Dennis Laudin (1622-1663) (II)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Misioneros PaúlesLeave a Comment

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Author: Desconocido · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1898 · Source: Notices II.
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Biografias PaúlesLos que vivían con él vieron en él una verdadera humildad de misionero que escucha razones, que toma de buena gana consejo, y que muestra con la sumisión que tiene para la regla y para sus superiores, que es digno de mandar. Ha practicado infinidad de actos de esta virtud en las casas que ha tenido, y se puede juzgar hasta dónde han llegado los actos,  por éste que es bastante extraordinario es que ha pedido varias veces a uno de sus cohermanos de la casa de Fontainebleau que le avise de sus defectos. Tenía la costumbre de decir que la humildad no estropea nada; lo sabía por una larga experiencia, y antes de recibir el santo Viático, pidió perdón al Sr, Jolly, nuestro muy honorable Padre, por todas las penas que les había causado, y luego en público, a toda la compañía, por los malos ejemplos y los escándalos que les había dado. Se advirtió expresamente, en una conferencia, que siempre había estado dispuesto a dejar los empleos honrosos para dedicarse a los más viles. Esto es lo que se vio en la renuncia del cargo de visitador, del que se dice que era todavía capaz a pesar de la debilidad de sus ojos, pues dejó este oficio a la primera palabra, sin replicar ni alegar nada para seguir en el cargo o para diferir por algún tiempo su renuncia. «No puedo nada, no quiero nada, no hago nada por Dios», decía él en su última enfermedad, como si hubiera sido poco lo de humillarse profundamente ante su divina Majestad. Murió como san Vicente, después de haber vivido como él, in spiritu humilitatis et in animo contrito, en el espíritu de una santa humildad y de una verdadera compunción. Los que han practicado más tiempo con el Sr. Laudin han reconocido que merecía el elogio que el Espíritu Santo hace de Job: Vir simplex et rectus ac timens Deum, era un hombre recto y temeroso de Dios. Esta virtud brilló con resplandor en toda su conducta general y en todas sus acciones particulares. Decía buena y simplemente de cada cosa lo que pensaba, sin rodeos, ni titubeos, ni equívocos, y siempre con prudencia. Repetía sus oraciones como sus inferiores, diciendo cómo se había puesto en la presencia de Dios, cómo le había dorado y de qué modo se había entregado al asunto, qué afectos había producido, qué resoluciones había tomado. Su manera de escribir las cartas era también muy sencilla, y evitaba la multitud de las palabras y de los términos de exageración que se llaman en el mundo cumplidos; y cuando sus inferiores le traían cartas poco conformes a esta sencillez y en las cuales advertía algún resto del lenguaje de Babilonia, los reprendía y les decía varias cosas hermosas para volverlas a escribir con más sencillez.

