Vida de San Vicente de Paúl (Capítulo 1)

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de Paúl1 Comment

CREDITS
Author: Desconocido · Year of first publication: 1911 · Source: Apostolado de la Prensa (Madrid).
Estimated Reading Time:

Capítulo I: Dios prepara a San Vicente para la gran misión que le habría de encomendar

Nacimiento del Santo.—Su educación.—Su ordenación (1576-1600).

vida san vicente de paulNació Vicente de Paúl, el 24 de abril de 1576, en Pouy, aldea de setecientos a ochocientos ha­bitantes, en el departamento de las Landas, dis­trito de Dax, en Francia. Sus padres se llama­ban Juan de Paúl y Beltrana de Moras. No eran nobles arruinados, como algunos críticos han apuntado, sino humildes lugareños, sin relación ninguna con las altas clases sociales, como el mismo Vicente repetía con tanta frecuencia.

Bajo de cuerpo, cojo, algo astuto y sagaz, como lo son por regla general todos los aldeanos, el padre de Vicente era tan buen cristiano como hombre de bien. La madre era piadosa. Algunos han creído que era de condición superior a la de su marido, pero el hecho no aparece con clari­dad. Cierto día que una pobre vieja, queriendo obtener más fácilmente limosna de nuestro Santo, le decía que había estado de criada de su señora madre:

—¡Oh!, ¡oh!, mi buena mujer—la replicó aquél—, no; os equivocáis: mi madre jamás ha tenido criada; antes, ella misma lo fue, siendo, como era, la mujer de un pobre aldeano.

Aún subsiste la humilde casa donde vivía este cristiano matrimonio y donde nació San Vicen­te. Como todas las de los aldeanos de aquel país, está formada por paredes de arcilla amasada con paja, tramadas y unidas por gruesos postes de encina ligeramente desbastados. La casa es bastante grande, y consta de un piso bajo con cinco divisiones, sobre las cuales corre un doble granero.

Cuatro o cinco hectáreas de tierra, que se ex­tendían alrededor de la casa, completaban la reducida hacienda del padre de San Vicente de Paúl.

No era, ciertamente, dicha heredad una ri­queza, sobre todo teniendo en cuenta los seis hijos que al poco tiempo vinieron a aumentar la familia; mas tampoco era, como se ha dicho valiéndose de algunas frases demasiado humil­des de San Vicente, el extremo de la pobreza. Representaba, sí, esa vida de trabajo, de orden, de economía y de sobriedad que, teniendo por base la Religión, fomenta las buenas costumbres, y en ocasiones da origen a las grandes almas.

En la casa de Juan de Paúl no había criados; bastaba la familia para el manejo de los intereses y de la casa. Los hijos acompañaban a su padre en las faenas de la agricultura y sacaban a pacer los rebaños. Encargado Vicente de este último empleo tan pronto como tuvo edad sufi­ciente para ello, le desempeñó por muchos años, mostrando ya en su conducta virtudes poco or­dinarias en la juventud.

En el fondo de la espaciosa llanura, sombrea­da por viejas encinas, mantenida en su frescor por un estanque, y a la cual llevaba a pacer Vicente su rebaño, había un lugar que atraía su piadoso corazón: eran las ruinas de un antiguo santuario consagrado a la Santísima Vir­gen y objeto de tradicionales y piadosas rome­rías. Seis años antes del nacimiento de Vicente, los calvinistas habían incendiado esta capilla, y con objeto de que la estatua de la Virgen no cayese en manos de los herejes, los habitantes del país la habían arrojado al fondo del estan­que. No había quedado, pues, del venerado san­tuario más que escombros calcinados por el fue­go, pero escombros doblemente consagrados por la piedad de les fieles y por los ultrajes de los enemigos de Dios. A este lugar acudía frecuente­mente el tierno pastorcillo para hacer oración y elevar sus preces a la Reina del Cielo, dándo­nos ya con ello una prueba de la ardiente devo­ción que a la Santísima Virgen había de profe­sar durante toda su vida.

Queda todavía en esta llanura otro testimonio de su piedad de niño. Enfrente de la casa pa­terna se levantaba un corpulento roble, planta­do muchos siglos antes del nacimiento de nues­tro Santo, y que aun hoy, después de trescien­tos años, extiende en una y otra dirección sus majestuosas ramas. La acción del tiempo había socavado ya en 1576 los flancos de su tronco. y el niño se valía de esta hendidura para poner en ella una estatua de María, delante de la cual se esmeraba en colocar flores campestres.

Hacia el Sur, donde el terreno se eleva ligera mente, aparecen todavía las ruinas del antiguo castillo de Montgaillard. Un día que el obispo de Saint-Pons, nacido en él, hacía alusión a este castillo de su familia:

—¡Oh!, bien le conozco—dijo espontáneamen­te el humilde sacerdote—; yo solía llevar mis ganados del otro lado de él.

Quizá más que la piedad, sobresalía en el tier­no niño la caridad y la misericordia para con los necesitados. Aunque de tan cortos años, era liberalísimo en sus pobres limosnas, de modo que solía quedarse sin nada.

De este modo llegó Vicente a la edad de doce años. Y como, juntamente con la piedad y con la caridad se iba manifestando en él un talento poco común, resolvieron sus padres dedicarle a los estudios.

Habían abierto en Dax los Franciscanos un humilde colegio, en que por sesenta francos anua­les atendían a todas las necesidades del edu­cando; en él entró nuestro joven a la edad de doce años, y allí permaneció hasta los dieciséis.

Había por entonces en Dax un abogado, hom­bre muy distinguido por su origen, por su fortu­na y por su talento, el señor de Commet, cu­yos dos hijos estaban con nuestro Santo en el susodicho colegio de los Franciscanos.

Como este señor era juez de Pouy, conoció a los padres de Vicente, y enterado por aquellos buenos Franciscanos de los progresos que el jo­ven escolar hacía en los estudios, le vino la idea de tenerle consigo. Sería el preceptor de sus dos hijos, los acompañaría al colegio, y con esto, que no embarazaba sus estudios, ahorraría a sus padres los francos que hacía cuatro años venía pagando, lo que les era una carga insoportable.

No sólo tuvo en su casa por cuatro años a Vi­cente, sino que, habiéndole observado con religiosa atención, y notando su fervor y su modes­tia, juzgó que no debía permanecer en el mun­do, y le persuadió a poner sus miras en el es­tado sacerdotal.

Atemorizóse el joven al oír la propuesta, y se resistió en un principio; mas teniendo, como tenía, entera confianza en el señor de Commet, hombre de peso y de virtud, a quien miraba como su segundo padre, y habiendo coincidido, por otra parte, los consejos de sus buenos profe­sores los Franciscanos de Dax con los de su pro­tector, recibió la tonsura y las cuatro órdenes menores el 20 de diciembre de 1596, en la igle­sia colegiata de Bidache, de manos de monse­ñor Diharse, obispo de Tarbes. Tenía entonces veinte años, siete meses y veintiséis días.

Tomada esta grave determinación y recibida la tonsura, era menester pensar en qué Univer­sidad había de hacer sus estudios teológicos. Dos igualmente célebres había a poca distancia de Dax: la de Zaragoza, en España, y la de To­losa, en Francia. ¿Qué razón hubo para deter­minarse por la de Zaragoza? El hecho es que a ella se trasladó Vicente. Mas sin que se nos al­cance la causa, permaneció en dicho lugar poco tiempo, y pasó a establecerse en Tolosa, donde siguió por siete años sus estudios. Para sufragar tantos gastos, el padre de Vicente vendió un par de bueyes, y quizá al producto de los mismos añadió alguna suma el señor de Commet. Con estos recursos pasó Vicente el primer año de sus estudios en Tolosa.

Llegadas las vacaciones, hacia el mes de sep­tiembre de 1598, dichos recursos estaban agota­dos; y como el joven no quería servir de carga ni a su padre ni a su bienhechor, hizo lo que aún siguen haciendo hoy nuestros seminaristas pobres: buscó una cátedra que desempeñar du­rante los dos meses de vacaciones, y la halló a cinco leguas de Tolosa, en la aldea y castillo de Buzet.

El señor Hebrardo de Grossoles le confió por aquel corto tiempo sus dos hijos Reinaldo y Juan, muy jóvenes aún; mas tal estima le ins­piraron la piedad, la inteligencia y el asiento del joven profesor, que cuando, terminadas las vacaciones, declaró éste que le era preciso vol­ver a la Universidad para continuar sus estu­dios, prefirió separarse de sus hijos antes que privarles de su virtuoso preceptor, y los envió con él a Tolosa. Vicente acudiría a sus cursos mientras los niños daban lección en algún co legio, y en el intermedio de las lecciones públi­cas, aquél les haría estudiar. No tardaron en juntarse a estos primeros discípulos otros varios, entre los cuales merecen especial mención los .dos sobrinos segundos del heroico Juan de la Va­lette, defensor de la isla de Malta contra todas las fuerzas de Solimán, hecho que salvó el ho­nor y la integridad de la Europa cristiana.

Acabados sus estudios teológicos, en los que invirtió no menos de siete años, graduóse de Bachiller en Teología, y aun se doctoró en dicha ciencia, si hemos de creer a los autores de la Gallia christiana.

Consérvanse los títulos de bachiller y el do­cumento por el que se le autoriza para explicar el Maestro de las sentencias, mas no ha podido darse con el diploma de doctor.

Abusando los jansenistas de algunas frases humildes de Vicente, como aquella en que se apellidaba «Un pobre estudiante de Cuarto Año», han querido por mucho tiempo hacer de él un hombre sin instrucción y sin alcances; mas aquellos que hayan leído las dos mil cartas que de su correspondencia no hace muchos años vie­ron la luz pública, no podrán menos de admirar­se, así de la profundidad, como de la extensión de sus conocimientos teológicos.

Recibió el subdiaconado en 19 de septiembre de 1598, y tres meses después, el diaconado en la iglesia catedral de Tarbes.

Recibidas ambas órdenes mayores, sólo resta­ba a nuestro Santo disponerse para el sacerdo­cio. Debía subir a las gradas del altar en 1599, y ya monseñor du Sault le había otorgado, con fecha 13 de septiembre de dicho año, las dimi­sorias, mas nuestro Santo no podía ver aproxi­marse, sin gran temor, la fecha de un aconte­cimiento tan solemne. Temblaba a la sola idea de tocar con sus manos el Cuerpo adorable de Nuestro Señor, y fué preciso retardar por un año tan terrible momento, para satisfacer las exigencias de su fervor y de su humildad.

En este intermedio fue cuando aconteció la muerte de su padre. Ni un instante había apar­tado éste la vista de aquel hijo en quien tan grandes esperanzas había cifrado. Aunque po­bre y cargado de familia, ordenó en su testa­mento que se hiciesen toda clase de sacrificios para proveer a los estudios de Vicente, dejando detalladas él mismo en favor del futuro sacer­dote importantes disposiciones. El humilde y piadoso Vicente no aceptó, sin embargo, nada; sus caros discípulos le bastaban para llenar su­ficientemente sus necesidades; y no fue pequeña satisfacción para él dejar a su madre y a sus hermanos la módica herencia que por tales dis­posiciones le correspondía.

Por fin, el año siguiente, el 23 de septiembre de 1600, recibió nuestro Santo el sacerdocio.

Ordenado de sacerdote en Cháteau-l’Évéque, parecía natural que Vicente ofreciese allí por primera vez el Santo Sacrificio.

Mas le llamaba mucho su antiguo Buzet. A veinte minutos de este lugar, en la cumbre de una montaña, y perdida entre el arbolado, se hallaba una antigua capilla dedicada a la Santí­sima Virgen. ¡Cuántas veces había subido hasta ella! Aún se ve el sendero por el cual, según la tradición, se dirigía a dicho lugar. Resolvióse, pues, a decir en este punto, y sin ninguna so­lemnidad, su primera Misa. Más tarde la cele­braría en presencia de los buenos habitantes del castillo; mas en esta ocasión quería estar solo, absolutamente solo con el sacerdote y el acólito que exigen las rúbricas.

En todo el resto de su vida no cesó de decir que si hubiera conocido antes la sublimidad del sacerdocio, habría escogido con preferencia el oficio de labrador a tan temible estado. Larga fue su vida de sacerdocio y, sin embargo, nunca dejó enfriar en su corazón estos encendidos afectos de su primera Misa; antes, por el contrario, fué creciendo de día en día su fervor y san­tidad.

Cautividad de San Vicente en Túnez.–Viaje a Roma.—Vuelve a Francia (1600-1609).

Cinco años después, fue arrancado repentina­mente San Vicente de Paúl de la vida apacible y modesta que hasta entonces había llevado, en­vuelto en una serie de extraordinarias aventuras que parecen más bien de una novela, y en las

que nadie creería, a no constarnos por la rela­ción del mismo Vicente.

Acababa de ser ordenado sacerdote, cuando el señor de Commet, su protector amigo, dió prin­cipio a activas gestiones con el fin de propor­cionarle un curato en las cercanías de Dax. Fue nombrado, en efecto, cura párroco de Thil, en las Landas, a dos pasos de Dax. Mas habiéndole disputado este beneficio cierto competidor, que le había pedido y alcanzado en la corte de Roma, prefirió nuestro Santo hacer renuncia de él an­tes que meterse en pleitos, quedando en libertad, con este acto de desinterés y de modestia, para proseguir sus estudios en la Universidad de To­losa, adonde volvió.

