Capítulo II:
Gran caridad para con el prójimo tanto con los de dentro como con los de fuera de la compañía.
Nosotros hemos recibido este mandamiento de Dios que » quien ama a Dios debe también amar a su hermano»; y el Espíritu Santo nos asegura por la boca del bien amado discípulo san Juan que «el que no ama a su hermano, que es una imagen de Dios que entra por los sentidos, no puede amar a Dios a quien no ve». Es lo que el difunto Sr. Jolly ha inculcado en las conferencias que dio sobre este tema grande e importante de la caridad del prójimo. La perfección de la ley es la caridad: «Estamos dedicados, decía, a esta virtud; debemos acomodarnos a nuestro deber. Esta virtud es todo nuestro bien y nuestro tesoro, es un bien que nadie nos puede quitar». Se ha enriquecido sin duda él mismo con esta clase de riquezas, ya que toda su vida se ha repartido entre los ejercicios del amor de Dios y los de la gran caridad que tenía para con su prójimo. Le veía no como hombre, sino como Dios; no según los sentimientos de la naturaleza. Sino según la luz de la fe. Tenía como primer principio esta gran máxima de san Agustín y de los demás maestros de la vida espiritual que Dios nos ha dicho sin cesar en el fondo de corazón y en la sagrada Escritura:
«Dad a éstos aquello que a mí me debéis; os tendré en cuenta el menor servicio que hayáis prestado al menor de mis hermanos, como si yo lo hubiera recibido de vosotros en mi propia persona».
Con este modo de reconocer los beneficios recibidos y de obligar a Nuestro Señor Jesucristo como nuestro caritativo Padre se ocupó de todas las necesidades de sus hijos y difundió su caridad hasta con los extranjeros. Es esta una excelente práctica que se había prescrito en este asunto: «Yo debo, decía él, buscar a Dios únicamente en todas las cosas, no temer el desprecio ni afligirme por él; alegrarme mucho por el bien del prójimo; y como no puedo hacer nada, necesito tomar parte en bien que hacen los demás, pedir de continuo por ellos, tenerles un afecto tierno, afligirme de sus indisposiciones y asistirlos en todo lo que me sea posible». Podía decir muy bien con el santo Apóstol hablando a los fieles: «¿Quién está enfermo y yo no lo esté con él? ¿Quién sufre menoscabo en la virtud y en los dones de Dios y yo no sufra un tormento insoportable? Me alegro por vuestra abundancia, me afligen vuestras pérdidas, me sois tan queridos como mis propias entrañas, y quien a vosotros toca a mí me hiere en la parte que me es más sensible».
No quería que nos dolieran prendas en cuanto a los alivios necesarios o incluso por los pequeños consuelos de los enfermos. Un día uno de los enfermeros le hablaba de un joven seminarista que tenía una gran debilidad de estómago y le decía que había un remedio muy bueno para ese mal, pero que era muy costoso; el Sr. Jolly le detuvo con una especie de indignación, le decía: «En qué está pensando usted, hermano mío, si no hay suficiente dinero en la casa, venderemos los cálices; pero haced lo que hay que hacer y no reparéis en lo que cuestan las medicinas». Envió a algunos a tomar los aires en el campo y a otros a las aguas de Forges y de Bourbon, con mucha solicitud. Y si se mostró un tanto remiso en conceder algún alivio extraordinario fue seguramente por temor de dañar a la Compañía y no por ningún sentimiento de dureza o de indiferencia por las personas a las que profesaba gran afecto; pero temía que se convirtieran en sensuales, y que el demasiado cuidado del cuerpo debilitara en nosotros el fervor del espíritu y nos llevara a descuidar nuestra perfección y la salud de nuestras almas.
