Capítulo V: San Vicente de Paúl da la última mano a sus dos obras principales: los Sacerdotes de la Misión y las Hijas de la Caridad
Los Sacerdotes y Hermanos de la Misión se extienden por todo el mundo.—Sus trabajos en Berbería (1652).
De todos los países en que San Vicente deseaba establecer las Misiones, el que más le llamaba era el de la Berbería, sometido a la bárbara coyunda del turco. En Argel arrastraban la cadena más de veinte mil cautivos; en Túnez, de cinco a seis mil.
Apenas había día en que no arribaseis a los puertos de Argel y Túnez galeras turcas llevando doscientos, trescientos, cuatrocientos y quinientos cautivos apresados en el mar: nobles, caballeros, sacerdotes, jóvenes pertenecientes a las más ilustres familias, etc., etc. Desnudos completamente, hombres y mujeres eran expuestos en los mercados públicos a la puja del mejor postor, quien, dueño de su mercancía y con derecho de vida y muerte sobre ella, la llevaba a sus posesiones, donde la pobre víctima era objeto de los más abominables tratamientos.
¡Y Francia soportaba todo sin estremecerse y lo toleraba a sus puertas!
No faltaban cónsules franceses en Argel, Túnez y Trípoli. Mas separados de su nación por un mar que era difícil atravesar impunemente, quedaban reducidos a la impotencia. En virtud de los tratados hechos entre el rey de Francia y el sultán, podían los cónsules tener consigo un sacerdote, al menos, en calidad de capellán; mas no atreviéndose aquéllos a poner en práctica esta disposición por miedo a los turcos, era grande la falta que de sacerdotes se echaba de menos en África. Miles de esclavos tenían que estar, en consecuencia, privados de todo auxilio espiritual, y casi por entero abandonados. San Vicente de Paúl resolvió hacer un esfuerzo para poner fin a tantos males. Púsose en relación con los cónsules de Argel y de Túnez, venció sus temores y acabó por hacerles aceptar, a título de capellanes, dos o tres individuos de los más eminentes de su Congregación, número que fué aumentando sucesivamente, hasta colocar uno o dos en cada mazmorra. Mas como estos sacerdotes no tenían la suficiente autoridad y libertad para acudir en ayuda de los pobres esclavos, tuvo una osada inspiración. Hizo comprar por la duquesa de Aiguillon los susodichos consulados, cargos que, según costumbre de la época, eran vendidos por el Gobierno; cedíalos en un principio a piadosos seglares, y, por fin, los confió a los sacerdotes mismos de la Misión, invistiendo a éstos como cónsules, y con el fin de facilitarles los medios de socorrer a los cristianos, de todos los poderes y prerrogativas anejos a este cargo.
Era éste un proyecto tan atrevido, que Roma hubo de oponer algunas dificultades. «Vicente respondió que en el presente caso no se trataba ni de intereses ni de política, sino únicamente del servicio de Dios y de los cristianos, a cuya seguridad sólo se podía proveer poniendo los consulados en manos de sacerdotes; que el asunto en cuestión era una obra de caridad y no de interés, de abnegación y no de rendimiento, hasta el punto de servir de no pequeña carga a la Compañía.
Como la Propaganda no se diera por satisfecha, escribió nuevamente San Vicente de Paúl.
Y la Propaganda debió de rendirse a sus razones, pues San Vicente, que tan sumiso era a todas las órdenes de Roma, no sólo prosiguió su obra de los consulados, sino que le dió más anchas bases.
Exquisito, por lo demás, era el cuidado con que San Vicente de Paúl elegía a aquellos que, ya con el titulo de cónsules, ya en calidad de simples misioneros, enviaba a las costas de Argel, pues sabía los peligros que en ellas les aguardaban. Casi todos, en efecto, murieron mártires; unos en un contagio, otros bajo el bastón y malos tratamientos de los turcos, quiénes en una hoguera y quiénes atados a la boca de un cañón. Fué el primero en salir para Túnez el señor Guerin, a quien nuestro Santo dió por compañero un hermano digno de él, Francisco Francillon. El señor Guerin había seguido la carreara de las armas antes de ser sacerdote. Su intrepidez y serenidad en medio de los apestados de la Lorena y de la Champaña había sido admirable. Honda fué la alegría que experimentó al saber su misión.
Poco después fué a reunirse y a ayudar al señor Guerin, Juan Le Vacher.