De vuelta a Tolosa, supo Vicente que una se­ñora anciana, noble y ejemplar, acababa de mo­rir, instituyéndole su heredero. Era esta mujer, sin duda, una de esas almas buenas y amantes de la Iglesia, la cual, viendo a Vicente tan po­bre, tan bien dispuesto y más lleno aún de vir­tudes que de sabiduría, quiso ayudarle con sus recursos a fin de que ampliara sus estudios cuan­to le fuera posible. La herencia que le dejaba era, por lo demás, poco considerable: algunos muebles y tierras, con un crédito de 400 ó 500 escudos, vinculados, por desgracia, en un mal sujeto que no pagaba, y contra el cual la se­ñora había obtenido auto de prisión.

Por insignificante que fuese la herencia, no podía llegar más a propósito a manos de Vi­cente, así para indemnizarle del beneficio de que había hecho renuncia, como para ponerle en disposición de saldar sus deudas y recibir los últimos grados. La aceptó, pues. y como el po­bre diablo en cuestión, deudor de 1.200 a 1.500 libras, hubiese huido, para eximirse del pago, a Marsella, donde se habla dado a cierto negocio muy lucrativo, resolvió abocarse con él a fin de cobrar algo de su deuda, y a este fin se trasladó a dicha ciudad.

Arreglado satisfactoriamente el asunte, disponíase para volver por tierra a Tolosa, cuando un caballero, a quien había conocido en el viaje, le propuso como más conveniente dar la vuelta por mar desde Marsella a Narbona. Disminución de tiempo, de fatigas, de gastos; ¿cómo no aceptar en semejantes condiciones? Zarpó, pues, el bar­co a la hora más favorable, y hubieran hecho con toda felicidad la travesía, si tres berganti­nes turcos que costeaban el golfo de Lyon (para apresar las embarcaciones que venían de Beau­caire, donde había una feria reputada por de las más bellas de la cristiandad) no nos hubie­sen perseguido, escribe el Santo, y atacado tan furiosamente, que dejaron sin vida a dos o tres de los nuestros e hirieron a los demás, en cuyo número entré yo, recibiendo un flechazo que me servirá de recuerdo para toda la vida. Con esto no nos quedó otro remedio que rendirnos a estas fieras, peores que tigres.

Los turcos habían sufrido la pérdida de uno de sus jefes principales, sin contar la de cuatro o cinco remeros, por lo que estaban tan irrita­dos, que su primer acto fue descuartizar al pi­loto del buque en que iba nuestro Santo. «Hecho esto, prosigue, nos encadenaron, y después de habernos curado groseramente las heridas, siguieron su rumbo, cometiendo toda clase de robos, bien que dejando en libertad, después de haberles quitado lo que tenían, a aquellos que se entregaban sin combatir, hasta que, después de siete u ocho días, y provistos de efectos mer­cantiles, se dirigieron, sin permiso del Gran Turco, a Berbería, antro y madriguera de ladro­nes, donde, habiendo llegado, nos pusieron a la venta, haciendo el proceso verbal de nuestra captura, que aseguraban haberse verificado en un navío español, pues sin esta mentira habría­mos sido puestos en libertad por el cónsul que el Rey tiene en dicho Estado, a fin de asegurar el libre comercio a los franceses. Para proceder a nuestra venta, después de habernos despojado enteramente de nuestros vestidos, nos entrega­ron a cada uno unos zaragüelles, una aljuga de lino y un bonete, y nos pasearon por la ciudad de Túnez, donde habían ido para vendernos.

«Habiéndonos hecho dar cinco o seis vueltas por la ciudad con la cadena al cuello, nos vol­vieron al barco, a fin de que los compradores, viesen quién podía comer y quién no, y se cer­tificasen de que nuestras heridas no eran de gravedad. Hecho esto, nos trasladaron a la plaza, donde acudieron los compradores a examinar­nos del mismo modo que se hace con un caba­llo o con un buey, obligándonos a abrir la boca para ver nuestros dientes, palpando nuestras costillas, sondando nuestras llagas y obligándo­nos a andar, a trotar y correr, levantar cargas, luchar, para enterarse de las fuerzas de cada uno, y hacer otras mil brutalidades.»

Vicente de Paúl fue vendido primeramente a un pescador, a quien debía ayudar a tender las redes; mas como no podía entrar en una barca sin sentirse al punto mareado, el pescador le vendió a su vez a un viejo médico musulmán, que trabajaba, hacía ya cincuenta años, en el hallazgo de la piedra filosofal y en la trasmu­tación de los metales. San Vicente de Paúl fue con esta ocasión testigo de curiosas experiencias.

«Mi ocupación, cuenta él mismo, era mante­ner el fuego en diez o quince hornillos, en lo cual, a Dios gracias, yo no sentía más disgusto que satisfacción. Amábame él grandemente y sentía mucho gusto en discurrir conmigo sobre la alquimia, y más aún sobre su ley, haciendo todos los esfuerzos que podía para atraerme a ella, prometiéndome grandes riquezas y toda cla­se de saber. Dios, sin embargo, me dio siempre un íntimo convencimiento de salir de la escla­vitud, gracia que con todo fervor le pedía, ya directamente, ya por medio de la Santísima Virgen. a cuya sola intercesión me creo deudor de la libertad».

Vicente de Paúl permaneció casi un año con este buen viejo, «humano y tratable> en gran manera, y cuya reputación era tan notoria, que fué llamado a Constantinopla por el Sultán.

Al partir, cedió la propiedad de la persona del Santo a su sobrino. Mas sabiendo éste que el señor Bréves, cónsul francés, venía con un firman de la Puerta a reclamar todos los esclavos franceses, se apresuró a venderlo a un renega­do de Niza de Saboya, el cual, dueño de algu­nas posesiones en el interior de la sierra, le llevó consigo fuera del radio de acción del cónsul de Francia. Tenía este renegado tres mujeres, y es curioso ver cómo de una de ellas se iba a ser­vir Dios para poner en libertad a su siervo. «Una de sus tres mujeres era turca y me había cobrado grande afición. Ansiosa por saber nues­tro modo de vivir, venía a verme todos los días al campo donde yo cavaba, y después de algu­nas visitas, me mandó cantar algunas alaban­zas a mi Dios. El recuerdo del Quomodo canta­bimuá in terra aliena, de los hijos de Israel cau tivos en Babilonia, me hizo entonar con lágri­mas en los ojos el salmo Super ilumina Babylo­nis, y después la Salve regina y muchas otras cosas, que la produjeron tanto consuelo como admiración.

«No dejó de decir por la tarde a su marido que había hecho mal en dejar una religión que en su concepto debía ser muy excelente, así por la idea que yo la había dado a ella de nuestro Dios, como pon»: los cánticos religiosos que yo había cantado en su presencia, añadiendo que al oírlos había experimentado una satisfacción tan gran­de, que no creía que el paraíso de sus padres, al que esperaba ir un día, fuese tan dulce y acom­pañado de tanta suavidad como el placer que ella había sentido en el momento en que yo bendecía a Dios, concluyendo que había en ello algo de maravilloso.

«Esta otra Caifás o burra de Balaam hizo por este razonamiento que al día siguiente me dijese su marido que no esperaba sino una ocasión pro­picia para buscar nuestra seguridad en Francia, mas que él se daría tal maña que dentro de poco tiempo Dios sería en ello bendito. Este poco tiempo fueron diez meses, en los que él siguió entreteniéndome con tan largas, aunque al fin realizadasf esperanzas. Pasado este tiempo, nos Pusimos en. salvo en un pequeño esquife, con el que abordamos a Aguas Muertas el 28 de junio, llegando poco después a Aviñón, donde monse­ñor el vicedelegado recibió al penitente, ahoga­do por las lágrimas y sollozos, en la iglesia de San Pedro, para gloria de Dios y edificación de los espectadores».

Era este vicedelegado, Pedro Montorio, hombre instruido, enamorado de los estudios doctos y amenos, particularmente de aquellos sugestivos secretos algebraicos, como entonces se decía, de los cuales eran considerados los árabes por úni­cos y maravillosos poseedores. Como consecuencia de algunas conversaciones con nuestro Santo, se quedó tan prendado de él, que resolvió unirle a su comitiva y llevarle a Roma, donde estaba para y sabiendo que era sacerdote, le rogó que escribiese inmediatamente a Dax para obtener sus títulos de ordenación, sin los cuales nada podía hacer por él.

En estas circunstancias, y disponiéndose para acompañar al nuncio, fué escrita la extensa car­ta de que tan hermosos fragmento: acabamos de transcribir, y en que ninguno de tan curiosos pormenores puede decir que esté de más.

Los titules de ordenación que habla pedido le fueron enviados inmediatamente; mas como al hacerlo no tuvieron la precaución de hacerles re­visar y revalidar por el obispo de Dax, se vió en la precisión de escribir hasta tres veces para ob­tenerlos en la debida y valedera forma.

Durante el curso de estas negociaciones seguía habitando San Vicente en Roma. Moraba en casa del vicedelegado Pedro Montorio, a cuyo cargo corrian todas sus necesidades, y libre de cuida­dos, dividía el tiempo entre la oración y el es­tudio.

Aprovechó su estancia en Roma para perfec­cionarse en la Teología, acudiendo a las ilustres aulas de la Sapienza, regida por los Dominicos. Por la tarde hallaba reunidas en casa del vicede­legado las personas más distinguidas de Italia y los viajeros más ilustres de Francia.

Este era el momento en que, aprovechando En­rique IV su experiencia y su genio, después de haber realizado su primer objeto, que era pacifi­car la Francia y sumar en uno, con el edicto de Nantes, los dos partidos que mutuamente se des­trozaban, se disponía a llevar a efecto la segunda parte de su plan, con que deseaba coronar su vida, es a saber: combinar los Estados europeos de Francia, Inglaterra, Holanda, Suecia y Dinamar­ca, y arrojarles todos juntos, católicos y protestantes, contra la casa hispanoaustriaca, cuyo in­menso poder estrechaba a Francia en un circu­lo de hierro y hasta amenazaba su existencia. Para atar los hilos de esta grande y delicada alianza, Enrique IV había enviado por todas partes embajadores encargados de estudiar el estado de las diversas potencias y de transmi­tirles secreta y prontamente todo aquello que pu­diera darle alguna luz en el asunto.

En Roma tenía tres. Ignoramos la clase de no­ticias que llegaron a conseguir; mas tales debie­ron ser y de tal importancia, que, no atreviéndo­se a confiarlas a un correo ordinario, buscaron un hombre de rara discreción, que sin ayuda de ningún escrito pudiese exponer directamente al rey el asunto, y fijaron su atención en Vicente de Paúl. Instruyéronle, y le hicieron salir para París con la misión de informar personalmente a Enrique IV.

Llegó nuestro Santo a la corte a principios de 1609, y fué muchas veces recibido por el rey. Mas no es de un espíritu humilde y discreto como el de Vicente de Paúl de quien se pueden espe­rar revelaciones de entrevistas como la presente. Jamás dejó escapar sobre la cuestión una sola palabra.

San Vicente se pone bajo la dirección del señor de Berulle.—Acepta el curato de Clichy (1609-1613).

La proximidad del Hospital de la Caridad era lo que había determinado a San Vicente de Paúl a establecerse en el arrabal de Saint-Germain.

Estaba a cargo de unos Hermanos de la Or­den que en España acababa de fundar San Juan de Dios, traídos a París cinco años antes, en 1602, por María de Médicis; pero como estos re­ligiosos eran en pequeño número, partían gus­tosamente sus oficios de caridad con todos los que a ello se ofrecían: señores de alta categoría, damas ilustres, sacerdotes y aun obispos, que tenían a mucha honra visitar y servir a aquellos miembros doloridos de Jesucristo. San Vicente cifró desde luego su dicha en confundirse con ellos. Iba todas las ras/lanas a cuidar y curar a los enfermos, se sentaba junto a su lecho y les hacía piadosas exhortaciones. Humilde siempre, y temiendo hacerse pesado, pedía .a a los Herma­nos como una gracia que le permitieran ayudar­les en sus ministerios. Dicese que allí en una sala-enfermería, fue donde nuestro humilde Vi­cente se encontró con el santo y ya Ilustre señor De Berulle.

Bastó a entrambos una mirada para conocerse. El humilde Vicente se puso al punto bajo la di­rección del señor Berulle, y de aquí la intima unión en que posteriormente vivieron.

«En aquel tiempo—dice Bossuet—Pedro de Berulle, hombre verdaderamente Ilustre y digno de todo encomio, a cuya dignidad me atrevo a de­cir que no añadió un ápice la misma púrpura romana—¡tan relevante era ya el mérito de su virtud y de su ciencia!—, comenzaba a hacer bri­llar en la Iglesia de Francia las luces más pu­ras y más sublimes del sacerdocio cristiano y de la vida eclesiástica».

No había por entonces en dicha Iglesia hom­bre de más talento.

Eran sinnúmero los señores de alta categoría que habla convertido. Los sacerdotes mismos iban a ponerse bajo su dirección.

