Una reflexión vicentina sobre el martirio

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Author: Vinícius Augusto Ribeiro Teixeira, C.M. · Year of first publication: 2010 · Source: Anales, Enero-Febrero de 2010.
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A lo largo de la historia de la Iglesia, el martirio siempre ha ocupado lugar preeminente como la más sublime consumación de la vocación cristiana y la más alta garantía de la realización de la esperanza escatológica. Tal experiencia no debería ser obstinadamente buscada, ni cobardemente rechazada, pero sí libre y valientemente acogida como coronación testimonial de una opción radical por Dios y por el Reino, desde la conformidad con Cristo, «el testigo fiel» (Ap 1,5).1 El mártir, por lo tanto, se constituye en una especie de arquetipo de la santidad en la vida cristiana y su ejemplo revigoriza a la Iglesia en la misión de anunciar el Evangelio, comunicando la alegría de la salvación a todos los pueblos y promoviendo un estilo de vida más humano.2

En la Familia Vicentina, no han sido pocos los que entregaron la propia vida en la evangelización y en el servicio de los Pobres, asemejándose a Cristo en su misión de anunciar el Reino (cf. Lc 4,18) y en su caridad compasiva y operante para con aquéllos que se encontraban postrados bajo el peso de la explotación política y religiosa (cf. Mt 9,36). De algunos de ellos, conocemos los nombres, sobre todo de aquéllos cuyo testimonio fue oficialmente reconocido por la Iglesia.3 Otros permanecen como vivieron: ocultos con Cristo en Dios (cf. Col 3,3). En todos, sin embargo, resplandecen aquellas virtudes que, según San Vicente de Paúl, caracterizan un verdadero mártir de Jesucristo, evangelizador y servidor de los Pobres.

En este ensayo, después de algunas notas previas, presentaremos las principales intuiciones de San Vicente sobre el martirio, evidenciando su íntima vinculación con la misión y la caridad.

I – Significado y alcance del martirio en la vida cristiana

1. El misterio de Cristo como fuente

Jesucristo, en la feliz expresión de L. Boff, es «el sacramento fontal del martirio».4 La Cruz sella la coronación de la fidelidad de Jesús a sí mismo y a la misión recibida del Padre para revelar su amor ilimitado por la humanidad entera y su solidaridad misericordiosa para con los crucificados de todos los tiempos y lugares. La muerte injusta y violenta de Jesús fue, por lo tanto, la consecuencia inevitable de la radical fidelidad a su opción fundamental por el Reino, asumida a través de un mesianismo de despojamiento, servicio y donación, conforme a la voluntad de Dios-Amor. El rechazo de ese estilo de vida, a su vez, es responsabilidad de las instituciones religiosas y políticas que, en la tentativa de mantener el status quo, persiguieron y condenaron a Jesús de Nazaret, acusándolo de blasfemo (cf. Mc 14,60-64) y agitador social (cf. Lc. 23,2-5) y llevándolo a la Cruz.5 «El martirio de Jesús debe ser correctamente entendido. Él no corresponde, simplemente y sin mediaciones, al designio de Dios. Históricamente, él resulta de un rechazo al mensaje y a la persona de Jesús por parte de aquéllos que no quisieron convertirse al Reino de Dios».6

El mártir acompaña a Jesús en esa búsqueda incesante del sentido más profundo de la existencia, que reposa en el dinamismo del amor trinitario y se expresa en el don total de sí a los otros. Así, el seguimiento de Jesús, como núcleo de la fe cristiana, incluye el compartir de su vida y, eventualmente, de su destino, a partir de una praxis que tenga como referencia la misma causa por la cual vivió, murió y resucitó el Maestro. Tanto ayer como hoy, en nombre de la misma pasión por el Reino, muchos asumen valientemente la opción por los Pobres, denunciando toda forma de deshumanización social y anunciando «otro mundo posible», pautado en los valores del Evangelio. Por esa causa, son frecuentemente perseguidos, torturados y muertos por aquéllos que rechazan la praxis liberadora que resulta de la fe auténticamente cristiana.

La fe en la Resurrección, núcleo estructurante de la experiencia cristiana, trae consigo tres implicaciones de gran densidad bíblico-teológica. En ellas, encontramos el fundamento de la esperanza cristiana en la vida eterna y, consecuentemente, del martirio, desde los orígenes, íntimamente asociado al Misterio Pascual de Cristo, celebrado en la Eucaristía:7

a) Creemos que Jesús de Nazaret es el Cristo, el enviado del Padre. Por eso, nosotros lo proclamamos Señor; aún más, creemos que Él está vivo y, con Él, la causa por la cual vivió, murió y resucitó. Él vive en el corazón de la Trinidad y, por medio de su Espíritu, en la comunidad de aquéllos que lo siguen, sus discípulos misioneros de todos los tiempos y lugares. Es como proclamamos en la liturgia aquí en el Brasil: ¡Ele está no meio de nós! No creemos en una figura del pasado, que pasó por la historia, murió y nos dejó una bella herencia. Depositamos nuestra fe en la persona de Jesús, que nos muestra cuánto Dios nos ama, que camina con nosotros, convidándonos a asumir su proyecto y el compartir de sus opciones (cf. Mc 8,34-35), que nos escucha y nos comunica su vida, su fuerza, su paz, su alegría, que venció la muerte una vez por todas, habita entre nosotros y nos prepara un lugar junto de sí.

b) La segunda convicción resultante de la fe en la Resurrección es que todos somos continuadores de la misión de Jesús en medio de los desafíos de la realidad en la que estamos insertos. Por eso, somos llamados a asumir como nuestra su pasión por el Reino, dispuestos a compartir su destino, subiendo a Jerusalén (cf. Mc 15,41). Tal convicción ya estaba presente en la conciencia de las primeras comunidades. El Señor confiere a sus discípulos la misión que recibiera del Padre y cuyo sentido asimiló gradualmente hasta comprenderla bajo el prisma de la universalidad de la salvación. Los discípulos son enviados a hacer germinar las semillas del Reino lanzadas en el terreno de la historia, despertando a las personas para el acogimiento del don gratuito de la salvación, a través del seguimiento que brota de la conversión (cf. Mc 1,15).

