Hacia una relación de comunión
TREINTA y cinco años de trabajo en común, treinta y cinco años de intensa actividad. ¿Se trata para Vicente de Paúl y Luisa de Marillac de una simple colaboración impuesta por las circunstancias? ¿Fue más lejos esa cooperación que la simple ayuda mutua necesaria en las múltiples obras emprendidas? ¿Desembocó su itinerario común en una verdadera amistad?
El primer encuentro lo motiva para Luisa la necesidad de tener en París un director espiritual, y para Vicente de Paúlla aceptación poco entusiasta de esa función con esta mujer inquieta. En largas cartas explica ella sus escrúpulos, sus tormentos y sus preocupaciones por la educación de su hijo. Él, en sus respuestas, intenta calmarla, apaciguarla. Utiliza con esta mujer de mundo el lenguaje del siglo XVII, de perífrasis y expresión amplificada de los sentimientos.
«Ea, ya ha hablado bastante a su hija. Es preciso concluir diciéndole que mi corazón tendrá un recuerdo muy tierno del suyo en el de Nuestro Señor y para el de Nuestro Señor solamente, en cuyo amor y el de su santa Madre yo soy su servidor humildísimo» (hacia 1626, Doc. 21).
Vicente se esfuerza en desprenderse de esta mujer, que pretende acapararle y tenerlo sin cesar a su lado. A Luisa le resulta difícil pasarse sin la presencia de su director:
«Espero que me perdone la libertad que me tomo de testimoniarle la impaciencia de mi espíritu, tanto por la larga permanencia pasada como por la aprensión del futuro y de no saber el lugar al que va después de este en el que está» (5 de junio de 1627, E. 7).
Si esta relación director-dirigida no hubiera sido aceptada, por una y otra parte, como obediencia a la providencia de Dios manifestada en los acontecimientos, sin duda no hubiera existido jamás. Todo, en el plano humano, separaba a Vicente y Luisa.
Poco a poco, a través de cartas y de encuentros, aprenden a conocerse, a descubrir lo que les acerca y lo que los diferencia. El amor de los pobres y la búsqueda de la voluntad de Dios son dos de los puntos comunes que los unen. Vicente descubre hasta qué punto la dureza de la vida ha marcado a Luisa. Comprende mejor sus reacciones ansiosas y atormentadas y su extrema sensibilidad. Descubre también la riqueza de su vida espiritual y la solidez de su unión con Dios. Por su parte, Luisa encuentra en Vicente un sacerdote rebosante de sensatez, cercano a Dios y a los pobres, entregado totalmente a la tarea que se le ha confiado.
El primer envío en misión de Luisa a Montmirail, en mayo de 1629, marca un giro en su vida y modifica su relación con Vicente. Éste, en sus cartas, no emplea ya la expresión «mi querida hija», que indicaba la dependencia de la dirigida de su director, sino el término «señorita», reconociendo con ello su plena participación en la misión común. La personalidad de Luisa de Marillac adquiere su plena dimensión; sin temor, sin miedo, ella organiza, orienta y rectifica. Con entera simplicidad y claridad comunica sus observaciones a Vicente de Paúl. Él cuenta con ella para poner en marcha nuevas cofradías y dar nueva vida a las que languidecen. Entre ellos se establece una colaboración intensa y eficaz en medio de una actividad desbordante. Ambos se encuentran en plena madurez: ella tiene cuarenta años, él cincuenta. Las cartas de esta época dejan ver una cierta admiración de Vicente por Luisa por su tacto con las Damas de la Caridad, entre las cuales se encuentra ella en su ambiente:
«Me parece bien todo lo que me envía de la Caridad y os ruego que proponga a las hermanas (las Damas de la Caridad) todo lo que le parezca a propósito para ello y pararlo, tanto sobre lo que me ha escrito como de lo que le venga al pensamiento para mejor» (Doc. 49).
Vicente utiliza la competencia de Luisa para la redacción de los reglamentos de las diversas cofradías, reconociendo toda su competencia:
«Es usted una mujer animosa, que ha sabido así adaptar el reglamento de la Caridad [de San Nicolás], y me parece bien» (Doc. 55).
