Capítulo X: Humildad de Vicente de Paúl.
Pocos hombres ha habido cuya humildad haya llegado a tan alto grado como la de nuestro Vicente. «No ha habido hasta ahora en la tierra, dice un virtuoso eclesiástico, hombre tan ambicioso, cuyo furor por la estimación, por la elevación y por la fama pueda igualarse con el deseo que nuestro Santo tuvo de desprecios, de oprobios y de todo cuanto puede imaginarse más a propósito para humillar y confundir«.
Para formar juicio de la semejanza que tiene este retrato con su original, basta decir que Vicente se miró siempre como un hombre que solamente era a propósito para arruinar la obra de Dios; que miraba el honor que se le hacía como uno de aquellos golpes con que Dios castiga a sus enemigos; que lejos de justificarse cuando era acusado, se ponía siempre de parte de sus censores; que tenía habilidad para hallarse culpado, aun cuando en la realidad fuese inocente, y que condenaba sus más leves defectos con más rigor que otros suelen condenar los mayores desórdenes. El Hijo de Dios, decía, no obstante haber sido siempre1 el esplendor de la gloria del Padre e imagen de su sustancia, quiso ser tenido por oprobio de los hombres y desprecio del pueblo; formaba y mantenía en sí estas ideas tan contrarias a la naturaleza. Cuando llegó a París no permitía que se le llamase más que Vicente, sin añadir de Paúl, temiendo que se creyese que éste era un apellido de familia distinguida. En la corte, donde el nacimiento suele servir muchas veces de mérito, publicó luego que allí entró, que era hijo de un pobre aldeano. Si a estos pasajes, que desde luego le caracterizan suficientemente, añadimos que Vicente siempre prefirió un mérito común a un mérito sobresaliente; que hizo cuantas diligencias pudo para inducir al Sr. Almerás a que se alistase en otra congregación, solamente porque era de una casa distinguida; y que era máxima suya no declararse sino por la parte mas débil, y elegir siempre entre dos ideas la mas común y menos a propósito para darle estimación, será difícil no confesar con el cardenal de la Rochefoucault, que para hallar sin equivocación la verdadera humildad en la tierra, debía buscarse en Vicente de Paúl.
Y a la verdad, jamás dejó pasar ocasión alguna de humillarse, sin que se aprovechase ansiosamente de ella, o por mejor decir, buscaba estas ocasiones si ellas no se presentaban por sí mismas. Hablándole un día por casualidad el obispo de S. Pons de la aldea de monte Gaillard, de la que toma el nombre su familia, «bien sé donde está, le dijo nuestro Santo: cuando yo era muchacho guardaba ganado y solía llevarle hacia aquel paraje«. Un día que salía a despedir a un eclesiástico hasta la puerta de S. Lázaro, una pobre mujer, que sin duda creyó hacerle una gran lisonja, le dijo: Monseñor, dadme una limosna. «¡Oh pobre mujer!, la respondió Vicente, no me conocéis yo no soy más que hijo de un pobre aldeano«. Habiéndole dicho otra con el mismo motivo que había sido criada de su señora madre, la respondió el Santo en presencia de los que allí se hallaban: «Buena mujer, os equivocáis; mi madre jamás tuvo criadas, antes bien ella misma lo fue, y era mujer de un aldeano, y yo su hijo«. Un joven de distinguido nacimiento le escribió desde Acqs, diciéndole que tenía el honor de ser su pariente, y que se valía de este título para implorar su protección. La respuesta de Vicente fue muy particular; pero por no salir de nuestro asunto, bastará decir aquí, que después de haber asegurado nuestro Santo a aquel joven que haría por él cuanto pudiera hacer por su propio hermano, procuró desprenderse del honor que quería hacerle colocándole en el número de sus parientes, y no se olvidó de decirle «que era hijo de un pobre labrador, y que su primer destino fue guardar el ganado de su padre«.
