El catolicismo en la Francia clásica. Capítulo 13

Francisco Javier Fernández ChentoEn tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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Author: René Taveneaux · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1980 · Source: Éditions CDU et SEDES, Paris..
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Capítulo XIII: Hacia una espiritualidad cristocéntrica

La espiritualidad compromete la vida y comportamientos del cristiano más profundamente y más totalmente que la práctica o la devoción. Éstas ocupan el primer lugar entre las formas exteriorizadas de la religión; la espiritualidad por el contrario regula y ordena en sus modalidades íntimas las relaciones del hombre  con Dios. Algunas de sus realidades nacen por eso mismo del dominio de la conciencia y son inaccesibles al historiador; pero otras son más fácilmente perceptibles. En particular se trata de: los principios de la vida espiritual expuestos en los grandes tratados; las experiencias reveladas por algunos místicos; y sobre todo los aspectos de la vida del alma con frecuencia expresados en la literatura, la oración o las actitudes morales.

Las formas de la espiritualidad varían según la coyuntura histórica y el medio: no son las mismas en una sociedad monástica, un campesinado o una población urbana. En la Francia del siglo XVII, van señaladas con una doble influencia[1]; en primer lugar por el movimiento general de la Reforma y en particular por la vuelta a los textos sagrados, después por el ascenso burgués: mientras en la Edad Media, la espiritualidad tendía a encerrarse en medios clericales o conventuales, en lo sucesivo penetra en círculos laicos reclutados primordialmente en la clase oficial.

I – Los caracteres generales de evolución

Si existen varias «escuelas» de espiritualidad, se derivan de una herencia común y son tributarias de factores generales de evolución, entre los cuales tres han ejercido un efecto determinante: las influencias exteriores, el auge de las fundaciones monásticas, el retorno generalizado a la Biblia.

1 – Las influencias exteriores

Sus orígenes son diversos. Algunas proceden del norte: de Flandes o de los países renanos[1].

A finales del siglo XVI pero sobre todo a principios del XVII, los autores franceses descubren y admiran a los grandes místicos del norte: Suso, Tauler, Ruysbroeck; varias obras de éste último están traducidas por el cartujo Richard Beaucousin. Estas obras se difunden en la alta sociedad  gracias al círculo de Madame Acarie e imprimen su sello en los tratados de los grandes espirituales franceses como Francisco de Sales, Bérulle o el Padre Surin. Uno de los libros más usado, aún entre los laicos, es la Imitación de Jesucristo: conocida por numerosas traducciones y por comentarios, contribuyó a teñir la piedad francesa con una nota de gravedad y de reserva. A estas influencias septentrionales se añaden las llegadas de los países mediterráneos: se trata sobre todo, en los primeros decenios del siglo, de influencias españolas en las que los grandes contemplativos como santa Teresa o san Juan de la Cruz ocupan un lugar esencial. Sus obras son traducidas en los círculos piadosos y también por ermitaños, generalmente antiguos liguistas: estos tratados ocupan un puesto importante en las bibliotecas monásticas, especialmente en las casas franciscanas. Son los aspectos místicos de la «preponderancia española». Este impulso de la espiritualidad mediterránea depende de causas generales: de la Europa meridional procede el ímpetu reformador total católico, pero de una forma más especial el de la renovación de la Iglesia regular. Además, en el momento en que se trazan las líneas de fuerza de la política laica de Richelieu, España y también Italia ofrecen la imagen de cristiandades unidas en las que lo espiritual inspira lo temporal, en las que la moral evangélica suplanta a la razón de Estado. Su ejemplo se propone a menudo en los medios dominados por la irradiación del partido devoto.

2 – La renovación monástica

A estas influencias exteriores se añaden los efectos del renacimiento monástico. En el siglo XVII, antiguas familias religiosas recobran su espíritu primigenio, aparecen nuevas órdenes o congregaciones. Los grandes reformadores no pretenden solamente restaurar la regla en sus aspectos disciplinarios o pastorales, se empeñan en dar un nuevo impulso a la piedad, a la reflexión espiritual, a las prácticas de devoción, a la ciencia. Dom Laurent Bénard, colaborador de dom Didier de la Cour en la reforma de Saint-Vanne  recuerda con elocuencia que la cultura es el fundamento de la vida espiritual:

…»No temáis pues más, hermanos míos, exclama en sus Parénesis cristianas, que la ciencia y la elocuencia, que salvó a la Iglesia, arruine la religión, altere la piedad. Muy al contrario, es la ciencia y el conocimiento que hace la devoción, la que engendra la piedad, como la fe atrae a la caridad».

