Capítulo XI: Práctica litúrgica y vida sacramental
De la misma forma que la Reforma tridentina se dedicó a hacer más estricta la enseñanza catequética, más precisa, más conforme a los cánones de la ortodoxia, se impuso por regla ordenarla liturgia y la distribución de los sacramentos. El conjunto rico, pero un poco heteróclito, de creencias y de prácticas heredadas de la Edad Media, había conocido en el siglo XVI, al menos en algunas regiones, nuevas desviaciones o arreglos liados a la vez a las grandes rupturas de la cristiandad y al permanente estado de guerra. Los reformadores de la época clásica introdujeron en esta variedad una purificación, un orden, una jerarquía. Pero lejos de ceñirse a «ritualizar», pusieron de relieve el significado profundo de las prácticas litúrgicas o sacramentales relacionándolas con las fuentes de la fe.
I – La santificación de los domingos y fiestas
1 – Ritmos dominicales y festivos
Algunos días de la vida cristiana son más sagrados que otros: la santificación se reviste en ellos de una intensidad particular; es el caso de los domingos y fiestas. ¿En qué se destaca el domingo? Primero por el cese de todo servicio. El descanso dominical es también de origen religioso: no es simple diversión, sino que se funda en la idea de que siendo el trabajo un castigo del pecado, se estás provisionalmente liberados de esta servidumbre el día en que se celebra al Señor resucitado. El cristiano debe consagrarse a la oración y a la celebración litúrgica, pero dispone de momentos reservados al descanso y a la distracción. En principio, las manifestaciones de carácter comercial estaban proscritas: una orden real de 1645 prohibió la celebración de ferias y mercados; volverá a tenerse en 1661, añadiendo a las restricciones precedentes las de acarreos, guarda de ganado, comercio y trabajo servil en general. Se admitían con todo tolerancias cuando estas instituciones parecían necesarias a la vida económica de una región.
De manera general, los domingos y días de fiesta estaban, aparte de los oficios, resaltados con distracciones muy clásicas: juegos de balón, de pelota o de bolos, tiros y danzas. Ciertos días llegaban titiriteros y se instalaban en la plaza de la aldea o del pueblo y presentaban alguna pieza o farsa de su programa. Muchos párrocos u obispos admitían estas diversiones, creyéndolas placeres anodinos; algunos sin embargo veían en ellas ocasiones de pecado y las trataban sin miramientos. Le Père Beurrier, prior-párroco de Nanterre de 1637 a 1653, refiere él mismo en sus memorias cómo puso en fuga a una compañía de saltimbanquis: «Recuerdo, escribe, que habiendo sido avisado un día de fiesta de que unos payasos representaban una farsa en un teatro que habían levantado, me fui allí con algunos oficiales de justicia, me subí al teatro, le arranqué la máscara al payaso principal, agarré y rompí el violín al que lo estaba tocando y les obligué a bajar del escenario de su teatro que hice derribar por nuestros oficiales, y desde entonces, nunca más ningún bufón se ha atrevida a aparecer por Nanterre».
Algunas fiestas antiguas paganas seguían existiendo: así los «hachones» del primer domingo de cuaresma o los fuegos de San Juan, durante los cuales los campesinos hacían incendios campestres junto a los pueblos. Los primeros son duda restos de antiguos ritos purificadores (las Lupercales), los segundos manifestaciones para celebrar el solsticio. La Iglesia se dedicó menos a combatir tales diversiones que a dar disposiciones sobre ellos y a conferirles una tonalidad religiosa.
El número de los días inhábiles era elevado: el total ha variado durante el siglo y según las diócesis, pero comprendió una media de cuarenta fiestas que, añadidas a los 52 domingos, representan noventa días de descanso; respondían a una necesidad sicológica –la de las vacaciones- pero sobre todo a la obligación de participar en la vida litúrgica.
2 – La disposición tradicional de la misa
L asistencia a la misa dominical es, desde los primeros tiempos de la Iglesia, el acto esencial del culto. En principio, se canta una misa mayor en cada parroquia el domingo hacia las 9. Reúne al conjunto de la comunidad y constituye una manifestación no sólo litúrgica sino social. La disposición de los asistentes refleja fielmente la jerarquía de los individuos y de los grupos: el banco señorial se coloca en el coro o en lo alto de la nave; detrás de él los gentileshombres, los burgueses, los mayordomos de la parroquia; por fin la masa del pueblo que, muy frecuentemente, no dispone de asiento y están de pie o sentados en el suelo. Las riñas de prelación son numerosas: la gran ambición de toda familia con algún título es de disponer de un lugar particular en el coro y, para lograrlo, usa de autoridad y hasta de violencia. Las batallas a bastonazos en la misma iglesia, a veces durante los oficios, para reivindicar un lugar privilegiado o guardarlo no son raras. Fue para contener a las familias nobles que los invadían por lo que en el siglo XVII muchos coros de iglesias se rodean de balaustradas. Durante la misa, una serie de costumbres recuerda también las jerarquías: así el agua y el pan benditos deben ser presentados primero al señor y luego son distribuidos en un orden riguroso. Los hidalgos campesinos se aferran con firmeza a estas costumbres, últimos restos de su antigua dignidad, en un tiempo en que sus funciones políticas y sociales están en merma.
El oficio se desarrolla pues raramente en un clima de academismo ritual. El ordenamiento litúrgico mismo reflejaba una variedad bastante grande según las regiones y hasta las parroquias: existían antes del concilio de Trento numerosas liturgias locales; con intención de uniformidad, la asamblea tridentina generalizó el empleo de los libros romanos. Éstos fueron adoptados por muchas diócesis; pero al final de siglo, la reacción galicana favoreció la resurrección de usos antiguos, en particular en el propio de los santos. Según la formación del párroco, según los recursos de la parroquia –con respecto a comprar o no libros nuevos- una u otro de las tres tendencias marcaba la pauta.
