Edme Jolly, tercer Superior General de la C.M. y de las HH.C. (Parte octava)

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Author: Desconocido · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1898 · Source: Notices III.
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Capítulo VI: De su prudencia y de la ecuanimidad en su conducta.

Edme Jolly, C.M.

Edme Jolly, C.M.

La prudencia cristiana es la virtud de los buenos Superiores, como la humildad y la sumisión lo son de los súbditos excelentes. Los Superiores son los jefes de los cuerpos que conducen; el ojo de los jefes, es la prudencia que los ilumina. Esta virtud es tan necesaria a un Superior que nada en él puede compensarle de su ausencia, ni siquiera la posesión de todas las demás virtudes.

El Sr. Jolly sobresalía en esta virtud más que en todos las demás, de manera que es verdad decir que si igualaba a los más santos personajes  de nuestro tiempo en devoción, humildad, en caridad y en todas las otras virtudes cristianas, se superaba así mismo por la rara prudencia que ha mostrado, tanto en las menores ocasiones como en las mayores. Poseía un espíritu muy amplio, que le hacía capaz de juzgar con claridad de todas las cosas, ya espirituales ya temporales, en particular en materia de devoción, de piedad y de gracias, ordinarias y extraordinarias. Entraba en materia y no se dejaba engañar por las apariencias y lo exterior de la virtud, la hacía siempre consistir en el desprendimiento de los afectos humanos, en el apego inviolable a Dios y la abundancia de las buenas obras para su gloria.

Uno de nuestros sacerdotes, llevando las cosa demasiado lejos, debilitaba su cuerpo por las molestias que daba a su espíritu, para tenerle siempre unido a Dios. El Sr Jolly le allanó el camino y le hizo entrar por la vía de los Santos, de una manera sólida y muy prudente: «Ne informan con dolor, Señor, le dijo, que continuáis siendo incomodado, y que hay razón para creer que vuestro mal viene de la excesiva aplicación de espíritu, os ruego tan  encarecidamente como puedo que os contentéis con ofreceros por la mañana a Nuestro Señor y penséis en él suavemente, para prepararos a la oración. Después de la oración, entregaos, por favor, al estudio y a los otros empleos que tengáis, sin querer tener siempre vuestro espíritu atenazado en seguir en la presencia de Dios;  lo estaréis suficientemente  cuando hagáis lo que quiere de vos, después de haberle ofrecido todas vuestras acciones.

«En el cumplimiento de su santa voluntad está toda nuestra perfección, como sabéis; no quiere que por una aplicación de espíritu no necesaria, nos convirtamos en inútiles para servirle. Leemos de los apóstoles y de los hombres apostólicos, que se han dedicado a lo que Dios deseaba de ellos, es decir a desempeñar bien sus  empleos, buscando agradar a Dios, por el cumplimiento de su santísima voluntad; os suplico que hagáis lo mismo y no perjudiquéis la salud que os es tan necesaria para el servicio de Nuestro Señor».

Otro le decía la repugnancia que sentía en hacer la comunicación a su Superior, le animó y quitó prudentemente todas las dificultades de esta manera: «No sé si, después de este cambio, quedaréis más contento y si será un buen medio para vuestro provecho espiritual. Es dios quien nos da los Superiores; y así, lo que viene de su parte, mientras no nos aconsejen nada malo, es seguramente para nosotros; y, al contrario, hay motivos para temer, cuando se ha elegido a su director, que no diga siempre lo que es mejor para nosotros. Vos sabéis de sobra lo que tenéis que hacer, para practicar la virtud en vuestro caso. Existen a veces algunas dificultades que se encuentran, en las que no nos conviene  que decidamos por nosotros mismos lo que debemos hacer. En esos casos no hay nada más seguro que recurrir al Superior, en quien la gracia de Dios suple la falta de experiencia que pueda no tener. Habéis oído decir lo que se cuenta de san Francisco, que reconocía como una singular gracia de Dios estar dispuesto a obedecer con tanta facilidad a un novicio como a un Guardían de mucha sabiduría y experiencia. Pues bien, este santo era muy hábil en el camino de la perfección, y así a eso me atengo, y si estuviera en vuestro lugar, trataría de superar la pequeña dificultad que tenéis, y me comunicaría con mi Superior, así de sencillo, esperando que Dios bendijera mi obediencia. Es el camino ordinario. No obstante, como no hay regla tan general que no tenga su excepción, si lo encontrarais tan difícil, que no creyeseis poder sacar provecho de esta conducta, decídmelo, y yo estaré siempre dispuesto a aliviaros  en lo que pueda.