Así nace y se desarrolla este carácter específico del siglo XVII: una espiritualidad fundada en la ciencia. Concretamente, cada gran familia monástica se esfuerza por conocer mejor sus orígenes, por posesionarse del pensamiento de su fundador, por penetrar en la obra de los grandes espirituales que jalonan su historia. En las congregaciones nuevas –oratorianos, sulpicianos, eudistas…- los superiores tienden a una finalidad parecida, pero por otros caminos: exaltando el ideal sacerdotal y presentando como un modelo de piedad la imagen del «buen sacerdote».

Una renovación así no se encierra sin embargo en los límites de las abadías: muchas de ellas –la Trapa, Port-Royal, Saint-Germain-des-Prés, los Servitas…- ejercen en los laicos, deseosos de participar, aunque sólo fuera episódicamente, en los favores de la existencia monástica, atractivo teñido a veces por lo demás de cierto esnobismo. Así se llega a operar un estudio profundo de toda gran tradición, sobrepasando esta renovación con frecuencia el entorno inmediato de toda comunidad, con irradiación de largo alcance, gracias a la predicación, a las cofradías, a la enseñanza, a la dirección de las conciencias. Lo dicho se observa de modo particular entre los jesuitas quienes, debido a sus colegios, sus congregaciones y sus obras, impregnan una parte importante de la sociedad francesa de espiritualidad ignaciana.

Este rico fermento suscitado por las reformas monásticas no es por otro lado sino un aspecto del interés que se concede  a la historia de la Iglesia entera. Henri Bremond ha recordado en páginas célebres todo cuanto pedían los humanistas católicos al pasado cristiano, al revés del luteranismo y del calvinismo, más individualistas por naturaleza: «La historia de la Iglesia, advierte, no es, bien entendida, más que la historia íntima de los santos concediendo a esta palabra santo el sentido que le daban los apóstoles». Es la tradición en la acepción más elevada del término: en ella el fiel vuelve a descubrir, según las palabras de Enrique IV, «la conformidad de nuestra creencia con la de nuestros padres de siglo en siglo»,

3 – La vuelta a la Biblia

Ahora bien este renacimiento extrae su vigor y originalidad de un conocimiento  global de la Biblia. El fenómeno sobrepasa naturalmente el estricto dominio espiritual: el retorno sistemático al texto sagrado, suscitado en primer lugar por la Reforma protestante fue preconizado por el concilio de Trento más tarde sostenido por el desarrollo de la controversia y de la teología positiva. De ahí la aparición de múltiples traducciones, todas las cuales conocen un éxito considerable: las más extendidas son el Nuevo Testamento llamado de Mons (1667) y el Antiguo Testamento de Le Maître de Sacy (1672-1665). La Biblia se convierte así en el elemento de piedad esencial de los católicos franceses del siglo XVII. Pero mientras que los protestantes acceden por lo general al texto íntegro, éste queda reservado entre los católicos a los clérigos especialmente formados, no disponiendo los laicos por lo general más que de una versión selectiva. Los libros más en boga son los del Nuevo testamento – Bérulle otorga un lugar predilecto a san Pablo y a san Juan –y entre los textos del Antiguo testamento: los Proverbios, el Eclesiastés, el Cantar de los Cantares, la Sabiduría, los  Salmos, es decir los más propios para nutrir la vida moral.

Esta literatura inspirada penetra también la conciencia de los fieles por otros caminos. Por la predicación y la liturgia: muchos extractos bíblicos entran en la composición de los himnos o de las letanías; el oficio es una escuela de educación de la piedad. Por el arte: grandes pintores, como Georges de la Tour, Charles Le Brun o Nicolas Poussin representan con frecuencia escenas del Antiguo o del Nuevo testamento, usando por otra parte de una gran libertad en lo referente a la evocación histórica, pero en cambio con un cuidado constante por la precisión teológica. Profusión de estampas adornan las ediciones de la Biblia: así la del jesuita Pierre Frizon publicada en 1621, la del jesuita Antoine Girard intitulada Pinturas sagradas de la Biblia, aparecida por primera vez 1653 y reeditada repetidamente; este autor profesa además la superioridad de la representación iconográfica sobre el texto. Pero la más célebre y más difundida de estas obras ilustradas es La Historia del Viejo y del Nuevo Testamento representados por figuras y explicaciones edificantes sacadas de los Santos Padres para reglar las costumbres en toda clase de condiciones,  más conocida por el nombre de Biblia de Royaumont, publicada por primera  vez en 1670 por Nicolas Fontaine con frecuentes reediciones.