En qué medida los fieles se unían a la celebración. Por lo menos exteriormente, su participación es muy activa: nunca se desea sustraerse a la asistencia a los oficios, muy al contrario. Las visitas canónicas y los estatutos sinodales revelan algunas constantes en las actitudes cristianas: la primera la preocupación unánime por tener un clero muy presente y celoso en sus funciones[1]. Luego un apego exigente a las formas del culto, a su solemnidad y a la belleza de los ornamentos. Las misas mayores son preferidas a las misas rezadas: los fieles no dejan nunca de presionar a los clérigos a favor de las primeras. De ahí la aparición de corales y paralelamente la difusión de la educación musical[1]: uno de los primeros deberes de los maestros de escuela es el de «educar a los niños en el canto». El mismo sentimiento explica el amor al retablo que es un espectáculo grabado en la madera o en la piedra. Esta mentalidad devocional participa del amor al teatro tan difundido en la sociedad clásica.
¿Hubo por consiguiente en los fieles participación profunda, íntima, en el ceremonial de la misa? Es difícil dar una respuesta categórica a tal pregunta. Exteriormente la ignorancia de la lengua –el latín- o del lenguaje, es decir del modo de expresión de un pensamiento, podían presentarse como obstáculos a la comprensión literal, a lo que se ha de añadir que el uso de traducciones estaba contrarrestado a menudo por las asambleas del clero: la de diciembre de 1660 por ejemplo había condenado la traducción del misal romano que acababa de publicar Joseph de Voisin con la aprobación de los vicarios generales del cardenal de Retz. Los fieles no dejaban por ello de estar familiarizados con el desarrollo del oficio. Recordemos en efecto el significado de la misa en la tradición católica: es la celebración de un misterio y se expresa bajo la forma del teatro sagrado. Además se hacía énfasis en la nota escénica. Figuraciones relativas al misterio o al episodio de la historia sagrada evocada por la liturgia del día eran representadas en su cuadro y con sus actores; así en Navidad se colocaba un gran belén, en algunas iglesias, detrás del altar: clérigos vestidos de pastores dialogaban con el celebrante, mientras que el pueblo gritaba «Navidad, Navidad!». En Pentecostés, durante el Veni creator, se arrojaban estopas encendidas desde lo alto de las bóvedas, después se soltaba en la iglesia una paloma representando al Espíritu Santo. Durante la semana santa, estas evocaciones sensibles y muy encarnadas, como el encuentro de Jesús con Nicodemo o la presencia de las santas mujeres en la tumba, se multiplicaban para reproducir cada episodio de los últimos días de Cristo y su fin dramático. Todo fiel podía así entrar sicológica y espiritualmente en este juego sagrado. La liturgia se presenta pues no como una pastoral –ésta se da por otras vías: el catecismo, la predicación…- sino como un medio de acceder a un cierto estado de gracia. Por ello los obispos reformadores se dedican menos a la «comprensión» literal del texto litúrgico que a su belleza y poder de emoción: ninguno se propuso el abandono del latín, lengua sacra por excelencia que realza la calidad de los oficios y crea un lazo de unión entre las generaciones de fieles. Estos mismos prelados se dedican a proscribir de la iglesia las imágenes vulgares, a decorarla con ornamentos más prestigiosos, a hacer las ceremonias cada vez más perfectas y más grandiosas; en el mismo espíritu, los estatutos diocesanos fijan con precisión las vestiduras y cada gesto del sacerdote durante el oficio. Este movimiento que tiene por regla «ir a Dios por la belleza» se extiende a todo el país: está señalado por el espíritu de la Reforma católica mediterránea, particularmente italiana.
3 – La educación litúrgica por el libro
No obstante, paralelamente se dibuja en este movimiento «expresionista» otro, de estilo más «intimista» que, bajo el impulso de la escuela francesa de espiritualidad, va ampliándose durante el siglo. Se afirma a la vez en el cuadro exterior del oficio y en la liturgia misma. La actitud con respecto a la Iglesia, lugar de culto, es mucho más respetuosa. A principios de siglo, servía con frecuencia de granero a los curas beneficiados o a los fieles; los habitantes ocultaban en ella sus cofres en caso de amenaza de guerra y los dejaban allí, una vez pasado el peligro. La iglesia acogía también a las asambleas del pueblo: las conversaciones, las discusiones, las interpelaciones y hasta las disputas eran frecuentes; los parroquianos se paseaban por ella, se sentaban en el suelo, se acostaban a veces en los altares. A finales del siglo, la iglesia se convierta cada vez más en un lugar sagrado, exterior a las actividades profanas; el silencio en ella favorece la meditación o el despliegue litúrgico. Las ordenanzas episcopales insisten si cesar en el respeto debido al santuario. Un cambio semejante no es solamente formal; no traduce tan sólo un deseo creciente de controlar mejor las actitudes exteriores. Es expresión del encuentro de dos sensibilidades religiosas: la más antigua, ligada a las solidaridades colectivas, a la interpenetración de lo profano y de lo sagrado; la otra, referida a la meditación individual, a la introspección, a la relación personal del hombre con Dios.
Al propio tiempo se afirma la voluntad de hacer más total la participación del pueblo cristiano asociándole a las oraciones del sacerdote. De ahí nació la aparición de los manuales de iniciación a la misa los principales de los cuales fueron: La manière de bien entendre la messe de paroisse, compuesto por el arzobispo de Rouen. François Hartay de Champvallon, y reeditado en 1685 por su sobrino François de Harlay, arzobispo de París, después de recibir la aprobación de todo el clero de Francia, y De la meilleure manière d’entendre la sainte messe, publicado en 1680 por Nicolas Le Tourneux. Poco a poco, se pasó, pero sólo hacia final de siglo, a las traducciones del ordinario de la misa, se trataba de los primeros libros de misa. Por una paradoja al menos aparente, estos manuales se multiplicaron por la revocación del edicto de Nantes: desde 1685, François de Harlay, arzobispo de París, mandó editar con 100 000 ejemplares un libro de piedad, las Heures catholiques précédées de l’ordinaire de la messe avec la traduction française; poco después, se publicaban otros 100 000 ejemplares del ordinario sólo. De estos libros se esperaba ante todo un medio de conversión eficaz de los protestantes.
