma y dejar pasar a los Alemanes. Es al cardenal Merry del Val a quien se señala.
El sueño! Un arzobispo que se atreve a cantárselas a los invasores que violan el derecho de las gentes y a los príncipes de la Iglesia que deshonran a la Iglesia. Añadamos que Mercier era también ese leoniano que había fulminado una carta pastoral contra el modernismo pero también ofrecido refugio a Tyrrell; había acogido en efecto a Semeria, ayudado a Laberthonnière, defendido a Vicente Lebbe, al abate Breuil y a muchos más, lo que le había valido ser tratado por Benigni de «sospechoso, conocido como liado con todos los traidores de la Iglesia427». Esta compasión hacia los sospechosos se debía sin duda a la sospecha de la que Mercier había sido víctima. En 1896, cuando dirigía el seminario León XIII de la universidad de Lovaina y enseñaba el tomismo en el Instituto superior de filosofía, le habían vigilado las lecciones, tomado copia de los apuntes de los estudiantes, criticado sus finanzas, calumniada su vida, sospechado de su fidelidad. Mercier, como Portal, sufrió bajo Mazzella. Lo que crea solidaridad. Portal insistió en esta complicidad de antiguos combatientes cubiertos de cicatrices.
Tuve la ocasión de hablarle abiertamente sobre mis pruebas de antaño. Me comprendió enseguida puesto que él también tuvo las suyas […]. Para mí en particular fue muy bueno, comprendía mis dificultades por haber tenido las suyas en otros campos.
El arte de ir más allá
Si Portal tenía muchas razones para dirigirse a Malinas, no se dio muchas prisas en arrastrar al cardenal a una aventura unionista. Él que era hombre de contactos y de conversación, él no quiso viajar a Bélgica, se dirigió a él por carta. Esperó unos diez días luego recibió una respuesta amable y reservada, una exhortación vaga a la oración, sin alusión alguna al proyecto de conferencia. Mercier no podía evidentemente explicarle que él mismo había previsto recibir a teólogos anglicanos, que había sometido su idea a Roma, y que tenía las manos atadas mientras no había recibido el asentimiento del papa –y este asentimiento no llegaba, a pesar de las llamadas repetidas e insistencias.
Portal no insistió. Fue Halifax quien retomó el asunto. En 1893, se había dejado echar hacia delante por un Portal entusiasta e impaciente; en 1921, al contrario, debió acosar y apremiar a un Portal lleno de reservas. Debió incluso emplear astucias, y seducir a su amigo con un plan de paseo, una versión motorizada de los coloquios ambulatorios de Madera. «Ya quisiera que me fuera posible ir a veros para visitar los campos de batalla –y ver Reims y Verdun […]. Me parece que una expedición semejante nos traería a la memoria nuestro célebre paseo por el Gran Corral de Madera». Cuando Portal estuvo convencido y presto a las concesiones, se lo confesó todo: había conspirado con su amigo Randall Davidson, arzobispo de Canterbury, en una ofensiva de gran estilo; era efecto el 93 sucesor de san Agustín quien propondría al primado de Bélgica la apertura de una conferencia para explorar las posibilidades de acercamiento abiertas por la llamada de Lambeth. Él, Halifax no sería más que el mensajero. Habría sido necesario que Portal no fuera Portal para desentenderse.
Se encontró con Halifax en Calais, el 17 de octubre de 1921, y se embarcó a bordo del Rolls-Royce descapotable. Tocaron en Poperinge, Ypres, Courtrai, Bruselas, por fin Malinas, donde llegaron el 19. Su visita estaba tan poco improvisada que el cardenal, habitualmente sobrecargado de trabajo y solicitado por los visitantes, se tomó todo el tiempo que hacía falta para recibirlos; los invitó a comer; recibió sin sorpresa aparente la carta de Randall Davidson. El primado de Inglaterra trazaba en ella el cuadro de lo que fueron las primeras conversaciones de Malinas: conversaciones privadas entre personalidades influyentes y responsables. Lord Halifax, precisaba, no era «un embajador de un representante formal de la Iglesia de Inglaterra». Su iniciativa era del todo personal; pero era conocida y aprobada por el arzobispo de Canterbury, y se inscribía en las perspectivas trazadas por la conferencia de Lambeth.