En las predicaciones y homilías que tuvo en Fontainebleau, incluso delante de la Corte, no se alejó nunca del modo de predicar de la Compañía, que es sencillo, devoto y sólido y decía cosas muy buenas aplicadas a sus oyentes, y fáciles de comprender. En ningún modo rebuscado, le gustaba esta sencillez hasta en las funciones  de su ministerio, y no quería estola para predicar en las vísperas y quería tener un roquete unido sin puntilla. No tenía ningún ornamento particular, ni en su habitación, ni en sus muebles, ni en sus libros, mucho menos todavía en sus vestidos, que llevaba hasta que estuvieran del todo fuera del estado de servir. De viaje, observaba la misma forma de actuar, tomaba con todas indiferencia todo lo que se encontraba y llegó a reprender un día a un joven clérigo que tuvo con él en misión, porque hallándose en una hostería, dijo a la huéspeda que se quejaba de no poder recibirlos como lo merecían: Con tal de que tengamos pan y vino, es suficiente para nosotros; dando a entender en las palabras algunos vestigios del apego al beber y al comer, él añadió: Si no tuviéramos más que pan y agua, ¿no deberíamos estar contentos? –Habiéndole pedido permiso el mismo joven para ir a ver una iglesia y ver también a los religiosos y las rarezas de la ciudad, este buen misionero le reprendió y le dijo que los misioneros, mientras viajan, debían mortificar su curiosidad. Sabía tan bien mortificar la suya que no se preocupaba en absoluto de lo que suele encandilar y divertir a los hombres. Era tan sencillo y tan indiferente en cuestión de monturas que hizo su entrada en Fontainebleau a caballo en un asno y, habiéndose burlado de él algunos, les respondió: «Qué importa, con tal que lleguemos y nos sintamos cómodos; él ha dicho que tenía las cosas de la tierra como basura; conservaba una gran sencillez  hablando a los reyes, a los príncipes, a las princesas, de la misma forma que la conservaba hablando a sus hermanos y a los últimos de sus parroquianos. Su Majestad, mal informada, al hacerle algún reproche sobre lo que le habían dicho que nuestros señores dejaban su parroquia para ir a las misiones, él le contó con sencillez, sin emoción, de qué modo sucedían las cosas, y el rey confesó quedar satisfecho. Esta grande sencillez le volvió de de un acceso dulce y fácil de igual a igual. Se complacía en tratar con los pobres y los sencillos porque los miraba como a hijos de Dios, simplices filii Dei. Estaba muy desprendido del parentesco y no escribía casi nunca a su país. Al venir a verle uno de sus sobrinos a Saint-Cyr para pedirle que admitieran a su hija entre las señoritas para educarla, le respondió que no era gentilhombre, que sería hacer daño a las otras, y le despidió así lleno de vergüenza por tal petición.

La perfección de un hombre de comunidad consiste en la perfecta observancia de sus reglas. El Sr. Laudin era un hombre de regla, para él y para los demás; él mostraba el ejemplo y quería que le siguieran. Era de los primeros en todo y no permitía que los demás se rezagaran. Perdonaba fácilmente las faltas de fragilidad, pero no podía tolerar las que se cometían por malicia y por costumbre. Leía con frecuencia y practicaba muy perfectamente nuestras reglas comunes y las que son propias de los oficios que ha tenido. Se prescribía incluso un tiempo después de los maitines para leer algunos artículos de las reglas del superior local, y en la dirección no se separaba nunca ni del espíritu ni de la letra de nuestras constituciones. Hacía observar exactamente en las misiones, seminarios y parroquias el orden del día de la manera que está reglamentado en la Compañía, y se hallaba comúnmente en todos los ejercicios, pero principalmente en la oración de la mañana, en la recitación del oficio divino, en los exámenes generales y particulares, en las conferencias espirituales, en las conversaciones diarias y en todos los diversos oficios y funciones  propios en los lugares donde ha permanecido. Ha escrito de su propia mano, durante varios años, el orden de la misa en Foantainebleau, los oficios del coro, todos los que debían asistir a los funerales y a los demás oficios públicos de la parroquia, para que todas las cosas se lean en el orden y que todos tomen parte en el trabajo, del que no se dispensaba nunca a sí mismo. Hacía perfectamente la ordenanza de las visitas y demás avisos propios de las casas que dirigió en los tiempos señalados. Hacía ejecutar las ceremonias de las grandes fiestas con la misma exactitud que se hace en San Lázaro. Escuchaba de buena gana los avisos de su admonitor y sacaba provecho de ellos; reunía con exactitud a los consultores para los asuntos domésticos y por poca dificultad que hubiera en las cosas que se trataban, consultaba a los superiores y se atenía invariablemente a sus respuestas.