De este modo se desarrolla una corriente de participación más activa de los fieles en las oraciones de la misa: este movimiento de interiorización tuvo sin embargo una amplitud limitada. Porque el uso del libro de misa –vía de acceso necesario para la comprensión literal del texto- apenas desbordó, en sus comienzos, los límites de las ciudades. Y por otro lado, la autoridad eclesiástica veía con desconfianza a los laicos decir las mismas oraciones, realizar los mismos gestos que el sacerdote: tales iniciativas tenían en efecto el riesgo de conducir a las tesis del sacerdocio universal admitidas por los protestantes y algunos jansenistas; atentaban contra el papel eminente del sacerdote en el momento en que todos los estudios teológicos se dirigían a colocarlo sobre los fieles y confiarle en exclusiva las funciones del sacrificio.
Sin embargo si todos los cristianos o casi todos van a misa, no todos frecuentan regularmente el oficio parroquial: esta presencia no era efectivamente obligatoria más que un domingo de cada tres. En esta época, las capillas se multiplican en los castillos y hasta en los palacetes burgueses. Pero son sobre todo las iglesias de los conventos las que atraen a los fieles: a veces por la calidad intelectual de la predicación, otras porque los religiosos –sobre todo los mendicantes- tienen la reputación de ser más liberales en materia de penitencia, otras también porque estos regulares, que dirigían cofradías, tratan de agrupar a sus miembros en sus capillas. La Compañía de Jesús en particular tenía en cada colegio lo que se llamaba la «congregación», con su iglesia propia, sus bienes, sus instituciones; continuaba contando con los alumnos, incluso después de su salida del colegio. Como todas estas congregaciones estaban agregadas a la congregación romana, se establecía una vasta red jerárquica que se superponía a las parroquias y tendía a privarlas de su público selecto. Estos hechos explican, tanto los conflictos ideológicos como las rivalidades entre seculares y regulares.
II – La frecuentación de los sacramentos
La vida cristiana no se funda solamente en la santificación de los domingos y fiestas, sino que i8mplica el recurso a los sacramentos, constituyendo éstos, a los ojos de la Iglesia, las vías ordinarias de la difusión de la gracia. Los sacramentos conocen en el siglo XVII una renovación de fervor. Habían sido en efecto contestados, en su mismo principio, por la Reforma protestante: por reacción, el catolicismo proclama su valor. El concilio de Trento había ya fijado las reglas precisas de su distribución excluyendo todo descuido, toda fantasía o toda especie de interpretación subjetiva. Este formalismo riguroso se trasmite a su vez a los rituales publicados por entonces por los obispos. Sin embargo, esta práctica sacramental no se limita a estos aspectos exteriores: se alimenta en la renovación bíblica tenida en honor entonces por la Escuela francesa de espiritualidad.
1 – El bautismo y la confirmación
El bautismo es un sacramento esencial por ser indispensable a la salvación. Por eso se confiere sin dilación: si es posible el día del nacimiento y a lo más tardar a los tres días. En esta época de gran mortandad infantil, se temía mucho por la vida de los recién nacidos: un número bastante alto de bautismos se practicaba por esto a domicilio, sea por el cirujano, seas con mayor frecuencia por la comadrona que asistía a la madre en el parto. Por ello la Iglesia daba una importancia muy grande a la elección de las comadronas por razón de su papel espiritual. La comadrona era elegida por las mujeres de la parroquia y prestaba juramento ante el párroco; cada año, comparecía ante el arcediano con ocasión de la visita canónica y se le preguntaba, no sobre su competencia profesional sino sobre sus conocimientos espirituales. Éstos eran en efecto de sumo interés, ya que una comadrona ignorante podía comprometer la salvación de un niño cuya vida estaba amenazada. ¿Moría la madre, en los casos de cesárea por ejemplo, antes del nacimiento del hijo? La comadrona debía esforzarse entonces por liberar a éste aunque sólo fuera por un momento para darle el bautismo; y si la vida del niño parecía amenazada en el parto, la comadrona debía, según precisan los rituales, pronunciar las palabras sacramentales sobre el primer miembro que aparecía. Mas por lo general ella bautiza después del nacimiento, en presencia de dos testigos.
Todas estas precauciones demuestran cuánto se temía ver morir al niño sin el bautismo: no sólo no podía acceder a la salvación eterna, sino que a continuación era privado de sepultura eclesiástica, lo que socialmente se consideraba infamante. Los mismos problemas se presentaban con la llegada de niños nacidos muertos: la mayor parte de los teólogos sostenían que no se podían salvar[1], así que en los periodos de grandes epidemias, como las que acompañaron a la guerra de los Treinta años, se pedía a la Virgen como milagro supremo que resucitara un momento a los niños nacidos muertos para poder conferirles el bautismo.
En los casos habituales, el bautismo tenía lugar en la iglesia. La elección de los padrinos y de las madrinas era entonces capital: debían estar bien instruidos en las verdades de la religión –el párroco los sometía a un ligero examen -, conocer las principales oraciones, no ser pecadores públicos, no llevar una vida escandalosa. Los actos sucesivos de la ceremonia, fijados exactamente por los rituales, eran los siguientes: la presentación del niño por el padrino y la madrina; los exorcismos; la bendición, la imposición de la sal; la profesión de fe; la fórmula sacramental; las unciones con el Santo Crisma; la presentación del cirio encendido; finalmente la lectura de un evangelio, generalmente el prólogo de san Juan. La fiesta religiosa llevaba consigo, como siempre, continuaciones profanas, festejos variables según las regiones pero a menudo fastuosos y llenos de regocijo.
