Vicente de Paúl, Conferencia 050: Sobre el espíritu de la Compañía

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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(02.02.53)

Después de haber rezado el Veni Sancte Spiritus como de ordinario nuestro muy honorable padre empezó de este modo:

Hijas mías, esta conferencia se divide en tres puntos: el primero es sobre las razones que nos obligan a saber bien en qué consiste el espíritu de la Compañía de Hijas de la Caridad; el segundo, sobre lo que es ese espíritu; el tercero, sobre los medios para adquirirlo.

Hermana, ¿ha hecho usted oración sobre este tema? ¿Qué le parece? ¿por qué tienen que saber las Hijas de la Caridad cuál es el espíritu de su Compañía?

– Padre, no he pensado mucho en ello, pero me parece que es menester que hagamos todas nuestras acciones con un espíritu de caridad, a imitación de nuestro Señor.

– Bien dicho, hija mía. Pero, antes de seguir adelante, es preciso que sepáis, hermanas mías, que a todas las Compañías que ha creado para su servicio les ha dado Dios un espíritu particular, así como el aprecio y la práctica de la virtud adecuada a dicho espíritu; es como el alma de la Compañía, lo que la hace vivir. Los animales muertos, separados de su espíritu, no valen más que para tirarlos al muladar; su cuerpo ya no tiene ninguna acción. Para daros a entender, hermanas mías, cómo ha obrado Dios en relación con las Compañías, os diré que ha dado a los Capuchinos el espíritu de pobreza, por el que tienen que ir hacia Dios, viviendo despegados de todas las preocupaciones y de todas las cosas particulares. A los Cartujos les ha dado el espíritu de soledad; están casi siempre solos; su mismo nombre está indicando su espíritu, ya que las cárceles no se llamaban antes cárceles, sino «cartujas»; su espíritu los hace continuamente prisioneros de nuestro Señor. A los jesuitas Dios les ha dado un espíritu de ciencia para comunicársela a los demás. El espíritu de las Carmelitas es la austeridad; el de Santa María, que ama mucho a Dios, es el de la mansedumbre y la humildad.

Ved, pues, mis queridas hermanas, cómo Dios da su espíritu de forma diferente a unos y a otros de tal manera que el espíritu de unos no es el espíritu de otros.

Cuando Dios hizo la Compañía de Hijas de la Caridad, le dio también un espíritu particular. El espíritu es lo que anima al cuerpo. Es muy importante que las Hijas de la Caridad sepan en qué consiste ese espíritu, lo mismo que es también importante que una persona, que va a hacer un viaje, sepa cuál es el camino para el sitio adonde quiere dirigirse. Si las Hijas de la Caridad no conociesen su espíritu, ¿a qué se dedicarían ellas especialmente?

Dígame, hermana, ¿es necesario que las Hijas de la Caridad sepan en qué consiste su espíritu?

– Sí, padre.

– ¿Por qué?

– Porque, si no lo supiesen, harían una cosa distinta de lo que tienen que hacer.

– ¿Y usted, hermana? ¿Por qué razón es necesario que una Hija de la Caridad sepa cuál es su espíritu?

– Me parece, padre, que una Hija de la Caridad que no conociese su espíritu se parecería a una persona que, sin conocer su oficio se empeñase en practicarlo; obraría de una forma muy distinta de como debería hacerlo; es menester que lo aprenda antes de practicarlo.

– Es cierto, hermanas; si una hija de Santa María llevase la vida de una Carmelita, no haría lo que Dios pide de ella.

Bien, sor Antonieta, ¿por qué razón cree usted que las Hijas de la Caridad tienen que saber cuál es su espíritu?

– Es necesario, padre, que todas sepan cuál es su espíritu; si alguna por devoción quisiese vivir como una religiosa, causaría molestias a sus compañeras y dejaría mucho que desear en el servicio a los pobres.