Como no tenía estos miramientos en los cuidados que se tomó por la santificación de sus queridos hijos, por eso su caridad no ha tenido límites en este aspecto. La palabra y el ejemplo son los dos grandes instrumentos de la salvación del prójimo. Nuestro muy honorable Padre no hablaba mucho, pero lo poco que decía era sólido, sentencioso, lleno de piedad y muy apropiado al momento, al lugar y a las personas, así como todos pudieron advertir en sus conferencias y en las cartas que se recibían de él. En cuanto al ejemplo, era el fuerte inexpugnable en el que se refugió siempre el Sr. Jolly. La piedad más escrupulosa de los seminaristas, la curiosidad más atenta de los estudiantes, ni siquiera la más exacta crítica de las personas más adelantadas en edad, podían encontrar en él con que colorear uno de estos defectos que hacen perder algo de estima debida a los grandes siervos de Dios. No estaba siquiera sujeto a esos pequeños defectos exteriores que no afectan al fondo de la santidad. Se verá, en otro lugar, que era el modelo de una perfecta exactitud y de una entera puntualidad, no haciendo nada exteriormente que pudiera desedificar a nadie. No es fácil decir qué útiles al prójimo han sido estas palabras: algunos de sus hijos declaran que las cartas que ha tenido la caridad de escribirles les han traído la curación del cuerpo y del alma, librándolos a veces de la tristeza que los abatía, o haciendo pasar a las tentaciones que los agobiaban; otros le contaban que se hallaban confusos por la caridad y la paciencia con las que los trató, a pesar de sus defectos y el escaso cuidado que habían tenido en corregirse. Todos confiesan que cualquier mal que se pudiera recibir de su mano paternal servía para cerrar la llaga y curaba la herida con una de sus cartas, o con una entrevista. Tenía buena opinión del mérito de sus hijos, y los honraba a todos, no hablaba más de ninguno, y cuando se veía obligado a hacerlo era, como él decía, con la precaución de los cirujanos que cortan carnes muertas y las separan de los músculos y de los tendones. Les perdonaba las faltas que habían confesado, como nosotros deseamos que Dios nos las perdone, es decir que las apartaba de su pensamiento, para nunca más recordarlas. Abría el corazón de sus hijos pidiéndoles sus oraciones y su parecer con interés, y recibía los consejos que le daban con bondad y testimonio de un cordial agradecimiento: soportaba pacientemente la falta de respeto y las faltas de consideración que podían cometer respecto de él, o si las reprendía a veces, era con dulzura. Tenía siempre el oído atento para oír a cualquiera que quisiera abrirle su corazón afligido al suyo para recibir algún alivio, y nunca se quejaba porque le importunaran.
Habiéndole escrito una persona con un estilo injurioso y despectivo, él le contestó con dulzura y caridad, y se cuidó de quitarle las dudas y de curarle sus falsos juicios, dando testimonio a la verdad y no diciendo nada que fuese capaz de amargar a este espíritu mal dispuesto. Esto es lo que escribía: «Os quejáis de nuevo, Señor, porque no he querido consentir en vuestra petición de venir a París; es verdad, pero no que yo lo haya hecho por ninguna aversión que sienta por vos, sino porque no es conveniente, por las razones que he alegado. Nada os ha faltado mientras habéis estado en ese lugar y no se dejará que os falte nada todo el tiempo que Dios os conserve la vida, que deseamos sea muy larga». –Otro habiendo entregado o mandado entregar al Admonitor del Superior general un pliego de quejas, el Admonitor no encontrándolas razonables, las refutó todas una tras otra, lo que ofendió mucho al que las había formulado; y entonces, tomándolas con el Admonitor , escribió enseguida al Superior general para justificarse. El bueno del Sr. Jolly, quien no tenía motivos para estar muy contento por estos comportamientos, le respondió sin embargo con tanta caridad y desinterés como si no hubiera tenido nada que ver en el asunto: «He leído, Señor, le dijo, las cartas que me habéis dirigido y, para decirle la verdad, no he encontrado nada ofensivo ni que pueda enturbiar la caridad que hay entre vos y el Sr. Admonitor. Os expresa sus sentimientos sobre vuestra Memoria con respeto, y esto sólo entre vos y él. Si, en las reflexiones que ha hecho sobre esta Memoria, veis que no diga la verdad, podéis quejaros de él; pero, si os dice la verdad, me parece que no debéis ver mal que os desengañe de vuestra persuasión no verdadera, por temor a que carguéis a vuestra conciencia profiriendo cosas contrarias a la reputación de vuestro prójimo, sin tener toda la seguridad de que son verdaderas; pues, en verdad, habéis dicho las cosas contenidas en dicha Memoria a varias personas; estamos seguros de ello». Hay poca gente que no hubieran mortificado en semejante ocasión a un hombre sin fundamento y temerario como aquél; pero la gran caridad de nuestro Padre le llevó a tratar con suavidad a una persona que se había ganado una buena reprimenda.
