Vicente de Paúl, Conferencia 107: Conferencia Del 28 De Junio De 1658

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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SOBRE EL BUEN USO DE LAS ENFERMEDADES

Razones para usar bien de las enfermedades. Faltas que se cometen ordinariamente en ese estado.

El padre Vicente, nuestro veneradísimo padre, llegó algo tarde a esta conferencia, una media hora después de haber comenzado. La concluyó de esta forma, después que hubo acabado de hablar uno de los sacerdotes de la compañía. Empezó saludando a todos, como de ordinario, quitándose su bonete cuadrado, y luego dijo:

He perdido mucho por no haber podido asistir a la primera conferencia que se tuvo hace ocho días sobre este mismo tema y no haber podido estar tampoco al principio de ésta. Lo que acaba de decirse me parece muy bueno, y procuraré sacar provecho de ello.

Un motivo que nos debe incitar a nosotros y a toda la compañía a usar debidamente y a portarnos bien en todas nuestras enfermedades es que hemos de considerar que todo lo que nos pasa en este mundo nos viene de Dios, o es él el que permite que nos suceda: la muerte, la vida, la salud, la enfermedad, todo esto viene por orden de ]a divina providencia y, de alguna manera que a veces no sabemos, siempre es por el bien y la salvación de los hombres. Ya os he dicho muchas veces, pero no puedo menos de repetirlo una vez más que hemos de creer que las personas enfermas de la compañía son una bendición para la misma compañía y para la casa; y esto lo hemos de tener más en cuenta por el hecho de que nuestro Señor Jesucristo quiso este estado de aflicción, que él mismo aceptó para sí, habiéndose hecho hombre para sufrir. Los santos han pasado también por aquí; y aquellos, a los que Dios no les mandó enfermedades en su vida, ellos mismos procuraron afligir su cuerpo como un castigo. Testigo de ello es san Pablo: Castigo corpus meum et in servitutem redigo. Es lo que hemos de hacer nosotros, cuando gocemos de perfecta salud. Castigo corpus meum, castigarnos a nosotros mismos, afligirnos a nosotros mismos por los pecados que hemos cometido y por los que se cometen en el mundo contra su divina Majestad. Pero el hombre es tan ruin y tan miserable que no sólo no se castiga a sí mismo, sino; que incluso sufre muchas veces con mucha impaciencia el estado de enfermedad y de aflicción en el que Dios ha querido ponerle, aunque sea para su bien; es ésta una falta que cometen muchos de los que Dios quiere afligir con enfermedades y achaques.

Otra falta que se comete, o que puede cometerse en la compañía, es ese gran deseo que tienen algunos de cambiar de lugar, de casa, querer ir a un sitio o a otro, a esta casa, a esa provincia, a su tierra, con el pretexto de que el clima es allí mejor, o al menos porque así les parece a ellos. ¿Qué es esto, hermanos míos? ¿Qué diremos de esas personas, sino que están apegadas a sí mismas, que tienen espíritu de damiselas, que no quieren sufrir nada? Os diré que hay uno en la compañía que ha pedido un traslado y que le mandemos venir desde cien leguas de aquí, ¡y sólo porque ha tenido un pequeño achaque! Si le hubiéramos hecho caso, se habría ido luego a cualquier otro sitio, donde cree que es mejor el clima, y que está a ciento cincuenta leguas de aquí. No es extraño ver en la compañía personas de ese estilo, llenas de amor a sí mismas. ¡Como si las enfermedades corporales fueran un estado que es menester evitar, cuando Dios quiere que las tengamos! ¡Huir de nuestra felicidad! Sí, hermanos míos, esto es huir de nuestra felicidad, ya que el estado de sufrimiento es un estado de felicidad, puesto que santifica a las almas.

El buen difunto padre Pillé me acuerdo que se santificó en ese estado. Sí, es un santo, y siempre lo hemos mirado como un santo.

Son muy pocas las personas de la compañía que lo conocieron, a no ser el padre Portail y algunos otros antiguos. Aquel santo varón, a los dos años de haber entrado en la compañía, se vio afligido por la enfermedad, cierto mal pulmonar, del que murió. ¡Un hombre que recibió muchas gracias de Dios! En una palabra, es un santo; el padre Pillé es un santo; vivió como un santo y murió como un santo.