«En cuanto a lo que me  preguntáis de qué medio os serviréis para sacar tanto provecho de la conducta de vuestro superior como de la de otro, no conozco otro medio que os comportéis con él  con toda sencillez, que veáis a Nuestro Señor en si persona y que recibáis de buena gana sus consejos, poniéndolos luego en práctica con humildad. No dudo en absoluto que haciéndolo nos os aproveche para la perfección a la que Dios quiere llevaros».

Una Hija de la Caridad que pedía permiso de dirigirse como confesos extraordinario a un sacerdote  que ella le nombró, recibió esta sabia respuesta: «Me cuesta trabajo responderos sobre la petición que me hacéis de confesaros con el Sr. N. una sola vez. Hay ciertas ocasiones en las que se da fácilmente este permiso, y es cuando no se tiene confianza en los confesores ordinarios; se confiesa uno entonces para acusarse de sus pecados y recibir su absolución. Pero cuando se va a pedir algún consejo para su conducta, incluso interior, no es necesario que sea en confesión; y para decir verdad, lo que nos falta para llegar a la perfección cristiana, no son tanto los consejos e instrucciones como una verdadera voluntad de mortificar bien nuestras pasiones, nuestro juicio y nuestra voluntad; y las personas que han adquirido a sus expensas una verdadera humildad y una verdadera mortificación, como las hay entre vosotras, son muy idóneas para enseñar estas virtudes. Sin embargo, si después de lo que os acabo de decir deseáis un confesor particular, decídmelo». Otra se quejaba a él porque en el curso de los viajes que hacía en las visitas de las casas de su Compañía, no podía oír todos los días la santa misa. Le quitó el escrúpulo de una manera igualmente prudente y fácil: «Cuando no se puede, hermana mía, oír la misa realmente, se la puede oír en espíritu; lo mismo que se comulga espiritualmente cuando no se puede comulgar realmente. Se va en espíritu a los santos altares donde se dice la misa, y se hace interiormente lo que se haría si se estuviera delante de estos altares».

A una tercera, que pedía permiso para hacer grandes penitencias, la consuela y la instruye así: «En cuanto a las grandes penitencias corporales que deseáis hacer, no creo que sea ahora el tiempo; hemos de esperar a que vuestra salud se robustezca. Observad bien vuestras Reglas; continuad soportando a vuestras hermanas que están con vos; esforzaos en renunciar  a vuestras inclinaciones naturales: no tengáis trato con los externos más que en la necesidad del servicio de los pobres, y sobre todo, y sobre todo no permitáis que se gasten ninguna familiaridad con vos; pero manteneos encerrada para vuestros ejercicios, cuando hayáis satisfecho el servicio de los pobres enfermos. Este retiro y este alejamiento son una mortificación que no interesa a la salud  y os será más útil que llevar el cinturón». Se ve por estas cartas y por infinidad de otras que ha escrito sobre materias de espiritualidad que tenía un gran conocimiento de todo lo que pertenece a la vida espiritual e interior, que no se dejaba engañar en estas ocasiones y que nunca se apartaba de los fundamentos de la virtud.