Estos dos ejemplos serán suficientes para dar una justa idea de sus caritativas respuestas en otras ocasiones semejantes; él trataba entonces al prójimo con benignidad. Decía que la cordialidad, el afecto y la ayuda son los medios de vivir en unión y en caridad, y que dan esta gran ventaja, de la que gozan los verdaderos cristianos, la de hacer que entre diversas personas no haya más que un corazón una sola alma; eso, decía, que se perdonaban de buena gana los pequeños disgustos que recibían unos de otros, y que se compadecieran las debilidades del prójimo.
Era muy clarividente, y las miserias corporales y espirituales de sus hijos no se le escapaban apenas. Tan pronto como las veía, hacía que se remediasen. Aconsejaba el retiro a los jóvenes en quienes advertía disposición; y alejaba a los que mostraban algún apego a los lugares y a los empleos; separaba a las personas demasiado unidas para hacerlas libres y más capaces del servicio de Nuestro Señor. Humillaba a las personas altaneras que parecían demasiado apegadas a sus sentimientos; entusiasmaba muy agradablemente a las que sabía que eran pusilánimes; y, formándose él mismo en los instintos de la caridad, bien en alabanzas, bien en reprimendas con alguno de sus hijos de sus defectos, por diferentes que fuesen los tratamientos que les daba, tenía para con todos un solo amor: Diversis diversa exhibens , diligebat universos.
Tenía el mismo cuidado de las enfermedades del cuerpo; si veía a alguno que llevaba la ropa rota, o que no fuera bastante caliente, o lo suficiente limpia, avisaba a los oficiales para remediarlo. Envió, en 1689, a un sacerdote de la Compañía para aliviar a varios alemanes prisioneros de guerra, a Châlons-sur-Narne, que se morían casi todos de una enfermedad purpurosa muy maligna y que se dominaba fácilmente, Se preocupó de que se preparara un medicamento contra la peste y se lo envió al superior de esta casa, ordenándole que lo tomaran, no solamente a este sacerdote que estaba expuesto siempre, sino también a todas las personas de la familia, por temor a que por la conversación familiar con este querido cohermano se convirtieran en víctimas de algún vapor maligno.
Las personas tentadas contra su vocación u otras cosas, le han proporcionado muchas ocasiones de ejercer esta tierna caridad y compasión que le hacía sentir sus males y ponerles los remedios más propios y más eficaces. Les escribía de su propia mano de ordinario, y esas cartas eran siempre más tiernas y más paternales que todas las demás. Se han recogido varias de esta clase pero sería demasiado prolijo referirlas aquí. Veamos un fragmento tan sólo que podrá ser suficiente para hacernos entrever las ternuras de su corazón paternal para con sus queridos hijos cuando eran tentados: Vuestra carta del 24 de este mes me ha afligido (escribe a un sacerdote a quien había entristecido un superior), viendo que os han dado motivos para quejaros, y que cuando habéis dicho que recurriríais a nos, se os ha respondido que yo ya no estaba en condiciones de hacer nada. Siempre lo he estado poco; pero, gracias a Dios, no estoy aún tan caduco que no tenga fuerza, ya que me aguantan en el lugar en que estoy, para hacer justicia a aquellos de nuestra Congregación a quienes les han hecho daño. Si el Sr. N. os ha dicho que erais inútil en nuestra Congregación, ha hablado mal; os miramos como quien presta servicio, con vuestros buenos ejemplos y vuestra fidelidad en hacer cuanto os piden. No debéis pensar de toda la Congregación por el procedimiento de un particular. Espero que recibáis, de parte del señor N…, toda la satisfacción que podéis recibir. Además, si necesitáis algo si habéis sido tratado como debéis serlo, informadme y yo proveeré. Sois demasiado formal para, después de permanecer tantos años en nuestra Congregación y haberos ofrecido a Dios para servirle toda vuestra vida, arrepentiros de ello y quedaros en camino en lugar de terminar vuestra carrera: Nuestro Señor no prometiendo la recompensa a los que le sirven, sino a condición de que perseveren en su servicio hasta el fin, es lo que espero de vos, y soy, etc.».
Todas las demás cartas a las personas tentadas están llenas de amor y compasión; han suavizado casi siempre la amargura de los afligidos corazones y repuestos en el buen camino a los que se habían desviado un poco.