c) Creemos, pues, que el Resucitado indica el futuro al que toda persona humana está llamada, ya que «Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de quienes duermen el sueño de la muerte» (1Cor 15,20). Sentado a la derecha del Padre (cf. Mc 16,19), el Señor nos llama a participar de aquella plenitud de vida preparada por Dios para aquéllos que le aman (cf. 1Cor 2,9). En efecto, aquél que, al crearnos, nos sacó de la nada por amor no habrá de dejarnos abandonados a la nada de la muerte. Lo que aconteció con Jesús, vencedor de la muerte, acontecerá con aquéllos que, conducidos por el mismo Espíritu que lo animó (cf. Mc 1,12), acompañan sus pasos en el cumplimiento de la misión que no tiene fronteras. La Resurrección es la prueba fehaciente de la lealtad de Dios y la más perfecta revelación de su deseo de hacernos partícipes de la comunión trinitaria. La fe pascual nos lleva a creer que Dios permitirá a cada criatura humana entrar en dimensiones nunca antes imaginadas, dándose a conocer como el Dios de la vida y del amor y manifestándose de manera nueva y creativa.8 Los mártires parecen recolectar anticipadamente los frutos de esa fe que profesan.9

Los obispos de Latinoamérica y del Caribe, en el Documento de Aparecida, abordan el martirio, al referirse a la centralidad de la persona y de la misión de Jesucristo como fuente perenne del discipulado y de la misión: «Identificarse con Jesucristo es también compartir su destino: ´donde yo estuviere ahí estará también mi siervo´ (Jn. 12,26). El cristiano vive el mismo destino del Señor, inclusive hasta la cruz: ´si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame´ (Mc 8,34). Nos estimula el testimonio de tantos misioneros y mártires, de ayer y de hoy en nuestros pueblos, que han llegado a compartir la cruz de Cristo hasta la entrega de la propia vida»10 Años anteriores, en un contexto de injusticia, persecución y violencia, Monseñor Oscar Arnulfo Romero (1917-1980), arzobispo de El Salvador, profeta y mártir de América Latina, ya exhortaba a sus comunidades a auscultar en el clamor de los mártires el eco de la voz del Crucificado: «Tenemos, hermanos, la obligación de recoger el recuerdo de nuestros queridos colaboradores; y si han muerto bajo un signo martirial, recoger también su ejemplo de entereza, de valor, para que esa voz que quisieron acallar con la violencia no se muera, sino que siga siendo el grito de Jesucristo: ‘No temáis a los que sólo pueden matar el cuerpo, pero dejan vibrando la palabra y el mensaje del Eterno Evangelio’».11

2. Una Iglesia de Mártires

El martirio puede ser considerado una auténtica clave de lectura de la experiencia cristiana. «La Iglesia, en el seguimiento de Cristo, no sólo tiene mártires, sino que es una Iglesia de mártires. Al verdadero concepto de Iglesia pertenece el martirio».12 Se trata, pues, de una realidad permanente, al mismo tiempo dramática e iluminadora, y no de una categoría del pasado, consignada en narrativas obsoletas y relegada al olvido de la posteridad. En todos los tiempos y lugares, la memoria de los mártires siempre se presentó como un polo de atracción y reencantamiento de la comunidad eclesial, continuamente llamada a «volver al Primer Amor y a retomar la conducta de otrora» (Ap 2,4-5).13 Bastaría recordar el atractivo causado por la indeclinable firmeza de los mártires en los cristianos de los orígenes, conforme este elogio de San Cipriano de Cartago (s. III): «¿Cómo os elogiaré, hermanos fortísimos? ¿Cómo habré de proclamar la valentía de vuestros corazones y la constancia de vuestra fe? Soportasteis la dura lucha hasta el final, sin desistir; antes, fueron los suplicios que cedieron delante de vosotros. Las coronas dieron fin a los dolores. La duradera y penosa lucha no pudo derrumbar la fe robusta, llevando más de prisa al Señor a los hombres de Dios».14 De hecho, en la esperanza del encuentro definitivo con el Señor, cuya fidelidad trasciende los límites de la historia, radica el núcleo dinamizador de la entrega de los mártires.

La paradójica realidad del martirio se inscribe en la más genuina autocomprensión eclesial. La Iglesia siempre se identificó como Ecclesia Martyrum, encontrando ahí la más sublime expresión de su comunión vital con su Señor. Por eso, la permanente tarea de reconfiguración histórica de su identidad exige que ella se empeñe en mantener viva y palpitante la interpelante memoria de los mártires como referencia para su actuar en el mundo. Emblemática es la profesión de fe de los cristianos de Esmirna, al narrar el martirio de su obispo, Policarpo (s. II): «A Cristo adoramos como Hijo de Dios; a los mártires tributamos, con toda justicia, en homenaje de nuestro afecto como a discípulos e imitadores del Señor, por el amor insuperable que mostraron por su Rey y Maestro. ¡Quiera Dios que también nosotros participásemos de su suerte y nos volviésemos sus condiscípulos!».15 Y concluyen, explicitando todo el alcance revitalizador del testimonio del amado y extenuado pastor para una comunidad perseguida y desprovista de privilegios: «De este modo, podemos más tarde recoger los huesos del mártir, más preciados que piedras preciosas y más valiosos que el oro puro, para depositarlos en un lugar conveniente, donde todos, cuando de ser posible, nos reunimos, con la ayuda del Señor, para celebrar, con alegría y júbilo, el día de su nacimiento por el martirio, en memoria de los que combatieron antes de nosotros, preparándonos y fortificándonos para las luchas futuras».16 Así son los mártires: por lo que fueron, indican lo que debemos ser. Configurados con Cristo en la misión y en el don total de sí, ven a la muerte aproximarse con la serenidad de quien sabe que nacerá más temprano para la plenitud de la vida.17

La centralidad del Misterio Pascual de Jesucristo y el significado eclesial del martirio constituyen los dos fundamentos teológicos sobre los cuales se fundamentan las convicciones de Vicente de Paúl en lo referente al tema.

II – El martirio en San Vicente de Paúl

En la perspectiva vicentina,18 el martirio debe ser interpretado como la consumación de una vida radicalmente asimilada a la persona y a la misión de Jesucristo, enviado por el Padre para anunciar el Reino a los Pobres, con palabras y obras. San Vicente no nos ofrece una comprensión sistemática del martirio. Sus intuiciones van apareciendo en circunstancias bien precisas, siempre asociadas a la vivencia de la fe, a la práctica de las virtudes y al ejercicio de la misión y de la caridad. Y aparecen, sobre todo, cuando la realidad del martirio se aproxima a sus fundaciones y a sus conocidos. Veamos, a continuación, seis claves de lectura sobre el tema, extraídas de las conferencias y cartas del santo fundador.

