Vida de San Vicente de Paúl (Capítulo 5)

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Autor: Desconocido · Año publicación original: 1911 · Fuente: Apostolado de la Prensa (Madrid).
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Capítulo V: San Vicente de Paúl da la última mano a sus dos obras principales: los Sacerdotes de la Misión y las Hijas de la Caridad

Los Sacerdotes y Hermanos de la Misión se extienden por todo el mundo.—Sus trabajos en Berbería (1652).

vida san vicente de paulDe todos los países en que San Vicente deseaba establecer las Misiones, el que más le llamaba era el de la Berbería, sometido a la bárbara coyunda del turco. En Argel arrastraban la cadena más de veinte mil cautivos; en Túnez, de cinco a seis mil.

Apenas había día en que no arribaseis a los puertos de Argel y Túnez galeras turcas llevando doscientos, trescientos, cuatrocientos y quinien­tos cautivos apresados en el mar: nobles, caba­lleros, sacerdotes, jóvenes pertenecientes a las más ilustres familias, etc., etc. Desnudos com­pletamente, hombres y mujeres eran expuestos en los mercados públicos a la puja del mejor pos­tor, quien, dueño de su mercancía y con derecho de vida y muerte sobre ella, la llevaba a sus po­sesiones, donde la pobre víctima era objeto de los más abominables tratamientos.

¡Y Francia soportaba todo sin estremecerse y lo toleraba a sus puertas!

No faltaban cónsules franceses en Argel, Tú­nez y Trípoli. Mas separados de su nación por un mar que era difícil atravesar impunemente, que­daban reducidos a la impotencia. En virtud de los tratados hechos entre el rey de Francia y el sultán, podían los cónsules tener consigo un sacerdote, al menos, en calidad de capellán; mas no atreviéndose aquéllos a poner en práctica esta disposición por miedo a los turcos, era gran­de la falta que de sacerdotes se echaba de menos en África. Miles de esclavos tenían que estar, en consecuencia, privados de todo auxilio espiritual, y casi por entero abandonados. San Vicente de Paúl resolvió hacer un esfuerzo para poner fin a tantos males. Púsose en relación con los cón­sules de Argel y de Túnez, venció sus temores y acabó por hacerles aceptar, a título de capella­nes, dos o tres individuos de los más eminentes de su Congregación, número que fué aumentan­do sucesivamente, hasta colocar uno o dos en cada mazmorra. Mas como estos sacerdotes no tenían la suficiente autoridad y libertad para acudir en ayuda de los pobres esclavos, tuvo una osada inspiración. Hizo comprar por la duquesa de Aiguillon los susodichos consulados, cargos que, según costumbre de la época, eran vendi­dos por el Gobierno; cedíalos en un principio a piadosos seglares, y, por fin, los confió a los sacerdotes mismos de la Misión, invistiendo a és­tos como cónsules, y con el fin de facilitarles los medios de socorrer a los cristianos, de todos los poderes y prerrogativas anejos a este cargo.

Era éste un proyecto tan atrevido, que Roma hubo de oponer algunas dificultades. «Vicente respondió que en el presente caso no se trataba ni de intereses ni de política, sino únicamente del servicio de Dios y de los cristianos, a cuya seguridad sólo se podía proveer poniendo los con­sulados en manos de sacerdotes; que el asunto en cuestión era una obra de caridad y no de interés, de abnegación y no de rendimiento, has­ta el punto de servir de no pequeña carga a la Compañía.

Como la Propaganda no se diera por satisfe­cha, escribió nuevamente San Vicente de Paúl.

Y la Propaganda debió de rendirse a sus razo­nes, pues San Vicente, que tan sumiso era a to­das las órdenes de Roma, no sólo prosiguió su obra de los consulados, sino que le dió más an­chas bases.