Siendo la Caridad una virtud universal, como hablan algunos santos Padres, no podía ajustarse a los límites de la familia. El buen corazón del Sr. Jolly se había dilatado tanto, por el ejercicio de esta virtud, que él no reconocía extraños; los miserables estaban en su casa como pertenecientes a la casa por la comunidad de la fe, domestici fidei, como lo expresa el Apóstol, y tenía para todos una gran compasión.
Por encima de todo tenía un gran celo por la salvación de las almas; y oraba sin cesar por esta intención. Recomendaba en casi todas las repeticiones de oración el fruto de las misiones y la conservación y multiplicación de los obreros evangélicos: Rogate Dominum messis, ut mitat operarios in messem suam. » Roguemos, decía, mientras trabajan nuestros cohermanos». «Desearía de todo corazón poder ir como vos, Señor, dijo a uno de sus sacerdotes, a dar el catecismo a los niños por la gloria de Nuestro Señor». Escribía a un hermano en Argel: «Lo que puedo deciros, al concluir esta carta, es que si tuviera suficientes fuerzas y valor, me tendría por muy feliz en poder participar en vuestras santas obras. Mi caducidad y mi debilidad al excluirme de esta gracia, tendré cuidado, en recompensa, de ofreceros a Dios en el santo sacrificio del altar, y tendré como gran gracia que me ofrezcáis también de vez en cuando a Nuestro Señor».
Ha llevado esta caridad con el prójimo hasta los actos heroicos. Azotaba la peste la ciudad de Roma, en 1656, se preparó para socorrer a los apestados, y se dispuso entes a la muerte. De ello escribía en estos términos, el 26 de junio a nuestro muy honorable padre el Sr, Vicente: «El mal contagioso con el que ha querido Dios comenzar a afligir a esta ciudad ha hecho suspender, por algún tiempo, todo comercio y las asambleas. Estas órdenes y varias más que se dan cada día, podrán con la ayuda de Dios detener el curso del mal. El Papa ha mandado hacer con esta intención oraciones; nosotros hemos creído oportuno asociarnos, en particular, a ejemplo de lo que vos mandasteis hacer en tiempos pasados, en San Lázaro, diciendo una misa, y haciendo una comunión y un ayuno, cada día. Su Santidad ha mandado preguntar a las casas religiosas la asistencia que cada una podría dar, en la administración de los sacramentos y en el servicio de los enfermos, en caso de que aumente el mal; y esperamos recibir las mismas órdenes. Digo que esperamos porque, por la misericordia de Dios, no sé de nadie por aquí que no desee sacrificar su vida en una acción de tan grande caridad, y ya me lo han pedido con insistencia. Me voy a ver cómo les va a las casas religiosas bien regladas en esta ocasión, y luego pediremos a Nuestro Señor la gracia de darnos a conocer lo que debemos hacer y que nos dé la fuerza de hacerlo bien. Si es la voluntad de la divina Providencia disponer de mí, después de daros las más humildes e indecibles acciones de gracias que os debo, Señor y muy honorable Padre, por el exceso de bondad y de caridad que me habéis demostrado, por lo que siento mucha confusión, habiéndome mostrado siempre muy indigno del honor de una benevolencia tal, no me preocupo en recomendaros mi pobre alma, ya que estoy seguro de vuestra caridad paternal; pero os suplico que mandéis hacer lo antes posible después de mi muerte el viaje que, con vuestro consentimiento, Señor, prometí a Nuestra Señora de Liesse, por el buen éxito del asunto de nuestros votos; siendo mi idea entonces que, si la obediencia me retenía aquí y yo pudiera cumplir dicho voto, os suplicaría que mandarais hacer esta santa peregrinación por algún otro». La enfermedad iba a más cada día. Treinta y cuatro médicos desaparecieron; las personas mejor atendidas fueron a las que atacó el mal con mayor malignidad. Faltando los socorros, la Congregación llamada de la Salud estuvo a punto de mandar hacer un mandamiento por parte del Papa a los religiosos que se expusieran; pero algunos prelados sugirieron que un medio más dulce para convencerlos, tales como prometer el magisteriado a los que hicieran el servicio quince días seguidos; prometer obispados a los que sirvieran a los enfermos durante dos meses, y restituir a las órdenes religiosas los pequeños conventos de Italia, que el difunto Papa les había quitado. «Si somos llamados, añade el Sr. Jolly, daremos, Dios mediante, lo que según nuestro pequeño número se nos pida; y estoy bien seguro de que, por la misericordia de Dios, todos los de la casa están muy lejos de desear otra recompensa que Dios: hacer otra cosa, sobre todo en parecidas ocasiones, es una gran ceguera».