El Padre De Berulle no tardó en ver que Vi­cente de Paúl estaba llamado a grandes cosas, y llegó a predecir a nuestro Santo que Dios quería servirse de él para fundar una nueva congrega­ción de sacerdotes que harían gran bien en la Iglesia.

Al mismo tiempo que el señor De Berulle comenzaba a manifestar a San Vicente de Paúl los designios que Dios había formado sobre él, le sostenía en esas pruebas que de ordinario son el último toque con que Dios dispone a aquellas almas a quienes ha predestinado para alguna grande obra. Entre estas pruebas hubo dos, sobra todo, capaces de abatir para siempre un alma de menos temple que la suya. Por razones de econo­mía había tornado en el arrabal de Saint-Ger­main una habitación en común con uno de sus paisanos, por nombre Beltrán Dulou, juez de paz en el cantón de Sore. Cierto día, habiendo salido éste muy de mañana para unos negocios, se olvi­dó de cerrar el armario donde tenía su dinero, 400 o 500 francos, poco más o menos, dejando a Vicente en la cama un poco indispuesto y aguar­dando los remedios que habían quedado en lle­varle. El muchacho que vino con ellos fué a bus­car un vaso en el armario entreabierto, y al ver el dinero, se lo echó al bolsillo sin decir una pa­labra. Cuando el juez estuvo de vuelta y notó la falta del dinero, se quedó como fuera de sí. Pi­diólo a Vicente, quien no supo darle otra res­puesta sino que ni le había tomado, ni le había visto coger a nadie.

Furioso el juez, comenzó a dar desaforados gritos, echó de su lado al Santo y llegó hasta perseguirle y difamarle por todas partes, en casa, en el bario, entre los amigos y conocidos de éste. El caso llegó a tal extremo, que, hallándose en su casa el señor De Beruile, rodeado de perso­nes de reputación y de piedad, en cuyo número se contaba Vicente, se acercó el juez a ellos, y ante tan distinguida sociedad trató públicamen­te de ladrón a nuestro Santo. Contentóse éste eón decir: «Dios sabe la verdad, señor mío»; mas profirió estas palabras con un aire tal de modes­tia y dulzura, que dejó maravillados a todos.

Detenido el mozuelo per otros robos, declaró también aquél; mas esto no tuvo lugar sino después de mucho tiempo, y precisamente ante el juez de Sore que se apresuró a escribir a San Vicente de Paúl para pedirle perdón y protestarle que, si no le enviaba por escrito, iría él mismo a obtenerle con «una cuerda al cuello». Entretanto, la calumnia se había ido extendiendo, y durante seis meses tuvo que permanecer nuestro Santo bajo el peso de tan odiosa acusación.

Por entonces tuvo lugar un extraordinario suceso que ejerció decisiva influencia en la vida de San Vicente de Paúl. Incierto, dudoso hasta entonces del rumbo que había de dar a su navecilla, fue para él la estrella que en adelante había de servirle de orientación. El hecho heroico que vamos a contar fue como el nacimiento y bautismo del Patrono de las obras de caridad.

Había entonces en París un doctor en Teología que después de haberse cubierto de  gloria en las luchas públicas con los herejes, víctima, pro­bablemente, de su orgullo, fue acometido de vio­lentas tentaciones contra la fe. No podía ni decir Misa. ni rezar las horas canónicas, ni entrar en una iglesia, pues todo cuanto se relacionaba con Dios servía únicamente para despertar en su alma las más horribles tentaciones de blasfemia. Compadecido nuestro Santo de este pobre sacerdote, a quien de antemano conocía, y habiendo vana­mente ensayado todos los medios de curarle, tuvo uno de esos sublimes arranques de caridad de que no hay sino rarísimos ejemplos en la His­toria.

Rogó encarecidamente al Señor que devolvie­se la fe a aquel infortunado sacerdote, ofreciéndo­se a sí mismo para llevar, si era menester, la carga que aquel su pobre hermano ya no podía resistir. Su oración fue oída al punto. Mientras que la víctima sentía renacer la luz en su cora­zón, Vicente de Paúl bajaba al fondo de aque­llos abismos de dudas, de tentaciones y oscuridades de que acababa de sacar al otro. Así permaneció cuatro años, en un estado tal de postración que daba pena verle, no teniendo fuerzas para otra cosa que para menudear sus visitas a los hospitales y entregarse a toda clase obras de caridad.

Este fue el remedio con que saltó de la prueba. Un día que se hallaba más desolado que de costumbre cayó de rodillas e hizo voto de con­sagrar su vida a Jesucristo en la persona de los pobres. No hizo más que pronunciar estas pala­bras, cuando todos sus sufrimientos se desvanecieron y volvió la paz a su alma, confesando des­pués que desde aquel momento le parecía ver las verdades de la fe en un fondo de luz que viva­mente las iluminaba y esclarecía.

En el curso de esta prueba fue cuando se re­solvió Vicente a retirarse con el señor De Berulle y con los sacerdotes que comenzaban a reunírsele para echar los fundamentos del Ora­torio. No que tuviese el menor pensamiento de entrar en él; con frecuencia declaró después que no era ésa su intención, y el señor De Berulle sabía que nuestro Santo estaba llamado para Aros destinos. Su deseo al retirarse al naciente Oratorio era estar muy cerca de aquel a quien llamaba «su ángel visible», y del que nunca tuvo tanta necesidad como entonces, agobiado bajo el peso de la terrible tentación contra la fe.

Pobre y necesitado de algún beneficio eclesiás­tico con que pasar la vida, había dado con uno, pero no conforme a sus gustos y deseos: había sido nombrado capellán de la reina Margarita, la separada esposa de Enrique IV. Mas ¡qué situa­ción para un hombre como nuestro Santo!

Separada de su marido la reina Margarita, mas no desvanecida o, al menos, reconciliada con él, le apellidaba «su hermano y su rey», al mismo tiempo que recibía de éste el tratamiento de «su hermana».

Se había instaladoen su hermoso palacio de la calle de Seine, cuyos magníficos jardines bajaban hasta el río, y tratando de volver a sus hábitos o prácticas de devoción, se esforzaba por mezclar en una corte semipagana la religión, la literatura, las artes y las intrigas. Aunque San Vicente de Paúl no vivía en el palacio y sólo se presentaba en él para cumplir los actos de su ministerio, la disipación que allí advertía le ape­naba profundamente, y no contribuyó poco a inspirarle el deseo de buscar en la compaña del señor De Berulle y de los discípulos de éste una atmósfera de vida más en relación con su ca­rácter. La casa del Oratorio se hallaba a muy corta distancia del palacio, y esta circunstancia le permitió entrar en ella sin resignar su cargo, de que tenía necesidad para vivir.

Se cree que comenzó su estancia en el Orato­rio por los meses de marzo o de abril de 1610, porque habiendo sido aquélla de dos años, ter­minó en 2 de mayo de 1612, fecha de la instalación de nuestro Santo en el curato de Clichy.

Entre los seis sacerdotes que formaban parte de la naciente Congregación estaba Francisco Bourgoing, que trataba de renunciar su parro­quia, de Clichy, pero no quería confiar su grey mimo a un eclesiástico piadoso, lleno de celo y capaz de proseguir el bien que él habla comenzado. Ya hacía muchos meses que le andaban buscando, cuando el señor De Berulle puso los ojos en San Vicente de Paúl.

Propuso, pues, el proyecto a nuestro Santo, y éste sometió humildemente su parecer al de su director, mas no sin manifestarle primero sus repugnancias. No que él hallase pequeña la pa­rroquia; le parecía, si, poco llevadera la carga. Quería amar, servir, atender y cuidar a los po­bres, mas temblaba de encargarse de sus almas. Por lo que hace al P. Bourgoing no cabía en sí de contento.

Apenas posesionado de su parroquia, comenzó a visitarla. Casi no constaba más que de pobres labradores, pero llenos de fe y dotados de una admirable sencillez y pureza de costumbres. Pre­dicando un Padre Jesuita delante de San Vicente de Paúl, exclamó, en un arranque oratorio, que «todos sus parroquianos vivían como ángeles». Aquí y allá aparecían en la llanura alguna que otra casa de campo, propiedad de algunas fami­lias ricas de París; pero eran raras excepciones.

Los pobres abundaban, y carecían de todo. San Vicente respiraba en su atmósfera. Les servía con sus propias manos, les proporcionaba dinero y vestidos, les entregaba, en una palabra, su cora­zón. Este fue el tiempo más dichoso de su vida. Veinte años más tarde hablaba aún de él con en­ternecimiento: «¡Ah, me decía yo, qué dichoso eres en tener un pueblo tan bueno! El Papa es menos feliz que tú.» Un día me preguntó el pri­mer cardenal de Retz: «Y bien, ¿qué tal, señor Vicente?» «Monseñor—le respondí—, es tan gran­de mi satisfacción, que no hallo palabras con que encarecérosla.» «Y por qué?» «Porque tengo un pueblo tan bueno y tan obediente a todo lo que le encargo, que me digo muchas veces que ni el Papa, ni vos, monseñor, sois tan dichoso como yo.» Amenazada de ruina su iglesia, determinó repararla. Mas ¿dónde hallar recursos para ello? Es verdad que su pueblo era pobre, y que él no lo era menos; pero hallándose a las puertas de París, donde contaba con no pocos protectores y amigos, no había por qué desesperar del éxito de la empresa. El hecho es que la iglesia estuvo re­tocada en menos de un año.

Restaurada la iglesia, comenzó sus tareas apos­tólicas. La primera fue el establecimiento de la comunión en el primer domingo del mes. «¡Oh —decía el Santo—, qué buen pueblo es el de Clichy! Habiéndole recomendado la confesión y la comunión en el primer domingo de mes, nadie falta a ella, con gran satisfacción de mi alma.» A esta práctica juntó la institución del Rosario, ejercicio tan saludable en sí mismo, mas tan ne­cesario en una parroquia donde casi ninguno sa­bía leer ni escribir. Al mismo tiempo, echaba los primeros fundamentos de otra obra enteramen­te distinta, pero no menos importante.

Se trataba de reunir a su alrededor un cierto número de niños palea !orinarles en piedad y disponerlos a cumplir más tarde las funciones eclesiásticas. Ya había reunido doce, que alojaba en su propia casa y de les cuales algunos llega­ron a ser modelos de sacerdotes.

Muchos otros proyectos iban germinando en su espíritu, cuando de la noche a la mañana recibió una carta del señor De Berulle, su director y su guía, indicándole otras funciones muy distin­tas en que ejercitar su celo.

A la primera palabra de su santo director, co­locó en un carruaje su pequeño mobiliario, le acompañó a pie y se dirigió a la residencia del señor Berulle.

Primera estancia del Santo en la casa de Gondi. (1613-1617).

Grande y opulenta era, en verdad, la casa de Gondi al hacer en ella su entrada Vicente de Paúl. Además de los hermosos palacios con que contaba en París, poseía el castillo de Monami­rail, en Champagne; el de Joiny, en Borgoña; el de Folleville, en Picardía; los de Dampierre, de Villepreux, etc.; y para cultivar los inmensos te­rritorios que estos castillos dominaban había «sie­te u ocho mil hombres, al menos», a quienes la señora de Gondi podía llamar «sus súbditos».

Esta familia, originaria de Florencia, y que de generación en generación habla ido engrandeciéndose, acababa de llegar a su apogeo en los hermanos Alberto y Pedro de Gondi, elevados el uno a los mayores cargos del Estado, y el otro a las principales dignidades de la Iglesia. El pri­mero, Alberto de Gondi, marqués de Belle-Isle, par y mariscal de Francia, unía a la astucia ita­liana, al buen sentido práctico y a otras mil ma­nifestaciones de un espíritu libre y audaz, un va­lor indomable, acreditado en todas las batallas de su tiempo.

Mientras Alberto de Gondi se encumbraba a tales alturas en el Estado, no lograba menos ho­nores en la Iglesia su hermano Pedro de Gondi, nacido en Lyón en 1533. De dignidad en digni­dad, llegó a ser obispo de Langres en 1565, con el titulo de duque y par; obispo de París en 1570, confesor de Carlos IX, capellán de la reina Isa­bel de Austria, jefe del Consejo, comendador ele la Orden del Espíritu Santo en 1578, y, en fin, cardenal en 1587. Aún vivía cuando Vicente de Paúl entró en la familia de su sobrino Felipe Manuel. Estando ya viejo y lleno de enfermeda­des, consiguió que le diesen por coadjutor en 1593 al hermano mismo de Felipe Manuel, Enrique de Gondi, de edad de veintiséis años escasos, el cual, a semejanza del tío, llegó a ser obispo y car­denal.

Fácil es advertir la influencia, de San ‘Vicente de Paúl en la conducta del nuevo obispo, quien, retirándose poco a poco de los afanes de la poli- tica, consagró su persona y las pingües rentas de su cuantiosa fortuna al sostenimiento de todas las piadosas fundaciones del siglo XVII.