– Bien dicho hija mía. Si las Hijas de la Caridad supiesen los designios de Dios sobre ellas y cómo quiere que lo glorifiquen, juzgarían dichosa su vocación y por encima de la de las religiosas. No es que tenga que considerarse por encima de ellas; pero la verdad es que no conozco ninguna Compañía religiosa más útil a la iglesia que las Hijas de la Caridad, si se penetran bien de su espíritu en el servicio que pueden hacer al prójimo, a no ser las hermanas del Hospital Mayor y las de la plaza Real (1), que son Hijas de la Caridad y religiosas al mismo tiempo, ya que se dedican al servicio de los enfermos, aunque con la diferencia de que les sirven en sus propias casas y no asisten más que a los que les llevan, mientras que vosotras vais a buscar al enfermo en su casa y asistís a todos los que morirían sin vuestra ayuda, porque no se atreven a pedirla. En esto obráis como obraba nuestro Señor. El no tenía una casa donde acogerlos; iba de ciudad en ciudad, de aldea en aldea y curaba a todos los que encontraba. Bien, hermanas mías, ¿no os demuestra esto la grandeza de vuestra vocación? ¿Habéis pensado bien en ello alguna vez? ¡Hacer lo que Dios mismo hizo en la tierra! ¿Verdad que hay que ser perfectas? Sí, hermanas mías. ¿Verdad que habría que ser ángeles encarnados? ¡Oh! Pedid a Dios la gracia de conocer bien la grandeza de vuestra ocupación y la santidad de vuestras acciones.

No penséis en la grandeza de las religiosas; estimadlas mucho y no busquéis excesivamente su trato; no porque este trato no sea bueno y excelente, sino porque la comunicación de su espíritu particular no es propio para vosotras. Y esto es verdad tanto de los religiosos como de las religiosas.

No tenéis que dirigiros jamás ni a los unos ni a las otras en vuestras necesidades, ya que tenéis que tener mucho miedo de tomar parte en otro espíritu diferente del que Dios ha dado a vuestra Compañía. ¿Cómo podríais recibir consejo de una persona religiosa, cuya vida es totalmente distinta de la vuestra y que sólo puede aconsejar ordinariamente según sus máximas y según su espíritu? Por eso, hermanas mías, en nombre de Dios, no tratéis con ellos. Además, no podríais hacerlo sin perjudicar al servicio de los pobres o de los niños, que tienen necesidad continua de vuestros servicios, bien sea para que vayáis a buscarlos en sus casas, bien para que les preparéis en vuestra casa lo que necesitan.

A este propósito, es menester que alabe aquí a dos hermanas nuestras. Cuando se enteraron de que iba a dar la profesión a una religiosa de la Visitación, vinieron para ver la ceremonia y, al verme, me pidieron permiso. Y aunque yo sentía en mi espíritu alguna dificultad en concedérselo, no dejé de acceder a sus deseos. Y una de ellas me dijo:

Padre, algunas veces nos ha dicho la señorita Le Gras que no tuviésemos esa curiosidad y que no tratásemos con las religiosas.

– ¿Cómo, hermana? ¿Es que no le molestaría dejar de acudir a verlo?

– Padre, me dijo, estoy indiferente; haré todo lo que me ordene.

– Váyase, pues, hermana; mortifíquese en esto.

Es menester, hermanas mías que alabe esta acción que es realmente digna de elogio. Si os portáis bien, como lo hizo esa hermana, os alabaré; si no, os reprenderé.

Este hecho puede serviros a todas de ejemplo hijas mías, porque si nuestra hermana hubiese pedido consejo a una religiosa, seguramente ella no le hubiese impedido ir a ver aquella ceremonia, y desde luego, según su espíritu, por un buen motivo; y nuestras hermanas hubiesen perdido entonces el mérito de la renuncia a su propia voluntad y de la pequeña mortificación que pudieron hacer entonces.

Las Hijas de la Caridad tienen que fijarse bien en la humildad y en la deferencia de nuestro muy venerado padre en la respuesta que dio a nuestra hermana.

He aquí, pues, la importancia que tiene que os aconsejéis de las personas que os pueden aconsejar y a las que Dios les ha comunicado vuestro espíritu. Nuestro bienaventurado padre, el obispo de Ginebra, lo explica muy bien en su introducción: «Si un obispo quisiera seguir el espíritu de un Cartujo y vivir como él, ya no viviría el espíritu que Dios ha dado a su cargo y de esta forma no cumpliría con su deber». Así pues, hermanas mías, es importante que no tengáis trato con las personas religiosas. Pero, fijaos bien, no tenéis que decírselo; pues entonces ellos creerían que es por desprecio. ¡Ni mucho menos! ¡Todo lo contrario! El aprecio que les debéis tener os pone muy por debajo de ellas. Por tanto, no es conveniente que digáis que lo tenéis prohibido; pues ¿qué pensarían entonces, sin saber las razones que tenemos para opinar de esta forma? ¡Oh! ¡Qué necesario es, hijas mías, que os entreguéis a Dios para conocer vuestro espíritu! Una cosa que os puede servir mucho es pensar en las virtudes de las hermanas difuntas, que fueron tan grandes; no dudéis de que algunas de ellas fueron santas; encontraréis en ellas las señales del verdadero espíritu de la Hija de la Caridad. Pensad en cómo eran, qué es lo que hacían y animaos a imitarlas.

