El Espíritu Santo

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Juana Elizondo, H.C. · Fuente: Ecos 1998.
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Introducción

En nuestro caminar hacia el Tercer Milenio del Cristianismo, el Santo Padre nos invita a dedicar este año 1998 al Espíritu Santo, por medio de un conocimiento más profundo de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y de una toma de conciencia más clara de su misión en la Iglesia y en cada uno de nosotros. Todo ello nos ayudará a familiarizarnos más con El. Por la fe, por la enseñanza de la Iglesia e incluso por experiencia propia, tenemos conocimiento de su existencia, pero nos lo imaginamos con más dificultad que a las otras dos personas de la Santísima Trinidad. Al Padre nos lo figuramos mejor, quizá por analogía con el padre de familia. El Hijo nos es todavía más próximo y familiar por su pertenencia al género humano y por su vida y doctrina, puesta a nuestro alcance por el Nuevo Testamento y particularmente por los Evangelios.

Hoy, los espíritus están de moda y, en general, todo lo que se refiere a ellos encierra un cierto misterio que cautiva a la gente. Los espíritus inspiran sentimien­tos muy diversos: miedo, curiosidad, esperanza, etc. Se les atribuye poder, fuerza, conocimiento, dominio sobre la materia. Prueba de ello es el éxito de quienes se proclaman más próximos a los espíritus, como los adivinos, los espiritistas, los que dicen leer el «más allá», anuncian acontecimientos futuros, interpretan hechos cuyo significado no percibe la generalidad de la gente y parecen introducirnos en zonas inaccesibles al común de las personas. En este conjunto entran los horós­copos a los que la gente concede tanto crédito y orientan y condicionan tantas vidas. Ojalá que los que hemos recibido el don de la fe, y gracias a ella, creemos en el Espíritu Santo, acudiéramos a El con el mismo fervor y la misma confianza.

El Espíritu Santo es el que, de verdad, está en posesión de los máximos poderes, es el poseedor y dador de todo bien, el único capaz de «renovar la faz de la tierra» en todos sus aspectos.

1. Los dones y los frutos del Espíritu Santo

Se le representa con símbolos diversos, que corresponden a los varios dones que se le atribuyen: luz, lenguas, fuego, tormenta (símbolo de fuerza), paloma (símbolo de dulzura). Efectivamente, ¿a quién acudiríamos mejor que a El en busca de luz, de esclarecimiento, de inspiración, de comprensión, de consejo, en cualquier circunstancia diaria, sobre todo en aquellos momentos y situaciones que requieren la intervención extraordinaria de alguien que supera las posibilidades humanas. Así decimos en la oración con la que suplicamos la luz del Espíritu, cada día: ¡Oh Dios, que te dignas ilustrar los corazones de tus fieles con las luces del Espíritu Santo, concédenos que, animadas de este mismo Espíritu, saboreemos lo que es recto…» Sólo El y su luz nos pueden indicar lo que es recto, lo que es conforme a su voluntad, lo que más conviene en cada situación y a cada momento. El conoce cuál es el querer de Dios para cada instante, lo que es más apropiado para su gloria y para bien nuestro. De ahí la importancia de que pida­mos nos conceda los dones de entendimiento, ciencia, sabiduría, con los que penetramos en la verdad de las cosas más sublimes y disfrutamos el gozo de este conocimiento.

Pero no es suficiente estar en posesión de la verdad; el Espíritu nos da la fortaleza necesaria para proclamarla con valentía. Fue el caso de Pentecostés en el que los apóstoles y los discípulos después de haber recibido al Espíritu en forma de lenguas de fuego, se sintieron movidos por una fuerza divina. Gracias a El, desaparecieron la timidez y el miedo que los tenía escondidos y atemoriza­dos. Ante el asombro de todos, empezaron a expresarse con audacia, en un lenguaje capaz de ser comprendido por el variado auditorio que les escuchaba. Jesús había anunciado: «Os he dicho esto mientras estaba con vosotros. Pero el Paradito, el Espíritu Santo que el Padre os enviará en mi nombre, El, os enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho» (Jn 14,25ss). En cumplimiento de esa promesa, el Espíritu Santo invade nuestros corazones y no se contenta con iluminar el entendimiento sino que da la fortaleza necesaria para expresar la Buena Nueva del Resucitado, a pesar de los obstáculos que puedan surgir en el camino y aun a riesgo de la propia vida.