Gestionaba lo temporal con tal destreza como si no hubiera hecho otra cosa.  Desde el primer viaje que hizo a Roma, se vio que era buen ecónomo, hombre de buen orden y atento en el mantenimiento de una importante familia. Desde que ha sido Superior general y ha fijado su residencia ordinaria en la casa de San Lázaro, se ha comportado con tanta sabiduría en este particular que, sin recortar nada de lo necesario para el vivir y la ropa de las personas de la Compañía, sin disminuir los gastos ordinarios para los retiros y otras funciones, y sin pedir prestado, ha pagado fuertes deudas y reembolsado grandes sumas a algunas de nuestras casas. Además, ha mandado hacer por más trescientas mil libras construcciones necesarias, ha adquirido algunas rentas y liquidado otros derechos muy importantes  para esta casa, sin hacer a pesar de todo nada indigno de un alma grande, y de un corazón generoso. Pero Dios, el dueño de toda la tierra, que dirige los corazones de los hombres a su gusto, y que enriquece y empobrece como le place a sus criaturas, ha bendecido la dirección y la economía de este sabio Superior, él ha hecho que personas caritativas y poderosas arrimaran el hombro en nuestras necesidades más urgentes; le han ayudado a cobrar legados considerables, de los que no esperaba ya nada.

Su Majestad, a quien no había importunado nunca, se ha adelantado a sus necesidades y ha tenido la bondad de liberarle de la mayor parte de esa tasa molesta de amortización que ha arruinado a tantas pobres comunidades. Por último, como estaba atento a todo, y no hacía gastos a lo loco y había puesto su confianza en Dios, su esperanza no se vio confundida. Ha vivido con los suyos honradamente y ha muerto dejándoles una habitación cómoda y lo necesario para mantenerse.

Su prudencia ha brillado en los asuntos públicos. Nunca se le ha visto tomar partido en las intrigas del Estado que dividen los sentimientos  de casi todos los hombres. Nunca ha dicho nada ni en contra del Papa, ni contra el Rey; y cierta persona de condición obligándole un día a expresarse sobre el particular un poco abiertamente, él respondió: «No presto atención a todas esas desavenencias, que son nuestros pecados; porque nosotros tenemos un santo Papa y un Rey lleno de religión.

Se sabe que en la permanencia  que el difunto Mons. cardenal Ranuzzi ha hecho los años pasados en la casa de San Lázaro, nuestro sabio Superior de condujo de tal forma que el Santo Padre y Su Majestad cristianísima han tenido ocasión de quedar satisfechos de su conducta. Se vio obligado a tomar partido inmediatamente, ya que este buen señor habiéndole hecho llamar a la huerta, le declaró de repente la resolución que había tomado de quedarse algún tiempo en San Lázaro, hasta que sus asuntos estuviesen en mejor estado. El Sr. Jolly puso en primer lugar sus excusas ordinarias, pero el cardenal una vez tomado su partido, él tomó el suyo. Consintió, a condición de que Su Majestad lo aprobara; pues se obtuvo en poco tiempo el consentimiento del rey, teniendo éste plena confianza  en la prudencia y la fidelidad del Sr. Jolly.

Ha adquirido una alta reputación de prudencia en las arengas que se ha visto obligado a hacer a los reyes, a los príncipes, a NN. Srs. los Obispos y demás personas de condición. Las primeras veces que intentó los cambios  de los superiores de nuestras casas de fundaciones reales, él dijo al rey: «Sire, forma parte del bien de vuestro reino cambiar de vez en cuando a los intendentes y gobernadores de las provincias; hemos pensado cambiar al Sr. N., de tal casa, si Vuestra Majestad tiene la bondad de aceptarlo, como se lo suplico muy humildemente». Escuchaba luego las réplicas de Su Majestad, y con ello quedaba satisfecho modestamente. Lograba así, de ordinario, alcanzar lo que tenía en vista.