Todas estas santas disposiciones no fueron inútiles, aunque la cosa se quedara en simples proyectos; Dios oyó la buena voluntad del Sr. Jolly y permitió que fuera atacado del mal pocos días después. Se curó, por la misericordia de Dios, que vigilaba por las necesidades de nuestra Congregación y quería conservárnosle más tiempo. El carbón pestilencial, que apareció en primer lugar muy ardiente y muy inflamado, se apagó en pocos días y se purgó con un cauterio, que el enfermo tenía desde entonces. Pero le quedó de esta enfermedad un flujo continuo sobre las piernas, que le ha sido un gran ejercicio de paciencia hasta su muerte.
No es la única vez que el Sr. Jolly ha socorrido, por sí o por los suyos, a las personas atacadas por enfermedades contagiosas. Quinientos soldados holandeses habían caído presos de las tropas francesas, doscientos cincuenta fueron llevados a Étampes, y casi inmediatamente atacados de enfermedad pestilente. El Sr. Jolly enterado, habló con la Sra. Miramion, y reunida una pequeña suma de 20 escudos, envió a un sacerdote y a un hermano de su Congregación, in nomine Domini, para socorrer a aquellos pobres extranjeros. Pero, oh Providencia de mi Dios, exclama el sacerdote que tuvo la suerte de ser elegido para esta buena obra, no bien había escrito yo el estado de las cosas cuando la Sra. de Longueville ya estaba informada, y nos envió a un abate, con provisiones. Se realizó un breve impreso sobre el estado de estos pobres soldados; París se sintió conmovido, preparó un almacén de toda clase de víveres, y estos pobres abandonados fueron atendidos de manera que no murieron más que quince, y además tuvieron la dicha de abjurar del luteranismo antes de morir, tocados que fueron por el ejemplo de una tan grande caridad».
Los soldados alemanes, llevados de Fleurus a Châlons-sur-Marne, en mayor número, participaron también de este gran corazón. Los sacerdotes de nuestra Congregación que estaban en esta casa le informaron sobre el estado deplorable de estos pobres desdichados y sobre todo la malignidad de su mal del todo contagioso que había hecho morir a dos o tres eclesiásticos de la ciudad y, entre otros, al Sr. de Buisson, doctor de Sorbona y muy digno vicario general de Mons. el Obispo de Châlons. Le pidieron permiso de ayudar a estos pobres enfermos, a falta de los demás eclesiásticos. El Sr. Jolly negó a dos de los nuestros este permiso, y se lo concedió a un tercero; después envió allí de vigilante a un sacerdote alemán, y proveyó por este medio a estos pobres soldados de los socorros espirituales y corporales que necesitaban. Hubo más de noventa que abjuraron de la herejía de Lutero recibiendo la absolución antes de morir. Los demás fueron aliviados lo mejor posible. El Sr. Jolly sufría mucho porque Mons el Obispo y el Superior del seminario se habían expuesto, sin gran provecho, al peligro de extrema enfermedad. Prohibió a todos los demás de nuestra Congregación que pusieran el pie en las cabañas donde se alojaban estos desdichados. Fue maravilloso ver cómo el sacerdote destinado a socorrerlos y que estaba en sus alojamientos, medias jornadas enteras, no contrajo el mal, mientras que los demás, por permanecer sólo el tiempo que se necesita para decir un De profundis contrajeron enfermedades, casi todas mortales.
Los ingleses refugiados en Francia con ocasión de las últimas revoluciones ocurridas en su reino, habiendo dejado todo para salvar su fe y su religión, han encontrado en él a un padre y a un poderoso protector, que no se desanimaba ni del número de los pobres, ni de su gran miseria. «Sería algo muy triste, decía a uno de sus sacerdotes, ver en la necesidad gente que lo han dejado todo por la religión, y no esforzarse en tenderles la mano».
Durante las últimas carestías, ha movilizado a varios de los sacerdotes y hermanos de la Congregación para reconocer las necesidades de los pobres que se morían de hambre, y ha rescatado de las garras de la muerte a una infinidad de pobres que sucumbían de miseria. Ha alimentado, en los últimos años de su vida, a los pobres de tres provincias, a los que ha proporcionado los granos necesarios como semillas, por medio de las Damas de la Caridad.