1. Radical conformidad con Cristo

La experiencia espiritual de Vicente de Paúl aferra sus raíces en una profunda identificación con Jesucristo, de la cual se nutre su búsqueda constante de la voluntad del Padre y su entrañado amor a los más pobres.19 Para él, seguir a Jesús consiste fundamentalmente en vivir el amor indiviso a Dios y al prójimo, en la gratuidad de la entrega y en la concretización del servicio. Su concepción del martirio se inscribe en el dinamismo de esa conformidad con el espíritu de Cristo, cuyo alimento es «hacer la voluntad de aquel que lo envió» (Jn. 6,38), asumiendo el ser siervo por amor y ofreciéndose a sí mismo «para que todos tengan vida plenamente» (Jn. 10,10). Para San Vicente, la adhesión incondicional a Cristo constituye el principio generador del proceso de personalización del ser humano y el núcleo de la vocación misionera.20 En efecto, antes de continuar la misión del Hijo de Dios, es necesario esforzarse por conformar la propia vida a su humanidad, mediante la acción del Espíritu, para actuar en íntima comunión con Jesucristo: «Entremos en su espíritu para entrar en sus acciones. No basta con hacer el bien, hay que hacerlo bien, a ejemplo de Nuestro Señor» (ES XI, 468). Esa visceral identificación con el Señor, lejos de confundirse con un ilusorio mimetismo exterior, se actualiza permanentemente en la misión y en la caridad junto a los Pobres, pudiendo llegar al martirio, entendido como máxima expresión de una existencia vivida en total referencia a Cristo, dentro de las más variadas circunstancias.

«¿Puede haber algo más razonable que dar nuestra vida por Aquél que entregó tan libremente la suya por todos nosotros? Si nuestro Señor nos ama hasta el punto de morir por nosotros ¿por qué no vamos a desear tener esa misma disposición por él, para morir efectivamente si se presenta la ocasión?» (ES XI, 259).

La conclusión «si se presenta la ocasión» nos ayuda a entender el desenlace de la vida de un mártir como consecuencia inevitable de su indeclinable fidelidad a la misión acogida, a la luz de la fe, como auténtico camino de santidad, dentro de determinadas coordenadas históricas. De hecho, el martirio no debe ser obstinadamente buscado como fin en sí mismo. La conciencia de que la vida es el don mayor dota de credibilidad la entrega de la misma. Sólo el amor a Dios y al prójimo le permitirá a alguien disponer de su libertad para entregar lo que recibió de más precioso. No es otra la experiencia de Jesús de Nazaret: «Ninguno me quita la vida; yo la doy libremente» (Jn. 10,18). En el martirio, el misterio de la vida se desvela como don total de sí a los otros, movido por una causa que revigoriza y nutre de valentía en el seguimiento de Cristo.21 Tal convicción permea el consejo dado por San Vicente al Padre Esteban Blatiron, al citar un episodio que lo impresionó mucho:

«En nombre de Dios, Padre, cuide bien su pobre vida; conténtese con ir gastándola poco a poco por el amor divino; no es suya, sino del autor de la vida, por cuyo amor tiene usted que conservarla hasta que se la pida, a no ser que se presentase la ocasión de darla, como un buen sacerdote, de ochenta años de edad, que acaban de martirizar en Inglaterra con un suplicio cruel. Le han arrancado el corazón cuando estaba medio estrangulado, y cuando le dijeron, antes de ejecutarlo, que podría salvar la vida si renunciaba a su religión, respondió que, de tener mil vidas, las entregaría lleno de gozo por amor a Jesucristo, por quien moría. Le digo esto con lágrimas en los ojos, pensando en la felicidad de ese santo sacerdote y en el apego que yo siento a mi miserable esqueleto» (ES II, 156-157).

De las noticias de martirio que le llegaban, una tocó sobremanera el corazón del Padre Vicente. En una conferencia, él mismo relató a los Misioneros, con lujo de detalles, el testimonio de Pedro Borguny, esclavizado por musulmanes y asesinado en Argel por no haber renunciado definitivamente a la vida cristiana. Llamó su atención la rectitud del carácter y la firmeza de la fe de aquel joven marroquí de poco más de veinte años, razón por la cual quiso presentarlo como discípulo ejemplar de Cristo:

«Eso es ser cristiano; ése es el coraje que hemos de tener para sufrir y para morir, si es preciso, por Jesucristo. Pidámosle esta gracia y roguémosle a este santo joven que la pida por nosotros, a él que fue alumno tan aventajado de tan valiente maestro, que en tres horas de tiempo se hizo verdadero discípulo y perfecto imitador suyo, muriendo por él» (ES XI,215).

El martirio explicita el sentido y el alcance de la vocación bautismal. De hecho, por el Bautismo, somos injertados (complantati) en Cristo para vivir su vida y continuar su misión, entrando en el dinamismo de su Pascua. Esta es la esencia de la recomendación de San Vicente a Antoine Portal, su incondicional compañero: «Acuérdese, Padre, de que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo» (ES I, 320). En este sentido, el mártir realiza, de manera singular, aquello que constituye el horizonte de la vida cristiana: primero, empeña todas sus fuerzas para vivir en íntima comunión con Cristo, revestido de su espíritu (cf. Gal 3,57). Y, por asumir como propia la misma causa por la cual el Maestro vivió, murió y resucitó, muere también él como Jesús, afrentando conflictos y hostilidades y, por fin, abrazando la Cruz, no obstante, en distintas circunstancias, fortalecido por la esperanza de la Resurrección. Por esa razón, todo mártir puede repetir con el apóstol Pablo: «Incesantemente y por todas partes, llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2Cor 4,10).