Este fué el héroe de las misiones africanas. Su celo y caridad con los cautivos; su firmeza en frente del bey; las múltiples cuanto inmerecidas vejaciones e insultos que en el cumplimiento de sus funciones tuvo que sufrir; lo fecundo de su consulado; lo prolongado de su vejez, que le permitió sobrevivir a San Vicente de Paúl; lo glorioso de su muerte, sufrida a la boca de un cañón; todo esto hizo de él el tipo más acabado del misionero en las costas africanas.
Mientras se ocupaba San Vicente en proveer con tanto cuidado a las necesidades de Túnez, enviaba también misioneros a Argel.
No sólo por medio de sus Hijos, sino personalmente también, procuraba San Vicente aliviar cuanto podía la desgraciada suerte de los esclavos. Por una atención de exquisita delicadeza, su habitación había llegado a ser la oficina de Correos del África: a ella venían a parar las cartas de los esclavos para sus familias, quienes, a su vez, no tenían otro medio más expedito de comunicarse con ellos que por medio del Santo.
Ni eran solamente cartas lo que él recibía para los infelices cautivos, sino también dinero. Asombra ver hasta qué punto se ocupa del particular en sus cartas.
Las preocupaciones de nuestro Santo por la situación material de los cautivos no eran, sin embargo, nada con relación a las inquietudes que el peligro de sus almas le hacía experimentar. Conocía perfectamente cuán expuestos estaban al olvido de Dios, a la desesperación y a la apostasía. En 1649 había en Argel cerca de diez mil apóstatas, mil ochocientos en Túnez y de quinientos a seiscientos en Salé y Trípoli. Todo, no obstante, quedó transformado al aparecer en las mazmorras los Hijos de San Vicente de Paúl. La fe renacía en los unos, el arrepentimiento en los otros. Hubo esclavos que abjuraron de su apostasía en circunstancias heroicas y con peligro de su misma vida. Obtúvose a precio de oro el permiso para establecer en cada mazmorra una capillita con su Santísimo Sacramento, alumbrado día y noche por una lámpara, y aunque con grandes escaseces y privaciones, se celebraba en ella el oficio divino todos los días de fiesta, acudiendo los fieles a él con una piedad y devoción dignas de los primeros tiempos de la Iglesia.
Ni era sólo la piedad lo que florecía en aquellos calabozos, sino el más ardiente entusiasmo por confesar la fe, aun a costa del martirio. Admirables son los ejemplos que de ello nos quedan, y que sentimos no transcribir aquí por falta de espacio.
La nueva de cada uno de ellos era un día de gloria para San Vicente. Tanta fe, tanta heroica firmeza, le enardecían y enajenaban. Ni .podía dejar de traducir su alegría en cartas admirables gracias con verdadera efusión a sus misioneros.
Ni era solamente dinero lo que costaba esta gran empresa de la redención y alivio de los esclavos berberiscos, sino también no poca sangre. Apenas había día en que San Vicente no tuviera aviso de algún nuevo sufrimiento o del martirio de alguno de los suyos. «Nos va el ser quemados vivos—escribía el señor Novelli—si somos sorprendidos ejerciendo algún acto religioso en casa de un turco.» «No se puede echar el pie fuera de casa con los hábitos eclesiásticos sin ser seguido de una banda de turcos que os escupen al rostro y os dan de bofetadas».
El señor Guerin tuvo que andar oculto por espacio de un mes, recelando a cada instante que algún esbirro viniese a prenderle para quemarle vivo, a lo que el celoso apóstol ya se había dispuesto. En una palabra: el misionero que ponía los pies en aquel país no respiraba sino bajo el amago del látigo, del bastón, de la horca, del fuego o de otros suplicios, cada cual más horrible y espantoso. Los que no morían por efecto del cansancio o de los malos tratamientos, eran arrebatados por la peste.
Mas al fin la peste se ceñía a un periodo más o menos largo de tiempo; lo que jamás menguaba ni cedía eran las vejaciones y burlas. Ni bastaba el título de cónsul para poner a cubierto de ellas al que le llevaba: con frecuencia era causa de todo lo contrario. Defendidos por el mar y sus poderosas flotas, los beyes de Argel y de Túnez hacían apurar a aquéllos el cáliz de todas las amarguras, y no perdonaban medio ninguno para obligarles a abandonar aquellas costas. No habiendo conseguido el de Túnez con sus amenazas hacer marchar al señor Le Vacher, le hizo atar a la boca de un cañón, y «de su seno homicida, como ha dicho monseñor Dupuch, fué lanzada su alma a los cielos».