Parece incluso que haya sido destinado por Dios para ser el escudo de los pobres contra el furor de los elementos. Ha restablecido las casas de una infinidad de pobres incendiadas. Ha reparado los daños que las inundaciones habían causado en las provincias. Tras los grandes estragos causados en el Anjou, en 1690, por el río Loira, ordenó al superior de nuestra casa de Angers que se trasladara a estos lugares y le diera un detalle exacto el estado de los pobres campesinos que esta inundación había perjudicado en sus cosechas, y trató de proveer con la mayor abundancia que le fue posible. -Habiéndose enterado, en 1690, que elrío Sena había inundado las poblaciones de Gennevilliers y de la isla Saint Denis, envió a hermanos nuestros coadjutores a reconocer las necesidades de esta pobre gente, y mandó llevarles una barca de panes que había mandado cocer en la casa de San Lázaro. –Durante los rudos inviernos, mandaba distribuir, en ciertos días señalados de la semana, pan, sopa, leñas, a los pobres de la parroquia de Saint-Laurent, y hacía visitar a los enfermos y pobres vergonzantes por personas fieles, que los aliviaban según las órdenes y los medios que les proporcionaba. Daba él mismo sus pequeñas rentas a pobres monasterios de jóvenes, cuando él no creía que sus padres lo necesitaran: realizaba esta acción de caridad con todas las precauciones de la humildad cristiana, comunicando al Superior de una de las casas de la Compañía que hicieran estas limosnas sin decir de dónde venían. Ha contribuido mucho a ayudar a tener los claustros bien cerrados de los monasterios pobres de las jóvenes. Y ha procurado en algunos lo que era necesario para que cada religiosa tuviera su celda particular y su lecho. Ha dotado de ornamentos a varias iglesias desoladas; ha mantenido a cantidad de pobres párrocos en parroquias abandonadas, mediante retribuciones de misas que les buscaba. En una palabra, vigilaba todas las necesidades de los pobres; nunca se le ha visto dar un paso atrás cuando se trataba de aliviar sus necesidades. Se servía de poderosos recursos ante las personas de categoría, a las que comunicaba los accidentes de heladas, de esterilidad, de enfermedades ocurridas en las diferentes provincias del reino: socorría de esta forma las necesidades de los particulares y de ciudades enteras.
Ejercía esta caridad respecto de nuestros bienhechores de forma extraordinaria. Tomaba arte en todo lo que se refería a ellos: los visitaba en sus enfermedades; los consolaba en sus aflicciones; los felicitaba en su prosperidad. Se cuenta incluso que, en las visitas frecuentes que hacía al difunto Sr. Husson, gran amigo de nuestra Congregación, el cual se encomendaba a nosotros de viva voz y por cartas tras su muerte, un Hermano de la Caridad habiéndole suplicado que diera su bendición a este querido enfermo, se resistió en un principio; luego, cediendo a sus impertinencias, se la dio, sirviéndose de las palabras del patriarca Jacob. «Quiera Dios, añadió, que esto atraiga sobre vos, señor, las bendiciones del cielo y de la tierra». El enfermo recibió esta bendición con una gran humildad; recobró poco a poco nuevas fuerzas y, en la primera visita, el Sr. Jolly le encontró en pie fuera de peligro, bien resuelto a sufrirlo todo por Nuestro Señor, y pidiendo a Dios mayores males, con un igual socorro de gracias y de paciencia. Era algo maravilloso ver a estos dos buenos amigos y fieles servidores de Nuestro Señor conversar juntos sobre la vanidad del mundo y la felicidad de la otra vida. –No se puede decir cuántos actos parecidos ha hecho el Sr. Jolly de una caridad verdaderamente agradecida.
Obligaba también de buen grado a las personas a las que no estaba obligado de manera alguna. Se le ha visto recoger a niños, apartar a ciegos del peligro, llevar a pobres en su carroza al hospital. Un día defendió a un lacayo contra sus camaradas que le reprochaban su patria como un defecto, y les dijo, con una gran sencillez. Que había gente honrada de todos los países, y que no había que mostrar desagrado de unos con otros. –Amor operatur si est; si renuit operari, amor non est.