Y el buen padre Senaux (Nota: habla aquí del padre Senaux, que murió este año en nuestra casa de Troyes), ¡cuán lejos estaba de ese espíritu tornadizo! Les diré, hermanos míos, que aunque estuvo, desde que entró en la compañía, afligido por -enfermedades casi continuas, sin embargo no sé que pidiera nunca por este motivo un cambio de aires; no, jamás el padre Senaux tocó la pluma para escribir una sola palabra para que lo cambiáramos de lugar o de clima, ni a Normandía de donde era natural ni a ningún otro sitio; sin embargo, en medio de sus enfermedades, no dejaba de trabajar todo lo que podía y de guardar con toda fidelidad las reglas, sí, las reglas; hemos de confesar que, mientras estuvo en nuestra casita de Troyes, aquella casa marchó muy bien. Así lo han reconocido, después de su muerte, los que siguen allí y me han escrito doliéndose de la pérdida que han sufrido de este siervo de Dios, del que dicen que fue durante toda su vida un ejemplo de fidelidad a las reglas.

Además, puede ser que haya otros que no pidan abiertamente que se les cambie de lugar, pero lo hacen de forma encubierta por medio del médico, a quién llenarán la cabeza con tantos si y tantos quizás y tantas otras razones para convencerlo de que diga que sería conveniente cambiarlos de aire, que fuesen a su país natal o a otro lugar que él acaba por aconsejarles. ¿Y sabéis luego lo que dicen esas personas? «Tengo que cambiar de aires; me lo ha prescrito el médico».

El remedio de todo esto consiste en recibir lo que suceda como venido de la mano de Dios; si no se hace así, se comete una falta. Un día le preguntaban a un buen hermano, que se llamaba hermano Antonio, del que hay un retrato aquí en esta sala…. Era un hombre que no sabía leer ni escribir, pero que tenía el espíritu de Dios en abundancia. Pocos de la compañía lo han conocido, a no ser el padre Portail, que ha podido verlo; yo lo conocí, hace ya mucho tiempo que murió. Aquel buen hombre llamaba a todo el mundo hermano; si hablaba con una mujer, la llamaba hermana; incluso a la reina, cuando hablaba con ella, la llamaba hermana. Todos en aquel tiempo deseaban verlo. Un día le preguntaron: «Pero, hermano, ¿cómo se porta usted en las enfermedades que padece? ¿Qué es lo que hace usted? ¿Qué hace para aprovecharlas?» Contestó: «Recibo las enfermedades como si vinieran de parte de Dios». Luego, como volvieran a insistirle en este punto, dijo: «Fíjese; cuando, por ejemplo, tengo un poco de fiebre, la recibo diciendo: bien, hermana enfermedad; bien, hermana fiebre; vienes de parte de Dios; puesto que es así, sé bienvenida».

Así es, hermanos míos, como se portaba aquel santo varón. Así es como suelen portarse los siervos de nuestro Señor, los amantes de su cruz. Esto no impide que podamos y tengamos que usar los remedios temporales que le ordenen a uno para el alivio y la curación de su enfermedad; hacerlo así es también honrar a Dios, que ha creado las plantas y le ha dado a cada una su virtud. Pero tener tantos mimos con nosotros mismos, derrumbarnos por el menor daño que tenemos que sufrir, ¡oh, Salvador!, eso es lo que tenemos que evitar. Sí, hermanos míos, tenemos que romper con ese espíritu y con ese cariño excesivo a nosotros mismos.

¡Miserable de mí! ¡Qué mal uso he hecho de las enfermedades y de los pequeños achaques que Dios ha querido enviarme! ¡Cuántos actos de impaciencia he cometido, miserable de mí, y cuanto escándalo les he dado a los que me han visto portarme de ese modo! Ayudadme, hermanos míos, a pedirle perdón a Dios por haber hecho, en el pasado, tan mal uso de mis pequeñas molestias, y a suplicarle la gracia de que en el futuro use bien de todas las que quiera mandarme su divina Majestad en mi ancianidad y en el poco tiempo de vida que me queda en la tierra.

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