2. Fuente de fecundidad espiritual y apostólica

En diversas ocasiones, Vicente recuerda el martirio en la historia de la Iglesia, sobre todo en los períodos en que tal experiencia era más frecuente (cf. ES IX, 1089; XI, 259. 716). Desde los orígenes, la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos, robusteciendo la comunidad en el seguimiento de Jesús. De la misma manera, los desafíos, pruebas y privaciones enfrentados por tantos Cohermanos de la primera generación, sobre todo los enviados a tan lejanas tierras extranjeras, lejos de desalentar a los Misioneros, deberían llevarlos a madurar la fe, confirmar la esperanza y revitalizar el celo apostólico, despertándolos para la urgencia de la evangelización y el servicio caritativo. Es lo que manifiesta el fundador, al informar a la Comunidad el naufragio del barco que llevaba dos Padres y un Hermano a Madagascar, del cual los tres consiguieran escapar, después de grandes tribulaciones (cf. ES XI, 262). También la muerte prematura de algunos Misioneros en sus lugares de misión llevaba al Padre Vicente a evidenciar el carácter eclesial de la incipiente Compañía, asociándola a la Iglesia de los orígenes, regada y fortalecida por la sangre de los mártires, siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios, el testigo por excelencia (cf. ES XI,292). Decía entonces a los suyos: «¡Ánimo, Padres y Hermanos míos! Esperamos que Nuestro Señor nos dará fuerzas en las cruces que nos vengan, por grandes que sean, si se ve que las amamos y que confiamos en Él» (ES XI, 216). El ejemplo de los mártires debería suscitar la confianza en el amor de Dios y reanimar las disposiciones de los Cohermanos en medio de las lides apostólicas (cf. ES XI, 215), haciéndolos superar los miedos a las adversidades y peligros que viniesen a amenazar el alegre cumplimiento de la misión de llevar al mundo entero «la piedra preciosa del Evangelio» (ES XI, 259).

Ante la muerte prematura de una Hija de la Caridad o de un Misionero en plena actividad, afloraba entre los más pusilánimes el recelo de que las Comunidades iban a desaparecer, debido a la gradual reducción del contingente humano. En efecto, los que temblaban eran justamente los que podrían ser contados entre los más impávidos. El fundador inmediatamente refutaba aquella tendencia, aplicándole a su Familia el célebre axioma de Tertuliano de Cartago (s. III): «Sanguis martyrum, semen est christianorum», como en una conferencia a los primeros Cohermanos:

«La salvación de los pueblos y nuestra propia salvación son un beneficio tan grande que merece cualquier esfuerzo, a cualquier precio que sea; no importa que muramos antes, con tal que muramos con las armas en la mano; seremos entonces más felices, y la Compañía no será por ello más pobre, ya que ‘sanguis martyrum semen est christianorum’. Por un Misionero que haya dado su vida por caridad, la bondad de Dios suscitará otros muchos que harán el bien que el primero haya dejado por hacer» (ES XI, 290).

En todas las épocas de la historia, el testimonio de alguien verdaderamente realizado en su vocación, hasta el punto de entregar la propia vida para ver germinar las semillas que el Señor puso en sus manos, siempre ejerció una indiscutible fascinación sobre los cristianos, atrayendo nuevas adhesiones, explicitando la nobleza de una causa, despertando lo que hay de mejor en el interior de las personas y suscitando continuadores del mismo proyecto. No puede haber rocío más fecundo para el florecimiento de una vocación que la sangre de un auténtico testigo del Evangelio, como recordaba Vicente de Paúl, refiriéndose a los mártires de los orígenes: «las gotas de sangre de todos aquellos mártires asesinados eran otras tantas semillas que servían para el robustecimiento de su Iglesia» (ES XI, 262). Tal convicción se repite en una conferencia a las Hijas de la Caridad: «Por uno que reciba el martirio vendrán otros muchos; su sangre será como una semilla que dará fruto, y un fruto abundante. La sangre de nuestras Hermanas hará que vengan otras muchas y merecerá que Dios les conceda a las que quedan la gracia de santificarse» (ES IX, 1089). Las huellas dejadas por los mártires en los surcos de la historia son mayores que sus propios pies. La causa por la cual dieron sus vidas proyecta sus virtudes delante de todos, colmando su testimonio de una impresionante fuerza de irradiación.

3. La paradoja del martirio: gracia y prueba

Para San Vicente, está muy claro que el martirio se sitúa en el ámbito del misterio. En él, se funden realidades paradójicas: la gracia inmerecida de poder dar la vida por amor a Dios y a los hermanos es acogida en medio de persecuciones y los sufrimientos impuestos por la injusticia y por la violencia. Los mártires son identificados como aquellos que «son los que vienen de la gran persecución, los que han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero.» (Ap 7,14b). Podemos ver el resplandor de la Resurrección reflejado en sus rostros desfigurados, cuando leemos: «Por eso están ante el trono de Dios, le rinden culto día y noche en su templo, y el que está sentado en el trono habitará con ellos. Ya nunca tendrán hambre ni sed, ni caerá sobre ellos el calor agobiante del sol. Porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará y los conducirá a fuentes de aguas vivas, y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos» (Ap 7,15-17). Refiriéndose al Padre Francisco Le Blanc, misionero en Escocia, perseguido por causa de la fe y hecho prisionero por los ingleses, afirma el fundador:

«Ese buen Misionero está en camino hacia el martirio. No sé si hemos de alegrarnos o de afligirnos por ello; pues, por una parte, Dios recibe honor por su detención, ya que lo ha hecho por su amor; y la Compañía podría sentirse dichosa si Dios la encontrase digna de darle un mártir, y él está contento de sufrir por su nombre y de ofrecerse, como lo hace, a cuanto Dios quiera hacer con su persona y su vida. ¡Cuántos actos de virtud estará practicando ahora, de fe, de esperanza, de amor a Dios, de resignación y de oblación, disponiéndose cada vez mejor para merecer esa corona! Todo esto nos mueve, en Dios, a sentir gran alegría y gratitud» (ES XI, 98).

Por un lado, la gracia libre y generosamente correspondida en la entrega total de sí suscita la alabanza y la gratitud; por otro, la persecución y los sufrimientos, provocan la indignación, despiertan la sensibilidad humana, la compasión y la solidaridad: «Mas, por otra parte, es nuestro hermano el que sufre; ¿no tenemos que sufrir con él? De mí, confieso que, según la naturaleza, me siento muy afligido y con un dolor muy sensible; pero, según el espíritu, me parece que hemos de bendecir por ello a Dios como si se tratara de una gracia muy especial» (ES XI, 98-99). Tanto el dolor cuanto la gloria del mártir pertenecen a la Comunidad que lo formó para el servicio a Dios. Ante tal realidad tan sublime, la actitud final de Vicente es siempre el silencio reverente de quien se reconoce pequeño delante del misterio que lo envuelve y lo ultrapasa: «Padres y Hermanos míos, tiene que haber algo muy grande, incomprensible al entendimiento humano, en las cruces y en los sufrimientos, ya que Dios suele hacer que al servicio que se le hace le sigan aflicciones, persecuciones, cárceles y martirio, a fin de elevar a un alto grado de perfección y de gloria a los que se entregan perfectamente a su servicio» (ES XI,99).