No obstante, el siglo XVII no se limitó a esta obra ritualista: hizo resaltar el valor espiritual del sacramento; le relacionó con episodios bíblicos, como el espíritu de Dios que aleteaba sobre las aguas, según se cuenta al principio del Génesis, como el paso del mar Rojo o como el diluvio cuyas aguas regeneran el mundo. Estas figuras enseñan a despojarse del «hombre viejo a favor del «hombre nuevo»: esta trascendencia del rito procede directamente de la teología de san Pablo[1]. El recuerdo del bautismo debía mantenerse intacto mediante una devoción que acompañara al cristiano toda su vida: se celebraba el aniversario de la ceremonia, se renovaban las promesas, se visitaba periódicamente la pila bautismal; el sacramento, incorporado a la vida, era de esta forma repuesto siempre en las perspectivas de perfección cristiana.
La confirmación es una prolongación del bautismo, ya que consagra la gracia otorgada en la infancia, pero su recepción se descuidaba de hecho bastante porque no se creía necesaria a la salvación. Durante largo tiempo fue excepcional en las parroquias rurales: los fieles que deseaban confirmarse debían ir al obispado por témporas; muchos campesinos se volvían atrás antes de desplazarse. En la segunda mitad del siglo, las confirmaciones se hicieron más frecuentes y regulares, asociándose en efecto a la llegada del obispo con ocasión de las visitas pastorales o misiones.
2 – La penitencia y la eucaristía
Estos dos sacramentos son uno y otro señales a la vez del fervor cristiano y de una regularidad en la práctica. El concilio de Trento había ordenado fijar la primera comunión a la «edad de discreción»: variaba según la evolución sicológica del niño, mientras que la «edad de razón» se ponía a los siete años. De hecho, la primera comunión se sitúa, según las diócesis, entre los diez y los catorce años: era tendencia frecuente apoyada por los jansenistas retrasarla bastante a fin de obtener una mejor formación y evitar una comunión indigna. Al principio del siglo, la primera comunión no revestía un carácter particular de solemnidad: fueron los misioneros lazaristas los que instituyeron la primera comunión solemne; esta costumbre se estableció primero en París y se extendió poco a poco al resto de Francia, pero no conquistó la totalidad del reino hasta 1750.
Al sacramento de la eucaristía va unido lo que se llama el cumplimiento pascual, es decir la obligación de todo cristiano de confesarse y comulgar en su parroquia durante el tiempo de Pascua: se tenía así una posibilidad de controle del párroco sobre sus parroquianos. Por razones espirituales y sociales, la práctica pascual es casi unánime: sustraerse a ella es un acto de rebelión abierta, es raro el caso; representa en general menos del 1% de los fieles. En 1672, de 137 parroquias del archidiaconado de París con un total de 50.000 comulgantes, sólo existen 112 fuera del tiempo pascual; con frecuencia la proporción es aún menor. Los que no comulgan son tenidos a veces aparte de los cuadros parroquiales por sus actividades profesionales –pastores, marineros, leñadores…- pero lo más común es que se trate de gente que vive en situación irregular (concubinato, prostitución, borrachera inveterada) o que rechazan la moral y la fe cristianas, manifestando así una forma elemental de libertinaje. Se advierte, por ejemplo, en una visita canónica del archidiaconado de París en 1673: «El llamado André Lesguillier, techador de paja, no ha cumplido con Pascua, se queja la gente y le acusan de blasfemar contra el santo nombre de Dios; dice que la confesión no sirve de nada, que todos los sacerdotes se vayan al diablo y que él puede hacer lo mismo que ellos y toma un vaso lleno de vino y pronuncia las palabras sacramentales, burlándose del adorable sacrificio de la misa.» Este caso es raro; hasta los señores ladrones y libertinos desean escapar al oprobio de las poblaciones y conservar su puesto en las jerarquías sociales; por ello dan importancia a cumplir, imponiéndose por la fuerza dado el caso, con la obligación pascual. Así en Jouey, diócesis de Autun, el señor Jean de Bourgdieu quien, durante treinta años, mantuvo a varias concubinas de las que tuvo diecinueve hijos conocidos, cumplió siempre con Pascua, y «durante todo este tiempo se confesó en varios lugares y en particular en los capuchinos de Arnay-le-Duc».
A veces es el párroco mismo quien priva de los sacramentos a algunos pecadores escandalosos, no sólo por pecados de adulterio, de incesto o embriaguez, sino porque quebrantan la justicia o el deber social; por ello se ve negar la absolución a gente que ha robado y se niega a devolver; o también a los recaudadores de impuestos por exigir al contribuyente pagos ilícitos.
Semejantes prerrogativas daban al párroco un poder temible: para evitar graves abusos, un parroquiano que tenía alguna diferencia con su pastor o que sencillamente sentía hacia él alguna incompatibilidad de carácter podía pedir al arcediano o al oficial la autorización de confesarse con otro párroco de la vecindad. Debía entonces entregar a su propio párroco un certificado para demostrar que se había confesado efectivamente. Estas formalidades eran necesarias ya que la abstención de la obligación pascual llevaba consigo sanciones: éstas comenzaban por la exhortación, proseguían con una citación a comparecer ante el oficial y podían llegar hasta la excomunión, de la que no se libraba sino por una penitencia pública. El siglo XVII conoció una renovación de este proceder, considerado entonces como la barrera más eficaz a la moral relajada. La mayor parte de los obispos, t más en particular los amigos de Port-Royal, actualizaron esta antigua práctica. En Alet, Nicolas Pavillon, la empleaba rodeándola de mucha solemnidad. Al final de cada una de las visitas, ante el pueblo reunido, el promotor presentaba el cuadro de los desórdenes de la parroquia y requería remedios: el obispo entonces hacía que le trajeran a los culpables y les imponía una penitencia pública. Todos estaban sometidos a ello: gentilhombres, burgueses, campesinos, artesanos. Algunos señores llegaban con sus vasallos a confesar sus pecados. Ordinariamente, el prelado prescribía limosnas si el pecador estaba en condiciones de hacerlas. Las sanciones duraban seis meses, un año, a veces más según la gravedad de los crímenes, a menos que el fervor de los penitentes y sus progresos en la piedad le permitieran abreviar la prueba. Semejantes penas se rodeaban siempre de un aparato impresionante: los hombres debían ir a Alet a recibir la orden de su penitencia; a las mujeres se les dispensaba el viaje: la sentencia se la notificaba el párroco. Las faltas graves eran reprimidas mucho más severamente todavía: un pecador convicto de homicidio debió satisfacer un viaje a Roma, viviendo exclusivamente de limosna, caminando cada día con los pies descalzos durante una legua, recitando el rosario y saludando al Santísimo Sacramento a la puerta de cada una de las iglesias.
