Vida de Catalina Labouré (René Laurentin): Conclusión

Francisco Javier Fernández ChentoCatalina LabouréLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: René Laurentin · Año publicación original: 1984.

Nacido en Tours (Francia) el 19 de octubre de 1917, René Laurentin hace sus estudios superiores en el Seminario de los Carmelitas y el Instituto Católico de Paris donde obtiene sus títulos en Filosofía tomista y en Letras así como un grado en Filosofía en la Sorbona (1938).’ Obtiene su título en Teología en 1946 y es ordenado sacerdote el 8 de diciembre de ese año. Prepara tres tesis (en letras y teología) sobre la Virgen María y la más célebre de las universidades francesas, la Sorbona, le confiere el grado de Doctor en letras con mención ‘muy honorable’ en 1952. El Instituto católico de París le confiere el grado de Doctor en teología en 1953. Vicepresidente de la Sociedad francesa de estudios marianos (1962-1997). Consultor en las comisiones preparatorias del Concilio Vaticano II, en 1960, y luego experto del Concilio entre 1962-1965, se desempeña además como cronista del Concilio para Le Figaro, uno de los dos diarios de mayor circulación en Francia. Escribió más de 30 volúmenes sobre “la teología de Lourdes”. Este éxito lo lleva a realizar estudios similares sobre la Medalla Milagrosa, Fátima y otros. Publicó 130 obras. Su última obra, Diccionario de las “Apariciones” de la Virgen María, fue publicada en 2007.


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Cómo se puede ver a Cristo aquí abajo

Esta vida sencilla y transparente habla por sí misma. Desafía todo comentario.¿Hemos de concluir?

Quizás se diga que lo admirable de Catalina son las aparicio­nes, con todo su prestigio y con sus frutos. ¿Pero acaso no es más admirable su servicio a los pobres, «nuestros amos», como decía sor Catalina siguiendo a san Vicente? Allí es donde apren­dió a encontrarse con Jesucristo en profundidad y quizás sea ésta entonces la conclusión más indispensable de este libro.

El secreto de santa Catalina no consiste tanto en haber ocultado su identidad de vidente sino más bien en la admirable articulación que supo establecer entre el esplendor de las apari­ciones y la humildad de su servicio: los ancianos del hospicio, los pobres del barrio para quienes sintió una especial predilec­ción, y todos los afligidos, los apenados, los marginados, los de temperamento difícil (la «Negra», su antigua compañera de noviciado). Fue para todos ellos un verdadero refugio. Todos ellos fueron sus predilectos.

Supo salir a su encuentro en la misma pobreza. Procuró que sus vestidos fueran semejantes a los suyos: remendados con esmero, pero dentro de una impecable limpieza, según dicen los testigos. Entregó generosamente su trabajo, sus vigilias, su afecto, todo lo que tenía, no dejando casi nada en la hora de su muerte, de forma que resultó difícil poder «regalar recuerdos», a no ser sus gafas y sus vestidos… No tenía ningún complejo. Se atrevía a hablar de Dios con todas las personas a las que socorría. Darles el pan y darles a Dios, dar a Nuestro Señor y dar su propio afecto a los que sufrían: todo ello iba a la par, todo brotaba del mismo corazón. ¿Cómo no dar todo lo que ella consideraba como lo mejor que tenía?

En ella, al amanecer del siglo XIX, el Espíritu Santo empezó a formar para los nuevos tiempos un nuevo tipo de santidad, reencontrado en las fuentes mismas del evangelio: una santidad sin esplendor y sin ningún tipo de triunfos humanos. La gloria «no rozó a Catalina ni con la más leve pluma de sus salvajes alas». La trataron de ignorante, de necia y de ingenua. En ella no había otra cosa más que amor presente y eficaz. Toda y sólo de Dios y por él toda para todos los hombres. Tal es la alianza de ese doble amor en un solo amor, de las visiones y del servicio, que es el secreto de Catalina.

La oración brotó en ella de buena fuente, ya desde la infancia, en una iglesia con un sagrario vacío. De esta forma arraigó en ella un hambre profunda. De esta forma alumbraron en ella los deseos mismos de Dios. Descubrió también el ayuno como una fuerza y una lucidez. Aprendió de Dios solo a visitar a los pobres enfermos, en cuya casa san Vicente vino a visitarla en sueños.

Y vivió todos estos dones celestiales en medio de la prueba. Aunque se mostraba siempre valiente, ya desde muy joven sufrió una artritis (reumatismo articular) que la obligó a ser hospitalizada a los 35 años y que causó su muerte por fallos del corazón. Su misión, recibida de Nuestra Señora, tropezó con una oposición constante que ella llamaba sin exageración algu­na su «martirio», ya que se sentía desgarrada entre la autoridad de su confesor y la luz de Dios que le impulsaba. Y superó este «tormento», no ya por su voluntarismo, sino recurriendo a las fuentes profundas de su naturaleza y de la gracia, que había sido invitada a buscar al pie del altar en la capilla de la calle del Bac.

Su secreto no reside en el fondo en las apariciones, cuyo relato auténtico ha podido finalmente establecer este libro sin vanas añadiduras, sin sustracciones y sin confusiones. Tampo­co reside en haber conseguido ocultar su identidad, que se adivinaba desde hacía tiempo y que por fin se desveló en su muerte. Su secreto es su transparencia misma. En esa sencillez que desconcertó a una parte de su entorno. Así se explica que algunas de sus compañeras no sintieran aprecio por aquella rústica. Era otra santidad, más mística, más brillante y más elocuente la que les habría gustado encontrar en ella a sor Dufes o a sor de Tréverret, dicen los testigos. El siglo XIX era el siglo de la elocuencia, tanto en arte como en religión. La vida de Catalina, sin énfasis ni romanticismos estaba marcada ante todo por la sencillez misma, esa virtud que san Vicente colocaba en primer plano del espíritu evangélico y que definía como mirada en Dios. Sí, Catalina supo verlo todo en Dios, asumirlo todo en él, Dios en todo y todo en Dios: tales son las fórmulas que van jalonando toda su vida.

Y también: Todo para Dios.

Cuando la compadecían al verla tratada de ingenua, solía decir: De todas formas es por Dios.

Catalina sabía ver a Dios en la alegría y en la prueba, en sus superiores y en los pobres. Se extrañaban las demás de que con su influencia y su autoridad natural no se impusiera más a los enfermos alcohólicos con los que se mostraba más bien benévola: ¡Qué quieren ustedes! -les decía-; veo a Nuestro Señor en ellos.

La verdadera visión de Catalina, más allá de las visiones excepcionales que se limitaron a unos cuantos meses de su vida de Seminario (abril-diciembre 1830), consistió en ver a Cristo en lo cotidiano, sobre todo en los pobres y en los pecadores, según la identificación que él mismo nos ha enseñado.

-Tuve hambre y me disteis de comer… Estuve en la cárcel y me visitasteis… Lo que hicisteis con los más pequeños de los míos, lo hicisteis conmigo mismo…

Catalina sentía horror al pecado, pero amaba a todos los pecadores por igual. Esperaba de Dios la conversión que los identificase plenamente con Cristo, a través de su camino de la Cruz. Esa fue su santidad y ésa fue su mirada, compartible y llena de sentido: una hermosa imagen del mismo evangelio.

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