Mons. cardenal de Retz ha asegurado muchas veces que en Roma se tenía una estima especial del Sr. Jolly, por su prudencia y su inteligencia en los asuntos eclesiásticos sobre los que daba su parecer en pocas palabras, sn tener en cuenta ningún interés más que el de la justicia y de la equidad.

Asistiendo a la Sra. duquesa de Aiguillon a la muerte, la exhortó con  palabras tan devotas y tan eficaces, aunque breves, que ella dio muestras de estar sensiblemente impresionada; y se unió de tal manera a la voluntad de Dios con sus consejos, que no se oyó salir la menor queja de su boca, aunque su enfermedad fuera muy dolorosa y muy infecta. Y aquí dijo el Sr. Jolly: «Así se acaban las grandezas del mundo». –Su prudencia se ha visto en los sabios consejos que ha dado a la difunta Sra. de Miramion, tanto por su conducta particular  como por la de su comunidad naciente.

En la asamblea de las Damas de la Caridad, conseguía maravillosamente que hicieran todo el bien que podían. Las dejaba de ordinario opinar a unas tras otras y, cuando todas habían expresado sus sentimientos, concluía por lo común aceptando el sentir más común. Decía entonces: «Nos quedaremos con esto, Señoras, si así les place, o, si ustedes lo prefieren, propondremos en la próxima asamblea  los mismos asuntos». Pero, por lo común,  concluían inánimemente ateniéndose unánimemente a sus consejos, a pesar de las dificultades que se veían algunas veces.

No era inoportuno a las personas de calidad con sus visitas ni a las otras. No las hacía a no ser que el buen tono o el deber de su cargo le obligaran; no faltaba sin embargo a ninguna de las que los grandes quieren que se les rinda.

Visitaba a todos NN. Srs. Obispos  en las diócesis donde estábamos establecidos, una vez que se enteraba de su llegada a París, y visitaba también a sus próximos parientes en las ocasiones que se presentaban de tiempo en tiempo. No se olvidaba de escribirles para felicitarlos por sus buenos éxitos, y consolarlos en las desventuras que habían tenido.

A Mons. el mariscal  duque de Noailles, que había tomado algunas ciudades en la guerra, le escribió para significarle su gozo y el cuidado que tenía de dar gracias a Dios por ello. Escribió al mismo tiempo a la Sra. duquesa, su madre, y a Mons, de París, su hermano, quien era a la sazón obispo de Châlons para tomar parte en la felicidad que sentían. Este ejemplo ocupará aquí el lugar de una infinidad de otros que se podrían contar.

Esperaba a veces las audiencias de las personas de condición  en las antecámaras sin hablar, sin mostrar ninguna impaciencia, ocultándose, por decirlo así, hasta que le rogaran pasar, o vinieran a buscarle; y, cuando le decían que era algo fastidioso, respondía con un proverbio italiano. Chi vuole, vada; e chi non vuole, manda.

En las conversaciones de los seglares de toda condición, hacía uso de lo que ellos decían de más oportuno, para elevarlos  suavemente a Dios. Por ejemplo, si le hablaban de la guerra, después de escuchar pacientemente lo que le decían, él les respondía: «Esta plaga es grande y son nuestros pecados los que nos la atraen». Si era cuestión de propuestas de paz: «Es Dios decía él, quien nos la puede dar y de quien se ha de esperar». Viendo bellos cuadros y ricos muebles «Eso es hermoso, decía, sería  bueno si no hubiera que morir; pero esto pasa, praeterit gigura huius mundi».   «En los bonitos jardines, las praderas y los campos, admiraba a Dios que se divierte en sus obras, ludens un orbe terrarum. En los grandes accidentes y en las revoluciones considerables, recurría a la profundidad de los juicios de Dios: Justus es, Domine, et rectum judicium tuum.