Luisa aprecia en Vicente el consejo seguro y prudente, y al campesino que conoce la necesidad de madurar. Le está muy agradecida por su acción educativa con Miguel, poco interesado en sus estudios. La numerosa correspondencia entre ambos desborda naturalmente el trabajo misionero en el seno de las cofradías. Vicente y Luisa se informan de las pequeñas noticias de la vida cotidiana, de su estado de salud, de su reflexión sobre los diversos acontecimientos.
La llegada de Margarita Naseau a las cofradías de París, seguida de la entrada de otras varias aldeanas, despierta en Luisa una fuerte intuición: la necesidad de reunirlas en una Cofradía distinta de la de las Damas. La insistencia de Luisa, su rapidez en concebir y organizar todas las cosas, asombran y sorprenden a Vicente de Paúl. Hay que esperar su consentimiento; pero Luisa, segura de la voluntad de Dios, va delante, insistiendo humilde pero firmemente.
Después de la fundación de la Compañía, Vicente y Luisa aseguran juntos la formación de las hermanas y juntos reflexionan sobre los diferentes problemas a los que han de hacer frente: el discernimiento de las vocaciones, las exigencias de las Damas, la enfermedad de las hermanas, las dificultades de la vida comunitaria… Su complementariedad es evidente, netamente reconocida y apreciada. La prudente lentitud de Vicente es compensada con la presta solicitud de Luisa. Por eso las diferencias entre sus dos personalidades son fuente de equilibrio y de riqueza.
La relación entre Vicente y Luisa, vivida en la verdad, la confianza y la simplicidad, se torna más difícil y más tensa entre 1640-1642. La diferencia es mal recibida, no acerca ya, tiende a alejar. Durante su viaje a Angers, Luisa se ve forzada a firmar el contrato con el hospital. Vacila en hacerlo en su nombre, como directora de las Hijas de la Caridad, pues la Compañía no tiene ninguna existencia legal; Vicente de Paúl no tiene prisa en hacer gestiones ante las autoridades de la Iglesia y del Estado. Luisa se siente incómoda ante esta situación y se lo indica a Vicente de Paúl. Recibe la misma respuesta en cartas sucesivas. La tercera, del 22 de enero de 1640, permite suponer que Luisa ha reaccionado ante las directrices recibidas:
«He aquí la respuesta a las cosas principales que me escribe usted… Tocante a los artículos de los señores dueños del hospital, me parece que haría usted bien en aprobarlos en su nombre como directora de las pobres Hijas de la Caridad, con el beneplácito del superior general de la Compañía de los sacerdotes de la Misión, director de las mencionadas Hijas» (Doc. 261).
En 1640-1641, la elección del emplazamiento de la nueva casa madre de las Hijas de la Caridad pone de manifiesto la divergencia de puntos de vista entre Luisa y Vicente. Ella desearía que las dos casas madres estuvieran la una cerca de la otra. Él no lo quiere por temor al qué dirán cuando vean a los sacerdotes ir a casa de las hermanas, y viceversa. Finalmente Vicente cede ante la insistencia de Luisa y busca una casa en los alrededores de San Lázaro, pero sin muchas prisas para el gusto de su colaboradora. En febrero de 1641, Vicente responde con bastante dureza a las impaciencias de Luisa:
«Os veo siempre un poco dominada por sentimientos humanos apenas me veis enfermo, pensando que todo está perdido si falta una casa. Oh mujer de poca fe y aquiescencia a la conducta y al ejemplo de Jesucristo… Para un puñado de hijas que su Providencia manifiestamente se ha suscitado y congregado, pensáis que os faltará» (Doc. 300).
Otras cartas, en el mismo tono, manifiestan relaciones cada vez más tensas. Vicente reprocha a Luisa su severidad, sus exigencias respecto a las nuevas hijas recibidas en la Compañía. Por su parte, Luisa no acierta a comprender la actitud de Vicente: descuida cada vez más las conferencias y las reuniones de formación espiritual que promete hacer a las hermanas. Veintiocho cartas de marzo de 1640 a junio de 1642 expresan bien la promesa de ir: «Si puedo, iré mañana»; o bien la excusa ¡por no haber podido ir o haber olvidado la cita! Luisa de Marillac echa la cuenta de las pocas conferencias dadas en esta época por Vicente de Paúl. Nota inexorablemente las palabras de Vicente o sus propias reflexiones. La reseña comienza así:
«Ha faltado poco para que no fuera hoy, pues he tenido que ir muy lejos a la ciudad; por eso tendré poco tiempo para hablaros» (Conf. 23).