Es difícil ser al mismo tiempo buen párroco de una parroquia grande y buen superior de una casa importante. La primera de estas cualidades pide que un hombre se preocupe en preparar la alimentación y los remedios para sus ovejas, que conozca el rostro y las disposiciones de su rebaño, que le visite, que le pacifique, a fin de que no sea para sí, sino para su pueblo siempre. La otra, al contrario, pide de un buen padre de familia que sea el primero en todo, presto a escuchar a sus hijos, para consolarlos siempre, atento a sus peticiones, sea para sostenerlos, moderarlos o empujarlos según sus diferentes necesidades. Pues bien, el Sr. Laudin unía perfectamente estas dos cosas. Preparaba y estudiaba sus homilías diligentemente, escuchaba las necesidades de su pueblo, visitaba y regulaba su parroquia y no obstante daba la máxima importancia al cuidado de la casa. Dos cosas en las parroquias suelen disipar a los eclesiásticos que las llevan: las visitas activas y pasivas no necesarias que hacen y reciben de los seglares y la necesidad mal reglada que tienen de ciertas personas que la costumbre ha hecho denominar devotos. El Sr. Laudin se guardó siempre, en Richelieu y en Fontainebleau, de estos dos escollos, hizo todos los esfuerzos en el último caso para preservar a los que Dios había puesto bajo su dirección. No permitía salir a nadie sin verdadera necesidad y sin acompañante, y se arregló para que no se pusiera más a los jóvenes clérigos a los que con facilidad se los dejaba en la puerta, designando a otro sacerdote o a un hermano por acompañante, obligándole a dar cuenta después de volver de lo que pasó durante la visita. Que si a veces la necesidad le obligaba a nombrar a un clérigo, por poco que hubiera que vigilar sobre la conducta de las personas que salían, tenía cuidado de enterarse diestramente por este joven de cuanto deseaba saber. En cuanto a estas devotas que están siempre pendientes de las palabras de su director, las alejaba lo que podía, ya no avisando a los que ellas pedían, y otras veces haciéndoles esperar por mucho tiempo, otras respondiendo que estaban ocupados, y otras veces exhortando a los pobres directores a no prodigarse. Un día, mientras el recreo de mediodía, el sacristán acercándose a la banda para sacar a uno de nuestros cohermanos, a quien una devota llamaba al locutorio, el mismo a quien se llamaba hizo al sacristán esta breve pregunta: ¿Quis? El Sr. Laudin intervino al punto y dijo que no había que decir quis? sino quae? El sacristán habiendo dicho que efectivamente era una devota, el Sr. Laudin volviéndose hacia el demandado le dijo estas palabras ¿Queréis que os haga un servicio y que os asegure vuestros recreos por largo tiempo?…Enseguida se fue con el sacristán a ver a esta devota, la tachó de importuna y de ridícula y le dijo tantas cosas mientras le enseñaba la puerta que desde entonces ni ella ni sus compañeras tuvieron la osadía de exponerse a semejante recepción.

Ha sido regular hasta la muerte y era puntual en hallarse a las horas señaladas para el oficio divino, en San Lázaro a las conferencias con nuestros hermanos, y no quería siquiera tomarse descanso en la enfermería cinco días antes de su muerte, antes de obtener el permiso del Sr. Jolly. Recurría también a él por la menor cosa referente a la dirección de nuestros hermanos, hasta no atreverse a permitir que se sentaran después de las comidas en las repeticiones de oración durante el retiro sin saber si se podía hacer. Necesitando de tres clavos para fijar algo en su habitación, no quiso pedírselos sin tener permiso, y cuando el hermano cerrajero se los trajo, los tocó, se los acercó a los ojos y como le parecían demasiado finos, no los quiso diciendo que serían más propios para otros que para él, hubo que darle tres clavos de tabla. No indicaba sus necesidades, el subasistente de San Lázaro tenía que visitar sus vestidos, y vio que había llevado todo el invierno una camiseta ya desgastada, y no decía palabra. En los últimos días de su vida obedeció exactamente al médico, a los enfermeros y a sus guardianes, tomando religiosamente y a las horas señaladas todos los remedios  prescritos, a pesar de las repugnancias.

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