Se forma de esta manera una atmósfera bíblica que alimenta la espiritualidad. Ahora bien todos los cristianos no piden al libro sagrado el mismo alimento:  algunos apenas van más allá de la imagen o de la anécdota;  otros extraen de él elementos más intelectualizados. Dos tendencias esenciales siguen los verdaderos espirituales. Una tiende a considerar la Biblia como una historia colectiva al mismo tiempo que un conjunto de preceptos teológicos y morales; domina en la primera mitad del siglo, pero se vuelve a hallar una vez más en Bossuet. La otra se esfuerza por percibir en ella «la aventura del alma», sus dificultades, sus pruebas o sus aspiraciones: tal libro bíblico se constituye en apoyo de una experiencia personal. Así lo sintieron y comprendieron la ursulina Marie de l’Incarnation[1], más tarde Fénelon y Madame Guyon.

Todos estos elementos se combinan de forma diversa según las escuelas de espiritualidad.

II –  La Escuela francesa de espiritualidad

El término de «Escuela francesa» designa, sobre todo a partir de Henri Bremond, la corriente espiritual que domina la primera mitad del siglo e ilustrada en particular por los nombres de Francisco de Sales y de Bérulle.

I – El círculo de Madame Acarie

A decir verdad, desde el siglo XVI, antes mismo de acabar las guerras de religión, se esboza la renovación. Se encarna entonces en un grupito devoto, dominado por una mujer del mundo, Madame Acarie. Esposa de un miembro de la Liga y madre de familia quien agrupa en su hotel a personalidades muy diversas: a un cartujo, dom Beaucousin, al joven abate de Bérulle, a un jesuita, el Padre Coton, a laicos como Marillac, futuro ministro de justicia, a religiosos, a sacerdotes seculares, a universitarios, a mujeres de la alta sociedad parisiense como Madame de Saint-Beuve. Este grupo es a la vez un hogar de profundización espiritual y un centro de irradiación religiosa y monástica. A él se debe en particular la introducción en Francia de las carmelitas reformadas de santa Teresa: en 1605, a pesar de la impopularidad de España –Felipe II, apoyado por la Liga, había sido candidato al trono de Francia- Madame Acarie consiguió instalar en París a algunas carmelitas de Ávila: éste fue el primer convento francés de la estrecha observancia. «Nueva Teresa», debía retirarse a su vez al Carmelo: será en el monasterio de Pontoise donde morirá en 1618 con el nombre de Marie de l’Incarnation. Tres hijas suyas entrarán igualmente en religión, lo mismo que seis hijas de Marillac. Algo más tarde, Bérulle instituía el Oratorio de Francia; la condesa de Saint-Beuve instalaba en País a las ursulinas, fundadas en Italia por santa Ángela de Merici, con la misión particular de la educación de las jóvenes.

Este grupo no tuvo por función única la irradiación monástica: fue ante todo un lugar de creación espiritual. Madame Acarie contribuyó con su vida y escritos al desarrollo de la mística. Pero la personalidad más destacada de este círculo fue un inglés, primero puritano luego convertido al catolicismo y miembro desde 1586 del convento de los capuchinos del barrio de Saint-Honoré, Benito de Canfield. Su trabajo como director de conciencia, en París y en varias ciudades de provincias, fue muy grande; su pensamiento quedó plasmado en un libro escrito a finales de siglo XVI y publicado en 1609,  La regla de perfección con un compendio de la vida espiritual reducida a este único punto de la voluntad de Dios. Se ha calificado a veces su espiritualidad de «abstracta» porque se sitúa más allá de toda vida afectiva y tiende a la unión directa con la esencia divina: conduce a una especie de despersonalización y a la absorción de la voluntad del hombre en la de Dios. Este método no deja de estar relacionado con el de san Juan de la Cruz. A pesar del vigor de su creación, Benito de Canfield y sus discípulos de la escuela abstracta se sitúan demasiado alto para llegar a la masa de los fieles: su pensamiento se quedó en patrimonio de los claustros.