El 16 de agosto, un año más tarde, Luisa subraya las excusas de Vicente de Paúl:
«Hace mucho tiempo que debiera haberos hablado (hace un año de esto), pero me he visto impedido principalmente por mi miseria y mis asuntos. Espero que la bondad de Dios habrá suplido ella misma lo que os debo» (Conf 26).
Con mayor severidad aún señala Luisa al comienzo de la conferencia del 9 de marzo de 1642:
«El señor Vicente no ha podido, por algún asunto urgente, estar al comienzo de la conferencia… La comenzó el sr. Portail…, ;El sr. Vicente llegó hacia las cinco!» (Conf. 39).
¡Las conferencias comienzan habitualmente a las dos! Y el 16 de marzo Luisa observa con una pizca de humor:
«El señor Vicente nos hizo el honor de estar presente desde el principio» (Conf. 41).
Sólo las conferencias dadas entre agosto de 1640 y marzo de 1642 presentan esas anotaciones. Luisa de Marillac se da cuenta de que Vicente de Paúl otorga prioridad a las Damas de la Caridad, al arzobispo de París, a los ordenandos, a la reina… Las Hijas de la Caridad vienen siempre después. ¿Es su educación primera lo que impulsa así a Vicente a dejar siempre las últimas a las Hijas? A Luisa le resulta difícil aceptarlo. Con la libertad que le da su propia educación escribe a Vicente de Paúl el 11 de septiembre de 1641:
«Os suplico con toda humildad que nos haga la caridad que su bondad nos ha hecho esperar, pues tenemos gran necesidad. Las ocasiones que se lo han impedido no dejarán de encontrarse siempre, a menos que nos hagáis el honor de no esperarlas. Perdonadme mi libertad» (E. 60).
Para Luisa de Marillac, las Hijas de la Caridad han de ser tratadas con el mismo honor que las Damas o la reina.
Súbitamente, un acontecimiento pone fin a este período bastante penoso. El sábado 7 de junio de 1642, víspera de pentecostés, el piso de la sala de reunión de la casa madre de las Hijas de la Caridad se hunde. No hay ninguna víctima. Tenía que haber habido una conferencia, pero Vicente de Paúl la había diferido.
La espiritualidad de Vicente y de Luisa está muy marcada por este acontecimiento, signo de Dios. Este hundimiento del piso les hace reaccionar y los trasforma. Vicente envía inmediatamente a Luisa una carta llena de delicadeza. Luisa indica en sus meditaciones «la trasformación interior» que tuvo lugar en aquel día. Vicente y Luisa toman conciencia de que Dios les llama a superar la crisis que acaban de vivir, a convertirse. Es un signo manifiesto para que prosigan juntos el trabajo comenzando por el bien de los pobres y para su gloria.
Queda salvada una etapa difícil. Ahora ante Luisa y Vicente se abre un largo período de amistad profunda y fecunda.
La amistad que une a Vicente de Paúl y a Luisa de Marillac no es en modo alguno búsqueda de identificación con uno mismo: la viven dentro del respeto profundo de la originalidad del otro. Cada uno puede exponer con entera libertad su pensamiento, su parecer, seguro de ser aceptado por el otro. Esta confianza recíproca no diluye las diferencias.
Cada uno comprende que la confrontación de las ideas es fuente de progreso personal, de mayor comprensión de un problema. Luisa subraya toda su importancia en una carta a Vicente de Paúl:
«Os suplico muy humildemente, señor, que las debilidades de mi espíritu que os he manifestado, no exijan de vuestra caridad la condescendencia que podrías pensar que deseo que mostréis con mis pensamientos, pues eso es totalmente ajeno a mis deseos, y no tengo mayor placer que cuando soy razonablemente contrariada, pues Dios me concede casi siempre la gracia de conocer y estimar el parecer de los demás de muy distinta manera que el mío… y particularmente cuando es vuestra caridad, estoy segura de ver esta verdad claramente, aunque sea en asuntos que me permanecen ocultos por algún tiempo» (E. 339).
