Vicente de Paúl: la fe que dio sentido a su vida. II. Cómo evolucionó la fe del señor Vicente

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Autor: Jacques Delarue · Traductor: Luis Huerga, C.M.. · Año publicación original: 1977.
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II. Cómo evolucionó la fe del señor Vicente

Vincent-de-Paul-and-bible-alternateNo es la fe, en la vida del creyente, un dato obtenido de una vez por todas y poseído pacíficamente hasta el úl­timo día; la fe se inscribe en la historia del acontecer humano y de una relación personal con Dios; los acontecimientos exteriores, tanto como las revisiones interiores, no cesan de provocarla de un modo que nos parece ciertos días descon­certante. Y cuando comenzamos esta ruta con Dios, no te­nemos idea de los caminos por los que nos llevará.

Una vocación interesada

De hecho, viendo comenzar la vida de Vicente, puede uno preguntarse si se hacía cargo de que esa iba conducida por Dios y de que lo iría siendo más y más. Son miras huma­nas las que van a decidir su orientación. Había nacido el 24 de abril de 1581 en una familia de pobres campesinos, de los alrededores de Dax, que sólo con trabajo criaba a sus cuatro niños y dos niñas. Viendo crecer a Vicente, que era su tercer hijo, nota el padre cómo parece mejor dotado que los demás, y piensa que puede hacer algo mejor que apa­centar ganados. Conoce justamente en las cercanías a un digno abate que, lanzado a la carrera eclesiástica —en aquel tiempo en que los beneficios eran fuente de réditos— había sacado a los suyos de la miseria. El padre toma su decisión rápidamente; Vicente se pondrá a estudiar, se hará de él un sacerdote y toda la familia se beneficiará.

Sin tiempo que perder, el muchacho pone manos a la obra y tiene éxito. A los quince años, tiene ya la tonsura y las órdenes menores; a los diecisiete años, contrae el com­promiso irrevocable del subdiaconado, y el 23 de septiembre de 1600 es ordenado sacerdote en la capilla privada del obispo de Périgueux, un anciano ciego; no tiene más que diecinueve años.

Tiene fe, a buen seguro; es sacerdote y un buen sacer­dote. Está reconocido a su padre por los sacrificios que ha debido imponerse para permitirle tales estudios; este cam­pesino ha llegado a vender una pareja de bueyes para apres­tar a su chico a ese hermoso porvenir que él no vería, pues debía morir poco después. Al mismo tiempo el logro del sacerdocio muéstrasele a Vicente como una promoción que le saca de un medio por él mal aceptado:

«Siendo yo muchacho, llevábame mi padre a la po­blación y yo me avergonzaba de ir con él y reconocerle por padre, pues iba mal vestido y cojeaba algo».

Se comprende que más tarde, volviendo sobre las con­diciones en las que se había orientado hacia el estado ecle­siástico, el Señor Vicente haya juzgado con severidad co­mo «un gran pecado», la insconsciencia con la que lo había hecho:

«Si hubiese yo sabido lo que era, cuando tuve la teme­ridad de entrar en él, como lo he sabido después, hubiese preferido labrar la tierra a comprometerme en un estado tan terrible».

Sus primeros años de vida sacerdotal son movidos, pe­ro permanecen dentro de la perspectiva que le había he­cho tomar esta orientación. En 1605 encontrámosle en Marsella, donde saca trescientos escudos a un acreedor al que ha hecho encarcelar, y luego posiblemente en «Berbe­ría», o sea en el Norte de Africa, adonde le han deportado y vendido en el mercado de esclavos, piratas turcos que atacaron su embarcación. Llegado finalmente a manos de un viejo renegado cristiano que ha adoptado la poligamia, con­vierte a la gente de casa, y, huyendo con su amo, alcanza las costas de Francia. En 1608 está en Roma, siempre a la caza del beneficio que no ha podido obtener aún. En 1609 está en París, donde obtiene un puesto como capellán cerca de la reina Margot, esposa repudiada de Enrique IV.

Helo ahí ahora bien situado para obtener el famoso be­neficio que acarreará la holgura a toda la familia. El 17 de febrero de 1610 escribe a su madre:

«Confío mucho en que Dios, por su gracia, bendiga mi afán y me dé muy pronto el medio de obtener un honroso retiro para pasar el resto de mis días junto a vos».

No tiene treinta años y habla ya de retiro. De hecho, unos meses después de esta carta, obtiene la abadía de San Leonardo de Chaumes, en la diócesis de Saintes, un beneficio ventajoso que le pone al abrigo de la necesidad.

Las tinieblas de la incredulidad

«Confío mucho en que Dios, por su gracia…», escri­bía a su madre.

Su confianza en la gracia de Dios no quedará burlada, pero le llevará adonde él aún no se figura.