Una especie de unanimidad medio espiritual medio sociológica tendía así a realizarse en el cumplimiento del deber pascual. Pero, fuera de estos ritmos anuales, ¿cuál era la frecuencia de la comunión? Varía con la época, la diócesis, la parroquia y naturalmente el fiel, si bien se ha de excluir toda respuesta global, una evolución de conjunto se observa no obstante en la actitud eucarística. Mientras que en la edad media fue un periodo de comunión rara, la Reforma católica en sus comienzos aceleró notablemente su frecuencia. En los primeros decenios del siglo XVII, muchos directores de conciencia recomiendan la comunión semanal, y hasta diaria: la Introducción a la vida devota de san francisco de Sales favoreció mucho este movimiento; publicado en 1608, el libro fue un éxito de librería ya que, antes de la muerte de su autor en 1622, tuvo cuarenta ediciones. Con todo, al ascenso de las ideas agustinianas, se estableció una contracorriente: sin desaconsejar positivamente la comunión frecuente, se recordó que era una coronación u que debía ir precedida por una elevación espiritual y un progreso moral. Los jansenistas difundieron estas tesis y las endurecieron: la obra que, en este aspecto, ejerció la mayor influencia fue La frecuente comunión de Antoine Arnauld, publicada en 1643. El autor no se alza sistemáticamente contra la comunión frecuente, pero impone condiciones muy severas para practicarla, recuerda en particular la regla antigua: Sancta sanctis (las cosas santas reservadas a los santos); sobre todo, exalta, sistematizándolo, el método preconizado por Saint-Cyran llamado de las «renovaciones», que consiste en mantenerse alejados del mundo, incluso de los sacramentos, para operar una conversión y lograr una vida nueva. Pero mientras Saint-Cyran veía en él un simple medio psicológico, Arnauld le presenta como la práctica de la Iglesia primitiva. Su libro cuya influencia fue grande tuvo por efecto hacer sospechosa la comunión demasiado frecuente. La regla adoptada en adelante fue en primer lugar fue exigir un periodo bastante largo entre la confesión de las faltas y la comunión, luego un alejamiento del pecado, incluso venial, y sobre todo de los hábitos perniciosos. Por eso, en la segunda mitad del siglo, muchos directores espirituales y muchos rituales ponen a los fieles en guardia contra lo que ellos consideran un exceso: el Ritual de Toul, publicado en 1700 por el obispo Henri Thiard de Bissy, prescribe » que no se debe adquirir la costumbre de comulgar todos los días como, so pretexto de devociones, hacen ciertas mujeres». La frecuencia de la comunión fue, en el siglo XVII y en el XVIII inclusive, uno de los grandes temas de oposición entre jansenistas y molinistas. Según los diarios de párrocos que nos quedan, la comunión pascual habría reunido, salvo en las tres grandes ciudades, la unanimidad de los cristianos; la comunión en las grandes fiestas –es decir cuatro o cinco veces al año- la cuarta parte o la tercera; sólo una baja proporción habría practicado la comunión mensual o semanal. Estas cifras se engrosarían naturalmente cuando una cofradía del Santísimo Sacramento ponía el acento sobre la devoción eucarística.
3 – El matrimonio
El matrimonio constituye, a los ojos de la Iglesia, un compromiso definitivo. El concilio de Trento luego, en el siglo XVII, los artesanos de la Reforma católica, se esforzaron en purificarlo, en limpiarlo de las numerosas prácticas más o menos groseras y sensuales que lo rodeaban: en adelante es tenido como un sacramento en toda la acepción del término y colocado bajo el control eclesiástico. Por lo general el matrimonio está precedido por esponsales, que a veces se reducen a un compromiso oral o escrito pero, en la mayor parte de las diócesis, dan lugar a una ceremonia eclesiástica celebrada en la iglesia parroquial de la joven: se trata de un acto sencillo en el que el párroco recibe el juramento que hacen los futuros esposos de prometerse el matrimonio. Este compromiso no tiene carácter definitivo: los esponsales pueden romperse, pero la Iglesia impone en ese caso una penitencia. Si con todo se han establecido relaciones sexuales y sobre todo si existe promesa de hijo, la autoridad eclesiástica –por lo general el oficial- hace presión para obligar a la unión definitiva, pero queda siempre salvaguardado el principio del libre consentimiento. Cada vez más, el tiempo de los esponsales es considerado como una preparación al matrimonio. Hasta mediados del siglo XVII, había sido un periodo de tolerancia durante el cual los prometidos comenzaban su vida común: estas relaciones pre-conyugales eran consagradas por una serie de tradiciones locales. La Iglesia luchó sin descanso contra estas libertades: contra ellas, los obispos multiplicaron las ordenanzas, y las llevaron a los sínodos o conferencias eclesiásticas.
El matrimonio tenía lugar en principio en la parroquia de la novia: para celebrarlo en otro lugar, era necesaria una razón grave –por ejemplo un caso de concubinato- y un permiso a la vez del oficial y del párroco. En la ceremonia misma, el acto esencial era el intercambio solemne de las promesas entre los esposos; pero se requería la presencia de testigos: dos, tres y a veces cuatro, según las prescripciones del concilio de Trento. Todas estas precauciones tendían a evitar el uso extendido de los matrimonios clandestinos, celebrados sin formalidad por cualquier capuchino de paso por los pueblos. Se encontraban jóvenes casados varias veces: de donde surgían dificultades, procesos y desórdenes de todo género. La presencia del propio párroco y de varios testigos paliaba estos inconvenientes.