Sus cartas les han parecido a las personas de la compañía y a las del exterior, obras maestras de prudencia. Discernía y apuntaba todas las circunstancias, hasta en los asuntos más embarullados y, de ordinario, no quedaba nada por decir ni que replicar, después que había respondido sobre un asunto. Se puede decir que sus cartas eran, cada una en su género, un modelo muy perfecto.

La prudencia de los superiores debe de sacar principalmente en la elección que hacen de las personas para los empleos y para los oficio de la comunidad. El Sr. Jolly tenía frecuentes conversaciones con los prefectos de los estudios para reconocer  el talento de los jóvenes. Asistía con mucho gusto a sus tesis públicas a fin de escucharles, y los juzgaba tan acertadamente que los regentes y el prefecto de los estudios, que los habían conducido en las prácticas durante uno o dos años, no hubieran podido formarse una idea más justa.

En cuanto a la elección de los superiores, tenía por norma no tomar  a los que hubieran demostrado inclinación, y cuya vida no hubiera sido ejemplar en los diversos estados por los que habían pasado; si habían faltado a la regularidad, tardaba largo tiempo antes de elegirlos. Cuando creía que un súbdito era idóneo para dirigir una casa, se lo proponía a sus asistentes, oía sus consejos y de ordinario se ponía de acuerdo con ellos. Después de muchas oraciones, tomaba por fin su partido, y Dios bendecía por lo general una decisión tan prudente.

Al final su prudencia ya resultado maravillosa en los cuidados que tenía en apaciguar y suavizar a las personas de calidad que [480] creían  haber recibido algún disgusto de los súbditos de la Compañía; los contentaba sin por ello prometer o conceder nada contra su deber.

Un gran prelado se había irritado contra el superior de un de nuestros seminarios, que había recurrido por el bien del seminario que dirigía, contra una de su sentencias. El Sr. Jolly debió intervenir con su humildad y su prudencia ordinarias. Hizo que algunos obispos a quienes tenía en consideración hablaran a este gran prelado;  luego, creyéndole un poco convencido, se fue en persona a pedirle perdón. Y, como una persona le preguntaba si cargaba así con la iniquidad de otro, respondió: «Es prudencia; se ha obrado bien al hacerlo así. Yo habría podido enviarle a nuestro cohermano, pero no sé cómo hubiera sido recibido. Y como la humildad  es el medio de vivir en paz con todo el mundo, una vez que se humilla y se reconocen sus faltas, estos señores  no saben ya qué decir ni qué hacer, y se apaciguan con todo facilidad». Este mismo señor pidiéndole en particular a uno de nuestros sacerdotes  para dirigir una parroquia importante que tenemos en su diócesis, nunca quiso comprometerse a ello absolutamente. «Nosotros haremos. Monseñor, le dijo, todo lo que podamos para contentar a Vuestra Ilustrísima. Pero prometédmelo, dijo este prelado. Espero. Monseñor, que Vuestra Ilustrísima quedará satisfecha de nosotros. –Pero por qué no prometérmelo. Él no respondió más que con profundas reverencias y esperó un tiempo más favorable para hacer este cambio.

Como la prudencia es la regla de toda buena dirección, es también la fuente de la ecuanimidad, ya que las gentes virtuosas habiendo tomado todas las medidas que la prudencia cristiana les puede ofrecer para vencer en  sus empresas, se quedan contentos y resignados; pase lo que pase, no pierden nunca la paz y la tranquilidad de su espíritu. Esta ha sido también una de las grandes cualidades del Sr, Jolly. Ha sido siempre el mismo, en el seminario, en los estudios, simple misionero, visitador, superior general; siempre se le ha visto igual, siempre pacífico.