4. Martirio por la virtud

La primera categoría del martirio considerada por San Vicente es aquella que corresponde al testimonio de fe hasta la muerte. Este es, por tanto, el martirio por excelencia, en el cual la persona entrega su vida confesando el nombre de Jesucristo y manifestando su total adhesión a él.22 A lo largo de su vida, Vicente tuvo noticias de algunas personas que murieron de este modo: el padre anciano, martirizado en Inglaterra con suplicios atroces (cf. ES II,156s); el Hermano Tadeo Lee, perteneciente al grupo de los tres Misioneros enviados a Irlanda, su tierra natal, a quien le aplastaron su cabeza y cortaron sus manos y pies en la presencia de su madre (cf. ES IV,326);23 el Padre Francisco Le Blanc, perseguido y encarcelado en Escocia, donde trabajaba (cf. ES XI, 99); el joven marroquí Pedro Borguny, cuya transparencia y fortaleza en la vivencia de la fe impresionaba a todos (cf. ES XI, 213s).

Vicente amplía su concepción, presentando el martirio por la virtud. Se trata del permanente esfuerzo de santificación, por medio de la «perseverancia en la vocación» y de la «mortificación de las pasiones» que desintegran al ser humano. A continuación, presenta la figura de Juan Bautista en el ejercicio de su vocación profética como modelo de defensa de las virtudes que constituyen la moralidad cristiana. Convencido de que «consumirse por la virtud es una especie de martirio» (ES XI, 99), el fundador señala hacia esa forma de «sacrificio» como una manera privilegiada de reconocer y manifestar «que Dios merece ser el único servido y que merece ser incomparablemente preferido a todas las ventajas y placeres de la tierra» (ES XI, 100). Así resuena, en la voz de Vicente, la maravillosa convicción del salmista, «Tu amor, oh Señor, vale más que la vida» (Sal 63,4). En esta perspectiva de fe, el martirio puede ser interpretado como la más radical experiencia de Dios como único Absoluto, en el cual todas las cosas adquieren su verdadero sentido y delante del cual todo se torna más secundario y relativo. Y como el seguimiento de Jesucristo se constituye en el espacio de comunión con Dios, a través de la confianza, del abandono de sí y de la obediencia, y en el espacio de la solidaridad con los Pobres, a través de la cercanía, de la compasión y del servicio, San Vicente concluye su reflexión sobre el martirio por la virtud con esta exhortación a sus Misioneros: «Obrar de este modo es publicar las verdades y las máximas del evangelio de Jesucristo, no con las palabras, sino con la conformidad de vida con Jesucristo, y dar testimonio de su verdad y de su santidad ante fieles e infieles; por tanto, vivir y morir de esta forma es ser mártir» (ES XI,100). El cristiano auténtico, por lo tanto, es aquel que hace de su vida una luminosa transparencia de los valores del Evangelio, asumiendo en su cotidianidad las consecuencias de su opción fundamental.

En otra conferencia del 7 de noviembre de 1659, reflexionando sobre los Votos, San Vicente describe la vivencia de los consejos evangélicos como una especie de martirio continuo, cuya meta es capacitar a los Misioneros para que prolonguen la misión de Jesús y de los apóstoles, a partir de una libre y total pertenencia a Dios: «Algunos dicen que hacer los votos y cumplirlos es un continuo martirio (…). Una persona que hace los votos de pobreza, castidad y obediencia se lo da todo a Dios, renunciando a los bienes, placeres y honores; es un perfecto holocausto, hermanos míos, ya que se le sacrifica a Dios el entendimiento, así como el propio juicio y la voluntad propia» (ES XI,642-643).

5. Martirio por la caridad

Esta es la intuición más original de San Vicente al respecto del martirio. Se trata del testimonio de una existencia enteramente consagrada a Dios para el servicio de los más pobres, aunque, para eso, tenga que poner la propia vida en peligro (cf. ES II, 441s). En esa óptica, el martirio constituye la más alta expresión de una vida polarizada por el amor a Dios y al prójimo (cf. ES IX, 1089). La cercanía al Pobre, movida por el reconocimiento de su dignidad y estimulada por una auténtica sensibilidad humana, constituye un desdoblamiento irrenunciable de la sequela Christi. Tal opción no se concretiza sin renuncias y conflictos, como demuestra el fundador al convidar a las primeras Hermanas a la indiferencia, esto es, a la total disponibilidad frente a las necesidades de los Pobres y a las exigencias de la caridad, aunque sea preciso dar la propia vida (cf. ES IX, 243). La misma disponibilidad encontrará en muchos de sus Misioneros, hombres verdaderamente apostólicos, siempre en busca de la voluntad de Dios, dispuestos a enfrentar los más diversos desafíos y privaciones por causa de la misión y la caridad. Aún así, entre tanto, Vicente no dejará de incentivarlos a permanecer en el mismo dinamismo. Es lo que escribió al Padre Felipe Dalton:

«Me siento incapaz de expresarle la alegría que siento por esos deseos que Dios le da de ofrecerse a Él en la Compañía sin reserva alguna, indiferente por todos los países del mundo y con una total sumisión a la santa obediencia y a la voluntad de Dios, tal como se la señalen sus superiores. Así es como hablan y como actúan las almas verdaderamente apostólicas que, habiéndose consagrado plenamente a Dios, desean que Nuestro Señor, su Hijo, sea conocido y servido igualmente por todas las naciones de la tierra por las que vino Él mismo a este mundo, y están resueltos a trabajar y a morir por ellas, como Él lo hizo. Hasta allí, es hasta donde tiene que extenderse el celo de los misioneros, pues aunque no puedan ir a todas partes ni hacer todo el bien que desearían, sin embargo, hacen bien en desearlo y en ofrecerse a Dios para servirle de instrumento en la conversión de las almas, en el tiempo, sitio y circunstancias que Él quiera. Quizás se contente con su buena voluntad; pero puede ser también que, al ver su voluntad tan grande y tan bien dispuesta, se sirva de ellos, aunque son obreros tan malos, para hacer grandes cosas. Yo no veo nada que los haga más semejantes a Él ni más dignos de sus bendiciones que esta disposición» (ES VII, 285-286).