Siguiendo el ejemplo de su tío Pedro de Gon­di, hizo que le diesen por coadjutor en el gobier­no de la diócesis a su propio hermano, Juan Francisco de Gondi, capuchino primeramente y después deán de Nuestra Señora, en la capital, quien llegó a ser igualmente obispo y aun arzo­bispo de París, cuando esta sede fue hecha me­tropolitana en 1622. También éste escogió por coadjutor, en 1642, a un miembro de la familia, sobrino suyo e hijo de Felipe Manuel de Gondi; aquel inquieto e indomable Francisco Pablo de Gondi, discípulo de San Vicente de Paúl, y tan conocido por el nombre de cardenal de Retz. Así que, al estudiar la vida de Felipe Manuel de Gon­di, en cuya casa entró nuestro Santo, le vemos rodeado sucesivamente de tres cardenales, y to­dos próximos parientes suyos: un tío, un herma­no y su hijo; y notamos que en aquella fastuo­sa y espléndida morada estuvo como vinculada la Silla de París durante ciento nueve años, de 1570 a 1679, es decir, durante todo el siglo XVII.

De estos cardenales, obispos o arzobispos, to­dos, si se exceptúa Pedro cíe Gondi, a quien nues­tro Santo apenas conoció, y eso cuando aquél estaba ya muy entrado en años, participaron de su influencia; y entre la diversidad de rasgos de su fisonomía, ostentan uno que les es común, y que sin duda debieran a San Vicente: el amor a las obras de caridad, el celo por el desarrollo Ce todos los grandes establecimientos religiosos del siglo XVII.

Entremos ya en relaciones con Felipe Manuel de Gondi y con su santa esposa Margarita de Silba en cuya compañía va a permanecer por doce años San Vicente de Paúl. Felipe Manuel, segundo hijo de Alberto de Gondi, había suce­dido a éste, desde la edad de diecisiete años, en el cargo de general de las galeras y lugartenien­te del rey en los mares de Levante. «Era. al de­cir de los historiadores coetáneos, el hombre más apuesto, más sagaz y de los más valientes del reino.» Ligado íntimamente con los duques de Guisa y de Chevreuse, y con los señores de Ere­qui y de Bassampierre, pasaba su vida entre las frivolidades y devaneos de la corte, bien que sin grave detrimento de su honestidad y de su virtud.

Aquellos aires del mundo resfriaron, si, su pie dad, mas nunca lograron extinguirla. De ahí que, corriendo los años, vuelva a aparecer en él, reani­mándole con el calor de su bendita eficacia y prestándole fuerzas para dar de mano a todos los honores y a todos los placeres del mundo, y para sepultarse, joven aún, a la muerte de su esposa, en una pobre celda del Oratorio, entregándose de lleno a la virtud bajo la dirección del P. Berulle. Mas en la época a que nos referimos no seguía otra corriente que la del mundo.

Por los años de 1600, y cuando él apenas fri­saba en los veinte, se casó con Francisca Marga­rita de Silly, joven de rara virtud, de dulzura an­gelical y de una conciencia sumamente delicada, rayana por igual con los escrúpulos y con el éxtasis.

Digamos en honor de Felipe Manuel de Gon­di que conoció el tesoro que Dios había puesto en sus manos, que rodeó a Margarita de Silly de una especie de veneración, y que, muerta su es­posa, no encontró alivio para su dolor más que en la vida del claustro.

Tres hijos nacieron de esta unión, los tres dis­cípulos de San Vicente de Paúl.

El primero, Pedro, nacido en París en 1602, tenía ya once años al ser confiado a Vicente, y, como todos los primogénitos, estaba destinado a los honores y cargos del Estado.

Entrado en los veinte años, acompañó a su padre en el viaje que éste se aventuró a hacer, trasladando, por vez primera, las galeras de Le­vante a las aguas del Océano, para acudir en ayuda del rey, que estaba sitiado en La Rochela, y se batió como un león en la isla de Re, donde vio morir bajo sus piernas a su caballo, saliendo él herido gravemente de un mosquetazo en el hombro.

Por lo demás, siempre se mostró el mismo en su larga vida: hombre más de combates que de negocios, de un valor a toda prueba, de una resolución inflexible y de una fe igual a su bravura.

El segundo, Enrique de Gondi, destinado al estado sacerdotal, era benigno y piadoso como su madre, pálido y rubio (a diferencia de sus dos hermanos, de tez bronceada, que hacía recordar su origen florentino), y ambicioso, como todos los Gondi.

Al llegar, a últimos de agosto de 1613, San Vi­cente de Paúl al castillo de Montmorail, donde se hallaban entonces los señores de Gondi, no te­nían éstos más que los dos hijos mencionados; pero estaba ya para nacerles el tercero, conocido en la Historia por el célebre nombre del cardenal de Retz. Vino al mundo el 20 de septiembre de 1613, y recibió en el bautismo el nombre de Francisco Pablo.

Vicente de Paúl  debía desempeñar cerca de es­tos tres niños una doble misión: instruirles en los principios religiosos, enseñarles a conocer, amar y servir a Dios, y al mismo tiempo iniciarlas en los elementos de las lenguas griega y la­tina, que de tanta estimación gozaban en la fa­milia de los Gondi. No obstante que la señora de Gondi deseaba y ponía por encima de todo era la primera parte de la educación de sus hijos, y para llevarla a la práctica es para lo que se ha­bía dirigido al señor Berulle.

—Antes que señores y grandes de la tierra, quiero hacer de mis hijos santos para el cielo– le decía.

Juzgando de la educación de los dos primeros por la del más joven, podríamos formarnos una idea de la acción de Vicente de Paúl sobre los Gondi. «Vicente de Paúl–dice un antiguo historiador—fue quien dirigió al futuro cardenal de Retz en sus estudios, en los que hizo maravillo­sos progresos. Aprendió hasta siete lenguas con gran facilidad: el hebreo, el griego, el latín, el italiano, el español, el alemán y el francés, que hablaba Elegantemente. Se graduó de doctor por la Sorbona en medio de nutridos aplausos. Le­yendo sus Memorias, se nota la rara perfección con que llegó a poseer el francés. En cuanto al italiano, era su segunda lengua, la lengua ma­terna. En el latín podía haber sido rival de Bem­bo y de Sadoleto, a juzgar por muchas cartas que de él se conservan; y en orden al griego, le poseía con tanta perfección, que en el Seminario de la Congregación del Índice tradujo correc­tamente un libro escrito en griego moderno, que los demás cardenales no habían podido entender. Por último, hacia los postreros años de su vida, rezaba el Oficio divino en lengua hebrea».

Por lo que toca a la educación religiosa y mo­ral, en que Vicente de Paúl debía imponer a sus tres discípulos, dotados de un carácter tan vio­lento, no se ve que el primero saliera tan mal aprovechado. «Joven aún—dice Corbinelli—, te­nía la perspicacia, el valor, la prudencia y la ma­durez de un hombre hecho.» Su piedad no se desmintió nunca. Respecto al segundo, murió en la flor de la edad.

El tercero, es verdad que pasó su vida en oca­sionados devaneos 7 en policromas lances, que si nos revelan el temple de su alma, también nos ponen de manifiesto la pujanza avasalladora de sus pasiones. Mas la Historia, que tan detallada­mente nos cuenta estas aventuras, no nos ha di­cho aún que, en ocasiones, eran interrumpidas por retiros espirituales que el famoso frondista hacia en San Lázaro, ni que, habiendo llegado al fin de su vida, se le vio experimentar esa inapetencia de las cosas de la tierra que no sienten sino los de corazón grande y bien cultivado.

En reconocimiento de los servicios prestados a sus hijos, y para unirle más estrechamente a la familia, es probablemente por lo que el señor de Gondi ofreció, en 1615, a San Vicente de Paúl un canonicato en el célebre cabildo de Ecouis, de la diócesis de Evreux.

Era simplemente un titulo de honor lo que se le quería conferir, y nuestro Santo no pudo resistirse a aceptarlo. Tomó posesión de el por pro­curador el 27 de mayo de 1615, y en persona, el 16 de septiembre del mismo año.

Mientras que San Vicente de Paúl se ocupaba en la educación de caracteres tan diversos como eran los de sus discípulos, ejercía sin empeño par­ticular, y casi inconscientemente, honda y singu­lar influencia en los padres de éstos, los señores de Gondi.

Mas esta humildad del gran siervo de Dios no estaba reñida con la firmeza. Se conserva de él, acerca de esta virtud, un rasgo notable. Felipe Manuel habla sido ultrajado por un setter de la corte, y, no obstante su piedad, creyó que se de­bía a sí mismo, a su nombre y al heno: de su familia, lavar el insulto con la sangre del ofensor. Antes de presentarse en el lagar del tinelo, por una de esas inconsecuencias no raras, entró en su oratorio, oyó piadosamente la Misa y perma­neció largo tiempo en oración, encomendando al cielo el buen éxito del negocio, así como la sa­lud de su alma. Instruido del proyecto San Vi­cente, que es quien decía la Misa, y de acuerdo quizá con la señora de Gondi, espera a que todo el mundo salga, y cuando Felipe Manuel quedó solo en la capilla, fue a echarse a sus pies.

–Permitidme, señor—le dijo—, que con toda humildad os hable unas palabras. Sé de buena tinta que abrigáis el designio de batiros en due­lo; mas yo as declaro, de parte de mi Salvador, a quien os acabo de mostrar y vos habéis adora­do, que sí no abandonáis este proyecto, ejercerá su justicia sobre vos y sobre vuestra posteridad.

Tan graves palabras despiertan en el corazón del señor de Gondi los sentimientos de padre y de cristiano y desarman su cólera; fija sus ojos en el altar, y jura al santo sacerdote poner en manos de Dios su venganza.

Bien se deja entender que, dada su exquisita piedad, no sería la señora de Gondi la última en sentir el perfume de virtud que exhalaba la vida de Vicente de Paúl.

Púsose bajo su dirección espiritual, e hizo des­de entonces rápidos progresos.

Dedicóse, en consecuencia, a visitar los pobres, a cuidar de los enfermos, descendiendo hasta las chozas más miserables; y como era afable .y gra­ciosa, todos los pobres y moribundos deseaban verla junto a su lecho, pagándose más aún de su persona que de sus riquezas.

Mucho desearíamos tener algunos detalles acerca de esta campaña de caridad llevada a cabo con tanto celo por la señora de Gondi y por su santo director. Un solo hecho, destacado en las sombras, nos permite apreciar lo sublime de su amor para con los pobres, en los cuales, más que por la salud del cuerpo, miraban por el bien del alma. Durante la estancia de la familia Gon­di en el castillo de Folleville, cerca de Amiens, vinieron una tarde a llamar a Vicente de Paúl para oír en confesión a un moribundo campesi­no. Aunque este hombre había vivido siempre, en la apariencia, cristianamente, se hallaba, no obstante, cargado de muchos pecados mortales, que por vergüenza había ocultado en sus confe­siones.

Habiendo ido el Santo a verle, se le ocurrió aconsejarle hacer una confesión general para mayor seguridad de su conciencia, y el resulta­do hizo ver que había sido una inspiración del cielo, pues habiendo llegado poco después la seño­ra de Gondi a ver cómo se encontraba el enfermo, éste le declaró, con lagrimas en los ojos, las con­fesiones sacrílegas y los enormes pecados de su vida pasada; lo que hizo que esta virtuosa dama, conmovida profundamente, exclamase dirigién­dose a Vicente:

—; Ah, señor! ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que acabamos de oír? Lo mismo sucederá, sin duda, a la mayor parte de estas pobres gentes.

La señora de Gondi suplicó a nuestro Santo que predicase el domingo siguiente sobre la ne­cesidad de las confesiones generales. (Y Dios —dice San Vicente—se complació tanto de la confianza y buena fe de esta señora (pues el gran número y la enormidad de mis culpas hubieran impedido el fruto de esta acción), que bendijo mis palabras, y todas estas buenas gentes se con­movieron de tal modo, que, sin faltar uno, acu­dieron a hacer confesión general.> Fuimos en seguida—continúa San Vicente de Paúl—a los otros pueblos pertenecientes a la señora en este territorio, y en todos hicimos como en el pri­mero: hubo gran concurso, y Dios en todos echó su bendición. He aquí el primer sermón de la Misión y el éxito que Dios tuvo a bien concederle el mismo día de la Conversión de San Pablo, cir­cunstancia que Dios hizo concurrir en ello, no sin especial designio.» Era el 25 de enero de 1617.

Produjo tan viva impresión este hecho en el ánimo de la señora de Gondi, que inmediatamen­te designó una suma de 1.6.000 libras para ofre­cerla a una Congregación que de cinco en cinco años consintiese en dar una Misión en los pueblos de su pertenencia. Hizo Vicente esta propo­sición a los Padres Jesuitas y a los del Oratorio, quienes no pudieron aceptarla; y no sabiendo ya la señora de Gondi a quién dirigirse, extendió su testamento, dejando dicha suma a Vicente de Paúl para que fundase Misiones en sus lugares del modo que juzgase más conveniente.

¿Despertó esta Misión de Folleville en el alma de San Vicente la pasión que siempre sintió por los pobres, u obedecía su nueva resolución a de­seos de vida más oculta? Porque siempre parecerá extraña e inaudita la súbita determinación de nuestro Santo en estas circunstancias, de dejar el castillo de Montmirail y la casa de los Gondi con la intención de no volver más a ella. No se atrevió, sin embarga, a revelar a nadie su pensamiento. Tomando por pretexto un viajecito a París, partió de su antigua estancia, y desde aquella ciudad dio cuenta de su resolución al señor de Gondi, de modo que cuando la carta llegó a su destino ya estaba él lejos de allí, ocul­to en el interior de la Bresse, en una ciudad pequeña, abandonada y pobre, Chatillon-les­Dombes.