Y estos a quienes de este modo se trataba eran los cónsules, los representantes de Francia y de Luis XIV. Nuestro Santo se llenaba de indignación. Se le aconsejó abandonara una obra que tantas espinas y tan pocos frutos producía, y para la que en vano había recurrido a Mazarino y a Luis XIV.
Pero no solamente se negó a desamparar a los cautivos, sino que, viendo que no podía contar para nada con el Estado, concibió el arriesgado proyecto de levantar por sí mismo una flota y de castigar por las armas a aquellos que por modo tan indigno jugaban con la vida de los cristianos y con el honor de una nación católica. Entabló al efecto negociaciones con un marino intrépido, conocido bajo el nombre del caballero Paúl, que, nacido en una barca e incorporado a los siete años, por sorpresa y sin anuencia del capitán, a la tripulación de un buque, pasó rápidamente de grumete a marinero, de marinero a soldado, de soldado a capitán, y a fuerza de increíbles hazañas, de capitán a jefe de escuadra, y de jefe de escuadra a lugarteniente general y vicealmirante del Mediterráneo. Ninguna empresa más conforme al genio aventurero y solador del caballero Paúl que la que meditaba Vicente. Comenzó éste al punto a recoger los fondos necesarios para la expedición, y al fin de orillar toda clase de obstáculos, obtuvo del cardenal-ministro y de Luis XIV, por medio de la duquesa de Aiguillon, que fuese considerada, no como una empresa particular, sino como cosa del Estado. Consérvanse una porción de cartas de San Vicente de Paúl encaminadas a avivar la fe del caballero Paúl y a disponer la expedición.
Todo estaba ya casi preparado, cuando murió San Vicente de Paúl. La expedición falló por entonces; pero la idea se conservó viva en la conciencia del pueblo francés. Fomentada por la duquesa de Aiguillon, de quien pasó al duque de Beaufort, comandante de la Armada, y recogida con nuevos bríos por Tourville, comenzó a tomar cuerpo con el almirante Duquesne, quien lanzó un millar de bombas sobre Argel, obligando a capitular a los turcos y despertando en todos los cautivos del Occidente un verdadero entusiasmo.
Con todo, fue menester esperar ciento cincuenta años para ver realizado, por un nieto de Luis XIV, el pensamiento de San Vicente de Paúl. Lacordaire, hablando del bienaventurado Pedro Fourrier, dijo: «Por fin—¡sea Dios bendito!—, un simple párroco de aldea ha demostrado tener el alma de un cónsul romano». Digamos con más razón: Ha habido un pobre viejo de ochenta y cinco años que abrigaba el alma de un rey.
San Vicente de Paúl envía misioneros a Irlanda, Escocia, Polonia y Madagascar.
Al mismo tiempo que a Berbería, para consolar a los cautivos, enviaba también San Vicente de Paúl sus misioneros a Inglaterra., Escocia e Irlanda, para ir en ayuda de los católicos oprimidos y vejados por el odio protestante. No obedecía solamente en esto a las inspiraciones de su alma, naturalmente caritativa, sino también a las instancias del Sumo Pontífice, Inocencio X.
Por esta época recibió San Vicente un mensaje de la princesa Luisa María de Gonzaga, llamada poco antes a ocupar el trono de Polonia, en que le pedía algunos misioneros para hacer una fundación en su corte.
Nuestro Santo, que amaba tiernamente a la joven reina, escogió para poner al frente de esta misión a su mismo asistente, el señor Lamberto, hombre de gran virtud. Llegó a Polonia, con otros compañeros, en plena peste.
También envió el Santo a Polonia, poco después, tres Hijas de la Caridad.
Repuestas, después de algunos días, del cansancio del viaje, les dijo la reina:
—Ea, Hermanas mías, ya es hora de que empecemos a trabajar. Una de las tres, la Hermana Margarita, se quedará conmigo, y las otras dos irán a Cracovia a servir a los pobres.
—¡Ah, señora! ¿Qué es lo que decís?—exclamó la aludida—. Nosotras no somos más que tres para servir a los pobres, y Vuestra Majestad tiene en el reino otras tantas personas que os pueden servir mucho mejor que nosotras. Dejad, señora, que aquí, como en todas partes, nos dediquemos a las funciones para que Dios nos ha llamado.