A partir de entonces, las cosas caminaron deprisa. Mercier aceptó inmediatamente organizar en su residencia conversaciones secretas. Sugirió a Lord Halifax que redactara un memorándum que pudiera servir de base a las charlas. Halifax se puso a trabajar al punto, comprometió en la empresa a Water H. Frere y a un amigo personal de Randall Davidson, al Dr Armitage Robinson, decano de la catedral de Wells, y concentró a toda su gente en Malinas. La primera conversación se abrió el martes 6 de diciembre de 1921, bajo la presidencia del cardenal Mercier, asistido de su vicario general, Mons Van Roey, y del Sr. Portal, delos sacerdotes de la Misión.
Un año antes, en súplica a Benedicto XV, Mercier afirmaba que jamás emprendería nada sin haber recibido la aprobación formal de la Santa Sede. Y ahora entabla el diálogo con tres herejes sin pedir ni recibir ninguna autorización: buen ejemplo de lo que Jean Guitton llama su arte «de inclinar a la autoridad un poco más allá». En la súplica de 1920, como lo subraya Roger Aubert429, se trataba de tomar una iniciativa, de proponer algo a los disidentes, de invitarlos a venir a Malinas. En diciembre de 1921, en cambio, Mercier no hace más que acoger a visitantes llegados espontáneamente a llamar a su puerta. Matiz. Y el cardenal sabía muy bien emplearlos y los silencios. Al hacerle la visita, Halifax le ha permitido ir más allá sin incurrir en la reprobación de Roma.
Roma aprueba y anima
Si las primeras conversaciones no fueron, al decir de Portal, más que «simples conversaciones privadas, a fin de documentarse recíprocamente, sin poder por ello dar lugar a ninguna publicidad», esta primera< etapa quedó superada rápidamente. Benedicto XV murió en enero de 1922. El 6 de febrero era reemplazado por un amigo de Mercier, Achille Ratti, quien a su vez había completado una hermosa carrera de scholar antes de acceder a importantes responsabilidades pastorales. Mercier había pasado de la universidad de Lovaina al arzobispado de Malinas, Ratti de la biblioteca vaticana al arzobispado de Milán, con un paréntesis diplomático sin embargo que le abrió al mundo oriental y al problema de las Iglesias: visitador apostólico luego nuncio en Polonia de 1918 a 192.
Sirviéndose de un sistema de referencia de un cuarto de siglo de existencia, Portal acogió con cierta esperanza la elección de Pío XI.
No conozco al nuevo papa pero que su elección haya sido combatida por Merry del Val eso prueba que tiene otras ideas y además me lo confirma el hecho de que se sienta unido al cardenal Mercier.
Este último no pensó tampoco en ocultar su alegría. El nuevo papa le inspiraba confianza y se lo demostró desde el día siguiente a su elección. Primer cardenal en ser recibido en audiencia privada, Mercier no dudó en informarle de la primera conversación de Malinas ni en exponerle «su carácter y resultado». Pío XI lo aprobó, y Mercier se volvió a casa con la seguridad de que en adelante estaba cubierto por Roma. Sólo le faltaba una aprobación por escrito para mostrársela a los anglicanos. Acabó por conseguirla, pero al cabo de nueve meses de regateos bastante difíciles. Para ganar la partida, tuvo que agitar el abanico del ecumenismo protestante
Si menospreciamos las aspiraciones piadosas de nuestros hermanos separados, ¿no hemos de temer que una unión de hermanos se realice en otra parte, CONTRA LA UNIDAD ROMANA?.
Tres años después de despedir a los delegados de Faith and Order, el Vaticano no podía excluir la hipótesis de un estrechamiento de las fuerzas protestantes. En una perspectiva intransigente, esto significaba la formación de una potencia en concurso, tanto más peligrosa en cuanto podría atraer a su órbita a las Iglesias ortodoxas agitadas por las revoluciones bolcheviques y kemales. Intransigente pero leoniano, Mercier rechazaba el sistema de la ciudadela; preconizaba la salida, el movimiento, la ofensiva. Se trataba de promover el unionismo contra el ecumenismo, de desviarlas energías de Ginebra para canalizarlas hacia Roma, de constituir en Malinas un centro de atracción que no dejara a los anglicanos y ortodoxos comprometerse demasiado activamente en Faith and Order o Life and Work.