Hermana Francisca, ¿en qué consiste el espíritu de las Hijas de la Caridad?

– Padre, me parece que consiste principalmente en la obediencia a los superiores y en la observancia de las reglas. Según eso, creo que será entonces cuando posean el espíritu que Dios quiere que tengan.

– Esas son dos señales para conocer si se tiene el espíritu de una Hija de la Caridad: se ha dicho que una señal es la paciencia en los sufrimientos, a imitación de nuestro Señor; y usted añade otra señal: la sumisión a los superiores.

¿Y qué más señales sabe usted, hija mía, del espíritu de la Caridad en una hermana?

– Padre, la exactitud en la observancia de las reglas, la tolerancia y la condescendencia.

– Bien, esa es la tercera señal de las Hijas de la Caridad; las tres son muy necesarias para esforzarse en imitar a nuestro Señor: no basta con trabajar en el servicio de los pobres, hay que saber tolerar y condescender unas con otras. ¿Quién no tiene necesidad de esa tolerancia? Fijaos en un marido: por mucho             amor que tenga a su mujer, le tiene que tolerar muchas cosas Que no se imagine que habrá de ser siempre como el día de la boda, o que el segundo año será como el primero, o el tercero como el segundo; cambiará de humor, y por eso tendrá que tolerarla. De la misma forma, la mujer tendrá que tolerar a su marido y pensar que todos los días cambiará de disposición y que por la tarde ya no tendrá el mismo humor que por la mañana.

Lo mismo pasa con nosotros, hermanas mías. A veces estamos de tan mal genio y con tan mal humor que apenas nos podemos soportar a nosotros mismos; nos ocurre con frecuencia que estamos tan descontentos de nosotros mismos que nos arrepentimos por la tarde de lo que hicimos por la mañana. Esa experiencia de nuestra propia conducta, ¿no debería ayudarnos a tolerarnos mutuamente?

Estarán juntas dos Hijas de la Caridad. Aunque tengan cierta virtud, no siempre estarán del mismo humor, y sin embargo es preciso que estén unidas y que sean cordiales entre sí. Una estará triste, la otra alegre; una se sentirá satisfecha, la otra descontenta. Si os fijáis bien, no estamos ni una sola hora en el mismo estado. ¿Y qué otra cosa podemos hacer, hermanas mías, sino soportarnos mutuamente y practicar esa virtud tan necesaria de la condescendencia?

Acordaos, por favor, de esta práctica, porque sin ella, hermanas mías no seríais Hijas de la Caridad sino hijas de la discordia y de la confusión; y esto daría mal ejemplo al prójimo y escandalizará a muchos. Tened cuidado en no equivocaros con frecuencia creyendo que vuestra hermana está de mal humor. No, no es ella la que está así, sino tú. Por eso tenéis que ocultar la pena que tenéis. Y si no podéis desechar ese pensamiento de que está de mal humor, condescended con lo que desea, con tal que no sea en algo que vaya contra la voluntad de Dios. Si obráis así, cumpliréis con vuestras obligaciones, contentaréis a Dios y él será glorificado en vosotras. Pero, si por desgracia, las Hijas de la Caridad llegaran a olvidarse de la tolerancia y de la condescendencia, los que las vieran se ofenderían y dirían: «Esas no son Hijas de la Caridad, sino demoniejos que se destrozan entre sí». Hermanas mías, evitad ese desorden entre vosotras, ya que veis qué necesario es saber tolerar a las demás.

Pero quizás alguna me pregunte: «Padre, ¿cuántas veces tendré que aguantar a la otra durante el día?». Responderé, hermanas mías: Tantas como ocasiones se presenten. Si os aguantáis dos veces, cuatro veces, estupendo; son otros tantos diamantes y piedras preciosas que añadís a vuestra corona, y es lo que más os puede ayudar a formar en vosotras el espíritu de la Caridad. Entregaos pues, a Dios, hermanas mías, para una cosa tan importante. Si adoptáis esta práctica, atraeréis muchas bendiciones sobre vosotras y sobre la Compañía, de la que Dios ha querido servirse. La buena señora presidenta de Goussault entendía muy bien esta verdad. Me decía un día, en el lecho de muerte, a propósito de esta fundación, que ella tanto quería: «Esté seguro padre, de que esta Compañía será muy útil al prójimo y hará mucho fruto». Mis queridas hermanas estas advertencias no pueden quedar inútiles, y para eso tenéis que entregaros a Dios para que se cumplan sus designios sobre vosotras.