Vicente de Paúl, párroco de Chatillon-les-Dombes.—Vuelve a la casa de Gondi.—Cofradía de la Caridad (1617-1621).

Vicente de Paúl habla huido, por decirlo así, de la casa de Gondi. Se había ausentado toman­do por pretexto la necesidad de un viaje a la corte, mas sin comunicar a nadie su determina­ción de no volver; así es que su primer cuidado al llegar a Chatillon fue escribir al señor de Gon­di, que por entonces se hallaba al frente de las galeras reales en las cestas de Provenza.

Daba como única explicación de su conducta la incapacidad en que se hallaba de dar a sus discípulos la instrucción y educación que su es­tado requería. Fácil es de adivinar la extrañeza y dolor del señor de Gondi.

Se han conservado algunos fragmentos de las cartas, verdaderamente admirables, a que esta cuestión dio lugar entre las partes. He aquí pri­meramente la carta que el señor de Gondi dirigió a su esposa para comunicarle la noticia: «Estoy sumamente contrariado por una carta que he re­cibido del señor Vicente, y que adjunta os envío para ver si se puede aún poner remedio a la desgracia que sufriríamos al perderle. Mucho me ha sorprendido que no os haya dicho nada acerca de su resolución, ni que hayáis tenido ningún aviso sobre el particular. Yo os ruego que os sirváis de todos los medios posibles para no perderle. Por­que aun cuando el pretexto que alega (su su­puesta incapacidad) fuera fundado, ninguna im­presión me haría ya que el principal interés que tengo es que se halle a nuestro lado, es nuestra eterna salvación, en lo cual yo sé que con el tiempo podrá ayudarnos mucho, y cooperar a las resoluciones que, hoy más que nunca, deseo to­mar, y de las cuales tantísimas veces os he ha­blado. No le he contestado aún ni le contestaré hasta no tener nuevas de vuestra parte.

La señora de Gondi recibió esta carta el día de la Exaltación de la Santa Cruz (14 de septiembre de 1617). La impresión que hizo fue tan grande, «que no cesó de llorar, ni podía co­mer ni dormir).

—Nunca se me había ocurrido—decía ella a una de sus amigas—. El señor Vicente se había mostrado tan piadoso para mi alma que no po­día creer que me hubiera de abandonar de este modo. Mas Dios sea alabado; yo no le acuso, sea como quiera, de nada; creo que él nada ha hecho sino movido de una especial providencia de Dios y tocado de su santo amor.

Y. mostrándole la carta de su marido, añadía:

—Ved con qué dolor me escribe acerca de ello el general. Yo mismo noto que mis hijos van re­trocediendo diariamente, y que no se repetirá el bien que él hacía, tanto en mi casa como en los siete u ocho mil habitantes de mis posesiones.

La señora de Gondi fue al punto a verse con el señor de Berulle; le confió sus penas, sus nece­sidades y hasta sus admirables escrúpulos de opo­nerse a la voluntad de Dios si trabajaba por ha­cer volver al señor Vicente a su palacio.

El señor de Berulle la tranquilizó, y admiran do la delicadeza de un alma tan pura, le aconse­jó que escribiera por sí misma a nuestro Santo. He aquí en qué términos lo hizo: «La angustia que padezco me es insoportable sin una gracia extraordinaria de Dios, que yo no merezco. Si esta situación sólo hubiera de durar algún tiem­po, no sería tan desesperada; mas cuando ponde­ro todas las ocasiones en que puedo hallarme ne­cesitada de ayuda, de dirección y de consejo, y me imagino privada de todo ello, mi dolor se re­nueva sin medida. Juzgad, pues, si mi espíritu ni mi cuerpo podrán soportar a la larga tan rudas pruebas. No me hallo en disposición de buscar ni de recibir asistencia de otra parte, porque, como bien sabéis, no con toda clase de personas tengo la libertad de espíritu necesaria para comunicar las necesidades de mi alma.

«El señor de Berulle me ha prometido escribiros, y yo ruego a Dios y a la Santísima Virgen que volváis a nuestra casa para la salvación de toda nuestra familia y la de muchos otros en­tre quienes podéis ejercer vuestra caridad. Os Pido una vez más que la practiquéis con nosotros por el amor que tenéis a nuestro Señor, a cuya voluntad me entrego en esta ocasión, bien que temiendo grandemente no poder perseverar en este estado de resignación y de sosiego. Si des­pués de esto rehusáis acceder a mis súplicas, yo os haré cargo ante Dios de todo lo que me su­ceda y de todo aquello en que yo falte a causa de no poder contar con vuestra ayuda.

«Ya veis cómo el general abunda en los mis­mos sentimientos. No resistáis al bien que podáis hacer cooperando a su salvación, pues que un día podrá contribuir él a la de muchos otros. Ya sé que, no sirviendo mi vida para otra cosa que para ofender a Dios, ningún mal hay en ponerla en peligro; mas mi alma tiene que ser asistida en la hora de la muerte. Recordad el temor con que en cierto pueblo me visteis durante mi última enfermedad . Es probable que me halle en peores circunstancias y este solo recelo me haría tanto que, sin una continua y habitual preparación, tal vez me costara la vida.»

Vicente de Paúl se conmovió al leer esta carta; pero la obra que le había traído a Chatillon es­taba aun por hacer.

Después de escribir a la señora de Gondi con­trolándola y excitándola a no buscar otra cosa que la voluntad dé Dios, se entregó de lleno a la santificación de su parroquia. Esta se hallaba en un estado el más lamentable; pero no precisa­mente por falta de sacerdotes. Con no constar más que de dos a tres mil habitantes, había en ella hasta seis, pero que, faltos de todo celo apos­tólico y de todo cuidado pastoral, descuidaban casi por completo las almas, escandalizándolas con su vida ociosa y disipada. ¿Qué fruto se po­día hacer en tanto que no desapareciese este mal ejemplo? Vicente de Paúl se insinuó dulce­mente en sus corazones y acabó por persuadirles <a que se juntasen en una especie de comunidad para entregarse por este medio más perfecta­mente al servicio de Dios y de la Iglesia; lo que ellos comenzaron con gusto a poder en práctica, y siguieron poniéndolo después por mucho tiempo, con gran edificación de toda la parroquia».

Al mismo tiempo se ocupaba en catequizar a los niños, único medio de reformar radicalmente una parroquia; en instruir a los Ignorantes, que no escaseaban, a consecuencia del abandono en que los susodichos pastores teman su ministerio; en convertir los herejes, bastantes en número por la proximidad de Ginebra y en apartar de su vida insustancial y disipada a los señores y se­ñoras de distinción que habitaban los castillos y quintas de los alrededores.

Algunos de los efectos que en Chatillon pro­dujo fueron admirables. Se cita en particular el producido en un conde de Rougemont, duelista impenitente, ytan afortunado, que era imposible llevar la cuenta del número de sus víctimas. Ha­biendo ido hablar de San Vicente de Paúl, acu­de a la iglesia de Chatillon a escucharle, y al ha­cerlo, siente revivir su fe y cae a los pies del san­to sacerdote, que en adelante tendrá que hacer menos para excitar que para moderar en él el fervor y la devoción.

Vende sus tierras de Rougemont, cuyo precio consagra a la fundación de monasterios y al re­galo de les pobres, y es menester que Vicente de Paúl tome cartas en el asunto para obligarle a conservar sus otras posesiones, pues de otro modo antes de un mes no habría poseído una pulgada de tierra, a imitación, según él decía, de Jesu­cristo, quien no tuvo donde reclinar su cabeza. «Corto, rajo y rompo por todo—decía al señor Vicente—, para ir derecho al cielo.» Quedábale, sin embargo, la espada, el último y el más hondo de sus apegos terrenos. No podía decidirse a se­pararse de ella. Avergonzado un día de tal mi­seria, detiene su caballo, se apea, la saca de la vaina y la hace trizas contra una roca. Luego, volviendo a montar, exclama: «¡Ya soy libre!»

No hizo menos ruido otra conversión, fecun­da en grandes resultados. Dos jóvenes de la aristocracia, las señoras de Chassaigne y de Brie, ricas y de singular hermosura, vivían engolfadas en los placeres, en el juego y en el baile. Cierto día penetran en la iglesia cuando el Santo diri­gía su palabra a los fieles.

Entran, al oírle, en remordimientos, conmuévense sus almas, se comunican sus impresiones y resuelven ir a hacer después de Misa una visita al santo sacerdote. En pocas palabras dio éste fin a la obra, y las dos jóvenes se separan de él decididas a romper con las frivolidades de su vida mundana y a consagrarse servicio de los po­bres, ocupación que llevan hasta el heroísmo en la terrible peste que algún tiempo más tarde diezmó a Chatillon.

Podríamos citar otras conversiones; mas an­helamos llegar al gran acontecimiento, que, quizá en los designios de la divina Providencia, era la única razón del arribo de Vicente de Paúl a Chatillon.

Un día en que nuestro Santo se estaba revis­tiendo para celebrar, le rogó la señora de la Chassaigne que encomendase a la caridad de los feligreses a una pobre cuyos individuos todos habían caído enfermas,  padre, madre e hijos en una casa situada a media legua de Chatillon. Hízolo así en el sermón, con su ternu­ra y fervor acostumbrados y partiendo después de mediodía con uno de sus feligreses, gran hom­bre de bien para ir a visitar a aquella pobre fa­milia quedó agradablemente sorprendido al ha­llar, ya de vuelta, una multitud de gente que, movida de sus palabras, había acudido al socorro de aquel desolado hogar.

—He aquí—exclamó—una caridad fervorosa, pero mal regulada. ¿Qué va a hacer esta pobre familia de ese conjunto de provisiones? Tendrá por necesidad que dejar perder una gran parte de ellas, volviendo a caer en la primitiva necesidad.

Hizo venir a las señoras de la Otiassaione y de Brie, les mostró los inconvenientes de una caridad tan mal dirigida, y les suplicó que le ayuda­sen a formar una Junta de señoras caritativas. «Propúselas—dice el Santo—que cada día se en­cargase una de la manutención necesaria, no ya sólo para dichos enfermos, sino también para todos los que en adelante sobreviniesen».

Con aquel buen sentido y espíritu de organiza­ción que le caracterizaba, comenzó a aplicar al mencionado servicio de los pobres a las señoras de la parroquia, y continuó aplicándolas, sin re­gla ninguna escrita, por espacio de tres meses; entonces fue cuando, después de haber visto funcionar la obra, redactó las reglas por que ésta se había de gobernar.

Tras un preámbulo en que se señala el objeto de la nueva Asociación, pasa a darle nombre. «Dicha Junta se llamará la Cofradía de la Cari­dad, y las personas de que quede compuesta, sir­vientas de los pobres, o damas de la Caridad. Su Patrono será nuestro Señor Jesucristo, que tan amante fue de los pobres. Toda mujer cristiana, «viuda, casada o soltera», de piedad y de virtud, podrá formar parte de ella, «supuesto siempre que las casadas y las solteras tengan, respectiva­mente, permiso para ello de sus maridos y de sus padres». Así, a la luz del claro día; nada de misterios ni de embozos. El gobierno de la nueva obra constará: Primero, de una presidenta elegí- -la, por todas las socias de la Junta, a quien éstas «amarán y respetarán como a su madre, obede­ciéndola en todo cuanto mire al bien y servicio de los pobres, por amor de nuestro Señor Jesu­cristo, que se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». Dos de las más humildes y dis­cretas de la cofradía, en calidad de asistenta la una y la otra de tesorera, ayudarán a la presi­denta. Y como no es propio de mujeres Llevar por sí y exclusivamente la administración de los fon­dos, dichas sirvientas de los pobres elegirán para procurador de los mismos algún piadoso eclesiás­tico o algún otro señor de la ciudad, virtuoso, amante del bien de los pobres y no muy envuel­to en los negocios temporales, el cual será conta­do como miembro de la Asociación.

Todos estos cargos, es decir, los de presidenta, tesorera, asistenta y procurador, estarán bajo la autoridad del párroco o de su vicario, a fin de que todo ello sirva de apoyo y no de embarazo a la parroquia.