Las tradiciones ancestrales que acompañaban o seguían a la ceremonia subsisten por lo común en sus formas exteriores, pero se espiritualizan. Así la bendición del lecho nupcial, viejo rito de fecundidad practicado después del festín de bodas, iba acompañada de canciones galas. Se transforma en una celebración de la pureza conyugal: el ritual de París de 1646 dedica una parte importante del exordio a un comentario de la historia de Tobias exaltando la castidad en la vida conyugal. Las canciones «deshonestas», con los acompañamientos musicales, quedan desterradas. De una manera general, los prelados reformadores se alzan contra la juerga, el alboroto o las secuelas de un paganismo más o menos asentado. En algunas regiones, la desposada le era secuestrada a su esposo, después de la ceremonia, y obligada por los jóvenes del pueblo a recorrer los lugares de la comuna, campos, bosques o praderas; debía apagar la sed en los riachuelos y charcos. Se trata verosímilmente de un rito de iniciación de origen pagano, destinado a introducir a la joven llegada de otra parroquia en su nueva comunidad y de hacerle tomar posesión de un espacio de vida destinado a ser suyo. La Iglesia, por medio de los oficiales o de los arcedianos, condena esta costumbre tildada de magia. Sin embargo no rompe del todo con el universo tradicional que alimenta de maravillas la mentalidad popular: el lugar que concede a las oraciones y a los ritos de exorcismo, por ejemplo contra los echadores de cartas o de embrujos, lo ilustra con claridad.
Como para el bautismo, hay pues progresos a la vez de ritualización y profundización espiritual. El siglo XVII cambia radicalmente el significado del «estado de matrimonio» que por tanto tiempo fue tenido en menosprecio y por inferior al «estado de religión»; por eso no existía «mística del matrimonio». La primera gran obra que lo exaltó, recogiendo por otra parte las prescripciones del concilio de Trento, fue de nuevo la Introducción a la vida devota: san Francisco de Sales dedica en ella dos capítulos a la unión conyugal (Consejos para los casados; De la honestidad del lecho conyugal). Recuerda que «el matrimonio es un gran sacramento honorable para todos y en todo»: para todos, «pues las vírgenes mismas le deben honrar con humildad»; en todo, pues «su origen, su fin, sus utilidades, su forma y su materia son santos». Bajo la influencia de Bérulle y de sus discípulos, los espirituales del siglo XVII profundizan en estos principios y, siguiendo a san Pablo, asimilan la unión de los esposos a la unión de Cristo y de la Iglesia. El sacramento del matrimonio entra así en la teología de la Encarnación.
Este concepto tan elevado tiene, es cierto, por corolario un rigorismo muy estricto en la vida sexual. Tal austeridad no era simple afirmación de principio, sino que se concretaba en la pastoral cotidiana. Logró sin embargo, por una paradoja aparente, la aprobación y el apoyo de la opinión pública: estos moralistas austeros aparecen a menudo como los defensores de las mujeres, sobre todo de las mujeres del pueblo, víctimas de los acosos y de las violencias de los señores. La fuerza de los obispos reformadores más exigentes, como Nicolás Pavillon en Alet, les vino del apoyo casi unánime de los campesinos.
III – El cristiano y la muerte
El pensamiento de la muerte ocupa en el siglo XVII un lugar primordial en el espíritu del cristiano. Se alimenta del espectáculo de las realidades cotidianas: la mortandad infantil, la hecatombe de las guerras y del hambre, pero sobre todo de los estragos de la peste[1]. La peste no sólo tuvo consecuencias demográficas: por su extensión, el fenómeno modeló el estado de alma colectivo creando un clima de angustia. Entre 1600 y 1670, mató en Francia a 2.200.000 hombres (hipótesis corta) y quizás a 3.360. 000 (hipótesis larga), o sea entre el 5 y el 7,7% de la mortandad total, con una frecuencia casi ininterrumpida ya que a una primera crisis, que va de 1600 a 1616, sucede inmediatamente otra muy larga, de 1617 a 1657, luego una tercera de 1663 a 1670. Estos ritmos dramáticos señalaron profundamente con una sicosis de inquietud, cambiada fácilmente en terror, a todos los medios pero más especialmente a las ciudades, porque si los estragos de la guerra son sobre todo el sino de los campos, los de la peste golpean en primer lugar a las ciudades, pequeñas o grandes: la epidemia de los años 1628-1632 está sin duda en la base de las defunciones en el medio urbano. Y mientras que la mortandad de los niños se acepta con calma y casi serenidad tan grande es la certeza de su salvación, la peste, por lo súbita, su brutalidad, su facies horrible y por los sufrimientos que inflige, multiplica los fenómenos de religiosidad pánica.
Dominar la muerte, «ordenarla», restituirla a una perspectiva cristiana, cambiar el espanto en esperanza, fue uno de los grandes objetivos de la Reforma, tanto protestante como católica.
1 – La muerte «ordenada»
¿Cómo se prepara el cristiano para la muerte? De una manera difusa en primer lugar: por el lugar de la cruz, del calvario, de la pasión de Cristo en el paisaje monumental o en las estampas populares, distribuidas por los buhoneros, como la Danza macabra con su visión igualitaria de la muerte o el Espejo del pecador que opone en una evocación realista los sufrimientos del infierno a las alegrías del paraíso[1]. Más simplemente, el cristiano se prepara a su destino futuro por el espectáculo de las miserias de la vida: la pobreza, el hambre, la enfermedad. Esta no es sólo una prueba física, es un aviso de Dios, una incitación a la ascesis y por eso mismo una preparación a la muerte. Este tiempo de sufrimiento es en efecto particularmente apto para hacer tomar conciencia de las verdades de la salvación, ya que han desaparecido los obstáculos ordinarios para la escucha de la palabra de Dios: la ambición, la codicia, el apetito de la lujuria han dejado lugar a la meditación y a la oración. Por ello los obispos, los moralistas, los directores de conciencia multiplican los consejos sobre el santo uso de este tiempo de prueba. Pero esta preparación a la muerte no se reserva a los azares de la existencia: no surge de la psicología mórbida propia de un siglo trágico. Es querida y pensada por la Iglesia, integrada en la catequesis: el bien morir es efectivamente esencial para el cristiano, ya que se trata de la etapa decisiva en el camino de la salvación, por eso está impregnada de valores doctrinales, teológicos y espirituales: el crucifijo ocupa un gran lugar en las misiones, pero su objeto es menos «conmover» al pecador que introducirle por la meditación en la economía de la Redención. Toda la vida del cristiano está concebida de esta forma como un ars moriendi en el que se ponen por obra todos los medios de una pedagogía progresiva, que lleva por etapas a las proximidades de la muerte.