No solamente se hacía esta guerra a sí mismo por parte del nacimiento, sino que también procuraba desfigurarse por parte del talento y del corazón, hasta llegar a hacerse desconocido. «Confundido estoy, señora, escribía a la baronesa de Renty que le había pedido su parecer acerca del hospicio de Vire; confundido estoy de ver que os dirigís a un pobre sacerdote como yo, pues no ignoráis ni la cortedad de mi talento ni mis miserias«. Escribiendo a la superiora de la Visitación de Varsovia, le decía «Hace más de treinta años que tengo el honor de servir en vuestras casas de París; pero ¡ah! estimada madre mía, no por eso soy mejor, cuando debiera haber hecho grandes progresos en la virtud a vista de estas almas incomparablemente santas… Os suplico humildemente me ayudéis a pedir perdón a Dios del mal uso que he hecho de todas sus gracias«.
«Os encomendaré a Dios, pues así me lo mandáis, decía en una ocasión a madama Rochechouard; pero yo tengo más necesidad que ninguno en este mundo del socorro de las buenas almas, por las grandes miserias de que está llena la mía; lo que es causa de que mire la buena opinión que de mí se tiene como castigo de mi hipocresía, la cual me hace pasar por lo que no soy. ¡Ah! yo soy inútil para todo lo bueno, y muy a propósito para todo lo malo«.
Habiéndole escrito uno de sus hijos que cierto superior que él había enviado a una de sus casas no tenía todas aquellas prendas exteriores propias para el lugar a que había sido destinado, Vicente, después de haberle dicho mucho bien del tal superior, cuya sólida virtud valía mucho más que la civilidad de otros muchos, se recarga a sí mismo en estos términos: «¿Y qué es lo que a mí me sucede? ¿En qué consiste que me hayan sufrido hasta ahora en mi empleo, siendo yo el más ridículo, el más rústico y el más necio de todos los hombres para tratar con personas de carácter, en cuya presencia no sé hablar seis palabras seguidas, sin dar a conocer que no tengo juicio ni talento, y lo que es peor, sin tener virtud alguna que pueda compararse con la persona de quien se trata?» Si a una vida tan pura y a unos talentos tan sobresalientes como los de nuestro Santo es necesario añadir la idea que él tenía formada de sí mismo para hallar gracia en la presencia de Dios, no podemos menos de preguntar como los apóstoles: Señor, ¿quién podrá salvarse?
Vicente hablaba del cuerpo entero de su Congregación casi como de sí mismo. Todas las comunidades le parecían santas y respetables; pero si hablaba de la suya, no le merecía ninguna atención. Uno de sus sacerdotes que ejercía en el Artois las funciones de su ministerio, hizo imprimir motu proprio un Compendio del instituto, de los progresos y de los trabajos de la Congregación. Vicente, quejándose de él, se explicó con él mismo en estos términos: «En vuestro departamento se ha publicado un Compendio de nuestro instituto. No puedo explicaros el gran dolor que esto me ha causado, porque es una cosa muy opuesta a la humildad el publicar lo que somos y lo que hacemos… Si hay algún bien en nosotros y en nuestro modo de vivir, es de Dios; el Señor es quien lo ha de manifestar si lo hubiese por conveniente; pero nosotros que somos unos pobres ignorantes y pecadores, debemos ocultarnos como inútiles para todo bien, y como indignos de que nadie se acuerde de nosotros. Dios me ha hecho la gracia de que hasta ahora me haya mantenido firme en no consentir que se imprima cosa alguna que pueda dar a conocer y estimar la Congregación, no obstante las muchas instancias que se me han hecho para ello, particularmente por lo que mira a algunas relaciones que han venido de Madagascar, de Berbería y de las islas Hébridas: mucho menos hubiera yo permitido que se imprimiese una cosa que mira a la esencia, al espíritu, al nacimiento, a los progresos, a las funciones y al fin de nuestro instituto. ¡Y ojalá estuviera todavía por hacer ! Pero pues ya no tiene remedio, no quiero hablar más; solamente os suplico que en adelante nada hagáis en orden a la Congregación sin consultarlo primero«.