El Espíritu Santo continúa su labor de sostener y apoyar a cuantos desean vivir su fe aun en medio de las dificultades que nos anunció ya el Señor, al enviar a los suyos como ovejas entre lobos. La historia y la actualidad de la Iglesia nos ofrecen abundantes ejemplos de valentía, inconcebibles sin la fortaleza que infunde el Espíritu. La misma vivencia de la fe en medios materialistas y hostiles requie­re esta fuerza superior para no sucumbir a su influencia.

Los momentos difíciles que se presentan en toda vida espiritual, de cansancio, de desmotivación pudiendo ir hasta la noche oscura, sólo pueden ser superados gracias a la acción, muchas veces invisible, pero cierta y eficaz del Espíritu.

El Espíritu Santo es también remedio y consuelo de todos los males, el mé­dico supremo capaz de curar nuestras llagas. Lo indica bien la secuencia de Pentecostés:

«Ven, Espíritu Santo…
Consolador bonísimo,
dulce huésped del alma,
dulce refrigerio,
descanso en el trabajo,
en el ardor tranquilidad,
consuelo en el llanto…
Lava lo que está manchado,
riega lo que es árido,
cura lo que está enfermo,
doblega lo que es rígido,
calienta lo que es frío…»

Ojalá fuera este gran terapeuta y consolador por excelencia, nuestro primer recurso en las adversidades de nuestra vida, cualesquiera que sean su naturaleza y origen. ¡Cuántos de los males que nos aquejan podrían ser curados o sobrelle­vados mucho más eficazmente con El, que con los medios puramente humanos a los que acudimos para solucionar problemas cuya naturaleza requiere más bien la gracia del Espíritu Santo.

La acción del Espíritu da, necesariamente, como frutos los que nos menciona san Pablo: «caridad, gozo, paz, tolerancia, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, dominio de sí mismo…» (Gál 5,22).

Detengámonos un poco en la alegría, de cuyo testimonio necesita y reclama tanto el mundo que nos rodea. La alegría, fruto del Espíritu Santo, supone una coherencia de vida, la correspondencia entre creencia y vida. Quienes nos pro­clamamos entregados plenamente a Dios, lo que supone que estamos bajo el influencia benéfica del Espíritu Santo, no podemos menos de irradiar la paz y la alegría, que son su fruto, y esto aun en medio del sufrimiento, a imitación de san Pablo, que exclamaba: «Sobreabundo de gozo en medio de las tribulaciones», (2Co 7,4).

La alegría, a su vez, infunde y proclama la esperanza tan amenazada hoy por carecer de los verdaderos cimientos que la pueden sostener.

El Espíritu es, ante todo, animación y vida. El Espíritu da vida. Su ausencia daría como resultado la inexistencia de la verdadera vida del cristiano, de una auténtica vida espiritual. ¡Cuán importante es conceder al Espíritu su papel como portador de vida, no sólo de la espiritual, sino del respeto a la vida, en general, en estos tiempos en que se juega tanto y tan arbitrariamente con ella! Vidas interrumpidas en las diversas etapas de la existencia del ser humano: antes de nacer, antes de permitir que su recorrido por el mundo haya durado lo que el Creador tenía dispuesto. Vidas interrumpidas por violencias de todo tipo. Vidas que no merecen el nombre de tales, por las condiciones inhumanas en que se desarrollan. No perdamos de vista que se trata de seres humanos, templos del Espíritu Santo, en cuya existencia y desarrollo Dios nos ha confiado una gran responsabilidad desde nuestra misión de Hijas de la Caridad.

En todo momento, el Espíritu nos lanza a la misión. De El nació la Iglesia para comunicar la salvación de Cristo a todos los hombres y culturas. Los tres sinóp­ticos nos transmiten el mandato misionero de Cristo Resucitado a los apóstoles, y Juan vincula el envío con la promesa del Espíritu Santo: «»Igual que el Padre me ha enviado a Mí, os envío yo también a vosotros». Y dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo»» (Jn 20,21-22).