Esta preparación comienza desde la tierna edad por la enseñanza del catecismo: todos los manuales dedican un capítulo a los novísimos: «¿Cuál ha de ser la mayor preocupación de cristiano? pregunta el catecismo de los tres Henry –Debe ser prepararse bien para la muerte». Este mismo tema se repite y orquesta en las escuelas, pero más aún en la predicación dominical: muchas homilías se consagran al más allá. Raramente al cielo, es cierto, ya que pocos cristianos acceden directamente a la bienaventuranza total, sino al infierno objeto de descripciones llenas de imágenes y realistas, sin que se les perdone ninguna clase de sufrimiento: el fuego constante, la fealdad de los demonios, los vapores mefíticos desprendidos por las cloacas, el hambre sin saciar, la sed inextinguible atormentan sin cesar a los condenados; más terribles aún son las penas espirituales, consecuencias de la privación total y eterna de Dios. Todas estas evocaciones infernales renuevan un género literario en auge en la Edad Media que concluye.
Más original y rica en espiritualidad es la meditación sobre el purgatorio[1]. Este había sido, en la época patrística y en la edad media, el objeto de una creencia a la vez generalizada y algo vaga, encerrada en el círculo estrecho de los teólogos, pero poco «sentida» por la masa de los fieles. Adquiere en el siglo XVII su consistencia explícita y dogmática, porque, rechazada por la Reforma luterana y calvinista, se convierte en el tipo mismo de los cultos de intercesión tan común en la Iglesia tridentina. Ella se carga por eso mismo de valores comunitarios: realiza por eso mismo una especie de circuito de amistad entre la tierra y el más allá. La obsesión por la salvación personal, tan viva en los protestantes, se expresa en los católicos con esta forma de comunión de los santos introducida mediante la imploración por los difuntos. Por un movimiento de intercambios espirituales, el alma, liberada del lugar de sufrimiento, pedirá sin tregua por su bienhechor. En el transcurso del siglo se multiplican las fundaciones: las oraciones por las almas del purgatorio llegan a ser una forma de culto popular en la Iglesia[1]. Con frecuencia se reserva incluso una capilla a esta devoción, que por lo general está sostenida por una cofradía especializada.
2 – El «ejercicio de la muerte»
Esta larga catequesis dedicada a la vida futura revelaría, si fuera preciso, la idea angustiosa que acompaña a la muerte: se la encuentra no sólo en las naturalezas inquietas como Pascal, sino en otras como Madame Sévigné, de ordinario apegada a la alegría de vivir. Lo que se teme en la muerte, hasta en los cristianos mejor preparados, es la incertidumbre de los últimos instantes, no por la separación física, sino por el oscurecimiento de la conciencia que podría impedir perseverar y acceder a la conversión final. Los predicadores y moralistas ponen en guardia contra los peligros de la proximidad de la muerte: «La muerte, dice Bossuet, lleva en si misma o la insensibilidad o una secreta desesperanza, o, con sus justos terrores, la imagen de una penitencia engañadora y por fin una confusión fatal a la piedad». Nicole advierte igualmente: «Los hombres no están nunca menos en estado de pensar en la muerte que cuando más cerca están de ella».
Por eso conviene no solo hacer de la muerte el pensamiento constante de toda su vida, sino prepararse a abordarla con lucidez sometiéndose a una especie de repeticiones. La Madre de Blémur, benedictina, compone a este propósito en 1677, para uso de las religiosas de su orden, un Ejercicio de la muerte conteniendo diversas prácticas de devoción muy útiles para prepararse a bien morir. Se trata de una meditación pero sobre todo de una «realización dramática». Es, explica la autora en su Advertencia, «una especie de retiro para tres días, en los que se hacen las mismas preparaciones que si uno estuviera seguro de morir al final del Ejercicio.» La mayor parte de los directores aconsejan entrar así en los actos preparatorios a la muerte, una vez al mes o al menos durante la cuaresma.
«Es bueno morir de vez en cuando, escribe el Padre Nouet, mientras estáis en vida, es decir hacer todos los deberes de un enfermo y de un agonizante, cuando tenéis todas las fuerzas del cuerpo y del espíritu».
Y el Padre Judde:
«Ejercitarse en morir es, o todos los meses, o al menos alguna vez durante el año, tomarse un día en el que hagamos lo que convendrá hacer en los últimos días de la vida: una buena revisión, una comunión ferviente con los actos que convienen a la recepción del santo viático; leer, en un ritual, las oraciones de la Extremaunción, las que la Iglesia hace por los muertos, que convienen tan bien a los moribundos, mirarse luego como estando presentes en el tribunal de Dios…; volver a sus ocupaciones como una persona a quien se ha devuelto graciosamente de las puertas del infierno para hacer penitencia».
Es el ejercicio calificado por el Padre Crasset de «extremaunción espiritual».