Exquisito, por lo demás, era el cuidado con que San Vicente de Paúl elegía a aquellos que, ya con el titulo de cónsules, ya en calidad de sim­ples misioneros, enviaba a las costas de Argel, pues sabía los peligros que en ellas les aguarda­ban. Casi todos, en efecto, murieron mártires; unos en un contagio, otros bajo el bastón y ma­los tratamientos de los turcos, quiénes en una hoguera y quiénes atados a la boca de un cañón. Fué el primero en salir para Túnez el señor Gue­rin, a quien nuestro Santo dió por compañero un hermano digno de él, Francisco Francillon. El señor Guerin había seguido la carreara de las armas antes de ser sacerdote. Su intrepidez y serenidad en medio de los apestados de la Lore­na y de la Champaña había sido admirable. Hon­da fué la alegría que experimentó al saber su misión.

Poco después fué a reunirse y a ayudar al se­ñor Guerin, Juan Le Vacher.

Este fué el héroe de las misiones africanas. Su celo y caridad con los cautivos; su firmeza en frente del bey; las múltiples cuanto inmerecidas vejaciones e insultos que en el cumplimiento de sus funciones tuvo que sufrir; lo fecundo de su consulado; lo prolongado de su vejez, que le per­mitió sobrevivir a San Vicente de Paúl; lo glo­rioso de su muerte, sufrida a la boca de un ca­ñón; todo esto hizo de él el tipo más acabado del misionero en las costas africanas.

Mientras se ocupaba San Vicente en proveer con tanto cuidado a las necesidades de Túnez, enviaba también misioneros a Argel.

No sólo por medio de sus Hijos, sino personal­mente también, procuraba San Vicente aliviar cuanto podía la desgraciada suerte de los escla­vos. Por una atención de exquisita delicadeza, su habitación había llegado a ser la oficina de Correos del África: a ella venían a parar las car­tas de los esclavos para sus familias, quienes, a su vez, no tenían otro medio más expedito de comunicarse con ellos que por medio del Santo.

Ni eran solamente cartas lo que él recibía para los infelices cautivos, sino también dinero. Asom­bra ver hasta qué punto se ocupa del particular en sus cartas.

Las preocupaciones de nuestro Santo por la situación material de los cautivos no eran, sin embargo, nada con relación a las inquietudes que el peligro de sus almas le hacía experimen­tar. Conocía perfectamente cuán expuestos esta­ban al olvido de Dios, a la desesperación y a la apostasía. En 1649 había en Argel cerca de diez mil apóstatas, mil ochocientos en Túnez y de quinientos a seiscientos en Salé y Trípoli. Todo, no obstante, quedó transformado al apa­recer en las mazmorras los Hijos de San Vicen­te de Paúl. La fe renacía en los unos, el arrepen­timiento en los otros. Hubo esclavos que abjura­ron de su apostasía en circunstancias heroicas y con peligro de su misma vida. Obtúvose a precio de oro el permiso para establecer en cada maz­morra una capillita con su Santísimo Sacramen­to, alumbrado día y noche por una lámpara, y aunque con grandes escaseces y privaciones, se celebraba en ella el oficio divino todos los días de fiesta, acudiendo los fieles a él con una pie­dad y devoción dignas de los primeros tiempos de la Iglesia.

Ni era sólo la piedad lo que florecía en aque­llos calabozos, sino el más ardiente entusiasmo por confesar la fe, aun a costa del martirio. Ad­mirables son los ejemplos que de ello nos que­dan, y que sentimos no transcribir aquí por fal­ta de espacio.

La nueva de cada uno de ellos era un día de gloria para San Vicente. Tanta fe, tanta heroica firmeza, le enardecían y enajenaban. Ni .podía dejar de traducir su alegría en cartas admirables gracias con verdadera efusión a sus misioneros.