Si la caridad lo hubiera permitido, hubiera Vicente dado más alabanzas a cualquiera que hubiese infamado a su Congregación, que quejas dio en esta carta contra un hombre que había creído hacerle mucho honor. La humillación de la Congregación y la suya personal le era más agradable, según se verá en el ejemplo siguiente y en otros más que referiremos. Una familia poderosa, deseando vengarse de haberle frustrado la consecución de un obispado, intentó contra él una calumnia, a la cual se dieron tales coloridos, que llegó a noticia de la reina. Aquella prudente princesa le preguntó sonriéndose si sabía que le acusaban de tal cosa; y exponiéndose a ser tenido por reo de aquel delito, se contentó el siervo de Dios con responder que era un gran pecador. Pero como la reina replicase que era necesario que se justificase, respondió: «Otras muchas injurias dijeron contra nuestro Señor Jesucristo, y jamás se justificó. Yo soy muy dichoso en ser tratado como el Hijo de Dios: los abatimientos son la mayor gracia que el Señor puede conceder a los hombres. Los aplausos nos deben hacer temblar, pues está escrito: Desgraciados de vosotros cuando os aplaudan los hombres: Vae, cum benedixerint vobis homines«.2
No obstante el gran cuidado que tuvo de inspirar a sus hijos el amor a todas las virtudes, la humildad fue sin contradicción la que les proponía como más importante. «No hay cosa más justa, decía, que el desprecio de nosotros mismos. Por poco que un hombre reflexione tranquilamente sobre la corrupción de su naturaleza, la inconstancia de su espíritu, las tinieblas de su entendimiento, el desorden de su voluntad, la impureza de afectos, y pese sus producciones y sus obras en la balanza del santuario, hallará que cuanto ha hecho es digno de desprecio; que un ministro del Evangelio aun en sus más santas acciones, halla motivos para confundirse; que en la mayor parte de ellas se gobierna muy mal, no solo en el modo, sino también en el fin a que las ordena; que si quiere no lisonjearse, sino examinar como es debido la sustancia de las cosas y todas sus circunstancias, hallará que es, no solamente peor que los demás hombres, sino en algún modo peor que los demonios, pues tiene a su disposición las gracias y los medios de que aquellos infelices espíritus harían mil veces mejor uso si los tuvieran en su mano«.
A estos motivos, de los que se valía el siervo de Dios en muchas ocasiones, añadía otros muchos que sacaba de los ejemplos de los hombres, así de los pasados como de los presentes tiempos. San Pablo 3 hizo manifiesto a todo el orbe que había tenido la desgracia de blasfemar contra Dios y de perseguir su Iglesia. San Agustín hizo públicos los pecados ocultos de su juventud y sus errores. A esto añadía Vicente, que aquellos hombres a quienes Dios preservó de tan horrorosas caídas, no por eso fueron menos humildes; que San Francisco de Sales hablaba del mundo como un hombre que despreciaba todas sus vanidades; que el cardenal de Berulle acostumbraba decir que no era conveniente subir mucho; que los estados más viles son los más seguros, y que en las condiciones altas y sublimes siempre hay alguna malignidad, y por eso los santos han huido siempre de las dignidades; y nuestro Señor dijo, hablando de sí mismo, que había venido al mundo a servir y no a ser servido. Finalmente, decía con Jesucristo, que el que se ensalza, será humillado; que la vida del Hijo de Dios no fue más que un abatimiento continuo que amó hasta el fin; que después de su muerte quiso ser representado en su Iglesia bajo la figura de un malhechor clavado en una cruz, y de este modo hasta el día de hoy nos está enseñando que el vicio contrario a la humildad es uno de los mayores males que puedan imaginarse; que agrava los demás pecados; que inficiona aun aquellas acciones que de suyo no eran malas, y que es capaz de corromper hasta las mejores y más santas. Hallaba una prueba convincente de esta última verdad en la parábola del fariseo y el publicano del Evangelista San Lucas.4 «No hay que hacer, decía: aun cuando fuéramos perversos, si recurriésemos a la humildad, ella nos mudaría en justos; por el contrario, aun cuando fuéramos ángeles, si no tenemos humildad, no podemos subsistir… Esta verdad ha de estar siempre grabada en los corazones de todos nosotros; es a saber, que por más virtudes que nos parezca tener, si carecemos de la humildad, no somos más que un fariseo soberbio y un misionero abominable. ¡Oh, Salvador mío! Derramad sobre nuestros espíritus aquellas divinas luces que os hicieron preferir los insultos a las alabanzas. Abrasad nuestros corazones con aquellos santos afectos que consumían el vuestro, y que os movían a buscar la gloria de vuestro Padre celestial en vuestra propia confusión. Haced por medio de vuestra gracia que nosotros despreciemos todo cuanto no se ordena a honra vuestra y a nuestro propio desprecio. Haced que con toda sinceridad renunciemos para siempre a los aplausos de los hombres engañados y engañadores, y la vana idea de los buenos resultados de nuestras propias acciones«.
Miraba nuestro Santo la paz interior como uno de los principales frutos de la humildad. «En los sesenta y siete años que hace ya que Dios me sufre en la tierra, decía a los suyos, he pensado muchas veces en los medios de adquirir y conservar la unión con Dios y con el prójimo, y no he hallado otro mejor ni más eficaz que la humildad; porque cuando un hombre se abate hasta contemplarse inferior a todos los demás, y cuando no juzga mal de ninguno, es muy difícil que esté mal con nadie. Las almas humildes siempre están contentas; su alegría les rebosa en el semblante, y el Espíritu Santo que habita en ellas las llena de paz, de modo que nada es capaz de inquietarlas. Si son calumniadas, sufren; si se las contradice, callan; si no se hace caso de ellas, juzgan que tienen razón los que así lo hacen; si las recargan de ocupaciones, trabajan con gusto; y por difícil que sea una cosa, luego que se les manda, se aplican a ella con gusto, confiando en la virtud de la santa obediencia. Las tentaciones que les ocurren solo sirven de confirmarlas más en la humildad, y de proporcionarles la victoria contra el demonio de la soberbia, que jamás hace treguas con nosotros mientras estamos en esta vida, y acomete aun a los santos mientras viven en el mundo… ¡Ah, el deseo de ser estimados, ¿qué otra cosa es sino querer ser tratados de muy distinta manera que lo fue el Hijo de Dios? ¿Qué plaza quiso pasar en el espíritu del pueblo? La de sedicioso, insensato y pecador; y en tanto grado, que permitió que un Barrabás, un bandolero, un asesino, un hombre malvado le fuese preferido. ¡Oh, Salvador mío! ¡Cómo confundirá vuestra santa humildad en el día del juicio a los pecadores como yo! Tengamos esto muy presente, vosotros con especialidad que vais a hacer misiones. Suele suceder, y no pocas veces, que un pueblo se sienta tan conmovido de lo que ha oído, que todos se deshagan en lágrimas; y también suele suceder que, pasando más adelante, lleguen a proferir estas expresiones: Bienaventurado el vientre en que estuvisteis, y bienaventurados los pechos que os dieron de mamar. 5 Muchas veces hemos oído semejantes expresiones. La naturaleza que las escucha logra satisfacción, engendra vanidad, y se va alimentando con ellas. Si no reprimimos estas vanas complacencias; si no buscamos únicamente la gloria de Dios; sí, señores, únicamente la gloria de Dios y la salud de las almas; si no lo hacemos así, nos predicaremos a nosotros mismos y no a Jesucristo. Un predicador que predica por ser aplaudido, alabado y estimado, y porque se hable de él, ¿qué otra cosa hace más que un sacrilegio? ¿Pues qué es sino un sacrilegio el valerse de la palabra de Dios y de las cosas divinas para adquirir honor y fama? ¡Oh, Dios mío! Conceded a esta pobre y pequeña Congregación la gracia de que ninguno de sus miembros caiga en semejante infelicidad. Creedme, señores: nunca seremos a propósito para la obra de Dios, mientras no tengamos una profunda humildad y un absoluto desprecio de nosotros mismos«.