2 – San Francisco de Sales y el humanismo cristiano

Quien hizo pasar la mística de los monasterios al mundo fue el obispo de Ginebra, Francisco de Sales (1567-1622) que supo elevar muy alto el sentido de la responsabilidad pastoral.  De hecho, residía en Annecy ya que su ciudad episcopal y una parte de su diócesis habían sido conquistadas por el calvinismo. Esta presencia protestante no dejó de influir en el prelado: le hizo conocer un medio sin clero, ni monjes. En el que todas las responsabilidades estaban en manos de los laicos; le hizo comprender al propio tiempo que muchas almas se sentían atraídas al calvinismo por deseos de una piedad interior, personal, fundamento de una vida moral muy estricta. De donde el deseo que tuvo el obispo de Ginebra de proponer  una espiritualidad para laicos diferente de la de la escuela abstracta aunque hubiera conocido y frecuentado el círculo de Madame Acarie. La expone sobre todo en la Introducción a la vida devota, obra publicada en 1608 que conoció a lo largo del siglo numerosas reediciones. Su propósito excluyó toda intención revolucionaria: sus ideas siguen siendo tradicionales y ha sido un error llegar a creer que «la enseñanza moral de la Iglesia se haya visto considerablemente aumentada por san Francisco de Sales, pero expone sus principios bajo una luz y un lenguaje renovados. Tres grandes temas dominan la obra:

a) La perfección cristiana no es patrimonio de los claustros, ni del estado clerical: es accesible a la gente del mundo aún la más humilde. «Es una herejía, proclama con fuerza, querer proscribir la vida devota de la compañía de los soldados, de la tienda de los artesanos, de la corte de los príncipes, de la pareja de casados. Dondequiera que nos encontremos podemos y debemos aspirar a la vida perfecta». ¿Cómo acceder a esta perfección? Reside en el amor de Dios y del prójimo: para lograrlo, el cumplimiento del deber de estado es una vía tan eficaz como la oración: tales reglas se inscriben en una voluntad de «promoción del laicado».

b) La práctica cristiana supone un compromiso total. La devoción no es un dominio aparte, estrictamente circunscrito, debe ser el fermento de la vida de todo hombre, irradiarse en cada sector de su actividad: la oración, la conducta moral, la actividad profesional y hasta el compromiso político. La vida de todos los días no se distingue intrínsecamente de los momentos privilegiados de la oración o de la contemplación. Francisco de Sales es uno de los que han contribuido con la mayor eficacia a derribar toda barrera entre lo sagrado y lo profano, entre lo natural y lo sobrenatural.

c) Tales ideas responden a una visión optimista de la naturaleza humana. En el gran debate que opone el agustinianismo al espíritu del Renacimiento –teológicamente expresado en el molinismo- Francisco de Sales se inclina por el segundo: concede un gran poder al hombre en su aspiración al ideal y su marcha hacia una perfección cada vez mayor. De ahí su llamada a la psicología, a la pedagogía espiritual, a la dirección de conciencia, disciplinas que él no creó pero que contribuyó en gran manera a desarrollar. Esta actitud, tan diferente de las opciones metafísicas de un Benito de Canfield, mantiene alguna relación con la de san Ignacio; tanto en una como en otra se afirma la llamada a la introspección y a los recursos de la voluntad. Por el método y por el espíritu, ambas participan del humanismo. «El humanismo, advierte Bremond, no cree que el hombre sea despreciable. Adopta siempre y cordialmente el partido de nuestra naturaleza. Por más que la vea miserable e incapaz, la excusa, la defiende y la resalta. Confianza inquebrantable en la bondad esencial del hombre, toda su filosofía se aferra a estas dos palabras». Con todo conviene justipreciar su valor y colocar en su verdadera significación este humanismo de Francisco de Sales. Humanista, el obispo de Ginebra lo es menos por opción teológica que por razones pedagógicas y casi, se ha podido decir, «por inadvertencia»: se trata para él no de resolver de forma abstracta el problema de la salvación, sino de guiar al hombre en la búsqueda del reino de Dios.