Algunos llevan el realismo más lejos todavía y aconsejan asociar a cada oración de la tarde un «ejercicio de la muerte», aprovechándose de las tinieblas de la noche, del sopor de los sentidos, de las sábanas figura del sudario. Tales prácticas no son el lote de algunos ascetas: ellas se apoderan a veces de las mentalidades populares confundiendo en un mismo ideal de quietud el pensamiento de la muerte y el sueño. Este poema del Quercy ofrece un ejemplo de ello:
«…Agua bendita –yo te tomo. –Si la muerte me sorprende. –Que me sirva de Santo Sacramento. –En un gran lecho – yo me acostaré; -A cinco ángeles en él honraré, – Dos a los pies –Tres a la cabeza. –Nuestro Señor que está en medio –me ha dicho que me duerma sin temor. –San Pedro por padrino, – Nuestra Señora por madrina –me han dicho que no tenga ni temor ni miedo. – Cuatro ángeles conducirán –a mi alma al paraíso».
3 – Los últimos sacramentos y los funerales
Un ceremonial semejante refleja el precio otorgado a los últimos momentos, ya que de ellos depende la suerte futura del alma. Por eso, mucho antes de los últimos signos del ocaso, el cristiano se cuida de redactar el testamento, pero siempre con propósito esencialmente espiritual: se trata menos de reglar la transmisión de los bienes materiales que de asegurar la salvación del difunto, por lo cual los puntos fuertes del discurso testamentario se refieren a los legados píos y a las fundaciones, la llamada a la oración de intercesión y sobre todo las peticiones de misas, que es como una constante a lo largo de los siglos con una cima en el periodo 1650-1710[1]. Cada uno de estos pasos compromete a la Iglesia entera y pone por obra las misteriosas solidaridades de la comunión de los santos.
La extremaunción, la confesión y la comunión como viático, constituyen los últimos sacramentos. Su importancia para la salvación eterna es sentida por todos, por ello la muerte súbita es temida por encima de todo. Desde que un enfermo se halla en peligro, se hace llamar al sacerdote: para evitar toda negligencia en este terreno, se prohíbe a los médicos visitar más de tres veces a un enfermo grave que no se ha confesado; esta obligación está formulada por los concilios provinciales, repetida por ordenanzas episcopales como la del cardenal de Noailles del 9 de marzo de 1707 y codificada en la declaración real del 8 de marzo de 1712. Las mismas razones suscitan protestas contra el absentismo del párroco: cuando se trata por ejemplo de un monje que reside habitualmente en su abadía.
Una solemnidad a menudo muy grande rodea la administración de los últimos sacramentos: el viático se lleva en procesión de la iglesia a la casa del enfermo. Éste formaba quizás parte de una cofradía de los agonizantes cuyo fin era ayudar a los cofrades en su lecho de muerte. Cuando uno de ellos se presentaba en los últimos momentos todos eran convocados en la iglesia a toque de campana mayor: recitaban ante el altar de Nuestra Señora de la Piedad las oraciones de los agonizantes, después, todos, con una vela encendida en la mano, acompañaban al clero hasta el domicilio del enfermo. El célebre Mateo Feydeau, párroco de Vitry, en la diócesis de Châlons, refiere que en su parroquia era común ver al sacerdote llevando el Santísimo Sacramento seguido de una multitud de cuatrocientas a quinientas personas.
Un ceremonial parecido acompaña al oficio de los funerales con una solemnidad variable, según la categoría del difunto, que iba de la simple misa rezada hasta las tres misas cantadas con vigilia. Pero en todos los ambientes, se desea una asistencia numerosa – salvo sin embargo para las exequias de un niño ya que éste, llegado en el estado angélico, no requiere la intercesión de los vivos. La asistencia aporta en efecto más que un consuelo mundano: el auxilio de sus oraciones; se desea por encima de todo la presencia de los pobres, imágenes de Jesucristo. Con frecuencia el entierro era seguido de un gran banquete ofrecido a los más desheredados de la parroquia.
Por su densidad espiritual y sus continuaciones simbólicas, un ceremonial semejante hace de la muerte más que una prueba individual: lleva consigo un valor educativo, entra en una pedagogía del alma. Por razón de sus fines edificantes, la muerte-espectáculo se integra en la pastoral. Una agonía, apunta Bremond, es entonces «como una lección de cosas, despliegue santo cuyos beneficios no se temía extender todo lo más posible». En esta sociedad tan profundamente influida por el teatro, la muerte se desarrolla como una pieza en varios actos, admirablemente montada: es a la vez un drama personal, un ejemplo y un tema literario con constantes pasajes entre la muerte real y la visión de la muerte ideal. Escrito u oral, el relato de la muerte se carga a menudo de intenciones polémicas o apologéticas: los jansenistas por ejemplo usarán profusamente de las crónicas mortuorias para exaltar a sus amigos o denigrar a sus adversarios. La aparición de la muerte-espectáculo es portadora de un espíritu nuevo: mientras que en la época del Renacimiento, se celebraba como un ejemplo la vida del desaparecido, en adelante y especialmente a finales del reinado de Luis XIII, es su muerte y más precisamente el relato de sus «últimos momentos» lo que adquiere valor de edificación.
En estas formas colectivas de la fe vivida, varios rasgos afirman el vigor de la renovación. La práctica religiosa se afianza con un rigor mayor, con una uniformidad creciente, con cierta juridicidad, con una voluntad de orden y de reglamentación: es el espíritu tridentino que se impone progresivamente en Francia gracias a las decisiones de las asambleas del clero, a la publicación de los estatutos sinodales, a la difusión de los libros de misa y sobre todo a la multiplicación de los rituales. Se pone el acento, tanto como en la voluntad educativa, en la belleza y en la grandeza litúrgicas, consideradas como los medios esenciales de penetrar el misterio cristiano: se percibe la influencia de la Reforma católica en su expresión mediterránea. Por todas partes por fin, especialmente en la vida sacramental, se manifiesta una voluntad de espiritualización creciente. Sacerdotes y laicos se esfuerzan por sobrepasar el rito en sus formas verbales o gestuales para penetrar su significado profundo: esta interiorización es obra de los teólogos y sobre todo de los espirituales de la Escuela francesa.