2. Devoción al Espíritu Santo en la Compañía

El Espíritu Santo estuvo al origen de la Compañía al inspirar a los Fundado­res: «… yo no pensaba en ello, vuestra hermana sirviente tampoco lo pensaba, ni el Padre Portail…» (Conf. 14-6-1643; Conf. Esp. n.° 186). Y, más concretamente, fue el día de Pentecostés, el 4 de junio de 1623, cuando santa Luisa vio con claridad su vocación y la misión que el Espíritu le confiaba:

«…en un instante —nos dirá— mi espíritu quedó esclarecido de sus dudas y se me advirtió que debía permanecer con mi marido y que llegaría un tiempo en que estaría en condiciones de hacer voto de pobreza, de castidad y de obediencia, y que estaría en una comunidad en la que algunas harían lo mismo. Entendía que sería esto en un lugar dedicado a servir al prójimo, pero no podía comprender cómo podría ser, porque habría idas y venidas» (Luz de Pentecostés, S.L. Corr. y Escr., pág. 11).

Permitamos al Espíritu Santo que conduzca nuestra vida y misión de la Com­pañía, en general, y la de cada una de nosotras en particular, siendo instrumentos suyos, en la transmisión a los pobres a quienes tenemos la dicha de servir, de sus dones y frutos: luz, fortaleza, vida, remedio en los diversos males que les aquejan, consuelo, paz, alegría…

En la Compañía, el recurso y el culto al Espíritu Santo han ocupado, desde los orígenes, un lugar de importancia. En cuanto a san Vicente, no son muchas sus alusiones directas al Espíritu Santo con relación a las Hijas de la Caridad. Asocia al Espíritu Santo con la unión en la Comunidad y con la caridad fraterna, que dan como fruto las obras de caridad, lo mismo que la entrega mutua del Padre y del Hijo produce el Espíritu Santo. Dice así:

«…quisiera que, así como el Padre se entrega totalmente al Hijo y el Hijo se entrega totalmente al Padre, de donde procede el Espíritu Santo, de la misma manera ellas sean totalmente la una de la otra, para producir las obras de caridad que se atribuyen al Espíritu Santo» (S.V. Consejo 19-6-1647 – Síg. X, pág. 767).

Asimismo, condiciona la venida del Espíritu Santo a la unión que debe reinar entre las Hermanas:

«…para ser dignos de que el Espíritu Santo venga a nosotros, hemos de tener una gran unión y no ser más que un solo corazón… para representar mejor la unión que el Espíritu Santo tiene con el Padre y con el Hijo…» (S.V. Conf. 31-5-1648 – Conf. Esp. n.° 679).

Lo mismo podríamos decir de santa Luisa, aunque se extiende menos en sus consideraciones sobre el Espíritu Santo que en otros temas. Como hemos dicho ya, el momento culminante y privilegiado de su relación con el Espíritu Santo fue el 4 de junio de 1623, en que quedó liberada de sus dudas y penas sobre la inmortalidad del alma, de las dificultades en aceptar a su nuevo confesor y de su angustia de no tener la seguridad de encontrarse en el estado que Dios le tenía designado. En adelante, será constante su devoción a la fiesta de Pente­costés.

Otro acontecimiento que nuestra Fundadora ve como signo de la Providencia sobre la Compañía, sucedió la víspera de Pentecostés del año 1644, cuando tuvo lugar el derrumbamiento del techo de la Casa Madre, sin que causara daños personales. Como agradecimiento a esta protección, santa Luisa llega a algunas conclusiones, entre las que se encuentra la de tener una devoción particular a la fiesta de Pentecostés, preparando bien el alma para recibir al Espíritu Santo en ella, lo que lejos de ser una conmemoración, como ocurre con otras fiestas, es una auténtica repetición de la venida del Espíritu. Así, dirá a sor Ana Harde­mont:

«Suplico a la bondad de Nuestro Señor que disponga nuestras almas para recibir al Espíritu Santo y que así, inflamadas con el fuego de su santo amor, se consuman ustedes en la perfección de ese amor que les hará amar la Santísima Volun­tad de Dios» (S.L. Corresp. y Escr. C. 362, pág. 346).

A Sor Juana Lepeintre y comunidad les recomienda:

«Rueguen por nosotras, queridas Hermanas, para que sea del agrado de Nuestro Señor Jesucristo comunicarnos su Espíritu en esta santa fiesta (de Pentecostés) y así nos veamos tan llenas de El que ya no podamos hacer ni decir nada que no sea por su gloria y su santo Amor» (Id. C. 359, pág. 344).