Como en toda institución, en la Compañía de las Hijas de la Caridad se celebran Consejos para estudiar y orientar la vida y la acción de las hermanas. El del 30 de octubre de 1647 versa sobre un problema particular: ¿pueden las hermanas, en los pueblos, admitir niños con las niñas a las que instruyen? Vicente y Luisa ven la cuestión de manera muy diferente. Luisa está más cerca de las hermanas, conoce la presión de las familias, ve las necesidades de los chicos que no tienen a nadie que les instruya: Vicente mantiene la distancia respecto al problema. Recuerda las ordenanzas del rey y de los obispos, que prohiben la coeducación. Luisa no teme insistir, subrayando las dificultades con que tropieza:
«A veces una niña no podría ir a la escuela si no lleva consigo a su hermano pequeño, pues la madre no está en casa para cuidar de él» (Doc. 495).
Vicente, que preside el consejo, examina todas las razones expuestas y cierra el debate rehusando aceptar niños.
La amistad que respeta al otro es una fuerza. Vicente y Luisa saben que pueden contar el uno con el otro en todas las circunstancias, pero particularmente en los momentos difíciles. En 1657, Luisa escribe al que, de acuerdo con las expresiones de la época, llama su muy honrado Padre:
«Las necesidades de la Compañía urgen un poco a reunirse y hablarle. Me parece que mi espíritu está todo atribulado; tan débil es. Toda su fuerza y su descanso, después de Dios, es ser, por su amor, mi muy honorable Padre, vuestra humilde y obediente servidora» (E. 551).
La muerte de las fieles compañeras de camino es uno de los momentos en los que la amistad se atreve a manifestar toda su ternura, convirtiéndose el afecto en fuerza para superar el violento dolor debido a la separación de un ser querido. En 1653, Vicente se siente abrumado por la muerte en Polonia de uno de sus primeros compañeros, M. Lambert. Luisa le escribe participándole toda su emoción y su afecto:
«¿No es un atrevimiento, mi muy honorable Padre, osar mezclar mis lágrimas con vuestra sumisión ordinaria a la conducta de la divina Providencia, mis debilidades con la fuerza que Dios os ha dado para sobrellevar la considerable parte que Nuestro Señor os da tan frecuentemente en sus sufrimientos?…» (E. 413).
En 1658 le toca a Vicente de Paúl llevar su apoyo afectuoso a Luisa con ocasión de la muerte de Bárbara Angiboust, que había entrado en la Compañía de las Hijas de la Caridad en julio de 1634. La invita él a honrar la aquiescencia de la Virgen María durante la muerte de su Hijo.
Viviendo profundamente su fe en Cristo y conscientes de tener una misión común, Vicente y Luisa ponen lo mejor de sí mismos al servicio del otro. Esta participación se convierte en enriquecimiento mutuo porque se la vive en el respeto de la andadura del otro. Vicente de Paúl fue reiteradamente testigo del temperamento vivo e impulsivo de Luisa de Marillac, de sus juicios severos. En la conferencia que reunió a las hermanas después de la muerte de su superiora para hablar de sus virtudes, observa él:
«A veces se manifestaron en la Señorita ciertos arrebatos. Era cosa de nada, y no puedo ver en ello pecado. Siempre era muy firme…» (Conf. 938).
Lentamente, pacientemente, Vicente anima a Luisa a vivir en calma, a serenarse, a modificar su manera de ver, a conformarse a Jesús, dulce y humilde de corazón. Poco a poco, Luisa adquiere claramente conciencia de sus impaciencias, de su exagerada ansiedad, de su tendencia a dramatizar cosas nimias. La benevolencia, la mansedumbre, la longanimidad, virtudes que caracterizan al bueno de Vicente, impregnan imperceptible pero regularmente a Luisa, la trasforman, la enriquecen. En 1655 puede escribir:
«Hace bien sufrir y esperar con paciencia la hora de Dios en los asuntos más difíciles, lo cual repugna tan a menudo a mi humor tan precipitado» (E. 493).