Ni era solamente dinero lo que costaba esta gran empresa de la redención y alivio de los es­clavos berberiscos, sino también no poca sangre. Apenas había día en que San Vicente no tuviera aviso de algún nuevo sufrimiento o del marti­rio de alguno de los suyos. «Nos va el ser que­mados vivos—escribía el señor Novelli—si somos sorprendidos ejerciendo algún acto religioso en casa de un turco.» «No se puede echar el pie fuera de casa con los hábitos eclesiásticos sin ser seguido de una banda de turcos que os escu­pen al rostro y os dan de bofetadas».

El señor Guerin tuvo que andar oculto por espacio de un mes, recelando a cada instante que algún esbirro viniese a prenderle para que­marle vivo, a lo que el celoso apóstol ya se había dispuesto. En una palabra: el misionero que po­nía los pies en aquel país no respiraba sino bajo el amago del látigo, del bastón, de la horca, del fuego o de otros suplicios, cada cual más horri­ble y espantoso. Los que no morían por efecto del cansancio o de los malos tratamientos, eran arrebatados por la peste.

Mas al fin la peste se ceñía a un periodo más o menos largo de tiempo; lo que jamás mengua­ba ni cedía eran las vejaciones y burlas. Ni bas­taba el título de cónsul para poner a cubierto de ellas al que le llevaba: con frecuencia era causa de todo lo contrario. Defendidos por el mar y sus poderosas flotas, los beyes de Argel y de Túnez hacían apurar a aquéllos el cáliz de todas las amarguras, y no perdonaban medio ninguno para obligarles a abandonar aquellas costas. No ha­biendo conseguido el de Túnez con sus amena­zas hacer marchar al señor Le Vacher, le hizo atar a la boca de un cañón, y «de su seno homicida, como ha dicho monseñor Dupuch, fué lanzada su alma a los cielos».

Y estos a quienes de este modo se trataba eran los cónsules, los representantes de Francia y de Luis XIV. Nuestro Santo se llenaba de indigna­ción. Se le aconsejó abandonara una obra que tantas espinas y tan pocos frutos producía, y para la que en vano había recurrido a Maza­rino y a Luis XIV.

Pero no solamente se negó a desamparar a los cautivos, sino que, viendo que no podía contar para nada con el Estado, concibió el arriesgado proyecto de levantar por sí mismo una flota y de castigar por las armas a aquellos que por modo tan indigno jugaban con la vida de los cristianos y con el honor de una nación católica. Entabló al efecto negociaciones con un marino intrépido, conocido bajo el nombre del caballero Paúl, que, nacido en una barca e incorporado a los siete años, por sorpresa y sin anuencia del capitán, a la tripulación de un buque, pasó rápidamente de grumete a marinero, de marinero a soldado, de soldado a capitán, y a fuerza de increíbles hazañas, de capitán a jefe de escuadra, y de jefe de escuadra a lugarteniente general y vice­almirante del Mediterráneo. Ninguna empresa más conforme al genio aventurero y solador del caballero Paúl que la que meditaba Vicente. Co­menzó éste al punto a recoger los fondos nece­sarios para la expedición, y al fin de orillar toda clase de obstáculos, obtuvo del cardenal-ministro y de Luis XIV, por medio de la duquesa de Aiguil­lon, que fuese considerada, no como una empre­sa particular, sino como cosa del Estado. Con­sérvanse una porción de cartas de San Vicente de Paúl encaminadas a avivar la fe del caba­llero Paúl y a disponer la expedición.

Todo estaba ya casi preparado, cuando murió San Vicente de Paúl. La expedición falló por entonces; pero la idea se conservó viva en la conciencia del pueblo francés. Fomentada por la duquesa de Aiguillon, de quien pasó al duque de Beaufort, comandante de la Armada, y recogida con nuevos bríos por Tourville, comenzó a tomar cuerpo con el almirante Duquesne, quien lanzó un millar de bombas sobre Argel, obligan­do a capitular a los turcos y despertando en todos los cautivos del Occidente un verdadero entusiasmo.