El Padre Vicente habla del martirio por la caridad, aplicándolo al servicio cotidiano, algunas veces extenuante, de las Hijas de la Caridad y de los Misioneros, ambos frecuentemente expuestos a los peligros del mundo de los Pobres: guerras, epidemias, hambre, viajes por caminos desconocidos, etc. Es, pues, la caridad que los urge a la donación sin reservas de la propia vida para el anuncio de la Buena Nueva y para el servicio abnegado y gratuito en las más dramáticas situaciones. En la Repetición de Oración del 30 de agosto de 1657, el fundador comparte su convicción con sus Padres y Hermanos:

«Por lo demás, exponer la vida, atravesar los mares por puro amor de Dios y por la salvación del prójimo, es una especie de martirio, ya que aunque no lo sea efectivamente, al menos lo es en la voluntad, puesto que uno lo deja todo y se expone a no sé cuántos peligros. De hecho, los santos que han muerto en el destierro, adonde han sido enviados por su fidelidad a nuestro Señor Jesucristo, son tenidos como mártires por la Iglesia» (ES XI, 298).

En la conferencia del 30 de agosto de 1658, sobre la indiferencia ante los oficios, el tema reaparece con similar vehemencia. Aquí, el martirio es identificado con aquella disposición operante de atravesar fronteras y romper límites, a fin de comunicar las insondables riquezas del Evangelio, sirviendo y anunciando el Reino:

«¡Ay, Padres, qué felicidad sienten los que poseen esta disposición! ¡Dios les concede la gracia de estar siempre preparados y dispuestos a ir a los países lejanos para dar allí su vida por Jesucristo! La historia nos habla de muchos martirios de hombres sacrificados por Dios; y si vemos que, en el ejército, muchos hombres exponen su vida por un poco de honor o quizás con la esperanza de una pequeña recompensa temporal, con cuánta más razón debemos nosotros exponer nuestra vida por llevar el evangelio de Jesucristo a los países más alejados a los que nos llama la Providencia» (ES XI, 362).

Los Misioneros se comprometen con la evangelización, impulsados por el celo apostólico que debe caracterizar a todo discípulo de Cristo. Para ayudar a los Pobres en el acogimiento del don de la salvación, enfrentan desafíos, asumen riesgos y van a lugares a los cuales ninguno quiere ir. Bienaventurado será, entonces, aquel Misionero que, en el momento del desenlace final, fuera encontrado «con las armas en las manos» (ES XI, 290). Algo semejante dirá Vicente a las Hijas de la Caridad enviadas para cuidar de soldados heridos en Calais, arriesgado campo de batalla, en el cual murieron varias Hermanas, tanto por agotamiento cuanto por contagio de enfermedades. Le conmovía al fundador la disponibilidad de aquéllas que se ofrecían para ocupar los mismos puestos: «¿Qué vais a hacer? Vais al martirio, si Dios quiere disponer de vosotras. En cuanto a vuestra querida Hermana, estoy seguro de que actualmente recibe la recompensa de los mártires, y vosotras tendréis la misma recompensa, si tenéis la dicha de morir con las armas en la mano. ¡Que dicha para vosotras!» (ES IX, 1089). En una conferencia sobre la práctica del respeto mutuo y de la dulzura, del 19 de agosto de 1646, después de hablar sobre las diferentes modalidades de servicio que las Hermanas prestan a los pobres, San Vicente irrumpe en un clamor de admiración por sus hijas espirituales: «Oh mis queridas hijas, tengámoslas [a las Hermanas que sirven a los Pobres en situaciones de conflicto] en alta estima, conservemos por ellas esa estima, a la cual esperamos llegar y veámoslas como mártires de Jesucristo, pues sirven al prójimo por su amor» (ES IX,256).

Pocas cosas impresionaban tanto a San Vicente como el testimonio de alguien que, a lo largo de su vida, había aprendido a «creer en el amor, olvidándose de sí, por los otros simplemente».24 Suficiente con recordar cómo le fascinaba el ejemplo de Margarita Nasseau, la humilde campesina de Suresnes, de quien afirmaba «no había nada que no fuese amable» (ES IX, 88), fallecida en 1633, víctima de su caridad heroica, por haber compartido su lecho con una pobre mujer contagiada por la peste. Porque «tuvo la felicidad de mostrar el camino a las otras», fue considerada por el fundador «la primera Hija de la Caridad» (ES IX, 89). Otro ejemplo de extrema caridad para con los pobres condenados al trabajo forzado en las Galeras era el del Padre Luis Robiche, de la Casa de Marsella, fallecido a los 35 años, con fama de santidad por las virtudes que heroicamente practicó en su cotidianidad, tanto en el interior de la Compañía como en su apostolado junto a los más abandonados. De él dirá el fundador, escribiendo a un Cohermano, en el mismo año de la muerte de Robiche: «la voz del pueblo (que es la voz de Dios) lo considera bienaventurado y ha muerto casi como un mártir, ya que expuso su vida y la perdió trabajando, por amor de Jesucristo, en la salvación corporal y espiritual de los pobres enfermos» (ES II, 443). Llama la atención también la gran admiración que Vicente sentía por el Padre Pillé, expresada en esta circular que envió a todas las Casas de la Congregación poco después de la muerte del referido Cohermano: «De esta inmensa caridad brotaba un deseo tan grande por la salvación de las almas que estaba dispuesto a dejarse despedazar por una sola de ellas. En efecto, cuando se trataba de ir a alguna misión y su enfermedad se lo permitía, Dios sabe que no ahorró ningún esfuerzo. Y aunque tuviese más necesidad de descanso que de trabajo, sin embargo, trabajaba por encima de sus fuerzas» (ES II, 277-278). El ejemplo de estos testigos se constituía en la confirmación que las Comunidades Vicentinas habían sido, de hecho, suscitadas por Dios «que ama a los Pobres y a aquéllos que los aman» (ES XI, 273). El fundador, por lo tanto, tenía la tarea de estimular siempre más la correspondencia de sus Padres, Hermanos y Hermanas al don de la vocación misionera, a través de una caridad compasiva y operante para con los Pobres, adonde el querer de la Divina Providencia los destinase.