San  Francisco de Sales concibe además que existe una forma específica de vida contemplativa: lo ha dejado expuesto en el Tratado del amor de Dios (1616) destinado a las religiosas de la orden de la Visitación, fundada a instigación suya por santa Juana de Chantal. El tratado concilia el «psicologismo» de la  Introducción  con la espiritualidad de la escuela abstracta.

3 – El cristocentrismo beruliano

Paralelo al de san Francisco de Sales, el pensamiento de Pedro de Bérulle abre al mismo tiempo perspectivas muy diferentes: se ha expresado en varias obras pero particularmente en el Discurso sobre el estado y las grandezas de Jesús (1623). Inspirada en los renano-flamencos, en el Carmelo español, pero sobre todo en los Padres de la Iglesia, esta espiritualidad se inscribe en la gran renovación cristológica comenzada en el siglo XVI, singularmente con Lutero. Consiste esencialmente en «adherirse» a Cristo. Bérulle describe largamente la manera de realizar esta «adherencia»: exige de cada uno un esfuerzo constante para modelar su propia vida conforme a los «estados» de Cristo, es decir a sus momentos espirituales más elevados. Toda la visión religiosa de Bérulle se circunscribe en esta «adherencia» y en estos «estados»: son los medios de adaptar nuestra «finitud» al infinito de Dios. Para permitirnos participar de la perfección divina, brillante en el misterio de la Encarnación, era preciso que se fraccionara en modalidades que hicieran posible nuestra participación. Estas modalidades se concretan en una floración extraordinariamente variada: por ellas, cada santo se adhiere, según sus carismas propios, a la vida de Cristo; y ellas son al mismo tiempo las vías de perfección ofrecidas a cada cristiano. Por su teoría de los «estados», Bérulle ha reavivado las devociones tradicionales: a la Virgen, a los santos, a los ángeles… Muy inspirado por la teología de san Pablo («ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí»)[1], esta espiritualidad se centra toda ella en el misterio de la Encarnación. La adherencia no se limita a una simple imitación moral, sino que conduce a un verdadero anonadamiento espiritual, a la sumisión de nuestros propios estados a los de Cristo.

No es difícil medir las diferencias entre este ideal y el de san Francisco de Sales. El obispo de Ginebra considera al hombre en su totalidad, en la diversidad de sus actividades: consciente de su imperfección, le lleva a regenerarse mediante un uso frecuente de los sacramentos, especialmente de la penitencia y de la eucaristía. Bérulle recuerda con mayor insistencia la grandeza de Dios ante la cual la criatura debe anonadarse. El primero pone el acento en la confianza; el segundo en la indispensable austeridad. Encuentran sus interlocutores en medios diferentes.  Bérulle se dirige en primer término a los monjes y a los sacerdotes: su espiritualidad es sacerdotal en su principio; está en una fase ulterior a la que se dirigirá a los laicos. Francisco de Sales por el contrario encuentra su mayor audiencia en la masa de los fieles; su Introducción a la vida devota  fue por ello uno de los libros más leídos del siglo XVII: entre el momento de su publicación y la canonización de su autor en 1666, fue traducida a diecisiete lenguas.

Francisco de Sales y Pedro de Bérulle dominan la primera mitad del siglo y tienen numerosos discípulos. Bremond ha hablado con justicia de «invasión mística» y evocado la «turba magna» de la visión apocalíptica. Limitando la enumeración a las personalidades esenciales, conviene citar, en la filiación salesiana: a Jean-Pierre Camus, Jeanne de Chantal, a los jesuitas Louis Richeome y Étienne Binet, al capuchino Yves de Paris. En la de Bérulle: a Charles de Condren, a Guillaume Gibieuf, a san Juan Eudes, a Francisco Bourgoing, que publicó en 1644,  con un prefacio importante, las Obras de Bérulle, contribuyendo así a hacerlas accesibles a buen número de laicos: Algunos jansenistas «místicos», como Saint-Cyran o Quesnel, son incluso tributarios a la vez de Francisco de Sales y de Bérulle. Al finalizar el siglo, Bossuet afirma su fidelidad a la gran tradición teocéntrica, pero la fundamenta a la vez en el conocimiento intelectual de la ortodoxia dogmática y en la meditación del misterio de la Iglesia, ya que ésta es la imagen viva de la Trinidad: «Como el Padre engendra en sí mismo a su Hijo,  ella engendra a los fieles incorporándoselos».