La soberbia, en doctrina de Vicente, es la que pierde a los más grandes talentos, como perdió a los ángeles; y la ciencia sin humildad en todos tiempos ha sido perniciosa para la Iglesia. Nuestro Santo deseaba que todos los eclesiásticos de su Congregación tuviesen tanta ciencia como Santo Tomás, con tal que fueran tan humildes como este Santo Doctor. Persuadía a los jóvenes estudiantes a que amasen esta excelente virtud, y no podía sufrir que quisiesen pasar plaza de más sabios; una tesis defendida con lucimiento no le servía de tanto consuelo, como le afligía el parecerle que advertía en el sustentante alguna sombra de vanidad. Para desarraigar este vicio tan natural en los principiantes, decía que el menor de todos los demonios se explica mejor que los mayores filósofos y más profundos teólogos; que Dios para perfeccionar su obra no necesita del ministerio de los sabios, a quienes desprecia cuando son soberbios; que prefiere a ellos los idiotas, y aun las mujeres, como lo ha hecho en estos últimos tiempos para reformar una orden célebre en la Iglesia. Nuestro Santo seguía en gran parte este método en su gobierno: aunque advirtiese en algunos de sus hijos muchos talentos naturales o adquiridos, nunca les confiaba empleos de importancia, a no ver en ellos un suficiente fondo de humildad. Era de dictamen, que sin esta virtud capital no se puede hacer más que ruido, pero no fruto, porque la gracia de la buena conducta está vinculada en ella, y sin esta gracia camina el hombre a su ruina.
Habiendo padecido Vicente una gravísima enfermedad en Richelieu, la duquesa de Aiguillon le envió un coche pequeño con dos caballos y un cochero para que le llevasen a París. Como la duquesa sabía su aversión a todo lo que tenía visos de fausto, había mandado hacer el coche lo más sencillo que pudiera ser. El estado de debilidad en que se hallaba, y las órdenes de la reina que necesitaba de su persona, le obligaron a valerse de él hasta París; pero luego que llegó a esta ciudad, envió el coche y todo el equipaje a la duquesa, dándole mil gracias. Esta piadosa señora se lo volvió a enviar todo, suplicándole reparase en la necesidad que tenía, y que se sirviese de ello; pero este hombre, constantemente humilde, se negó por segunda vez a recibirlo, protestando que si la hinchazón y debilidad de las piernas se le aumentase de modo que no le permitiese andar a pie ni a caballo, estaba resuelto a no volver a salir de S. Lázaro, antes que permitir que le llevasen en coche. Esta disputa, que por una parte se fundaba en la caridad y por otra en la humildad, duró algunas semanas. Finalmente, la duquesa de Aiguillon habló a la reina y al arzobispo de París, y ambos mandaron a nuestro Santo que en adelante anduviese en coche. Obedeció, pero con grande confusión llamaba a su coche su vergüenza y su ignominia. Cierto día que había ido a visitar a algunos sacerdotes del Oratorio, habiendo bajado cuatro de estos acompañándole hasta la puerta, les dijo: Vean ustedes, padres míos: yo que soy hijo de un pobre aldeano, me atrevo a andar en coche. Éste y todo el equipaje, luego que fue propio del Santo, servía para todos, y cuidaba tan poco de que sus caballos tuviesen lucimiento, que cuando no salía de casa los hacía poner al arado. Este corto socorro le puso en estado de poder hacer servicios muy importantes a la Iglesia y al estado en más de diez años que vivió después.