Con todo, fue menester esperar ciento cincuen­ta años para ver realizado, por un nieto de Luis XIV, el pensamiento de San Vicente de Paúl. Lacordaire, hablando del bienaventurado Pedro Fourrier, dijo: «Por fin—¡sea Dios bendito!—, un simple párroco de aldea ha demostrado tener el alma de un cónsul romano». Digamos con más razón: Ha habido un pobre viejo de ochenta y cinco años que abrigaba el alma de un rey.

San Vicente de Paúl envía misioneros a Irlanda, Escocia, Polonia y Madagascar.

Al mismo tiempo que a Berbería, para conso­lar a los cautivos, enviaba también San Vicente de Paúl sus misioneros a Inglaterra., Escocia e Irlanda, para ir en ayuda de los católicos opri­midos y vejados por el odio protestante. No obe­decía solamente en esto a las inspiraciones de su alma, naturalmente caritativa, sino también a las instancias del Sumo Pontífice, Inocencio X.

Por esta época recibió San Vicente un mensa­je de la princesa Luisa María de Gonzaga, lla­mada poco antes a ocupar el trono de Polonia, en que le pedía algunos misioneros para hacer una fundación en su corte.

Nuestro Santo, que amaba tiernamente a la joven reina, escogió para poner al frente de esta misión a su mismo asistente, el señor Lamberto, hombre de gran virtud. Llegó a Polonia, con otros compañeros, en plena peste.

También envió el Santo a Polonia, poco des­pués, tres Hijas de la Caridad.

Repuestas, después de algunos días, del can­sancio del viaje, les dijo la reina:

—Ea, Hermanas mías, ya es hora de que em­pecemos a trabajar. Una de las tres, la Hermana Margarita, se quedará conmigo, y las otras dos irán a Cracovia a servir a los pobres.

—¡Ah, señora! ¿Qué es lo que decís?—exclamó la aludida—. Nosotras no somos más que tres para servir a los pobres, y Vuestra Majestad tie­ne en el reino otras tantas personas que os pue­den servir mucho mejor que nosotras. Dejad, se­ñora, que aquí, como en todas partes, nos dedi­quemos a las funciones para que Dios nos ha llamado.

Insistió la reina, mas esta vez la Hija de la Caridad no respondía más que con lágrimas; lo que viendo aquélla, la dijo:

¿De modo, Hermana mía, que rehusáis que- claros a mi servicio?

Dispensadme, señora, pero es que nosotras nos hemos dedicado a Dios para servirle en los pobres.

Hondamente conmovida, la reina dejó que par­tiesen las tres en ayuda de los apestados.

Al azote de la peste se añadía, en tanto, otro mucho más horrible, el de la guerra. ¡Y qué gue­rra! Por un lado, los moscovitas, con sus inmen­sos batallones de cosacos; por otro, la Suecia pro­testante, con sus aguerridas huestes.

Muerto a poco el señor Lamberto, San Vicente, para reemplazarle, puso los ojos en otro sacerdo­te de gran virtud, el señor Ozenne, a quien hizo partir inmediatamente pjra su destino. No po­día haber arribado a Polonia, en circunstancias más críticas. El protestantismo, que de hecho rei­naba ya en Inglaterra, Dinamarca, Suecia y Ho landa y que contaba con el favor político de Mazarino, como antes había contado con el de Richelieu, estaba a punto de apoderarse de Po­lonia, y, derrotado este baluarte del Catolicismo, de dominar sobre toda la Europa.

Por las cartas que diariamente llegaban al Santo, sabía éste los peligros a que sus misione­ros, sus hijos, los Ozenne, los Desdames y los Dupeavoy, estaban expuestos. Los unos eran sor­prendidos y despojados de todo por las tropas enemigas, teniendo que huir medio desnudos para no caer prisioneros; los otros languidecían lle­nos de dolor y de cansancio entre los apestados y enfermos. Conmovíase el Santo con la lectura de tan sublimes ejemplos de abnegación y de caridad, y servíase de ellos para llevar hasta el heroísmo la virtud de sus demás Hijos de San Lázaro.