El abate Bremond ha pensado poder reducir toda esta floración a un movimiento unitario relacionándolo con el desarrollo del humanismo. Éste traduce la autonomía del hombre en la naturaleza, se expresa en la tradición antigua. El «humanismo cristiano» nació de la Reforma católica: es esencialmente el espíritu cristiano aliado con la sabiduría griega; esta unión le da su tonalidad optimista: el dogma central no es pues ya el pecado original como lo enseñaban espontáneamente los reformadores del siglo XVI, sino la Redención. «Quien dice Redención dice culpa, pero feliz culpa porque nos ha valido tal y tan grande y tan amable redentor: o felix culpa! «Se comprende la originalidad de esta noción de humanismo cristiano: el hombre puede actuar sobre sí mismo y sobre el mundo, no ya sólo por la gracia, sino por las solas fuerzas de su naturaleza. Sin embargo esta originalidad no carece de peligros: tiende a exaltar al individuo privilegiado con dones excepcionales, a elevarle por encima de la masa; razón por la que conviene sobrepasar este humanismo cristiano que sigue demasiado prisionero del mundo y alcanzar un grado más elevado, el del «humanismo devoto» único capaz de aplicar los principios del humanismo cristiano a las aspiraciones interiores. Uno de los primeros representantes del humanismo devoto fue san Francisco de Sales: ha enseñado el modo de alcanzar la perfección en el «espíritu de libertad». Razón por la que Bremond  ve en él a uno de los padres de  la civilización moderna. Una última etapa se realiza con la ascensión del humanismo devoto al «cristocentrismo» que consiste en volverse exclusivamente hacia Dios sin por eso renegar de la naturaleza: esto se consigue mediante una imitación total de Cristo, posesionándose de sus «estados». Esta fusión se realiza plenamente con la espiritualidad de Bérulle que es un teocentrismo, es decir una contemplación del mundo creado: Bérulle es comparable a Copérnico, ya que ha revelado una nueva espiritualidad cósmica. Esta progresión a través de la época clásica señala pues la difusión de una interioridad creciente. Bremond opone el teocentrismo beruliano al «ascetismo» de los jesuitas –»simple práctica»-, «formación moral» del hombre que desarrolla los «actos» a expensas de los estados y cuyo fin es por eso mismo antropocéntrico.

III – La crisis de fin de siglo

Al final del reinado de Luis XIV, la espiritualidad francesa conoce desviaciones internas, degradaciones, a veces mutaciones básicas que afectan a medios geográficos y sociales muy diversos.

Conocido por su obra misionera en el oeste de Francia, Luis Griñón de Montfort es un testigo a la vez de una permanencia real de la vida espiritual y de cierta ruptura de equilibrio. Su pensamiento se alimenta de las grandes obras de la Escuela francesa, las de Bérulle, de Olier, de Surin; pero en su lenguaje, sus actos, sus actitudes, Griñón de Montfort se deja llevar hacia un desbordamiento de afectividad de formas a veces extrañas que ignoraban a los grandes doctores de la Escuela. Busca, al modo de los Padres del desierto, la realización ascética, la experiencia dolorosa: son los sufrimientos de Cristo más que su enseñanza los que le cautivan[1]. Mucho más grave fue la expansión del quietismo, que debía dar origen a una crisis pesada de consecuencias para el porvenir de toda la corriente mística.

1 – El quietismo

El quietismo es una fórmula del puro amor, muy anterior a Molinos, a Madame Guyon y a Fénelon. Esta doctrina de la contemplación perfecta opuesta a las obras ha existido siempre en la Iglesia, pero desde finales del siglo XVI y con la Reforma católica conoce una renovación considerable. Esta mística se extiende particularmente por los países mediterráneos: por España, especialmente en los medios franciscanos, luego  por Italia; de allí pasa a Francia. Durante bastante tiempo atravesó una existencia discreta, encerrada en algunos círculos; pero en la segunda mitad del siglo XVII, debía encontrar a un apologista y teórico de talento en la persona de un español, Miguel Molinos (1628-1696) que pasó la mayor parte de su vida en Roma y allí se distinguió como director de conciencia, publicando en 1675 su obra principal La guía espiritual cuyo éxito fue inmenso ya que conoció en seis años veinte ediciones o traducciones. El autor exponía en ella que, para alcanzar la perfección cristiana, el alma debía entrar en el reposo total en Dios: desde entonces se volvía pasiva y no experimentaba ningún interés por las obras y ni siquiera por su propia salvación. La Guía enseñaba que toda devoción era hacer de su corazón «una carta blanca, en la que la sabiduría divina pudiese grabar lo que tuviese a bien». Las tentaciones se convertían entonces en señales de predilección: «la mayor de todas las tentaciones es no tenerlas»;  convenía profesar una fe pura, «sin imágenes ni ideas; sencilla, sin razonamientos y universal, sin reflexión sobre temas distintos». Puesta así en presencia de Dios por un acto puro de fe el alma progresaba en una contemplación adquirida.