Se interpone entonces un acontecimiento que va a con­mocionar su fe y a cambiar el curso de su vida: la expe­riencia de la incredulidad. Está entonces en una situación muy poco sacerdotal, hace en parte vida de corte mundana, cuales las tenían entonces los grandes; sumándose a otros limosneros, sacerdotes como él, ocupa con ellos, en la ser­vidumbre real un puesto subalterno y humillante bajo la autoridad de un mayordomo. Sigue siendo buen sacerdote, sencillo y recto. Acusado injustamente de robo por su com­pañero de alojamiento y tratado de hipócrita, no se queja ni se justifica: «Dios sabe la verdad», dice sencillamente.

Mas hete aquí que entre los limosneros de la reina Mar­garita descubre a un célebre doctor al que ella había llamado junto a sí por su ciencia y su piedad. Este hombre

«había defendido mucho tiempo la fe católica contra los herejes, como convenía a la calidad de magistral que había ostentado en su diócesis».

Helo ahí obligado por el real llamamiento a abandonar sus actividades;

«y al no tener que predicar ni catequizar ya, explica Vicente, viose asaltado, en el reposo en que estaba, por una ruda tentación contra la fe. Cosa que nos enseña, de paso, lo peligroso que es estarse en la ociosi­dad, ya de cuerpo, ya de espíritu: pues como un terre­no, por bueno que sea, si se deja algún tiempo en bar­becho, luego cría cardos y espinas, así tampoco puede nuestra alma estarse mucho tiempo en reposo y ociosa sin que sienta algunas tentaciones o pasiones que la inducen al mal».

El Señor Vicente no es tan sólo testigo de este drama, es su confidente:

«Este doctor, pues, viéndose en tan enojoso estado, di­rigióse a mí y me manifestó cómo se veía sacudido por violentas tentaciones contra la fe, y que tenía horribles pensamientos de blasfemia contra Jesucristo, y hasta de desesperación, de suerte que se sentía impulsado a arrojarse por una ventana. Y a tal extremo se vio redu­cido, que fue por fin necesario exhimirle de la recita­ción del breviario y de la celebración de la santa misa, y hasta de rezar oración alguna; estaba su imaginación tan seca y tan exhausto su espíritu, a fuerza de reali­zar actos de repudio de sus tentaciones, que no podía ya realizar más».

Pero todo concluirá bien:

«¿Qué ocurrió después? Dios tuvo al fin piedad del po­bre doctor, quien, habiendo caído enfermo, viose en un instante libre de todas sus tentaciones. Comenzó a ver todas las verdades de la fe, y con una claridad tan grande, que le parecía experimentarlas y palparlas; murió al fin, dando a Dios amorosas gracias por haber permitido que incurriera en aquellas tentaciones para librarle de ellas tan ventajosamente y darle una sensa­ción tan grande y admirable de los misterios de nues­tra religión».

Lo que aquí no precisa este Señor Vicente, pero que su biógrafo y amigo Abelly nos indica, es que se había ofrecido a Dios para ser tentado en lugar del doctor. Duran­te tres años atraviesa, en efecto, las peores tinieblas. Y cuan­do la violencia de las dudas le sacude con más dureza, lle­va sencillamente la mano al papel que trae siempre consigo y en el que ha copiado el Credo; o bien, va a visitar a los enfermos del vecino hospital para servir a Nuestro Señor en sus pobres.

Desembocará por fin —afianzado definitivamente— en la luz, el día en que prometa consagrar el resto de su vida a los pobres, a los pobres de los que era y que había que­rido dejar.

La fe recuperada al servicio de los pobres

En adelante el camino es claro, el Señor Vicente sabe que no tiene que hacer más que ponerse a disposición de Dios para continuar la misión de Jesucristo: llevar la Bue­na Nueva a los pobres. No puede soportar la situación que había de reprocharle un día un protestante como obstáculo al reconocimiento de la Iglesia católica: «Se ve de un lado a los católicos del campo abandonados a pastores viciosos e ignorantes que no han sido instruidos sobre sus deberes, sin que sepa la mayoría de ellos siquiera lo que es la religión cristiana; y del otro se ven ciudades llenas de sacerdotes que no hacen nada».

Mucho hace el Señor Vicente por no ser uno de esos sacerdotes ociosos en peligro de perderse, mientras que el pobre pueblo perece en la ignorancia de las verdades nece­sarias para la salvación, y en la privación de los bienes más necesarios para la subsistencia, pobre pueblo, siempre vícti­ma de las guerras que entre sí se declaran sin cesar los grandes:

«Debemos correr en auxilio de las necesidades de nues­tros prójimos como a un incendio».