Alentados y sostenidos por semejante hombre, nada pudo arrancar a los sacerdotes de la misión del seno de Polonia. Arraigándose, por el contra­rio, en ella más y más cada día, cubrieron el país de una red de seminarios, misiones, parro­quias y hospitales, con que han ayudado no poco a aquellos infelices pueblos a beber el cáliz de hieles que, más que otro ninguno, han tenido que apurar por mantener su nacionalidad y su fe.

La entrada de los sacerdotes de la misión en Italia no reconoció semejantes dificultades: cosa muy natural, tratándose de un país eminente­mente católico.

Así es que no tardaron mucho en establecerse en Roma, Turín, Génova, Viterbo y Palestrina, dando en todas partes misiones con un éxito ex­traordinario, organizando entre el clero las con­ferencias de los martes y los retiros espirituales, y dirigiendo, por orden del Sumo Pontífice, los Ejercicios de los ordenados.

A una indicación del Sumo Pontífice, le faltó tiempo para enviar sus sacerdotes a Madagascar, isla entonces habitada únicamente por cua­trocientos o quinientos mil salvajes, casi desnu­dos y horriblemente degradados, y tan malsana, que solía Ilamársela el cementerio de Europa.

Con la toma de posesión de Madagascar, San Vicente de Paúl había puesto su Compañía en camino para ambas Américas, para la India, para la China y para el Japón. Clavado en el sillón y abatido por los años, no perdía de vista aquellas inmensas regiones, adonde le impulsaba su es­píritu emprendedor y su corazón generoso, y adonde hubiera querido llevar a sus discípulos. El sólo se ocupó en disponer misiones para el Asia, Persia, Babilonia y el Brasil, sino que has­ta quiso penetrar en la China.

Casi todas estas misiones han llegado, en efec­to, a realizarse; mas San Vicente de Paúl no las ha visto sino desde lo alto de los cielos.

Expansión de las Hijas de la Caridad.–San Vicente de Paúl les da las reglas (1655).

La propagación de las Hijas ele la Caridad no ¡labia sido tan rápida como la de los Sacerdotes de la Misión. Si se exceptúa Polonia, aún no habían traspasado las fronteras de Francia. Aquí mismo apenas si contaban unas cincuenta ca­sas; mas el interés con que en todas partes se las pedía, daba bien a entender que había llega­do la hora del desarrollo y de la expansión.

Fundadas en 1633 para ayudar a las damas de la Junta en la visita a domicilio que hacían a los pobres, comenzaron a salir de la oscuridad de esta posición secundaria en virtud de su mis­ma humildad, de su abnegación y de su modestia. Sin que ellas lo intentasen, y aun sin darse cuenta de ello, las damas fueron haciéndose atrás y quedando en segundo término. De esta suerte penetraron en los hospitales.

Al mismo tiempo, y siempre por la fuerza mis­ma de las cosas, los niños expósitos fueron que­dando también a cargo de las Hijas de la Ca­ridad.

Así cada año les salía al encuentro una nue­va obra. Después de los niños expósitos, las es­cuelas. Las inauguraron en 1641, y desde enton­ces han seguido sosteniéndolas con un tesón dig­no de tan buena causa.

Jamás podrá olvidarse otro servicio que las Hijas de San Vicente comenzaban a hacer a la sociedad y a las almas, servicio excepcional y el más hermoso de todos: el de asistir a los heridos en el campo de batalla. En las últimas guerras había habido ocasión de contemplarlas de cerca en el cumplimiento de su ministerio, y se las había juzgado insustituibles.

De todas partes eran pedidas las Hijas de la Caridad. Bien pronto no bastaron los límites de Francia ni aun los de Europa a contener su celo.

—Vuestro nombre—les decía San Vicente—.se extiende a todas partes como por encanto: ha llegado hasta Madagascar, donde os estiman ya y os desean.