Estas teorías no tardaron en suscitar una viva oposición  en los medios de la curia, sobre todo una vez que se tuvo conciencia de su influjo entre las religiosas de numerosas congregaciones. La Inquisición descubrió 22.000 cartas de Molinos a sus penitentas: ellas revelaron que algunas monjas no se confesaban ya, no recitaban ya el Rosario, se abstenían de los ritos más elementales como la señal de la cruz. En 1687, el breve Coelestis Pastor condenaba sesenta y ocho proposiciones atribuidas a Molinos; éste se veía infligir además la sentencia de la cárcel de por vida.  Este rigor llevó consigo la difusión de una violenta campaña antimística en la que participaron jansenistas y jesuitas, paradójicamente unidos en el combate contra el amor puro, tachado  a la sazón de «naturalismo», y hasta de estoicismo.

2 – Madame Guyon y Fénelon

A pesar del clima hostil, el quietismo iba a conocer en Francia un destino brillante cuyo artífice principal fue una mujer del mundo, Jeanne-Marie Bouvier de la Motte (1648-1717), viuda de Jacques Guyon du Chesnoy. Se consagraba con un celo sin decaimiento a las obras de piedad, pero sobre todo a las experiencias místicas cuyos resultados expuso  en varios libros: el más conocido lleva por título Medio breve y muy fácil de hacer la oración (1685), de éxito considerable; compuso asimismo, un comentario espiritual de la Biblia del que sólo se publicó en 1685 el Cantar de los cantares. Enseñaba que hay de superar la simple meditación de las verdades del Evangelio o de los misterios de la vida de Cristo para llegar a la pura contemplación. En esta actitud de pasividad absoluta, las obras no cuentan, ni las reglas morales, ni la virtud, ni siquiera el pecado: se tiene acceso a una indiferencia perfecta en todo. Son palabras de Madame Guyon, «si una persona, cuya voluntad anduviese perdida y como abismada y transportada en Dios, se viera reducida por necesidad a hacer acciones de pecado, las haría sin pecar». Estas ideas no están todas tomadas de Molinos, algunas se inspiran en san Juan de la Cruz, en santa Teresa de Ávila o en la devoción abstracta de Benito de Canfield. El quietismo de Madame Guyon se difundió rápidamente y se formaron varios grupos en algunas regiones de Francia, en Borgoña, en París, particularmente en la escuela de Saint-Cyr fundada en 1685 por Luis XIV y Madame de Maintenon para la educación de las jóvenes nobles.

Será en Saint-Cyr donde Madame Guyon conoció al joven abate de Fénelon sobre quien ejerció una influencia profunda llegando a ser su discípulo. Salido de una familia muy antigua del Périgord, François de Salignac de la Mothe-Fénelon (1651-1715) se había distinguido, desde los años de formación en el seminario de San Sulpicio, por su calidad de alma y brillantez de sus dones intelectuales: se había destacado como director de conciencia y  educador sin igual, hasta tal punto que Luis XIV le había confiado, en 1689, el cargo de preceptor del duque de Borgoña. Llegó a tener un irresistible ascendiente sobre este niño y domar su naturaleza rebelde: para él escribió la célebre utopía del Telémaco y soñó con hacer de su alumno, presunto heredero de la corona, el modelo del príncipe cristiano. Fue hacia 1688, a la edad de treinta y siete años, cuando el joven abate llegó al conocimiento de Madame Guyon: ella le enseñó el arte de descansar en Dios, hasta el punto de perder toda voluntad propia y de llegar a hacerse indiferente a todo incluso a la salvación eterna. Se trataba bajo formas renovadas de un regreso a esta «infancia espiritual», ya exaltada por santa Teresa de Ávila y luego por Bérulle. La naturaleza afectiva y el alma inquieta de Fénelon encontraban su paz en estas formas de abandono místico.