Insistió la reina, mas esta vez la Hija de la Caridad no respondía más que con lágrimas; lo que viendo aquélla, la dijo:
¿De modo, Hermana mía, que rehusáis que- claros a mi servicio?
Dispensadme, señora, pero es que nosotras nos hemos dedicado a Dios para servirle en los pobres.
Hondamente conmovida, la reina dejó que partiesen las tres en ayuda de los apestados.
Al azote de la peste se añadía, en tanto, otro mucho más horrible, el de la guerra. ¡Y qué guerra! Por un lado, los moscovitas, con sus inmensos batallones de cosacos; por otro, la Suecia protestante, con sus aguerridas huestes.
Muerto a poco el señor Lamberto, San Vicente, para reemplazarle, puso los ojos en otro sacerdote de gran virtud, el señor Ozenne, a quien hizo partir inmediatamente pjra su destino. No podía haber arribado a Polonia, en circunstancias más críticas. El protestantismo, que de hecho reinaba ya en Inglaterra, Dinamarca, Suecia y Ho landa y que contaba con el favor político de Mazarino, como antes había contado con el de Richelieu, estaba a punto de apoderarse de Polonia, y, derrotado este baluarte del Catolicismo, de dominar sobre toda la Europa.
Por las cartas que diariamente llegaban al Santo, sabía éste los peligros a que sus misioneros, sus hijos, los Ozenne, los Desdames y los Dupeavoy, estaban expuestos. Los unos eran sorprendidos y despojados de todo por las tropas enemigas, teniendo que huir medio desnudos para no caer prisioneros; los otros languidecían llenos de dolor y de cansancio entre los apestados y enfermos. Conmovíase el Santo con la lectura de tan sublimes ejemplos de abnegación y de caridad, y servíase de ellos para llevar hasta el heroísmo la virtud de sus demás Hijos de San Lázaro.
Alentados y sostenidos por semejante hombre, nada pudo arrancar a los sacerdotes de la misión del seno de Polonia. Arraigándose, por el contrario, en ella más y más cada día, cubrieron el país de una red de seminarios, misiones, parroquias y hospitales, con que han ayudado no poco a aquellos infelices pueblos a beber el cáliz de hieles que, más que otro ninguno, han tenido que apurar por mantener su nacionalidad y su fe.
La entrada de los sacerdotes de la misión en Italia no reconoció semejantes dificultades: cosa muy natural, tratándose de un país eminentemente católico.
Así es que no tardaron mucho en establecerse en Roma, Turín, Génova, Viterbo y Palestrina, dando en todas partes misiones con un éxito extraordinario, organizando entre el clero las conferencias de los martes y los retiros espirituales, y dirigiendo, por orden del Sumo Pontífice, los Ejercicios de los ordenados.
A una indicación del Sumo Pontífice, le faltó tiempo para enviar sus sacerdotes a Madagascar, isla entonces habitada únicamente por cuatrocientos o quinientos mil salvajes, casi desnudos y horriblemente degradados, y tan malsana, que solía Ilamársela el cementerio de Europa.
Con la toma de posesión de Madagascar, San Vicente de Paúl había puesto su Compañía en camino para ambas Américas, para la India, para la China y para el Japón. Clavado en el sillón y abatido por los años, no perdía de vista aquellas inmensas regiones, adonde le impulsaba su espíritu emprendedor y su corazón generoso, y adonde hubiera querido llevar a sus discípulos. El sólo se ocupó en disponer misiones para el Asia, Persia, Babilonia y el Brasil, sino que hasta quiso penetrar en la China.
Casi todas estas misiones han llegado, en efecto, a realizarse; mas San Vicente de Paúl no las ha visto sino desde lo alto de los cielos.
Expansión de las Hijas de la Caridad.–San Vicente de Paúl les da las reglas (1655).
La propagación de las Hijas ele la Caridad no ¡labia sido tan rápida como la de los Sacerdotes de la Misión. Si se exceptúa Polonia, aún no habían traspasado las fronteras de Francia. Aquí mismo apenas si contaban unas cincuenta casas; mas el interés con que en todas partes se las pedía, daba bien a entender que había llegado la hora del desarrollo y de la expansión.
Fundadas en 1633 para ayudar a las damas de la Junta en la visita a domicilio que hacían a los pobres, comenzaron a salir de la oscuridad de esta posición secundaria en virtud de su misma humildad, de su abnegación y de su modestia. Sin que ellas lo intentasen, y aun sin darse cuenta de ello, las damas fueron haciéndose atrás y quedando en segundo término. De esta suerte penetraron en los hospitales.