En varias ocasiones hablará santa Luisa de las condiciones necesarias para recibir bien al Espíritu Santo:

«Lo primero que me ha venido al pensamiento es que Nuestro Señor advierte a los Apóstoles que tiene que dejarlos para ir al Padre y enviarles el Espíritu Santo. Esto me ha enseñado el desprendimiento general de todas las creaturas y aun el de la ternura de su presencia, para que viéndose libre mi alma de los impedimen­tos que podrían ser un obstáculo, El la llene, con su presencia, de sus dones que la sacarán de sus debilidades por la fuerza de su amor y la harán obrar por su virtud» (Id. E. 98, n.° 259, pág. 808).

Conocida es su devoción a hacer el Retiro Anual entre la Ascensión y Pente­costés:

«Desearía hacer ocho o diez días de retiro… entre la Ascensión y Pentecostés, para honrar la gracia que Dios hizo a su Iglesia, dándole su Espíritu Santo para conducirla» (Id. E. 7, pág. 673).

A una Hermana que sufre un decaimiento de espíritu y tristeza, le recomendará recurrir al Espíritu Santo:

«…querida Hermana, le aconsejo que se esfuerce lo más que pueda en supernr tan enojosa tentación, pidiendo al Espíritu Santo el gozo, que es uno de sus siete dones» (Id. C. 72, pág. 81).

Ante todo, confía la fidelidad de la Compañía al Espíritu Santo:

«Pida a Dios —dice a sor Juana Delacroix— por la Compañía, para que su bon­dad derrame su Santo Espíritu en todas, en general y en particular, sobre todo para que seamos muy fieles» (Id. C. 684, pág. 619).

A través de los siglos, la Compañía se ha hecho eco de la devoción de su Fundadora a la fiesta de Pentecostés, preparándose a ella mediante el rezo de algunas de las oraciones que la Iglesia nos propone: «Ven, Espíritu creador» o la secuencia de la misa de Pentecostés.

Nuestras Constituciones conceden al Espíritu Santo el lugar que le correspon­de. En la carta de introducción se nos recuerda que:

«Formamos parte de esa cadena de amor que, de generación en generación, tiene la misión de vivir y transmitir la llama que el Espíritu Santo prendió el 29 de noviembre de 1633.

La humilde vivienda de la señorita Le Gras se convirtió, según la expresión de uno de sus biógrafos, en «el cenáculo en el que unas buenas jóvenes de generoso corazón se reunieron para orar y preparar sus almas a recibir al Espíritu de Dios y la misión desconocida que les reservaba»» (C. pág. VII).

En las Constituciones encontramos también orientaciones prácticas y concretas para permitir al Espíritu Santo que desempeñe su cometido sublime e imprescin­dible en el ser y en la misión de cada Hija de la Caridad y de la Compañía entera. Bien vale la pena profundizar en ellas, llevarlas a la oración, de manera especial en este año, y tratar de ponerlas en práctica en nuestra vida.

Si vamos espigando a través de los diversos capítulos, encontraremos el tema del Espíritu Santo como un hilo conductor que, más o menos explícitamente, subyace a lo largo de ellas. Ya la C. 1.2 nos presenta a nuestro Fundador a la escucha del Espíritu: «…dócil a la acción del Espíritu Santo, Vicente de Paúl descubre la miseria material y espiritual de su tiempo y consagra su vida a la evangelización de los pobres… a quienes llama «nuestros amos y señores».

A partir de este descubrimiento, y siempre guiado por el Espíritu, procede a sus diversas fundaciones, entre las que se encuentra la Compañía, para cuya organización asocia a santa Luisa.

La C. 1.10 nos indica claramente la actitud y el camino que hemos de seguir como Hijas de la Caridad bajo el influjo del Espíritu Santo: «Las virtudes evangé­licas de humildad, sencillez y caridad son la vía por la que las Hijas de la Caridad han de dejarse conducir por el Espíritu Santo. En Cristo contemplan, para tradu­cirlas en la propia vida, esas disposiciones que las acercan a los más deshere­dados».

Si nos dejamos conducir así, el Espíritu nos unificará en nuestro ser más profundo, nos unirá entre nosotras con miras a la misión y podremos cooperar con El en su acción en el corazón y en la vida de los pobres.

La C. 2.2 nos invita a ser dóciles a las inspiraciones del Espíritu:

«Como hijas de Dios por el bautismo y miembros del Cuerpo Místico, las Hijas de la Caridad se dirigen al Padre, por el Hijo, en el Espíritu… Se esfuerzan por ser dóciles a las inspiraciones del Espíritu, convencidas de que llegarán a ser instrumentos de sus obras sólo en la medida en que le sean fieles. Luisa de Marillac, evocando aquel Pentecostés de 1623 en el que le fue dado entrever lo que había de ser la Compa­ñía, deseaba que ésta fuese «dependiente del Espíritu Santo», para que pudiera realizar el designio del Padre y dar testimonio del Hijo Resucitado».