3 – La crisis (1694-1699)

Los progresos de las ideas «guyonianas» acabaron por inquietar a las autoridades eclesiásticas: la Reforma católica había exaltado el valor de las obras en la vida cristiana; sus artífices temían por encima de todo los excesos del iluminismo místico, generador de pasividad y de hedonismo espiritual. El proceso de Molinos (1687) acababa de encender estos temores a los que las formas ambiguas de Madame Guyon parecía llevar una justificación suplementaria.

Fénelon pensó alejar las amenazas pidiendo la intervención de Bossuet. Era una ilusión: más que cualquier otro, el obispo de Meaux, por sus concepciones muy intelectualistas de la vida del alma, era incapaz de comprender y a fortiori de admitir las doctrinas del puro amor. Aceptó no obstante instruir la causa: una comisión reunida por sus diligencias en Issy, en 1694-1695, llegó en marzo a la proclamación de treinta y cuatro artículos que condenaban a Madame Guyon y a sus adeptos; el error esencial que se les reprochaba era considerar la perfección del cristiano como un acto continuo de contemplación y de amor, es decir negar el valor de las obras. Para evitar una condena más grave, Fénelon publicó en 1697 su Explicación de las máximas de los santos sobre la vida interior. Bossuet replicó un poco más tarde con su Instrucción sobre los estados de oración (1697). El asunto entraba en conflicto entre dos prelados famosos. En 1698 Bossuet mandaba publicar su Relación sobre el quietismo, ataque muy vivo, incluso a nivel de las personas, donde Madame Guyon era presentada como medio loca y neurasténica. Roma dudó mucho en tomar partido, creyendo difícil condenar a Fénelon sin alcanzar a santa Teresa. Por fin, con el breve Cum alias del 12 de marzo de 1699, el papa condenó veintitrés proposiciones extraídas de las Máximas de los santos con calificaciones muy benignas por otro lado[1]. Fénelon se sometió inmediatamente: el 25 de marzo 1699, en su propia catedral de Cambrai, incluso antes de que la sentencia se hiciese pública, predicó espontáneamente sobre la obediencia debida a la Iglesia; luego publicó una orden en este mismo sentido, sin renegar explícitamente de sus doctrinas. El papa le felicitó por su actitud mediante un breve excepcionalmente elogioso.

La crisis quietista parecía terminada pero sus consecuencias fueron duraderas y profundas. La oposición pública de los dos prelados más notables del episcopado francés favoreció a los libertinos. Por otra parte la derrota de Fénelon, exiliado en adelante en su arzobispado de Cambrai, marca la de la mística o al menos de una concepción de la mística. A sus ojos, era la expansión de la gracia y, como tal, se ofrecía a todo cristiano. Bossuet por el contrario veía en ella un estado privilegiado, excepcional, reservado a algunos. La posición muy intelectualista del obispo de Meaux, como por otra parte de la gran mayoría de sus contemporáneos, anuncia el siglo XVIII; por su orientación hacia una religión más conceptual, es un aspecto de la «crisis de la conciencia europea». Después de 1699, el quietismo, y con él la mística entera, declinarán rápidamente en la Iglesia, particularmente en Francia.

La historia de la espiritualidad en el siglo XVII es pues la de una brillante expansión seguida de un lento declive. El término de «invasión mística» creado por Bremond se aplica en su plenitud a un movimiento de fervor cuyo apogeo se sitúa hacia el final del reinado de Luis XIII y bajo la minoría de Luis XIV: fue obra de algunos hombres pero se desplegó por un terreno preparado por las grandes reformas institucionales salidas del concilio de Trento.

Este renacimiento, a pesar de su originalidad, evoluciona en el respeto a la tradición y en referencia constante a toda la historia de la Iglesia: es una repetición de valores antiguos ya experimentados. La decadencia del final del reinado se aceleró por los enfrentamientos de hombres e ideas, suscitados más o menos directamente por la crisis quietista. Pero ésta no es la única causa: el auge de un racionalismo de origen cartesiano, el intelectualismo inherente a la Ilustración explican en gran manera la ruptura del impulso espiritual: se trata en efecto de una evolución general de las mentalidades más que de una mutación interna propia del catolicismo.

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