En lo relativo al cargo de tesorera, hay una observación de muy profundo sentido: «La teso­rera guardará el dinero, los papeles y los muebles. Dará cuenta todos los años, el día siguiente al de Pentecostés, en presencia del señor párro­co, de la presidenta, del procurador y de la otra asistenta, siendo creída bajo sola su palabra con relación a la exactitud de sus cuentas, sin que pueda serle tachado ningún artículo, ni por ello ser sujetos a examen de ninguna clase, ni ella, ni su esposo ni sus hijos; tanto a causa de que, siendo de una conducta intachable, como deben ser todas las elegidas para este cargo, merece una absoluta confianza, como porque. de otra suerte, nadie querría tomar sobre si una carga tan pe­sada

Mas donde el Santo se sobrepuja a sí mismo es en la exposición que hace del modo con que deben ser tratados los pobres. Las damas de la Caridad no visitarán más que aquellos que, pre­vio examen, hayan sido recibidos por la presi­denta. de acuerdo con la asistenta y con la teso­rera; y he aquí el modo con que deberán hacerlo:

<Aquella a quien toque el turno, prevenida de lo que haya menester en casa de la tesorera para la alimentación de los pobres, arreglará la co­mida, la llevará a los enfermos y les saludará alegre y cariñosamente; acomodará una tablilla sobre el lecho, pondrá encima una servilleta, un vaso, un cubierto y pan; hará lavar las manos al enfermo, dirá el Benedícite, echará el caldo en una escudilla, colocará las viandas en un plato, y acomodándolo todo sobre la referida mesa, convidará dulcemente al enfermo a comer por amor de Jesús y de su Santísima Madre, pro­curando portarse en todo cariñosamente, como si lo estuviera haciendo con su hijo, o más bien, como si lo tuviera que hacer a Dios, quien toma como hecho para Si el bien que ella está ha­ciendo con el pobre. Con la misma dulzura le hablará también de nuestro Señor, procurando animarle si le encontrara desconsolado. Le cor­tará en trozos, de vez en cuando, las viandas;  echará de beber, y habiéndole puesto de este modo en disposición de comer, si hubiere alguno al lado del enfermo, le dejará para trasladarse a casa de otro, con quien se portará de la mis­ma manera, procurando comenzar siempre por los que tengan alguno en su compañía y acaban­do por los que se hallen solos, con el fin de po­derse detener más con éstos. Luego, por la noche, volverá a darles de cenar del mismo modo y con el mismo orden que hemos dicho.

«A cada enfermo se le dará todo el pan que necesite, con un cuarterón de carnero o de ter­nera, cocido por la mañana y asado por la no­che, a excepción de los domingos y de las fiestas, en que se podrá darles en la comida algo de ga­llina cocida, y de dos o tres veces por semana, en que las viandas de la cena se les podrán ser­vir en picadillo. Los que estén sin fiebre tendrán también a su disposición un cuartillo diario de vino, medio por la mañana y medio por la noche.

«Y no siendo el fin de este instituto asistir únicamente a los pobres de un modo corporal, sino también espiritualmente, las sirvientas de los pobres pondrán sumo cuidado y estudio en disponer a los convalecientes para llevar en ade­lante una vida más arreglada, y en preparar a bien morir a los moribundos, enderezando a este fin sus visitas, pidiendo a Dios por ellos y ele­vando de vez en cuando con alguna jaculatoria su corazón al cielo. Si muriesen, correrá también a su cargo hacerles enterrar a expensas de la Cofradía, así como proporcionarles al efecto una sábana y hacer abrir la sepultura, si el difunto no tuviera ninguna clase de medios para ello; procurarán asistir a los funerales de aquellos a quienes hubiesen asistido en la enfermedad, si cómodamente pudiesen, haciendo en este oficio de madres que acompañan a sus hijos hasta la tumba».

Vicente de Paúl pasa en seguida a reglamentar las asambleas que cada mes deben reunirse bajo la presidencia del párroco, quien hará a la Junta una breve exhortación, encaminada al ma­yor adelantamiento espiritual de los asociados; luego indica los ejercicios espirituales de cada sirvienta de los pobres.

Escritos estos reglamentos, el Santo los hizo aprobar por el arzobispo de Lyón; después los promulgó en asamblea solemne el 8 de diciem­bre, fiesta de la Inmaculada Concepción, y le­vantó acta de la inauguración.

Con esto quedó establecida definitivamente la Asociación de Cardad. Era la primera vez que se organizaba a domicilio la visita de los pobres y de los enfermos, y se aplicaba para su realiza­ci5n a las señoras del mundo, libres de todo voto y de toda profesión religiosa, continuando en vi­vir con la familia, no saliendo a visitar a los pobres sino con la aprobación de sus maridos, de sus padres o de sus madres, y juntando las obli­gaciones de la familia con los deberes de la cari­dad. Del primer ensayo de Vicente de Paúl salió una obra maestra.

Dios ha bendecido tan piadosa institución, y hoy llena el mundo.

Entretanto, la señora de Gondi no podía resignares a la separación de su santo director. Procuró y obtuvo a este efecto cartas las más premiosas de su marido, de su cuñado el obispo de París y del P. Berulle, y se las remitió a Vi­cente de Paúl por medio de uno de sus mejores amigos, el señor de Fresne, el que en otro tiem­po había introducido a Vicente en el palacio de la reina Margarita, y a quien éste, en cambio, habla hecho entrar de secretario en casa de los Gondi. El señor de Fresne cumplió su misión con tanta delicadeza, energía y cordura, que acabó por convencer a Vicente de Paúl.

Dominado, no obstante, Vicente por sus ten­dencias a la vida oculta y humilde, oró fervo rosamente, se trasladó a Lyón a consultar al Pa­dre Bence, del Oratorio, y acabó por entregar al señor de Fresne dos cartas, una para el general y otra para la señora de Gondi, donde les anun­ciaba su próximo viaje a París y su intención de ponerse por completo en manos del señor de Be- Tulle.

Nada diremos de la aguda pena de los habi­tantes de Chatillon al venir en conocimiento de que iban a perder a su párroco.

El día de la partida todos salieron al camino, y al verle cayeron de hinojos, exclamando: «¡Vuestra bendición!» Bendición que el Santo les dio con lágrimas en los ojos. Casi cincuenta años después los antiguos testigos de esta escena, o sus hijos y sus nietos, declaraban bajo juramento, en vista de la probable canonización del santo sacerdote, que sería imposible anotar todo lo realizado por el señor Vicente en Chatillon en tan poco tiempo (¡cinco meses!), y que, a no haberlo visto y oído, les hubiera costado mucho trabajo creerlo.

Vicente de Paúl entró en París el 23 de di­ciembre de 1617. Aquella misma tarde se vio con el señor de Berulle, y al día siguiente, víspera de Navidad, volvió a entrar en la casa de Gondi, para no abandonarla ya sino hasta después de ocho años.

Chatillon fue para él una verdadera revela­ción. Allí había recibido luces que nunca llegó a vislumbrar en Clichy. Lo que acababa de hacer en una pobre y reducida parroquia de Bresse, ¿por qué no hacerlo en todas partes? ¿Por qué no ensayarlo, al menos, en las treinta aldeas de­pendientes de los Gondi?

La señora de Gondi le escuchaba llena de una dulce emoción. Ofrecióse, pues, a secundarle in­condicionalmente con su influencia, con su dine­ro y aun con su persona en el establecimiento de las Cofradías de Caridad.

Inmediatamente puso el Santo manos a la obra, y en dos o tres años las fue estableciendo en treinta o cuarenta pueblos de las tierras de Gon­di, a continuación de las Misiones, que él mismo de ordinario, predicaba. La señora daba la primera su nombre, y su ejemplo arrastraba a todo el mundo. Ni se contentaba con ponerse al fren­te de estas Asociaciones; se adelantaba a los misioneros en los lugares en que éstos habían de predicar, visitaba a los pobres y a los enfermos, excitaba a los habitantes a aprovecharse de la Misión, y era un espectáculo que hacía derramar lágrimas ver una dama tan ilustre, tan joven, tan delicada de salud y tan rica, cuñada o so­brina de varios cardenales, empleada en tan hu­mildes oficios de piedad y de caridad.

No estaba, por lo demás, sola. Tremendas des­gracias habían venido a darle por compañera en el servicio de los pobres y en el cuidado de los enfermos a la propia hermana de su esposo, Mar­garita de Gondi, marquesa de Meignelais, viu­da, a los veinticuatro años, de aquel heroico marqués de Meignelais, a quien amaba entraña­blemente, y a quien el duque de Mayenne hizo degollar a traición, por considerarle partidario de Enrique IV. Habiendo perdido poco después a su hijo único, se entregó por completo a Dios y se dio a toda clase de obras de caridad.

El año de 1620, hallándose el Santo en Folle­ville, diócesis de Amiens, ensayó una innovación atrevida, pero feliz. Hasta entonces no había aplicado el Santo al servicio de los pobres más que a las mujeres cristianas; pero en Folleville tuvo la idea, no se sabe con qué ocasión, de apli­car al mismo objeta os hombres. La empresa era arriesgada, sobre todo en el pueblecillo. Mas ha­biendo dado su nombre el primero el señor de Gondi, general de las galeras y señor de la re­gión, no fue menester más para arrastrar a to­dos con su ejemplo. Consérvase el reglamento de esta primera Cofradía de la Caridad de hom­bres, aprobada el 23 de octubre de 1620 por el obispo de Amiens, tipo y forma primera de una multitud de reglamentos que después han sido hallados.

Con corta diferencia, las líneas generales son las mismas que en las asociaciones de mujeres. En efecto, el nombre es el mismo: Sirvientes de los pobres. El Patrono es el mismo también: nuestro Señor Jesucristo, que tanto amó a los pobres. Y, por último, tienen el mismo fin: «Cum­plir el gran deseo que nuestro Salvador tiene de que nos amemos mutuamente, conforme Él nos amó.» Los hombres cuidarán de los simplemen­te necesitados: niños, jóvenes, ancianos, etc.; el cuidado de los enfermos quedará reservado para las mujeres, que, dotadas de mayor ternura que los hombres, pueden desempeñar mejor un puesto al lado de los que sufren.

Dotada esta Asociación de hombres del mismo Patrono, del mismo fin y de los mismos ejercicios espirituales que la de mujeres, recibió también casi un mismo gobierno.

San Vicente de Paúl quedó tan satisfecho de esta innovación, que se apresuró a establecerla en Joigny, donde ya había una Cofradía de se­ñeras. El señor de Gondi, conde de Joigny, fue en esta ocasión quien tomó la iniciativa, y quien pidió y obtuvo las autorizaciones necesarias, re­cabando del señor arzobispo plenos poderes para el «señor Vicente de Paúl, sacerdote, bachiller en Teología y capellán del señor conde».

Aunque esta aplicación de los hombres al ser­vicio de los pobres fuese una disposición acerta­da y atrevida, hasta aquí, sin embargo, nada te­nía de extraordinaria. Reducíase sencillamente a acomodar y hacer extensivos a los hombres los reglamentos de la Asociación de señoras. Mas, puesto en este camino, el genio organizador de Vicente dio un paso adelante.

Oigámosle: «La Asociación de la Caridad ten­drá por fin socorrer corporal y espiritualmente a los pobres de la ciudad y de los pueblos que de ella dependan: espiritualmente, haciéndoles aprender la doctrina y la piedad cristianas. y corporalmente, poniendo en disposición de ganar su vida a aquellos que puedan trabajar, y dando su sustento a los otros. De este modo pondremos en práctica el mandamiento que Dios nos da en el capítulo 15 del Deuteronomio: de portarnos de modo que no haya pobres que anden mendi­gando entre nosotros». Hecho el censo de los po­bres y socorridos éstos convenientemente, se co­municará a los habitantes la orden de no dar li­mosna ninguna, y a los pordioseros, de no salir a mendigar, bajo pena de perder el subsidio que les pasa la Asociación.

Respecto de los transeúntes, había establecido en su favor lo que hoy se llama la hospitalidad de la noche. Se les daba habitación, cena y lecho, y al día siguiente recibían dos sueldos, con la or­den de abandonar el país y proseguir su camino.

Mas ¿adónde hallar recursos con que atender en absoluto a las necesidades de tantos pobres? San Vicente se había preocupado muy poco de ello al fundar la Asociación de las señoras. ¡Ha­llan éstas tan fácilmente dinero! Mas no suce­de lo mismo con relación a los hombres; y, por otra parte, la obra era aquí más considerable. Ideó, pues, lo siguiente: cuando la Asociación radicaba en un pueblo, en una aldea, en una zona rural cualquiera, y, por lo mismo, se com­ponía de labradores y terratenientes, debería te­ner un rebaño de carneros, de ovejas, de vacas, etcétera, que saliera a pacer con los del vecin­dario. Cada miembro de la Asociación recibiría en sus establos una a dos cabezas de dicho ga­nado, las alimentaría por caridad, y el producto de todas ellas serviría para el mantenimiento de los pobres. «Tendrá la Junta—dice en uno de es tos reglamentos—cierto número de ovejas dis­tribuidas entre los asociados, quienes gratuita­mente las alimentarán en provecho de la Aso­ciación, quién más, quién menos, según su posi­bilidad.»

Cuando de los pueblos pasaron estas Asociacio­nes a los grandes centros de población, faltaba- les el mencionado recurso; pero no tardó mucho el Santo en reemplazarle por otro. Era éste el de las manufacturas y fáciles industrias, organiza­das de manera que todos pudiesen ganar en ellas su vida, los niños y los convalecientes, y con mucha más razón, los jóvenes y los hombres ro­bustos.

Mas estos medios de proporcionarse recursos no eran siempre posibles: San Vicente los su­plía por otros mil. En unas partes, con suscrip­ciones permanentes que hacia entre el obispo, los canónigos, los párrocos, los señores y la gen­te rica; en otras, colectas hechas en la iglesia y a domicilio; aquí, colocando cepillos a la entrada de las hosterías; allí, aprovechando las multas que los alcaldes y concejales consentían en ce­derle, y ciertos derechos de puertas que los go­bernadores de la ciudad le adjudicaban.

Muchas de estas cosas han llegado hasta nues­tros días; mas ¿quién se acuerda de que se de­ben a la iniciativa de San Vicente de Paúl?