Se está haciendo tarde. Encomiendo a vuestras oraciones a nuestras hermanas de Polonia, que dan tan hermosas señales de poseer el espíritu de las verdaderas Hijas de la Caridad. Ya sabéis, hijas mías, cómo han llegado a Polonia y qué bien las ha recibido la reina. Esta, después de haberlas dejado algún tiempo para que fueran tomando el aire del país y aprendiendo un poco su lenguaje, les dijo: «Bien, hermanas mías, ya es hora de empezar a trabajar. Sois tres; quiero que se quede una conmigo; usted, sor Margarita (2); las otras dos se irán a Cracovia a servir a los pobres». Pero sor Margarita respondió: «Señora, ¿qué es lo que decís? Las tres estamos para servir a los pobres, pero en vuestro reino tenéis otras muchas personas más capaces que nosotras para servir a Vuestra Majestad. Permítanos, señora, que hagamos aquí lo que Dios quiere de nosotras y lo que hacemos en otras partes». «Entonces, hermana, ¿es que no me quiere usted servir?». «Perdonadme, señora, pero Dios nos ha llamado para servir a los pobres». ¿Verdad que es muy hermoso todo esto, hermanas mías?

¡Salvador de mi alma! Dios ha permitido este ejemplo para animaros a vosotras. Hermanas mías, ¡pisotear la realeza! ¡Cuánta virtud se necesita, hermanas mías! ¿No es preciso para esto tener verdaderamente el espíritu que Dios ha dado a la Compañía? ¡Qué felices sois por haber sido llamadas a ella! ¡Y más felices seréis todavía si perseveráis! Pero también, ¡qué desgracia para un alma que, por no haber querido sujetarse a las reglas de la Compañía, haya faltado a su fidelidad con Dios y se vea privada de sus gracias, de forma ó, al disminuir su fervor poco a poco, se vea a punto de dejar la Compañía, con alguna vana pretensión que la tentación le presente! ¡Qué vergüenza debería sentir esa persona! Pero no creo que haya ninguna de esas en la Compañía. Si alguna hubiese y no se sintiese conmovida por este ejemplo, ¿qué podría hacerse para conmoverla? No es, hermanas mías, que no podáis veros sujetas a tentaciones, pero hay que resistir con coraje, y entonces la tentación no será más que una prueba de la verdadera y sólida virtud.

Me olvidaba de deciros que la reina de Polonia al hablar con nuestras hermanas de los niños expósitos de París, añadió que esas niñas, una vez educadas, podrían ser admitidas en la Compañía y que sor Margarita le respondió sin haber pensado mucho en ello: «Perdonadme, señora, nuestra Compañía no está formada ni compuesta de esa clase de personas. Sólo se reciben en ella a las vírgenes».

Dios fue el que la hizo hablar de esta manera, hermanas mías, para advertirnos que en la Compañía no tiene que haber más que personas puras y castas. Por eso os he recomendado tantas veces que huyáis del trato frecuente con los hombres, aún cuando fueran santos. ¡Oh! ¡Cuánta importancia tiene que tengáis un especial aprecio a esta virtud! Os lo digo expresamente, no admitáis a los hombres en vuestras habitaciones, ni siquiera a vuestros confesores, aunque se trate del padre Portail. Recordadles que os lo han recomendado, a no ser que se trate de un caso de enfermedad.

No os he dicho, hermanas mías, que nuestras pobres hermanas de Polonia están en una ciudad donde mueren muchos de peste; y aunque ya han tomado todas las precauciones posibles, no dejan de estar en peligro. Las encomiendo a vuestras oraciones. ¿Sabéis lo que ha hecho el padre Lamberto (3) con sor Margarita, al enviarla al lugar indicado para que sirviera a los pobres? La ha puesto bajo la dirección de sor Magdalena Drugeon; y ella lo ha aceptado de buen grado. Demos gracias a Dios.

Entonces nuestros muy venerado padre se puso de rodillas y dijo:

Sé bendito, Dios mío, por las gracias que has concedido a los miembros de esta pequeña Compañía. Sigue concediéndoselas, Dios mío, por favor, y no permitas que abusen de ellas y se gloríen de sí mismas; concédeles por el contrario la gracia de humillarse a medida que las vas elevando, y que admiren tu poder para lograr tan grandes maravillas en unas personas tan bajas.

Y cuando la hermana sirviente le pidió la bendición para toda la Compañía, su caridad dijo con gran humildad:

¡Ay! ¡Dios mío! ¡Soy un miserable pecador que tengo que dar la bendición a unas almas tan santas y a sus sirvientes! Pero como así lo queréis, pronunciaré las palabras de bendición

Benedictio Dei Patris…

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