Luisa comparte con Vicente sus intuiciones, su visión futura de la Compañía de las Hijas de la Caridad. Durante largos años le explica a Vicente la importancia de poner esta Compañía bajo la dirección del superior general de la Congregación de la Misión, y no de la de los obispos. Luisa conoce los poderes de los obispos en sus diócesis. Sabe que el de Lión no ha consentido que las visitandinas, fundadas por Francisco de Sales, realizaran la visita de los enfermos a domicilio y que ha obligado a esas religiosas a permanecer dentro de su monasterio. En Burdeos, el obispo ha impuesto también la clausura a la Congregación docente fundada por Juanade Lestonnac. Si las Hijas de la Caridad, que se van difundiendo en numerosas diócesis, son colocadas bajo la dirección de cada obispo, el servicio de los pobres corre el riesgo de verse comprometido en múltiples lugares, pues muchos obispos no comprenden ni aceptan esta forma de vida secular para mujeres. Vicente de Paúl comienza dando una negativa al proyecto de Luisa. No quiere que la Congregación de la Misión se aparte de su fin: la evangelización del campo y la obra de los seminarios. ¿Puede y debe encargarse esta Congregación de la dirección espiritual de las Hijas de la Caridad? Además, Vicente de Paúl se ha mostrado siempre muy respetuoso con la Iglesia y con los obispos. Las Hijas de la Caridad pueden substraerse a la autoridad del responsable de la Iglesia diocesana. Son simples cristianas consagradas a Dios; no son religiosas.
Luisa de Marillac actúa pacientemente y con firmeza. Con toda su finura femenina interviene ante Vicente de Paúl subrayando dos ideas que, como ella sabe, son fundamentales para él (igual que para ella): la fidelidad a la voluntad de Dios y el mantenimiento del servicio de los pobres.
«En nombre de Dios, señor, no permitáis que ocurra nada que pueda dar la menor apariencia de apartar a la Compañía de la dirección que Dios ha querido darle. Pues esté usted seguro de que al punto dejaría de ser lo que es y los pobres enfermos no serían ya socorridos, y con ello creo que la voluntad de Dios no se cumpliría ya entre nosotros» (E. 186).
Durante nueve años Luisa desarrolla su pensamiento, insiste y se esfuerza en obtener el consentimiento de Vicente de Paúl. Finalmente, en enero de 1655, el cardenal de Retz aprueba la Compañía de las Hijas de la Caridad y la coloca bajo la entera dependencia de Vicente de Paúl y de sus sucesores, los superiores generales de la Congregación de la Misión. Luisa es feliz; no de su éxito personal, sino porque la Compañía podrá continuar sirviendo a todos los pobres y en todas partes según el carisma recibido de Dios.
Durante los últimos años de su vida, numerosas atenciones descubren la delicadeza de su amistad. A partir de 1655, Vicente y Luisa aparecen como «ancianos». Su edad (setenta y cinco y sesenta y cinco años) es una edad muy avanzada para su época. En el siglo XVII la esperanza de vida es de treinta y siete años. Su estado de salud inquieta a menudo al otro. Luisa, como buena enfermera, propone remedios y tisanas a Vicente. Ella misma le indica técnicas de apósitos para su úlcera de pierna. Vicente consiente bonachonamente y prueba los tratamientos indicados.
«Vuestra caridad verá lo que juzga a propósito de que lo tome mañana y a qué hora. Lo haré con la ayuda de Dios… He estado estreñido esta noche y por la mañana. Acabo de tomar el té».
Con toda sencillez Vicente y Luisa se van a ayudar para prepararse «a salir de este mundo», a nacer a un mundo nuevo. Luisa se dirige a Vicente:
«Necesito mucho aprender a prepararme [a salir de este mundo]; es lo que espero de vuestra caridad para no naufragar en el puerto de mi navegación» (E. 487).
Los votos que se formulan a finales del año 1659 son el reflejo de su conocimiento mutuo y del deseo de estar siempre dentro de la voluntad de Dios. Aceptan con serenidad no poder verse más. Su amistad está ahora por encima de todo contacto; se ha hecho tan simple y trasparente que no tiene necesidad de apoyo humano. Vicente le envía a Luisa moribunda este corto mensaje:
«Usted parte la primera; si Dios me perdona mis pecados, espero ir pronto a unirme con usted en el cielo«
La amistad vivida entre Vicente de Paúl y Luisa de Marillac se ha basado en la autenticidad, es decir, en la aceptación profunda de la identidad del otro, en el reconocimiento y el respeto de sus diferencias. Nacida de la obediencia en una relación voluntaria de dirección espiritual, habiendo pasado por el aprendizaje del otro en una relación complementaria de colaboración y alcanzada la serenidad de la vejez en una relación de comunión, esta amistad es una sorprendente trayectoria de santidad y de reconfortante humanidad.