Capítulo XXXIX: Reflexiones sobre algunas penas que sufrió Vicente.
Dice el Santo Apóstol que todos los que quieran vivir en el servicio de Jesucristo, es necesario que sufran contratiempos y aflicciones: es necesario que lleven una parte de su cruz para caminar dignamente en su seguimiento; y en fin, para reinar con él en la eternidad, es necesario sufrir con él durante la vida.
Como Vicente se había ocupado en grandes servicios de su Divina Majestad, y había procurado continuamente imitarlo en todo, era preciso que participase de la honra de llevar su cruz y padecer sus tormentos. No hablaremos aquí de las mortificaciones exteriores e interiores que se buscaba él mismo, y de las que se tratará más adelante, sino solo de las aflicciones que padeció, ya de parte de los hombres, ya por otros caminos de la Providencia.
En primer lugar diremos, que aunque la conducta de Vicente haya llevado siempre el sello de la prudencia, de la circunspección, deferencia, humildad y caridad, y tanto que en su época ni después se haya encontrado un hombre sobre quien cargasen tantos negocios de caridad pública, sin embargo no por esto se ha libertado de los tiros de la calumnia y murmuración; y no pudiendo contentar a la vez a Dios y a los hombres, particularmente en la época que estuvo en el Consejo para la distribución de los beneficios, tenía que sufrir continuamente quejas, reconvenciones, y algunas veces injurias y groseras amenazas hasta dentro de su misma casa, sin contar con lo que fuera de ella publicaba la envidia contra su reputación para saciar una torpe venganza; pero no se crea por esto que miraba como un mal todo lo que sufría, pues en vez de afligirse, sentía un gran placer en recibir injurias por amor de Jesucristo.
No pocas veces sucedió, como en otro capítulo hemos dicho, que durante las guerras viese su casa de San Lázaro saqueada por los soldados, y él consideraba estas pérdidas como un gran bien, pues en ellas solo veía el cumplimiento de los designios de Dios y una buena ocasión que se le presentaba de hacerle un sacrificio y de conformarse perfectamente con su santa voluntad.
Tales persecuciones y ataques a su honor o a sus bienes, aun cuando la naturaleza humana los considere siempre como una calamidad, no lo eran sin embargo para Vicente, quien solo encontraba dolor y aflicción en otros acontecimientos que despedazaron muchas veces su sensible corazón. Tales fueron, entre otras, las guerras que en una parte de la Francia causaban tantas muertes, violaciones, sacrilegios, profanaciones de las iglesias, blasfemias y otros horribles atentados contra la misma persona de Jesucristo en el Santísimo Sacramento del altar, y por otra parte los cismas y divisiones que entre los católicos causaron las nuevas herejías que tanto trastornaron a la Iglesia, y dieron tanta osadía a los enemigos de la fe católica; en una palabra, todas las impiedades, escándalos y crímenes que veía o tenía noticia que se cometían contra Dios, eran otras tantas saetas que traspasaban su corazón; y como estos males en su tiempo inundaron extraordinariamente toda la tierra, bien se puede creer que su alma estuvo constantemente sumergida en un amargo dolor.
Otra de las causas de aflicción era la muerte de los siervos de Dios y de los hombres verdaderamente apostólicos, pues veía por una parte que su número era pequeño, y por otra que la Iglesia tenía gran necesidad de ellos. Por esta razón le era muy sensible la pérdida que en varias ocasiones tuvo de muchos buenos misioneros, tanto en Francia como en los países extranjeros, y que se hallaban en buena edad y con mejores disposiciones para prestar muchos servicios; murieron cinco o seis en Génova, que fueron atacados de la peste asistiendo a los apestados; cuatro en Berberia de los que fueron a asistir a los esclavos cristianos; seis o siete en la isla de Madagascar trabajando en la conversión de los infieles, y dos en Polonia, a donde fueron en servicio de la Religion católica, sin contar en el número de estas víctimas los que durante las guerras de Francia murieron en servicio de los pobres. Pero las pérdidas más sensibles para él las reservó Dios para el año de 1660, en que quiso poco antes de su muerte llevarse a tres personas que fueron muy apreciadas de Vicente.
Fue la primera Antonio Portail, que por espacio de cincuenta años había sido su compañero, el primero que se unió a Vicente para las misiones, el primer sacerdote de su Congregación, de la que fue después secretario, y en fin, el que más lo había auxiliado en los asuntos de la Congregación, y en quien tenía una plena confianza.
La otra fue la señora Le Gras, primera superiora de las hermanas de la Caridad, a quien Dios había concedido grandes gracias para salud y amparo del prójimo; tenía singular confianza en Vicente y lo respetaba muy particularmente, y él también estimaba en mucho su virtud y sus consejos respecto de los pobres; escribíale con mucha frecuencia sobre los asuntos de las hermanas de la Caridad, pero raras veces la veía, y esto por gran necesidad. Ella vivía siempre sufriendo graves enfermedades, y Vicente decía que llevaba veinte años de vivía por milagro; y aunque la muerte de esta virtuosa mujer le fue muy sensible, sin embargo, como estaba preparado para sufrir el azote de la mano de Dios, recibió la noticia de su fallecimiento con la mayor sumisión y tranquilidad; y como entre el Sr. Portail y la señora Le Gras se había dividido la dirección de las hermanas de la Caridad en los últimos años de Vicente, tuvo necesidad de llevarla solo para mayor aumento de sus aflicciones, cuando se encontraba en estado de no poder salir ni dedicarse a ningún trabajo serio.
La tercer persona cuya muerte acaeció en el mismo año y causó gran sentimiento a Vicente, fue la del señor Luis de Rochechouart, abad de Tours, que se había retirado a San Lázaro con un hermano suyo, y a quienes Vicente habla recibido por consideraciones poderosas y tales, que casi solo en ellos pudieron encontrarse; estas le hicieron exceptuarlos de la resolución que había tomado de no recibir en su casa pensionistas que viviesen en la comunidad. Eran estos dos hermanos dignos herederos de la piedad de su tío el cardenal de La Rochefoucauld, y más que la sangre los unía la virtud. La modestia del que aún vive no permite hablar de él con la misma libertad que de su difunto hermano, quien como sacerdote pudo servir de modelo a los más virtuosos del reino. Era la oración su continuo alimento, su adorno la humildad, la mortificación su delicia, el trabajo su descanso, la caridad su ejercicio, y la pobreza su cara compañía. Mas por tener que hablar con más extensión de este ilustre varón al fin de esta obra, nos limitaremos por ahora a lo dicho.