Al mismo tiempo, y siempre por la fuerza misma de las cosas, los niños expósitos fueron quedando también a cargo de las Hijas de la Caridad.
Así cada año les salía al encuentro una nueva obra. Después de los niños expósitos, las escuelas. Las inauguraron en 1641, y desde entonces han seguido sosteniéndolas con un tesón digno de tan buena causa.
Jamás podrá olvidarse otro servicio que las Hijas de San Vicente comenzaban a hacer a la sociedad y a las almas, servicio excepcional y el más hermoso de todos: el de asistir a los heridos en el campo de batalla. En las últimas guerras había habido ocasión de contemplarlas de cerca en el cumplimiento de su ministerio, y se las había juzgado insustituibles.
De todas partes eran pedidas las Hijas de la Caridad. Bien pronto no bastaron los límites de Francia ni aun los de Europa a contener su celo.
—Vuestro nombre—les decía San Vicente—.se extiende a todas partes como por encanto: ha llegado hasta Madagascar, donde os estiman ya y os desean.
Y, fijos los ojos en el porvenir y mostrando a sus Hijas los puntos más distantes del globo, les decía:
—Tiempo vendrá en que el Señor os hará un puesto en el África y en las Indias.
Aún no tenían, sin embargo, reglas escritas; San Vicente de Paúl se iba haciendo viejo; ya tenía setenta y nueve años, y todo el mundo temblaba a la sola idea de que muriese sin haber definitivamente constituido su Compañía de Hijas de la Caridad.
Mas si San Vicente no se daba prisa en redactar las constituciones de las Hijas de la Caridad, tampoco las echaba en olvido. Poco a poco iba determinando las líneas generales y aun los pormenores más característicos de la Asociación. Ya había fijado y hecho practicar a su vista no pocos puntos esenciales. Mas quedaban aún muchos y muy delicados, dos sobre todo, por resolver y aclarar. El primero consistía en saber a quién se había de confiar definitivamente el gobierno de las Hijas de la Caridad. ¿Sería el superior general de los Sacerdotes de la Misión y sucesor inmediato de San Vicente, cosa, al parecer, muy obvia, ya que ambas comunidades eran ramas de un mismo tronco y de un mismo espíritu? ¿Seria, por el contrario, un superior especial, nombrado por el arzobispo de París, como sucedía con las religiosas del Carmen, con las de la Visitación y con muchas otras Órdenes religiosas? Por humildad, por espíritu de rendida obediencia al Episcopado, San Vicente se inclinaba a este último partido; pero la señora Le Gras estuvo durante cinco años exponiendo al Santo poderosas razones en favor del otro procedimiento, y por último se las presentó en una detallada Memoria, que lo convenció, al fin, de que el Superior general de sus Hijas no debía ser otro que el de los Sacerdotes de la Misión.
Resuelta esta primera dificultad con un acierto que los siglos se han encargado de demostrar, faltaba resolver la segunda. Bajo el gobierno de los Superiores generales de la Misión, la Congregación debía tener a su frente una Superiora que desde París dirigiese las casas de las Hijas de la Caridad extendidas por todo el mundo.
Mas esta Superiora, ¿entre quiénes debía ser elegida? ¿Entre las Hijas de la Caridad, o entre las Damas?
Después de pesar las razones que de uno y otro lado se presentaban, San Vicente de Paúl decidió que la Superior General fuese una de las Hijas de la Caridad.
Añadid a estas dos ordenanzas las que de mucho antes, por espacio de diez años, se venían practicando en toda la Congregación; juntad todas estas disposiciones, y ahí tenéis la regla.
No faltaba más que ordenarlas y ponerlas en escrito, y esto es lo que hizo San Vicente de Paúl en 1655, de setenta y nueve años de edad, en la madurez de su discreción y de su experiencia y en la plenitud de su humildad y de su santidad.
Terminada la redacción de las reglas, San Vicente de Paúl quiso dar a sus Hijas el consuelo de oír la lectura de las mismas en una solemne junta que para el efecto convocó, y que se reunió el 30 de mayo de 1655.
Hecho esto, parece que la misión de San Vicente de Paúl para con las Hijas de la Caridad estaba terminada.