Y, fijos los ojos en el porvenir y mostrando a sus Hijas los puntos más distantes del globo, les decía:

—Tiempo vendrá en que el Señor os hará un puesto en el África y en las Indias.

Aún no tenían, sin embargo, reglas escritas; San Vicente de Paúl se iba haciendo viejo; ya tenía setenta y nueve años, y todo el mundo temblaba a la sola idea de que muriese sin ha­ber definitivamente constituido su Compañía de Hijas de la Caridad.

Mas si San Vicente no se daba prisa en redac­tar las constituciones de las Hijas de la Caridad, tampoco las echaba en olvido. Poco a poco iba determinando las líneas generales y aun los por­menores más característicos de la Asociación. Ya había fijado y hecho practicar a su vista no po­cos puntos esenciales. Mas quedaban aún muchos y muy delicados, dos sobre todo, por resolver y aclarar. El primero consistía en saber a quién se había de confiar definitivamente el gobierno de las Hijas de la Caridad. ¿Sería el superior gene­ral de los Sacerdotes de la Misión y sucesor in­mediato de San Vicente, cosa, al parecer, muy obvia, ya que ambas comunidades eran ramas de un mismo tronco y de un mismo espíritu? ¿Se­ria, por el contrario, un superior especial, nom­brado por el arzobispo de París, como sucedía con las religiosas del Carmen, con las de la Vi­sitación y con muchas otras Órdenes religiosas? Por humildad, por espíritu de rendida obedien­cia al Episcopado, San Vicente se inclinaba a este último partido; pero la señora Le Gras es­tuvo durante cinco años exponiendo al Santo po­derosas razones en favor del otro procedimiento, y por último se las presentó en una detallada Memoria, que lo convenció, al fin, de que el Su­perior general de sus Hijas no debía ser otro que el de los Sacerdotes de la Misión.

Resuelta esta primera dificultad con un acierto que los siglos se han encargado de demostrar, faltaba resolver la segunda. Bajo el gobierno de los Superiores generales de la Misión, la Congre­gación debía tener a su frente una Superiora que desde París dirigiese las casas de las Hijas de la Caridad extendidas por todo el mundo.

Mas esta Superiora, ¿entre quiénes debía ser elegida? ¿Entre las Hijas de la Caridad, o entre las Damas?

Después de pesar las razones que de uno y otro lado se presentaban, San Vicente de Paúl decidió que la Superior General fuese una de las Hijas de la Caridad.

Añadid a estas dos ordenanzas las que de mu­cho antes, por espacio de diez años, se venían practicando en toda la Congregación; juntad to­das estas disposiciones, y ahí tenéis la regla.

No faltaba más que ordenarlas y ponerlas en escrito, y esto es lo que hizo San Vicente de Paúl en 1655, de setenta y nueve años de edad, en la madurez de su discreción y de su experiencia y en la plenitud de su humildad y de su santidad.

Terminada la redacción de las reglas, San Vi­cente de Paúl quiso dar a sus Hijas el consuelo de oír la lectura de las mismas en una solemne junta que para el efecto convocó, y que se reunió el 30 de mayo de 1655.

Hecho esto, parece que la misión de San Vi­cente de Paúl para con las Hijas de la Caridad estaba terminada.

Mas ¿cómo abandonar a sus queridas Hijas? Ni sus ochenta años, que ya estaban para caer, ni la muchedumbre de sus quehaceres, ni una correspondencia a todas luces abrumadora, ni la debilidad de las piernas, que ya se negaban a sos­tenerle, podían ser bastante para impedirle el visitarlas.

A la manera del artista, que jamás se cansa en pulir y perfeccionar su obra hasta trasladar a ella la ideal y suprema hermosura de su concep­ción, el Santo no dejaba transcurrir un miércoles sin explicar a sus amadas Hijas las reglas que les habla dado.