No es sorprendente que un hombre tan prudente y tan sabio como lo era el Sr. Jolly fuera en efecto siempre el mismo. Tenía una larga experiencia de los acontecimientos a los que  está sujeta nuestra vida de aquí abajo. Por principio de fe, era indiferente para todo y tenía una fidelidad inviolable a conformarse  en todas las cosas con el beneplácito de Dios; pues bueno, lo mismo que la hiedra, tan débil como es, se hace firme enrollándose a un árbol fuerte, así la criatura que se acomoda a las voluntades de Dios participa, a su modo, en su inmutabilidad: «Qui adhaeret immobili non movetur. «Nosotros no estamos, decía, en las manos de Dios más que como instrumentos en las del alfarero; debemos dejarnos llevar, como a él le plazca. Que nos ponga arriba, que nos ponga abajo, que nos emplee, que nos deje ahí, todo eso nos debe dar igual. Es Dios quien conduce y hace llegar las cosas a buen fin; Lo ve todo, lo puede todo. Nos desea el bien, no nos ocurrirán más males que los que é quiera permitir. Es él quien gobierna la Compañía; nosotros debemos adorar su dirección y poner toda nuestra felicidad en hacer sus voluntades».

Las persecuciones, las calumnias, las pérdidas de bienes, los procesos, las deserciones, los escándalos y todos los demás accidentes molestos que han sucedido a la Compañía, no le han hecho cambiar de rostro y no han podido alterar la paz de su corazón. Decía ordinariamente en esas ocasiones: «Aquí se está bien, aquello está bien así; es preciso besar la mano de Dios cuando nos castiga». Nunca se ha podido conocer, por su rostro, el estado de los asuntos de la Compañía, porque, como los accidentes desagradables no la abatían, los buenos éxitos no le henchían el corazón y no dejaban nunca en su exterior ninguna huella de alegría humana y de disipación; gozaba siempre ce una gravedad amable y modesta.   Los accidentes, incluso los más inesperados, no eran capaces de cambiar la piedad de su corazón. Él abrió un día, en pleno consejo con sus asistentes, un carta por la cual se enteró de la deserción de un obrero muy útil; levantó un momento los ojos al cielo, adoró a la Providencia, y continuó tratando los asuntos, como si no se hubiera enterado de nada sorprendente. –Por imprudencia, un joven seminarista se dejó caer una chispa en un lugar de la casa donde estaban las velas y otras materias muy combustibles; el fuego tomó cuerpo, hacia las seis de la tarde, con tanta vehemencia que había gran peligro de que llegara al granero y se incendiara toda la casa. El Sr. Jolly llegó, no llevando más que un abrigo largo sobre la camiseta, se presentó con semejante tranquilidad y presencia de espíritu, que apenas se percibía que estuviera allí, aunque diera todas las órdenes necesarias para apagar el fuego y poner la casa fuera de peligro.

La ecuanimidad y la constancia de los más grandes hombres han podido sostener algunos accidentes, pero muchos han sido débiles en la muerte. Han gemido, han palidecido ante la separación de su alma del cuerpo. Muchos grandes santos han temblado como los demás; la gracia y la naturaleza concurrían en acrecentar su espanto. Pero, en cuanto a nuestro muy honorable Padre, ha recibido a la muerte con una tranquilidad parecida a aquélla con la que recibía las buenas y las malas noticias durante su vida. A fuerza de meditar estos fines últimos, se los había hecho tan familiares, que esperando a cada hora el momento de su liberación, escuchó fríamente el anuncio de una muerte próxima que le trajeron, y aceptó la ejecución de la orden con una perfecta sumisión. Recibió de buena gana los últimos sacramentos y se murió, como Moisés,  jubente Domino,  «por orden de Dios»; y como él había vivido siempre en una gran dependencia de la voluntad del Señor, se vio presto a responderle cuando le llamó: Vocabis me et ego respondebo tibi.  Dichosos aquellos a quienes la muerte y la vida les resultan indiferentes y que están siempre preparados a cambiar la una por la otra, cuando tal es el beneplácito de Dios. Esta igualdad es el carácter más seguro de una virtud bien experimentada y, por lo común,  una de las grandes recompensas de los siervos de Dios en esta vida.

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