Y la C. 2.3 explica en qué consiste esta dependencia:

«Depender del Espíritu Santo es dejarle crear en el alma la semejanza con Cristo, manso y humilde de corazón…»

En cuanto a nuestros votos, merecen también nuestra atención las alusiones al Espíritu: «la pobreza de corazón… permite acoger al Espíritu, abre el amor de todos…» (C. 2.7). «… bajo la moción del Espíritu, las Hijas de la Caridad hacen a Dios la ofrenda total de su libertad…» (C. 2.8). El servicio de los pobres les permite prestar «atención al Espíritu de Dios que actúa en el mundo…» (C. 2.9).

Y no podía faltar la alusión a la «Inmaculada, totalmente abierta al Espíritu, señalada por san Vicente, después de Jesús, como ejemplo perfecto de los que «escuchan la Palabra y la guardan»» (C. 1.12).

En realidad, para dar cabida a la acción del Espíritu Santo en nuestra vida, no necesitamos añadir nuevas oraciones a las que recitamos ordinariamente. Basta con prestar mayor atención y fervor a las que la Liturgia nos propone. Especial­mente rico es el tiempo de Pentecostés. Después de la reforma litúrgica realizada por el Concilio Vaticano II, el Espíritu Santo es invocado en el canon de la misa, en varias de las Plegarias Eucarísticas:

«Santo eres, en verdad, y fuente de toda santidad; por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu» (Pleg. E. II).

«Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para Ti…» (P.E. III).

«…reconoce en Ella la víctima, por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amis­tad, para que fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de tu Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo Espíritu» (P.E. III).

Asimismo, invocamos al Espíritu Santo junto con el Padre y el Hijo, cada vez que hacemos la señal de la cruz o rezamos la oración de alabanza: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo»; cuando le invocamos, pidiendo su luz, antes del examen particular o general. El rezo del rosario nos invita a meditar en El: en el misterio de la Encarnación —»el Espíritu Santo vendrá sobre ti…» (Lc 1,35)—, Pentecostés, etc. Es decir, que toda nuestra jornada de oración está jalonada por la presencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.

Conclusión

Este año, dedicado al Espíritu Santo, por voluntad de Su Santidad Juan Pablo II, nos ofrece también la oportunidad y el estímulo necesarios para mejorar nuestros conocimientos sobre la doctrina relativa al Espíritu. Un mejor conocimien­to puede conducir a un amor más grande.

En los Hechos de los Apóstoles (19,3), Pablo pregunta a algunos discípulos: «»¿Habéis recibido el Espíritu Santo cuando habéis abrazado la fe»» Les respon­dieron: «Ni siquiera hemos oído hablar de que haya un Espíritu Santo». Nosotras no estamos en ese caso, pero probablemente nuestro conocimiento del Espíritu es muy mejorable.

Son muchos los estudios, los artículos que van apareciendo este año en diver­sas publicaciones, al alcance de todos los niveles del saber. Cada una de noso­tras debemos sentirnos responsables de aprovechar estas posibilidades. Este empeño en conocer mejor a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, que constantemente orienta, anima y sostiene nuestra vida espiritual y nuestra voca­ción en la Iglesia, es también un reflejo de nuestra devoción hacia Ella.

Al mejor conocimiento seguirá un amor más intenso, que nos conducirá a abrirle nuestras puertas con el fin de que tome posesión plena de nuestro ser y así todo nuestro actuar esté movido por su inspiración e influjo.

Es lo que pide san Vicente al final de la Conferencia del 25 de enero de 1643:

«Que el Espíritu Santo derrame en vuestros corazones las luces que necesitáis, para caldearlo con un gran fervor y haceros fieles y aficionados a la práctica de todas … las virtudes, para que por la gloria de Dios, estiméis vuestra vocación en cuanto vale y la apreciéis de tal manera que podáis perseverar en ella en el resto de vuestra vida, sirviendo a los pobres…» (Conf. Esp. n.° 153).

Y para terminar, digamos con Su Santidad el Papa, la alabanza con que finaliza la oración por él compuesta para este año:

«A Ti, Espíritu de Amor, junto con el Padre omnipotente y el Hijo unigénito, alabanza, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén».

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