El Vaticano supo entender este lenguaje. El 25 de noviembre de 1922, en carta registrada con el membrete de la Secretaría de Estado, el cardenal Gasparri informa a Mercier que Pío XI «autoriza a Vuestra Eminencia a decir a los anglicanos que la Santa Sede aprueba, y anima vuestras conversaciones, y suplica de todo corazón al Buen Dios que las bendiga». El papa era nombrado, la aprobación emanaba del Santo Padre, el documento podía ser sometido a los arzobispos anglicanos.
El Buen Dios me llena de satisfacciones [escribe Mercier a una carmelita de Argenteuil]. He recibido del Santo Padre la aprobación formal de las reuniones inauguradas el año pasado con algunos protestantes, para ayudarles en su regreso al seno de la Iglesia nuestra Madre.
Malinas y el proyecto romano
Mercier tuvo la suerte de atacar al Vaticano en el momento en que éste relanzaba el movimiento católico, en el sentido leoniano del término, una movilización de los fieles en torno a un gran proyecto: la regeneración, gracias a la doctrina social de la iglesia, de un mundo pervertido. Hemos de acercar dos fechas: el 25 de noviembre, Pío XI confiere un carácter oficioso a las conversaciones de Malinas; el 13 de diciembre, publica la primera encíclica de su pontificado, la carta Ubi arcano Dei. Todo está ahí, y en primer lugar la dramaturgia sagrada, la lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal que va crescendo y prepara el enfrentamiento decisivo.
Pío XI destaca con gruesos trazos la gravedad de la crisis mundial, que «se hace más intolerable día tras día». Ningún remedio humano podrá ponerle fin; es la expresión de una perversión radical: Dios, principio primero del derecho, está excluido de la sociedad. También la encíclica vuelve sobre los grandes temas intransigentes; denuncia en la secularización un «modernismo moral, jurídico y social» tan peligroso como el «modernismo dogmático». Sólo la Iglesia católica puede restablecer la paz entre las naciones y en las naciones, porque ella sola es depositaria de las verdades cristianas de salvación social, ella sola puede enseñar, «en un magisterio infalible, […] la organización divina de la sociedad». A partir de entonces no se trata, según lo proponía Portal como sacerdote liberal, de sostener, de completar, de prolongar el esfuerzo de la S.D.N. No se fundamenta la paz en la exclusión social de Dios. Pío XI recuerda la divisa de Pío X, «restaurar todas las cosas en Cristo», y él mismo escogió una divisa que resume el catolicismo íntegro:
La paz de Cristo por el reino de Cristo, [reino social que permitirá reconstruir] esta verdadera Sociedad de las Naciones que se llamaba Cristiandad.
A partir de esto, la encíclica se hace unionista, y se hace unionista porque es intransigente. Para llevar a cabo su obra de paz, la Iglesia debe reunir a todos los hombres, y primero a todos los cristianos. Pío X se reconocía en estado de sitio, lo que ocultaba el unionismo fundamental del catolicismo intransigente. Pío XI, a su vez, se felicita por los avances diplomáticos de la Santa Sede; evoca cómo ha podido dar la bendición urbi et orbi desde el balcón de la basílica vaticana, conectando con una costumbre perdida desde Pío IX; describe los fastos del XXVI Congreso eucarístico internacional, que ha paseado por las calles de Roma a un «imponente cortejo». En el sentido propio de la palabra, el Vaticano no es ya una fortaleza sitiada, aun estando pendiente la cuestión romana.
Una vez aflojado el tornillo, el papa puede volver a la práctica leoniana, la mano tendida a la gente honrada para que vengan a robustecer las fuerzas del bien en el combate decisivo que se anuncia. El proyecto intransigente, que es ante todo nostalgia de la unidad perdida, desemboca así en una llamada a la unión y a la oración por la unión.