Ese giro decisivo de su existencia, lo toma él a su mane­ra: «firme e invariable en el fin, suave y humilde en los medios». No rompe brutalmente todo lazo con los grandes de este mundo. De 1613 a 1625, le hallamos en la familia de los Gondi como preceptor de los niños; pero en 1616 renuncia a la abadía de San Leonardo, y en 1617, con oca­sión de desplazarse al campo la familia de los Gondi, predica en Folleville su primer sermón de misión popular. Luego, adscribiéndose algunos buenos sacerdotes, multiplica las mi­siones estableciendo, por dondequiera que pasa, «Caridades» que agrupan a algunas personas dispuestas a aliviar de for­ma duradera las necesidades de los más pobres. Desde 1625 multiplica las iniciativas; funda los Sacerdotes de la Misión, establece las Hijas de la Caridad, crea obras en pro de los niños abandonados, de los galeotes, de las regiones devasta­das por la guerra. En 1649 incluso, en plena Fronda, viaja a Saint-Germain-en-Laye, ve a la reina y a Mazarino, y pide a este último abandone Francia por el bien de la paz.

Aunque está del todo consagrado a los pobres, no des­precia por eso a las «personas de calidad» que la primera etapa de su existencia sacerdotal le ha permitido conocer; según la capacidad y recursos de éstas, pónelas consigo al servicio de los pobres; su torpeza es a menudo grande para los humildes servicios que estos últimos precisan en su indi­gencia o en sus enfermedades; por eso establece las Hijas de la Caridad, comenzando con «una pobre chica de Suresnes que se dedicaba a instruir a los pobres, y que había aprendi­do a leer mientras guardaba las vacas»; pero no descarta por eso a las grandes señoras de las «Caridades» de París; ha­ciendo que sus Hijas ayuden a éstas, las forma y emplea de acuerdo con lo que pueden; una viuda de la buena burgue­sía, Luisa de Marillac, llegará a ser la primera responsable de las Hijas de la Caridad.

En lo que a él toca, pese a la multiplicidad de sus em­presas, pese a sus enfermedades y a su edad, considera se­guir siendo su primer deber «ocuparse sin tregua en la ins­trucción del pobre pueblo». Cuando se desplaza instruye, al hacer alto, a los que encuentra en las posadas. Cuando se ve imposibilitado, no intenta descargarse de esa misión:

«En cuanto a mí, pese a mi edad, ante Dios, no me siento excusado de la obligación que tengo de trabajar en la salvación de la pobre gente; ¿pues quién podría impedírmelo? Que no puedo predicar todos los días, ¡pues bien! lo hago dos veces por semana; si no puedo subir a los grandes púlpitos, intentaré subir a los pe­queños; y si ni siquiera se me oye desde los pequeños, ¿quién me impedirá hablar buena y familiarmente a esas buenas personas como os hablo ahora a vosotros, poniéndoles en torno a mí, como vosotros estáis?».

En el transcurso de este largo y fecundo período que termina su existencia, nada parece ya conmocionar la fe recuperada que comparte en toda ocasión con quienes la Providencia pone en su ruta, quienesquiera que sean.

Queda, sin embargo, marcado por el recuerdo de las dolorosas horas de tinieblas. Es lo que explica sin duda su cuidado riguroso por una fe justa y su desconfianza de una «ciencia» teológica más o menos aventurada. El mismo nos ayuda a comprenderle:

«Toda mi vida he temido encontrarme en el foco de alguna herejía. Siempre he tenido este miedo de hallar­me envuelto en los errores de alguna nueva doctrina, antes de percatarme de ello. Sí, toda mi vida he temido eso».

Pero conserva la paz hasta sus postreros instantes. En 1660 le resulta imposible celebrar y debe contentarse con oír misa. Muy pronto aumentan sus sufrimientos y el menor movimiento se le hace penoso. Oyesele entonces suspirar:

«Ay ¡Salvador mío! ¡mi buen Salvador!».

Conserva, sin embargo, el control de la comunidad, y prosigue la misma vida de todos los días, según que se lo permita su salud; en torno a él comienza a decirse que no le queda mucho tiempo de vida y que va a morir muy pron­to; dice entonces por qué no varía en nada sus hábitos, para que nadie se escandalice de no verle hacer preparación ex­traordinaria:

«Hace dieciocho años que no me acuesto, sin antes ponerme en disposición de morir esa misma noche».

El 25 de septiembre, hacia mediodía, cae en un pesado sopor; cunde la inquietud y se le pregunta por ese sueño extraordinario del que se le saca; responde sonriendo:

«Es el hermano que va a esperar a su hermana».

Aludía así a la muerte.

La agonía comienza la noche del 26 al 27; se le sugie­ren piadosas invocaciones que comienza por repetir; pero se fatiga:

«Basta»,

dice, y luego continúa:

«Credo, Spero. Creo, espero. Jesús».

Hacia las cuatro y media de la mañana, muere en su sillón, junto al fuego, vestido, sin esfuerzo ni convulsión, con el rostro pleno de calma.

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