En 1623 hizo el Santo una larga estancia en Borgoña. A ella parece que ha de referirse el establecimiento de las Asociaciones de Caridad de Bourg, de Trévoux, de Macon, de Chadons y de otras ciudades circunvecinas. En 1846 fue des­cubierto en los archivos de la Prefectura de Ma­con un extracto del libro secretarial, pertene­ciente al año 1623, que contenía el acta de una asamblea verificada en esta ciudad con ocasión del arribo y permanencia en ella de San Vicente de Paúl. Es demasiado curiosa el acta susodicha Para no hacer mención de ella en este lugar.

No hubo clase social que no tuviera represen­tación en la junta. El primero que hizo uso de la palabra fue el regidor o alcalde de la ciudad. «Expuso que el objeto de la reunión no era otro que el de proveer a las necesidades de los pobres, obra piadosa muy recomendada por Dios, y que podía realizarse por nuevos medios, evitando de esta suerte, no sólo las importunidades de los pobres en las iglesias y en las puertas de las ca­sas, sino también el fomento de la holgazanería, ya que prevalidos éstos de la completa libertad de pedir que gozan, no sólo se excusan de traba­jar los imposibilitados, sino los mismos que están hábiles para el trabajo. Añadió que, habiendo re­sultado inútiles, por oposición de los interesados, las medidas de recoger a todos los pobres en un hospital, y que hallándose en aquel momento en la ciudad un religioso, capellán del general de las galeras, cale, lleno de piedad y de devoción, había comunicado nuevos moldes a esta clase de obras, por cuyo medio se había provisto al alivio y mantenimiento de los pobres, tanto en Trévoux como en las poblaciones limítrofes, juzgaba que debían aprovecharse de la ocasión para resolver y conjurar tan peligroso conflicto.

Habiéndose expresado todos en el mismo sen­tido, y queriendo llevar a la práctica una obra de caridad tan santa y tan loable, resolvióse de común acuerdo que cada una de las clases de la sociedad nombrara, respectivamente, sus delega­dos, para que, reunidos, tratasen de hallar los medios más conducentes al fin perseguido por la asamblea.

Vicente de Paúl no asistió, al parecer, a esta junta, pero él fue quien la organizó y quien la animó. Cada uno de los discursos que se pro­nunciaron en ella es como el eco de las palabras que por todas partes habían salido de la boca del Santo. Así que, provisto de plenos poderes, comenzó desde el díaa siguiente a tomar cartas en el asunto.

Con objeto de poner algún orden, según su cos­tumbre, en aquel laberinto de pobres, verdade­ros unos y necesitados de los auxilios de la cari­dad; supuestos otros y acostumbrados a explo­tarla, comenzó: 1.0, por separar los pobres en­fermos de los pobres sanos; 2.°, por confiar los enfermos a mujeres piadosas encargadas de vi­sitarles y cuidarles; 3.° por dar trabajo a los pobres que podían ocuparse en él; 4.°, por procu­rar algún oficio a los jóvenes, y 5.°, por distri­buir limosnas a aquellos que no podían trabajar. Estos debían juntarse los domingos en Saint-Ni­zier para oír misa y escuchar la palabra de Dios, después de lo cual se les distribuiría pan y di­nero en proporción a su miseria y al número de hijos que tuviesen.

Prohibióseles mendigar bajo pena de perder la limosna, y al mismo tiempo se recomendó con instancia a los fieles que no socorriesen a nin­gún mendigo que anduviese pordioseando por las calles. Regulada de esta suerte la beneficencia, era fácil suprimir la mendicidad. Respecto de los transeúntes se determinó darles asilo por una noche, despidiéndoles al día, siguiente con una pequeña limosna. Con el fin de no fomentar la holgazanería en los pobres hábiles para el traba­jo, se ordenó concederles, no todo lo necesario para su vida, sino únicamente la parte que fal­tase a sus ganancias para su total subsistencia, y esto después de un examen serio del trabajo que pudieran realizar.

Para arbitrar y repartir los recursos formó el Santo dos Asociaciones de Caridad, una de hombres y otra de mujeres.

En menos de tres semanas la obra funcionaba maravillosamente, y más de trescientos pobres se hallaban alojados, alimentados y sostenidos. Componianse los fondos de la obra de una recaudación anual en frutos o en metálico, hecha en­tre el clero y las clases acomodadas, de ciertas multas adjudicadas a la Asociación, de todos los derechos de entradas de la ciudad y de las co­lectas reunidas todos los domingos por las seño­ritas de Macon. San Vicente había obtenido que la Parroquia y el municipio pusiesen en común recursos a fin de alimentar, instruir y educar a las clases pobres.

De este modo, después de diecisiete años de pruebas y tanteos, habla dado nuestro Santo con verdadero camino Hablase estrenado con dos creaciones tan originales y arriesgadas y al mis­mo tiempo tan llenas de sabiduría y de pruden­cia, que fácilmente se podía colegir por ellas lo que era capaz de hacer su genio organizador en el caso en que tentara mayores empresas y dis­pusiera de más crecidos recursos.

Y, sin embargo, tan magnífica obra estuvo a punto de ser agostada en ciernes por las celosas susceptibilidades del poder. Entre los papeles del presidial de Beauvais ha aparecido un ensayo de requerimiento que contra Vicente de Paúl se hizo para impedirle continuar sus caritativas obras.

El título de tal documento, «proyecto requisi­torio», parece indicar que el asunto fue sobreseído. Los Gondi, tan poderosos en la Iglesia y en el Estado, ampararían verosímilmente al hu­milde sacerdote, y el hecho no pasaría adelante.

Comienzo de la obra de los galeotes.—San Vicente se pone las cadenas de un forzado.—Viaje a su país natal (1622-1623).

La familia de Gondi pasaba ordinariamente el invierno en París.

Ya hemos visto que el señor de Gondi era ge­neral de las galeras, o, como hoy se diría, almi­rante de la Armada del Mediterráneo, porque las galeras nunca dejaban las aguas de este mar, donde hacían su servicio. Llamábase galera en los siglos XVI y XVII una larga y ancha construc­ción, poco elevada sobre el nivel de las aguas, con una dotación de cuatrocientos hombres y defendida por cinco cañones y por una docena de pedreros. Era movida por trescientos remeros y llevaba a bordo ciento veinte soldados. Los remeros eran criminales condenados por la justi­cia a esa ruda faena, de la que recibían el nom­bre de galeotes o forzados.

Sujetos con cadenas a los bancos, atados de dos en dos a una bala de cañón, llevaban desnu­das las espaldas y un gorro en la cabeza. El jefe de los galeotes, llamado cómitre, iba de pie en la popa, cerca del capitán, para recibir órde­nes. Dos subcómitres se situaban, uno en medio de la galera y otro cerca de la proa, armado cada uno de ellos de un rebenque con que ame­nazaban las desnudas espaldas de los remeros.

Luego que el capitán disponía hacerse a la mar, daba la señal el cómitre con un silbato metálico que llevaba suspendido al cuello. Los subcómitres empezaban con su largo rebenque «a azotar las desnudas espaldas de los remeros», a semejanza de lo que hoy hace el conductor de una diligencia de ocho caballos. Si cedía uno de los remeros, «el capitán ordenaba que se redo­blasen los latigazos. Si, desfallecido y sin fuer­zas, caía sobre su remo, cosa muy frecuente, era azotado hasta que, o volvía en sí, o moría. En este último caso, le arrojaban al mar sin ningu­na ceremonia».

Fuera de estos horribles tratamientos, el estar solamente amarrado a la cadena hacía de esta vida de forzado un verdadero martirio. «Cuando el despiadado mar de la Libia—dice un capitán de galeras, Barras de la Penne—las sorprende en medio de las playas romanas; cuando el im­petuoso aquilón viene a acometerlas por el flanco, y el golfo de Lyón las expone al húmedo viento de Siria, todo parece conjurarse para convertir la galera en un infierno.

Las lúgubres lamentaciones de la tripulación, los espantosos gritos de los marineros, los alari­dos horribles de la chusma, los crujidos del ma­deramen, mezclado todo al ruido de las cadenas y a los rugidos de la tempestad, producen en el corazón, aun de los más valientes, un sentimiento de verdadero terror y espanto.

La lluvia, el granizo y los relámpagos, com­pañeros inseparables de esta clase de tormentas, junto con el mar, que, hinchando sus enfureci­das olas, envuelve el puente, completan el horro­roso cuadro. En verano, el sol, que lanza sus rayos sobre la desnuda espalda de estos infelices, los mosquitos que los devoran y los malos olores que se exhalan de todas partes, varían los dolores, sin disminuirlos.

Francia poseía entonces, a las órdenes del señor de Gondi unas veinte galeras, movidas por seis mil galeotes y a cuyo bordo iban dos mil quinientos soldados.

Fondeados en los puertos de Tolón. Marsella, Aguas Muertas y Narbona, se hacían a la mar desde ellos para vigilar el Mediterráneo, perse­guir a los corsarios turcos y proteger las ciudades y aldeas de la costa.

Cada año salía el señor de Gondi en persona de los puertos de Tolón o Marsella, llevando consigo ocho, diez o doce galeras bien armadas, con las cuales sondeaba los bajos del Mediterrá­neo, visitaba todos los puertos y ensenadas, aun las más ocultas, tomando y echando a pique las embarcaciones de los corsarios.

Antes de partir para Tolón y Marsella, los galeotes hacían una estancia, de más o menos duración, en París, en cuyo tiempo se ponían ya a las órdenes del general de las galeras. Vicente de Paúl quiso verlos, y al efecto se hizo conducir a los calabozos. Ninguna consideración se guardaba en el siglo XVII a los condenados. Se les encerraba en prisiones húmedas, malsanas y sombrías, sujetos con argollas de hierro a la muralla, y teniendo por toda alimentación agua y pan negro.

Nadie se dignaba enterarse de su buen o mal estado de salud, aunque de mucho tiempo vinie­sen siendo víctimas de alguna enfermedad; con lo que, uniéndose frecuentemente a sus llagas la miseria o la gangrena, exhalaban un hedor inso­portable. Menester era que el espectáculo fuese horrible, pues a su vista no pudo menos de re­troceder San Vicente, espantado y con los ojos llenos de lágrimas.

Dirigióse al punto en busca del señor de Gon­di, que por entonces se hallaba en la capital, y le representó en los términos más vivos el estado de abandono y de dejadez en que, así con rela­ción al cuerpo, como con respecto del alma, esta­ban aquellos desgraciados, que, por otra parte, se hallaban a las órdenes de él, y de ellos tendría que dar a Dios cuenta. Felipe Manuel era recto y de buen corazón, y por lo mismo declaró que estaba dispuesto a hacer todo cuanto de su parte estuviera, pero que no veía qué clase de remedios se pudiesen aplicar a un mal que tenía todos los síntomas de incurable.

Vicente de Paúl, que ya había meditado el asunto, le propuso un plan tan sencillo y prácti­co, que al instante fué aceptado. Revestido de todos los poderes, fue a establecerse el Santo en medio de los galeotes, animándolos con su pre­sencia, consolándolos con sus palabras y hacién­doles levantar sus corazones al Señor y soportar sus cadenas con espíritu de sacrificio. Las enfer­medades más repugnantes y las más contagiosas epidemias no pudieron hacerle vacilar en sus propósitos. Auxiliado de los jóvenes y generosos sacerdotes señor Belin, capellán de los Gondi en Villepreux, y señor Portail, su primer discípulo en la obra de las Misiones, llevó la caridad hasta el heroísmo.

Tal fué el cambio de costumbres que se obró en los galeotes, cargados poco antes de cadenas y vomitando blasfemias a todas horas. que se pudo trasladarlos libremente a un vasto hospital, com­prado y amueblado por San Vicente en la calle Saint-Honoré, cerca de Saint-Roch, y al que, después de haber contribuido con sus riquezas, vinieron a visitar monseñor de Gondi, obispo de París; la señora de Gondi, su cuñada; la marque­sa de Meignelais y las grandes señoras de la capi­tal. No se hablaba de otra cosa en la corte que de las maravillas obradas por este humilde sacer­dote. El rey quiso oir el relato de lo sucedido por boca del señor de Gondi, y quedó tan admirado de la piedad, del celo y de la heroica abnegación de nuestro santo, que para proporcionarle ocasión de extender por todas partes los prodigios que había hecho en París, creo para el nuevo cargo de capellán general y real de las galeras de Francia.

Provisto de este cargo, que le daba entrada y autoridad en cualquiera de los presidios de forzados, resolvió visitarlos todos. Comenzó por el de Marsella, el más considerable y horroroso de to­dos, centro adonde venían a parar los veteranos del vicio, los más obstinados criminales. En él practicó el Santo maravillosos actos de hu­mildad.

Conmovido una vez de la desesperación de un joven galeote, arrancado intempestivamente de los brazos de su esposa y de sus hijos, se acercó a él, y quitándole las cadenas, se ofreció a que­darse en su lugar. Por extraordinaria que parez­ca semejante resolución, no debe ponerse en duda. Todos los historiadores refieren el hecho, y la Iglesia misma le ha comprobado en una solemne información. Mas aún hay alguna oscuridad sobre las circunstancias y la época en que fué realizado.

Grandes infortunios llenaban de duelo, a la vuelta de Vicente, la casa de Gondi, antes tan alegre y dichosa. El primero, acaecido en 13 de agosto de 1622, era la muerte del cardenal Enri­que de Gondi, obispo de París y primer ministro de Luis XIII.