Mas ¿cómo abandonar a sus queridas Hijas? Ni sus ochenta años, que ya estaban para caer, ni la muchedumbre de sus quehaceres, ni una correspondencia a todas luces abrumadora, ni la debilidad de las piernas, que ya se negaban a sostenerle, podían ser bastante para impedirle el visitarlas.
A la manera del artista, que jamás se cansa en pulir y perfeccionar su obra hasta trasladar a ella la ideal y suprema hermosura de su concepción, el Santo no dejaba transcurrir un miércoles sin explicar a sus amadas Hijas las reglas que les habla dado.
La explicación que de estas regias hizo el Santo, analizándolas una por una y hasta en sus menores detalles, comprende treinta y cuatro conferencias, únicas que han llegado hasta nosotros entre las doscientas que en los últimos años de su vida dirigió a sus Hijas. En ellas no hace más que recordarles lo que en otras ocasiones les había dicho, pero siempre con acento más vivo y penetrante.
Al modo que San Juan sólo sabía decir en su vejez estas palabras: «Amaos los unos a los otros», San Vicente de Paúl, a los ochenta y cinco años, sólo sabía decir estas otras: «Amad a los pobres; ellos son nuestros amos».
Estas palabras de San Vicente dieron sus frutos. Contra lo que suele suceder, San Vicente de Paúl realizó en este mundo su ideal, y le realizó por completo. No hay pueblo en la tierra que no haya visto a las Hijas de la Caridad, y nadie ha dejado de reconocer en ellas, aun o simple vista, a las verdaderas Hijas de San Vicente de Paúl. A dos mil ha llegado el número de sus fundaciones ¿A qué tierras del orbe no han llegado sus blancas tocas?
San Vicente de Paúl da las reglas a los Sacerdotes de la Misión (1658)
Al propio tiempo que San Vicente de Paúl daba las reglas a las Hijas de la Caridad, gestionaba en Roma, sin ninguna apariencia de éxito, la aprobación de las Constituciones de los Sacerdotes de la Misión. Una grave dificultad se presentaba: el carácter que el Santo quería dar a su Congregación, reñido con todos los antecedentes que sobre el particular nos había conservado la tradición canónica. Oponíase a todo trance a que sus sacerdotes fuesen religiosos. En un principio hasta había vacilado en sujetarlos con votos. Avínose, por fin, a que los hiciesen, pero simples, no solemnes, insistiendo en que de ningún modo se constituyesen en Orden religiosa. Los Misioneros no tomarían el título de Padre, sino que conservarían el de Señor, unido al apellido. Podrían gozar de sus bienes con el beneplácito del superior, y vestirían el hábito talar de los sacerdotes seglares, de quienes no debían distinguirse sino por una más ejemplar modestia y por una regularidad más perfecta. A haber pedido a San Vicente las razones porque no quería que sus discípulos fuesen religiosos, nos las habría dado, sin duda, muy buenas; mas donde principalmente hemos de buscar el móvil revelador de su conducta es en aquel soplo del espíritu de Dios que pasa por la Iglesia y que, adaptándose maravillosamente a los tiempos y circunstancias de la vida, después de haber creado en la Edad Media tan eminentes y fecundas Órdenes religiosas, iba a cubrir los tiempos modernos de simples Congregaciones no menos santas, ni menos fervorosas, ni menos fecundas.
Alejandro VII, por un Breve fechado en 22 de septiembre de 1655, aprobó el principio fundamental de los estatutos que San Vicente de Paúl había redactado, a saber: que los sacerdotes de la Misión harían votos simples de pobreza, castidad y obediencia, sin que por esto la Congregación debiera contarse en el número de las Órdenes religiosas.
La lectura de este Breve proporcionó a San Vicente indecible contento. Por fin, iba a poder dar la última mano a las Reglas y Estatutos de la Compañía, por tanto tiempo esperados, y que tan precisos se iban haciendo por la avanzada edad de su fundador.
Reuniólas en doce capítulos, suavemente impregnados todos ellos del amor de Dios, y una vez terminadas, congregó a sus Hijos para entregárselas solemnemente.
Reunida la Comunidad en San Lázaro, San Vicente de Paúl comenzó exponiendo a sus Hijos las razones que había tenido en retardar hasta entonces aquel acto, asegurándoles que no les debía pesar de ello.
Dadas las reglas, San Vicente de Paúl comenzó a explicarlas. Los miércoles exponía las de las Hijas de la Caridad; los viernes, las de los sacerdotes de la Misión. Era su postrera obra.