[…] y no habrá más que un solo rebaño y un solo Pastor. Quiera Dios –Nos se lo pedimos con Nuestras oraciones y Nuestros votos, unidos a los vuestros, Venerables Hermanos, y a los de vuestros fieles- que Nos podamos ver lo antes posible la realización de este oráculo tan consolador e infalible del Corazón divino.Y es como «un augurio de esta unidad religiosa» como interpreta Pío XI el establecimiento o el restablecimiento de relaciones amistosas entre el Vaticano y «la mayor parte de los príncipes y jefes de casi todas las naciones».
Por eso las conversaciones de Malinas se inscriben en el proyecto global de la Santa Sede, a condición no obstante de que se mantengan al margen del movimiento ecuménico. Pío XI tenía también una razón inmediata para animarlas. En Ubi arcano, evoca la posible continuación del Concilio Vaticano. Mercier no fue el único en pensar que uno de los fines de la empresa sería promover la reunión. En este sentido, Malinas se convertía en una de las etapas preparatorias de la acción unionista más vasta desde el concilio de Florencia. Lo que dio un impulso nuevo a las conversaciones, acentuó su carácter oficioso y estimuló a los anglicanos proponiéndoles, a medio plazo, una tarea precisa: preparar el diálogo del Concilio Vaticano y de la próxima conferencia de Lambeth.
Las conferencias dejan de ser secretas
Esta idea de un coloquio entre la más alta asamblea del catolicismo y la más alta asamblea del anglicanismo no estuvo de más para quitar las dudas de Randall Davidson. Entre la primavera y el otoño de 1923, el arzobispo de Canterbury estuvo preparado a abandonarlo todo, inoportunamente impresionado por la coincidencia fortuita de tres elementos: la negativa del Vaticano a transformar las conversaciones oficiosas en conferencia oficial; una polémica violenta entablada contra el anglicanismo por un jesuita inglés; por último las torpezas del Anglo-Catholic Congress, cuyo papismo un tanto visionario levantó remolinos. Todo lo cual no impidió que se tuviera la tercera conversación en el mes de noviembre. Randall Davidson se asoció no sólo acreditando a dos nuevos delegados, al obispo Charles Gore y al Dr Kidd, pero elevando al episcopado a Walter Frere unos días antes de que ésta saliera para Malinas. Luego decidió unilateralmente publicar una carta en la que exponía los orígenes, los objetivos, el carácter de las conversaciones. Decisión unilateral y tardía, porque el cardenal Mercier no había dejado de repetir, durante dos años, su preferencia por charlas discretas. Esta vez también, trató de obtener un plazo, luego admitió las razones de Canterbury que le sometió su texto antes de publicarlo.
El mensaje apareció el día de Navidad de 1923, y con esta publicación, que abría una nueva etapa en las historia de las conversaciones, desapareció lo que había sido, del lado anglicano, un elemento de confusión. El arzobispo de Canterbury no se atormentó más por la idea de que traicionaba los deberes de su cargo y la confianza de sus fieles manteniendo conversaciones secretas con representantes de Roma. Y recibió pruebas de que el intento no amenazaba la cohesión de la Iglesia anglicana: el mensaje de Navidad produjo emoción, pero la mayor parte de la prensa, sin ocultar su escepticismo en cuanto a las probabilidades de éxito de las conversaciones, admitió su legitimidad. Se discutía ya con los ortodoxos y con los inconformistas, ¿por qué no con los católicos? Fue Roma quizás la que manifestó mayor inquietud. El 30 de diciembre, Gasparri pidió a Mercier que interviniera para «impedir que las noticias de los periódicos tomaran un carácter oficial por parte de la Santa Sede». Y mientras que el Vaticano se negaba a confirmar la aprobación pontificia a los periodistas que hacían la pregunta, Mercier preparó una carta pastoral en la que disipaba los rumores sensacionales. No, no existe negociación en marcha entre Roma y Canterbury, sino «conversaciones privadas» celebradas en un «salón privado» con el acuerdo, la bendición y la animación de la Santa Sede.
El cardenal trató de llevar al Vaticano más allá y de obtener un documento público que confiriese a las charlas un carácter oficial. No lo consiguió. Hasta su término, en 1926, las conversaciones de Malinas fueron encuentros entre personalidades autorizadas pero desprovistas de todo mandato. Las conversaciones no llegaron nunca a negociaciones. Y el Sr. Portal fue el último en lamentarlo.