Mas, por duro que fuese el golpe de la muerte del cardenal, era nada en comparación del que aún esperaba a la señora de Gondi. El segundo de sus tres hijos, Enrique de Gondi, de edad de ocho años, iba a caballo en seguimiento de una pieza de caza, cuando un mal paso de su caballo le arrojó al suelo, teniendo la desgracia que, mientras forcejeaba por levantarse, le abriese el animal de un manotazo la cabeza.

Cuando el tiempo mitigó algún tanto en los Gondi el dolor de estos infortunios que acaba­mos de narrar, volvió Vicente la vista a un de­signio que hacía ya más de un año ocupaba su mente: consistía éste en dar una gran Misión en todas las galeras que mandaba el señor de Gondi. Dirigióse, pues, con este pensamiento al cardenal de Sourdis, arzobispo de Burdeos, hom­bre piadoso y lleno de vigilancia por sus ovejas, gran imitador de San Carlos Borromeo, y tanto más ilustre cuanto más calumniado por los pro­testantes. Obtuvo de él veinte religiosos, a quie­nes el Santo distribuyó de dos en dos por las galeras. En calidad de director de la Misión iba y venía el Santo de una a otra galera, conmo­viendo hasta tal punto con su palabra humilde, cariñosa y sencilla, a aquellos infelices, que ob­tuvo un éxito prodigioso. Cierto turco, para quien nada habían valido las exhortaciones de los otros misioneros, no pudo resistir las palabras del Santo, y se convirtió, cobrándole tal afecto, que fué su más fiel y abnegado compañero du­rante toda su vida.

Duró la Misión un mes, poco más o menos. La fama del suceso trajo a Burdeos algunos de los amigos de la infancia de nuestro Santo, quienes le propusieron hacer una corta visita a su fami­lia antes de volver a París. No le separaban de ella más que unas cuantas horas. Hacía vein­tidós años que no veía a su madre, y aún no conocía a sus sobrinos.

Dejóse persuadir el Santo, y partió para Pouy. Allí había sido bautizado, allí había hecho la primera comunión y allí, bajo las seculares en­cinas, a los lados del estanque, habían corrido los años de su piadosa infancia. El viejo sacer­dote con cuya bendición hizo su entrada en el mando, reposaba junto a la cruz del cemente­rio; mas habla sido reemplazado por un amigo y pariente cit. San Vicente de Paúl. Domingo Dussin. Este era entonces el párroco de Pouy, y a su casa fue a parar nuestro Santo.

El buen párroco invitaba a comer cada día, para honrar a su huésped, a algunos de los pa­rientes del Santo o de los párrocos vecinos.

Durante la niñez de San Vicente, la capilla de Nuestra Señora de Buglose no era otra cosa que ruinas; la estatua misma había sido arrojada al estanque; mas hallada ésta unos tres años an­tes y colocada por el susodicho párroco en la capilla que al efecto había hecho reedificar. vol­vieron a repetirse las peregrinaciones.

El Santo designó este piadoso santuario para reunir a la familia y darle su postrer adiós. Preparóse, pues, todo para una solemne romería. Vi­cente acudió a ella descalzo, acompañado de sus parientes y seguido de una muchedumbre de per­sonas. Celebró la santa Misa con enternecedora piedad, y dirigió algunas palabras al concurso llenas de amor y de fe.

Terminada la función religiosa, reunió a toda la familia en una modesta mesa, presidida por Vicente, quien, acabada la refección, se levantó para despedirse de sus deudos. Instintivamente todos cayeron de rodillas pidiéndole la bendi­ción, y emocionado vivamente, el Santo les dijo:

—¡Oh, sí, yo os bendigo; mas os bendigo como pobres y humildes, y ruego al Señor que os con­ceda siempre la gracia de una santa pobreza! No salgáis nunca del estado en que habéis na­cido. Esta es mi más cara recomendación, que os ruego transmitáis como herencia a vuestros hijos. ¡Adiós para siempre!

Y diciendo estas palabras, se desprendió de ellos.

Hasta entonces el Santo había podido, sin mucho trabajo, contener sus lágrimas; mas cuan­do se vió solo en el camino, éstas corrieron abun­dantemente de sus ojos. Al volverse para salu­dar por última vez a su pobre aldea, sintió par­tírsele el corazón.

Fundación de la obra de las Misiones.—Muerte de la señora de Gondi.—San Vicente se retira al Colegio de los Buenos Hijos (1624-1625).

Él corazón de la señora de Gondi era, a la vez, un corazón de sacerdote y de apóstol. La idea de que en sus vastos dominios había siete u ocho mil hombres ignorantes, encorvados ha­cia la tierra y olvidados de su salvación, la ator­mentaba de continuo. ¿Qué hacer para conver­tirlos, para reconciliarles con Dios? Su caridad la había sugerido el proyecto de unas Misiones que cada cinco años se repitiesen en todos sus pueblos, y ya había reunido para el efecto 16.000 libras, es decir, cerca de 50.000 francos. Mas ¿dónde hallar sacerdotes que quisiesen aceptar tan humilde ministerio?

Después de varias infructuosas gestiones, pasó por su mente una idea. ¿Qué iba ella a buscar fuera de su casa? ¿Acaso no tenía a la mano todo lo que podía desear? ¿No había trabajado Vicente con brillantes resultados en las Misio­nes de Folleville, de Villepreux y de Montmi­rail?

Preocupada con estos pensamientos, comunicó su plan a su esposo, quien, no solamente apro­bó el designio de su santa y caritativa esposa, sino que quiso contribuir también a su realiza­ción. A las 16.000 libras de su mujer añadió la suma necesaria para completar la de 100.000 francos. Con esta cantidad y la cesión gratuita de una casa, por la que había que trabajar, se podía ya dar comienzo a la obra. La señora de Gondi fué a hablar con su cuñado el arzobispo de París para ver si entre los edificios de la pro­piedad eclesiástica había alguno que pudiera servir de base a la futura Congregación. Justa­mente cerca de la puerta de San Victor había un antiguo colegio llamado de los Buenos Hijos, cuyo director, Luis de Tuyard. acababa de pre­sentar su dimisión, y cuyo nombramiento de­pendía de la mitra. ¿Qué mejor uso se podía hacer de él que destinarle a ser cuna de una Congregación que de tanto provecho podía ser para toda su diócesis?

Todo estaba, pues, preparado para dar vida a la Congregación. Cedida la casa, asegurada la renta, no faltaba más que inspirar el alma en el ya dispuesto organismo.

Esta alma era Vicente de Paúl; mas ¿cómo de­cidirle a aceptar semejante honor? Reunidos los tres fundadores, es decir, la señora de Gondi, su esposo Felipe Manuel y el hermano de éste, el arzobispo de París, mandaron a llamarle, cre­yendo que entre todos les sería más fácil vencer la repugnancia del humilde sacerdote. Aun así, no las tenían todas consigo. Sin embargo, aun­que la humildad del Santo era mucha, aquí se sobrepuso la caridad. ¡Por fin, iba a poderse consagrar libremente al servicio de sus queridos pobres!

El contrato de la fundación lleva la fecha de 17 de abril de 1625, y fué extendido en el hotel de Gondi, calle de Pavée, parroquia de San Sal­vador, a nombre de los señores de Gondi, quie­nes se atribuyen la iniciativa y el primer pen­samiento de la fundación.

El documento expone desde luego el fin de la obra. Hace constar «que habiendo inspirado Dios, de algunos años a esta parte, a dichos se­ñores el deseo de honrarle, así en sus tierras, como en otros lugares, cayeron en la cuenta de que, habiendo provisto la divina Bondad, por su infinita misericordia, a las necesidades espiri­tuales de los que habitaban en los grandes cen­tros por medio de una multitud de doctores y de religiosos que les predican, instruyen, exci­tan y conservan en el espíritu de devoción, sólo el pobre pueblo de la campiña está y permane­ce como abandonado, a cuya necesidad les ha parecido que sería oportuno remedio la creación de una piadosa compañía de sacerdotes sabios, virtuosos y de reconocida capacidad, que volun­tariamente se comprometiesen a renunciar, así a la vida de las ciudades, como a todos los be­neficios, cargos y dignidades eclesiásticas, de cualquiera clase que fueran, a fin de aplicarse pura y _desinteresadamente, con el beneplácito de los obispos, a la salvación del pobre pue­blo, yendo a cuenta propia de una a otra aldea para predicar, instruir, exhortar y catequizar a esas pobres gentes y persuadirles a todos a ha­cer una buena confesión general de toda su vida pasada; sin recibir por todo ello ninguna clase de remuneración, distribuyendo de este modo gratuitamente los dones que gratuitamente hu­bieren recibido de la mano liberal de Dios».

En seguida pasa a exponer los medios de realizar este gran pensamiento de evangelización de los pobres del campo.

Para contribuir a ello, dichos señores, en re­conocimiento de los bienes y gracias que han re­cibido y reciben diariamente de la Divina Ma­jestad, han resuelto constituirse en patronos y fundadores de esta buena obra, a cuyo fin han destinado la suma de 45.000 libras, que al con­tado ha sido puesta en manos del señor Vicente de Paúl, sacerdote de la diócesis de Agen, licen­ciado en derecho canónico».

El contrato regula en seguida de la manera más admirable, y en términos que revelan el es­píritu práctico de San Vicente de Paúl, las con­diciones de la fundación.

La salud de la señora de Gondi declinaba más y más: seguía, empero, con sus habituales ocu­paciones; pero llegó un día, sin embargo, en que las fuerzas se agotaron, en que fué menester ceder. La enfermedad que hoy llamamos anemia la llevaba a pasos contados, pero seguros, a la tumba. Como su alma vivía ya de antemano en el Cielo, no temía el desenlace.

No ha quedado otra noticia de su última hora sino que, de conformidad con el anhelo más grande de su vida, tuvo a San Vicente de Paúl en aquellos supremos instantes a la cabecera de su cama. Alma sublime y delicada, timorata y pura, bien mereció ser bendecida, sostenida y consolada a la hora de la muerte por un tan grande Santo.

El señor de Gondi no se halló presente a la muerte ni al entierro. Fué tan rápido el curso de la enfermedad, que no se le había podido dar cuenta de ella, ni él abrigaba el menor re­celo sobre tan funesta desgracia. Vicente de Paúl se creyó en el deber de ir en persona a comuni­car al señor de Gondi la infortunada nueva: y a este fin hizo el largo viaje de París a Marsella.

La sola intempestiva aparición del santo sacer­dote fué ya un golpe para el general.

—Y bien—exclamó Vicente de Paúl para dar fin a esta escena tan angustiosa—, ¿no queremos hacer la voluntad de Dios?

Y poco a poco, valiéndose de infinitas precau­ciones, le fué contando de tal manera la enfer­medad de la señora de Gondi, sus últimos mo­mentos y, en fin, su muerte tan dulce, tan re­signada y tan piadosa, que el oírlo era ya un consuelo. La Haga, sin embargo, fué incurable, y la separación de su esposa fué para él como la separación y aislamiento de todo el mundo.

San Vicente de Paúl había llevado consigo el testamento de la piadosa finada, y se lo entregó al señor de Gondi. Uno de los artículos estaba concebido en los siguientes términos:

«Yo suplico al señor Vicente, por amor de Nuestro Señor Jesucristo y de su Santa Madre, que nunca abandone la casa del señor General de las galeras, ni a nuestros hijos después de la muerte de éste. Igualmente ruego al General que tenga a bien conservar a su lado al señor Vi­cente, y hacer, al morir, el mismo encargo a nuestros hijos.» Decía ya demasiado esta cláu­sula para que, dadas las ideas y sentimientos del señor de Gondi, no hiciese éste lo posible por recabar el cumplimiento de la misma. Vicente de Paúl entendía, no obstante, que su hora ha­bía llegado y que era tiempo de recobrar su li­bertad y su independencia para entregarse a tanta clase de obras como Dios le inspiraba. Así se lo expuso respetuosamente al señor de Gondi, quien no insistió más en contra.

Felipe Manuel no debía permanecer, por otra Darte, mucho tiempo en el mundo. El amor que había profesado a su santa esposa era de esos que no hallan compensación en las cosas de la tierra. Jesucristo sólo podía llenar el vacío que se había hecho en su corazón. Hizo, pues, renun­cia de su cargo de general de las galeras en su primogénito; colocó al segundo, el que más tarde había de ser conocido por el cardenal de Retz, en los Jesuitas para completar su educación, y, libre de todo, llamó a las puertas del Oratorio, pidiendo al P. Berulle un lugar entre sus súb­ditos.

Después de largas y difíciles pruebas, recibió el tonsurado y la sotana, y ordenado más tarde de sacerdote, celebró su primera Misa ante un inmenso concurso, sepultándose en seguida en un retiro tan absoluto, que ninguna cosa le pudo arrancar de él.

Al mismo tiempo que el señor de Gondi huía del mundo para encerrarse en el Oratorio. Vi­cente de Paúl se retiraba al Colegio de los Bue­nos Hijos, para disponerse a comenzar sus gran­des obras. Tenía entonces cincuenta años.

One Comment on “Vida de San Vicente de Paúl (Capítulo 1)”

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *