El defensor de los pobres

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Jaime Corera, C.M. · Año publicación original: 1982 · Fuente: Congreso Nacional Vicenciano, Abril de 1982.
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Hay personas que molestan hasta después de muertas y enterradas. Para librarse de su memoria, se les olvida o, por el contrario, se les entroniza en un cuadro colocado en el lugar de honor de la mejor sala de la casa. Tal sucede cuando el finado ha dejado tras de sí una herencia sustan­ciosa que los herederos son incapaces de aumentar, y se dedican a vivir de rentas. Las dos maneras son igualmente falaces para librarse del muerto. Y las dos usamos para librarnos de los santos. Para los que no quieren saber nada de ellos y para los que los entronizan, los santos son más que nada una cosa de escayola colgada allá arriba en la penumbra y que huele a polvo. Bien muertos están; lo mejor es olvidarlos, o tal vez incensarlos, y a otra cosa.

Pero los santos parece que se resisten a desaparecer de la memoria colectiva. A nadie se le ocurre hoy celebrar 21 centenario ni de nacimiento ni de muerte de personajes tan célebres como Luis XIII o Luis XIV, ni de los cardenales Richelieu o Mazarino, primeros ministros ambos de sus cristianísimas majestades, y arquitectos primeros de la grandeza de la Francia moderna. Pero sí se recuerda hoy a un contemporáneo de esos personajes, que trató con ellos, colaboró con ellos en asuntos de Iglesia y de gobierno, y a veces se opuso a ellos. Nació pastor humilde en el límite mismo del país vasco-francés, y se llamaba Vicente de Paúl.

El «de» en su apellido no era en manera alguna una marca de nobleza. Para que nadie se llamara a engaño, él, que repetía a quien le quisiera oír, grande de este mundo o pequeño, que en su infancia había cuidado cerdos y ovejas, solía firmarse «Depaul». Nació en un pequeño caserío parecido al que se muestra hoy al curioso peregrino a cinco o seis kilómetros de Dax, en el Berceau de Saint Vincent de Paul, que en su tiempo se llamaba más humildemente Pouy. Murió en París ochenta años después, en 1660.

A los setenta arios de su muerte se le subió a los altares de la Iglesia a recibir el polvo de los siglos. ¿Qué interés puede tener hoy para nadie el recordarlo? Ciento cincuenta arios después de su muerte los revolucionarios de la gran Revolución francesa desempolvaron su estatua y la colocaron en sus propios altares. Les pareció sin duda un hombre útil como inspirador de sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Pero en este gesto de los revolucionarios debía de haber algún error. ¿Cómo podían, los mismos hombres que suprimieron por decreto la existencia de las Hijas de san Vicente de Paúl, colocar a la vez a su padre y fundador en el altar de los patronos de la revolución? Tenía que haber, sin duda, algún error.

Lo había. Los revolucionarios, burgueses a pesar de todo, no eran ni tan iguales ni tan fraternales como lo pre­tendían en sus sonoros slogans. Y ciertamente no eran ni tan iguales ni tan fraternales como Vicente de Paúl. ¿Otro caso de herederos que glorifican a su progenitor no para aumentar, siguiendo su ejemplo, la hacienda, sino para vivir de rentas? Una cosa sí vieron clara los revolucionarios: las ideas y las obras de Vicente de Paúl les parecieron útiles para sus sueños de regeneración social, 140 años después de su muerte. Habría que preguntarse si pueden resultarnos útiles hoy, 400 años después de su nacimiento. Para eso merecería la pena recordarle. No para darle incienso, sino para ver si puede inspirar un movimiento de verdadera libertad, igualdad y fraternidad en nuestro mundo.

Vicente de Paúl no comenzó en manera alguna como santo. Ordenado sacerdote muy joven, a los veinte años, se pasó los primeros 17 años de su sacerdocio aspirando a asegurar a su madre viuda, a sí mismo y a sus familiares, un buen pasar tranquilo y suficiente. En suma: un inofen­sivo y discreto ideal pequeño-burgués. Así empezó, pero a los 37 años dio el gran giro a su vida y descubrió el sufri­miento y el abandono de los que él llamaba «las pobres gentes». Vea el curioso lector lo que pensaba y sentía este hombre en su ancianidad, cinco años antes de morir:

«Renuevo la recomendación que ya he hecho otras veces de rezar por la paz, para que Dios quiera unir los corazones de los reyes cristianos. Hay guerra en todos los reinos católicos: guerra en Francia, en Espa­ña, en Italia, en Alemania, en Suecia, en Polonia, atacada por tres frentes, en Irlanda, hasta en las montañas más pobres y las peñas casi inhabitables. Escocia apenas si está mejor; en cuanto a Inglaterra, se sabe el estado lastimoso en que está. Guerra por todas partes, miseria por todas partes. ¡Cuántas gentes su­fren en Francia! ¡Oh, Salvador! ¡Oh, Salvador! Si para cuatro meses que hemos tenido aquí la guerra, hemos tenido tanta miseria en el corazón mismo de Francia, ¿qué harán las pobres gentes de las fronteras, que sufren miseria desde hace veinte años? Sí, hace ya veinte arios que sufren bajo la guerra. Si siembran, no están seguros de que recogerán la cosecha. Vienen las tropas, que les saquean y les roban. Y lo que no les arrancan los soldados, vienen los funcionarios, se lo quitan y se lo llevan. Después de todo esto, ¿qué podrán hacer? No les queda más que morir. Si hay una verdadera religión… ¿Qué he dicho, miserable de mí? ¡Si hay una verdadera religión! ¡Dios me per­done! Entre ellos, entre esas pobres gentes se conserva la verdadera religión, una fe viva… Vivimos del patri­monio de Jesucristo, del sudor de las pobres gentes. Cuando vamos a comer deberíamos preguntarnos: ¿He ganado el pan que voy a comer?… Los pobres nos alimentan. Somos culpables si sufren ellos por su igno­rancia y por sus pecados; somos culpables de todo lo que sufren si no sacrificamos nuestra vida entera por ellos».

La cita ha sido larga, pero merece la pena. ¿Cuántos de los líderes de la revolución hubieran suscrito estas líneas: «Vivimos del sudor de los pobres»? Todo esto decía nuestro hombre a los misioneros de la congregación que él había fundado treinta años antes. No lo decía en ningún panfleto clandestino subversivo. Podría haberlo hecho por ese medio, que en su tiempo estaba ya muy de moda para atacar los abusos de los poderes establecidos. Él mismo usó la propa­ganda a través de panfletos para la organización de socorros de urgencia en favor de las regiones devastadas por la gue­rra entre Francia y el Imperio. Lo decía en la Iglesia, a las cinco de la mañana, a la hora que a él le parecía la más sagrada del día, y sin duda lo era, la hora de oración de su comunidad.

Porque este hombre rezaba, y rezaba mucho. Y, por propia experiencia, solía decir que un hombre de oración es capaz de todo. La oración le ayudó a descubrir en los rostros desfigurados por el hambre y el sufrimiento la ima­gen viva de Jesucristo. «Entre ellos se encuentra la verda­dera religión, una fe viva…» San Vicente encuentra a su Dios, el verdadero, el Dios de Jesucristo, en la oración. Pero también lo encuentra en el ser humano que sufre. Y este hombre que madruga mucho para rezar dedica luego una jornada de 12 ó 14 horas de trabajo a aliviar en la medida de sus fuerzas la suerte de los desgraciados. Hay de todo en su agenda de trabajo: niños abandonados, enfermos, condenados a galeras, esclavos, campesinos arruinados al paso de los ejércitos, ancianos. Además se le consulta en mil cuestiones de reforma de la Iglesia, y la mismísima reina cuenta con él para asegurarse de que los nombramientos para los altos cargos eclesiásticos se hacen conforme a dere­cho y conforme a decencia, en un tiempo en el que niños nacidos de nobles estaban marcados ya desde la cuna para ocupar sede episcopal.

En tiempos revueltos, azotados por una interminable guerra internacional de treinta años y por devastadoras guerras civiles, Vicente de Paúl es, además, un hombre de paz y trabajador por la paz. No toma ningún partido en las complicadas tramas políticas de su tiempo, que invariablemente tienen lugar a espaldas del pueblo y a costa del pueblo. Pero llegado el caso tampoco tiene miedo de acudir a Richelieu, poderoso primer ministro, a pedirle que declare la paz con España, o a otro poderoso y vengativo primer ministro, Mazarino, que dimita y abandone el país por el bien de la paz civil y para terminar con el sufrimiento del pueblo.

No se debería permitir que sobre un hombre como éste caiga indiferente el polvo de los siglos. Es muy dudoso que el reformador social de hoy, el que lucha por la justicia, el que de verdad se coloca al lado de los humildes, pueda encontrar inspiración en uno cualquiera de los mentores ideológicos o de los líderes políticos de la revolución francesa.Sin dificultad de ninguna clase podría encontrarla en un hombre como Vicente de Paúl. Este santo, como todos, es enemigo por igual del polvo y del incienso. Lo que quiere es imitación. «Deberíamos vendernos a nosotros mismos para aliviar la miseria de los pobres», se dejó escapar de sus labios un buen día en un exabrupto de su alma generosa. A cualquiera que le quiera recordar más de cuatrocientos años después de su nacimiento, este hombre, que no estatua, parece decir con voz terminante: «Vete, y haz tú otro tanto».

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