La explicación que de estas regias hizo el San­to, analizándolas una por una y hasta en sus menores detalles, comprende treinta y cuatro conferencias, únicas que han llegado hasta nos­otros entre las doscientas que en los últimos años de su vida dirigió a sus Hijas. En ellas no hace más que recordarles lo que en otras ocasiones les había dicho, pero siempre con acento más vivo y penetrante.

Al modo que San Juan sólo sabía decir en su vejez estas palabras: «Amaos los unos a los otros», San Vicente de Paúl, a los ochenta y cinco años, sólo sabía decir estas otras: «Amad a los pobres; ellos son nuestros amos».

Estas palabras de San Vicente dieron sus fru­tos. Contra lo que suele suceder, San Vicente de Paúl realizó en este mundo su ideal, y le realizó por completo. No hay pueblo en la tie­rra que no haya visto a las Hijas de la Cari­dad, y nadie ha dejado de reconocer en ellas, aun o simple vista, a las verdaderas Hijas de San Vicente de Paúl. A dos mil ha llegado el núme­ro de sus fundaciones ¿A qué tierras del orbe no han llegado sus blancas tocas?

San Vicente de Paúl da las reglas a los Sacerdotes de la Misión (1658)

Al propio tiempo que San Vicente de Paúl daba las reglas a las Hijas de la Caridad, gestionaba en Roma, sin ninguna apariencia de éxito, la aprobación de las Constituciones de los Sacerdotes de la Misión. Una grave dificultad se presentaba: el carácter que el Santo quería dar a su Congregación, reñido con todos los antece­dentes que sobre el particular nos había conser­vado la tradición canónica. Oponíase a todo trance a que sus sacerdotes fuesen religiosos. En un principio hasta había vacilado en sujetarlos con votos. Avínose, por fin, a que los hiciesen, pero simples, no solemnes, insistiendo en que de ningún modo se constituyesen en Orden reli­giosa. Los Misioneros no tomarían el título de Padre, sino que conservarían el de Señor, unido al apellido. Podrían gozar de sus bienes con el beneplácito del superior, y vestirían el hábito talar de los sacerdotes seglares, de quienes no de­bían distinguirse sino por una más ejemplar mo­destia y por una regularidad más perfecta. A haber pedido a San Vicente las razones porque no quería que sus discípulos fuesen religiosos, nos las habría dado, sin duda, muy buenas; mas donde principalmente hemos de buscar el móvil revelador de su conducta es en aquel soplo del espíritu de Dios que pasa por la Iglesia y que, adaptándose maravillosamente a los tiempos y circunstancias de la vida, después de haber crea­do en la Edad Media tan eminentes y fecundas Órdenes religiosas, iba a cubrir los tiempos mo­dernos de simples Congregaciones no menos san­tas, ni menos fervorosas, ni menos fecundas.

Alejandro VII, por un Breve fechado en 22 de septiembre de 1655, aprobó el principio funda­mental de los estatutos que San Vicente de Paúl había redactado, a saber: que los sacerdotes de la Misión harían votos simples de pobreza, cas­tidad y obediencia, sin que por esto la Congrega­ción debiera contarse en el número de las Órde­nes religiosas.

La lectura de este Breve proporcionó a San Vicente indecible contento. Por fin, iba a poder dar la última mano a las Reglas y Estatutos de la Compañía, por tanto tiempo esperados, y que tan precisos se iban haciendo por la avanzada edad de su fundador.

Reuniólas en doce capítulos, suavemente im­pregnados todos ellos del amor de Dios, y una vez terminadas, congregó a sus Hijos para entre­gárselas solemnemente.

Reunida la Comunidad en San Lázaro, San Vicente de Paúl comenzó exponiendo a sus Hi­jos las razones que había tenido en retardar has­ta entonces aquel acto, asegurándoles que no les debía pesar de ello.

Dadas las reglas, San Vicente de Paúl co­menzó a explicarlas. Los miércoles exponía las de las Hijas de la Caridad; los viernes, las de los sacerdotes de la Misión. Era su postrera obra.

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