6. Tensión martirial

En el sentir de San Vicente, el martirio, en cuanto posibilidad, debería permanecer siempre en el horizonte de quien se consagra a Dios para el servicio y la evangelización de los más pobres, sobre todo en tierras distantes: «¡Oh si quisiese Dios inspirarnos ese mismo anhelo de morir por Jesucristo, de cualquier forma que sea, cuántas bendiciones atraeríamos sobre nosotros!» (ES XI, 99). En la Repetición de Oración del 12 de noviembre de 1656, después de considerar el ejemplo de perseverancia y tenacidad de dos de sus más intrépidos Misioneros, ambos expuestos a las persecuciones en el norte de África, el fundador exhorta a la Compañía a romper con toda forma de mediocridad apostólica y a mantenerse en una permanente «tensión martirial», o sea, a cultivar, personal y comunitariamente, una actitud de apertura misionera y de total disponibilidad por la causa del Reino:

«¡Quiera Dios, mis queridísimos Padres y Hermanos, que todos los que vengan a entrar en la Compañía acudan con el pensamiento del martirio, con el deseo de sufrir en ella el martirio y de consagrarse por entero al servicio de Dios, tanto en los países lejanos como aquí, en cualquier lugar donde Él quiera servirse de esta pobre y Pequeña Compañía! Sí, con el pensamiento del martirio. Deberíamos pedirle muchas veces a Dios esta gracia y esta disposición, de estar dispuestos a exponer nuestras vidas por su gloria y por la salvación del prójimo, todos los que aquí estamos, los hermanos, los estudiantes, los sacerdotes, en una palabra toda la Compañía» (ES XI,258-259).

Como vemos, San Vicente comprende el martirio como una gracia (ES XI, 258), una ratificación de parte de Dios de la causa asumida por aquél que libre y abnegadamente entrega su vida, poniéndola al servicio del prójimo, para recibirla en plenitud, a semejanza de Jesús en el misterio de su Pascua. En una de sus cartas al Padre Gerardo Brin, misionero en Irlanda, donde las persecuciones y la peste contagiaban en enormes proporciones, San Vicente habla del «espíritu de martirio» para designar aquella actitud de total entrega a Dios, animada por la caridad de Cristo, capaz de hacer resistir con valentía los peligros, prefiriendo dar la vida a abandonar el servicio al prójimo.

«Nos hemos quedado muy edificados con su carta, al palpar en ella dos maravillosos efectos de la gracia de Dios. El primero es ver cómo se ha entregado usted a Dios para resistir en el país en que se encuentra, en medio de peligros, prefiriendo exponerse a la muerte antes que dejar de asistir al prójimo. El segundo, cómo piensa usted en la salvación de sus hermanos, enviándolos a Francia para alejarles del peligro. El espíritu de martirio le ha impulsado a lo primero, y la prudencia le ha obligado a hacer lo segundo; ambas cosas han sido sacadas del ejemplo de Nuestro Señor, el cual, cuando estaba a punto de ir a sufrir los tormentos de su muerte por la salvación de los hombres, quiso garantizar y librar a sus discípulos diciendo: ‘Dejad a estos y no los toquéis’ (Jn 18,8). Así es como ha obrado usted, como un verdadero hijo de tan adorable Padre, a quien le doy infinitas gracias por haber producido en usted estos actos de caridad tan soberana, que es el colmo de todas las virtudes» (ES IV, 19-20).

Esta tensión martirialdebe permear el itinerario de los Misioneros y de las Hermanas, alargando las fronteras de la misión y ampliando los horizontes de la caridad. Aún en el tiempo de los fundadores, no fueron pocos los que dieran testimonio de esa misma disposición en las más variadas situaciones (cf. ES IV, 124). La insistencia de Vicente en lo referente al «espíritu del martirio» se funda en su madurada confianza en la Providencia, que concede a los cristianos la fuerza necesaria para perseverar hasta el fin: «El que quiera ser discípulo de Jesucristo tiene que esperar todo esto; pero debe esperar también que, cuando se presente la ocasión, Dios le dará fuerzas para soportar las aflicciones y superar los tormentos» (ES XI, 99).

Las convicciones de Vicente de Paúl al respecto del martirio, tres siglos después, abren camino para la significativa intuición del Concilio Vaticano II sobre el mismo tema: «El martirio, por el cual el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y a él se configura en la efusión de la sangre, es considerado por la Iglesia como donación insigne y prueba suprema de caridad. Si pocos lo llegan a sufrir, todos deben estar preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirlo por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia» (LG 42).25

III – Conclusión

Los dislocamientos socioculturales ocurridos a lo largo de los siglos hicieron emerger una nueva tipología de martirio e introdujeron nuevos perfiles de mártires. Karl Rahner hablaba de la necesidad de alargar el concepto del martirio,26 incluyendo en esa categoría todos aquéllos que dieran la vida libremente para preservar la integridad de los valores y de las convicciones fundamentales que emanan de la fe, tales como: el amor, la verdad, la justicia, la paz, el respeto a los derechos humanos, etc. Así, ellos manifiestan, aunque sin mayores matizaciones, su adhesión al proyecto salvífico de Dios. La dimensión histórica del martirio posee dos vertientes: la primera está asociada a la existencia y a la actuación de personas y grupos que no dudan en sacrificar la propia vida para testimoniar la autenticidad y el valor de la fe que libremente abrazaron y de las convicciones que de ella reciben su fundamento. La segunda está referida a los individuos e instancias que, rechazando abiertamente el testimonio de la verdad que les interpela la conciencia, persiguen y llevan a la muerte. Los mártires son, al mismo tiempo, héroes y víctimas. Héroes, por la fortaleza invencible que proviene del Espíritu, tornándolos libres y valientes; víctimas, por causa de la perversión de individuos y de la iniquidad de sistemas que eliminan a quien no se amolda a sus esquemas mezquinos e idólatras. Los mártires recuerdan que el amor del Señor genera sueños audaces. Por eso, la contemplación de esos testigos no puede dejar de provocar en nosotros una auténtica conversión, conduciéndonos a lo que hay de más humanizador y santificante: la caridad en la verdad. De hecho, nos recuerda el Papa Benedicto XVI, «todos los hombres sienten el impulso interior para amar de manera auténtica: amor y verdad nunca desaparecen del todo en ellos, porque son la vocación puesta por Dios en el corazón y en la mente de cada hombre».27 Con base en esa vocación fundamental, Vicente de Paúl sintetiza con estas palabras el horizonte de la vida cristiana, cuya concretización histórica se verifica en la experiencia de los mártires: «No podemos asegurar mejor nuestra felicidad eterna que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres, en los brazos de la Providencia y en una renuncia actual a nosotros mismos, para seguir a Jesucristo» (ES III, 359).

Ayer y hoy, considerando el testimonio de todos cuantos, movidos por el dinamismo del amor-donación y apoyados en una «esperanza repleta de inmortalidad» (Sab 3,4), entregan sus vidas por el Reino, podemos creer «que, en cuanto haya martirio, habrá credibilidad; en cuanto haya martirio, habrá esperanza, en cuanto haya martirio, habrá conversión; en cuanto haya martirio, habrá eficacia. El grano de trigo muriendo se multiplica».28 El clamor supremo de amor de tantos testimonios de ayer y de hoy continuará resonando y la sangre de cada uno tornará fecundo el empeño de todos aquellos que, por entre las tortuosas sendas de la historia, se ponen en el seguimiento de Cristo, manteniendo los ojos fijos en la meta (cf. Flp 3,14), en la esperanza del amanecer sin ocaso de la Pascua.

  1. Cf. LOUTH, A. Martirio. En: LACOSTE, Jean-Yves (org.). Diccionario Crítico de Teología. Trad. Paulo Meneses et al. São Paulo: Paulinas / Loyola, 2004. p. 1100-1101.
  2. Cf. CONCÍLIO VATICANO II. Constituição Dogmática Lumen Gentium sobre a Igreja, n. 40. En: Documentos do Concílio Ecumênico Vaticano II. São Paulo: Paulus, 1997. p. 160.
  3. La lista de los mártires de la Familia Vicentina, ya reconocidos o en proceso de reconocimiento oficial, se encuentra en la compilación publicada bajo el auspicio del Postulador General de la Congregación de la Misión: GUERRA, Giuseppe (org.). I Santi della Famiglia Vincenziana. Roma: Vincenziane, 2007. Cf. también: AA.VV. Santoral de la Familia Vicentina. México: Ediciones Familia Vicentina, s.d.
  4. BOFF. Martírio: uma tentativa de reflexão sistemática. In: VV.AA. Martírio hoje. Petrópolis: Vozes, 1983. p. 18. (Concilium, 183).
  5. Cf. GARCÍA RUBIO, Alfonso. O encontro com Jesus Cristo vivo: um ensaio de cristologia para os nossos dias. 10 ed. São Paulo: Paulinas, 2005. p. 91-102. Sobre la cruz como señal del fracaso y aniquilamiento, después resignificada por la muerte de Jesús: cf. BLANK, Renold. Reencarnação ou Ressurreição: uma decisão de fé. São Paulo: Paulus, 1995. p. 89-98.
  6. BOFF. Martírio: uma tentativa de reflexão sistemática, p. 19.
  7. En la Iglesia de los orígenes, los cuerpos de los mártires eran cuidadosamente conservados como reliquias debajo de los altares sobre los cuales se celebraba la Eucaristía, inclusive por motivo del aniversario del martirio. La figura del mártir se convirtió, entonces, en la figura del santo, de aquél que había realizado en su vida la vocación cristiana a la santidad (cf. LOUTH. Martírio, p. 1100).
  8. Cf. BLANK. Reencarnação ou Ressurreição, p. 105.
  9. Es lo que podemos deducir de la afirmación de J. Comblin al respecto de la dimensión profética del martirio en los orígenes del cristianismo: «Creer en la resurrección, en medio de un pueblo y de una cultura que nunca habían oído hablar de eso, exigía una firmeza total y los mártires dieron el ejemplo admirable de esa firmeza. Ya estaban viviendo en esa resurrección que profesaban» (COMBLIN, José. A profecia na Igreja. São Paulo: Paulus, 2008. p. 100).
  10. CELAM. Documento de Aparecida. Texto conclusivo da V Conferência Geral do Episcopado da América Latina e do Caribe. São Paulo: Paulinas / Paulus, 2007. n. 140. Es lamentable constatar que en el Documento de Aparecida no se haya abordado, con profundidad, la larga e iluminadora tradición martirial del continente latino-americano, limitándose a menciones escasas y un tanto difusas.
  11. Homilía del 3º Domingo de Cuaresma: 26/02/1978. En: MÁRQUEZ OCHOA, Armando. El Catecismo de Mons. Romero. San Salvador: CEBES, 2000. p. 51.
  12. BOFF, Leonardo. Martírio: uma tentativa de reflexão sistemática, p. 17.
  13. «Mártires hubo en todas las épocas del cristianismo. En cada época, los mártires ejercen un papel específico dentro de una misión global común a todos» (COMBLIN. A profecia na Igreja, p. 98).
  14. Carta sobre el Martirio (P.L. 4, 252).
  15. Martirio de San Policarpo, XVII.
  16. Martirio de San Policarpo, XVIII.
  17. De hecho, la definición de la figura cristiana del mártir, históricamente delineada a partir de la segunda mitad del siglo II, en el contexto de las persecuciones impetradas por el Imperio Romano, resulta de la distinción entre el testimonio de aquéllos que sufrían por confesar el nombre de Cristo y de aquéllos que no solamente sufrían, sino también que morían por la misma causa, apuntando hacia la verdad del mundo venidero (cf. LOUTH. Martirio, p. 1099).
  18. Cf. URRIZBURU, Carmen. Martirio. En: VV.AA. Diccionario de Espiritualidad Vicenciana. Salamanca: CEME, 1995. p. 357-359. Ver también: ANIMATION VINCENTIENNE. Le Martyre. En: Au temps de St.Vincent de Paul… et aujourd’hui. Toulouse, 1996. (Cahier 67).
  19. Sobre la centralidad de Cristo en la experiencia espiritual de San Vicente y en la herencia que nos transmitió, vale conferir, entre muchas otras referencias: CONGREGAÇÃO DA MISSÃO. Instrução sobre Estabilidade, Castidade, Pobreza e Obediência. Curitiba: Vicentina, 1996. p. 5-26. / DODIN, André. L’esprit vincentien. Le secret de Saint Vincent de Paul. Paris: Desclée De Brouwer, 1981. p. 79-100. / KOCH, Bernard. A la suite du Christ. In: VV.AA. Monsieur Vincent, temoin de l’Evangile en son temps et pour aujourd’hui. Toulouse: Animation Vincentienne, 1990. p. 101-119. / MALONEY, Robert. O caminho de Vicente de Paulo: uma espiritualidade para nossos tempos a serviço dos Pobres. Curitiba: Vicentina: 1998. p. 19-44. / MEZZADRI, Luigi. Jesús, flamme d’amour. In: VV.AA. Monsieur Vincent, temoin de l’Evangile en son temps et pour aujourd’hui, p. 73-85. / ORCAJO, Antonino; PÉREZ FLORES, Miguel. San Vicente de Paúl (II). Espiritualidad y selección de escritos. Madrid: BAC, 1981. p. 84-162.
  20. Cf. el magistral estudio: ANTONELLO, Erminio. «Revestirse del espíritu de Jesucristo» en el pensamiento de San Vicente. Vincentiana, Roma, año 52, n.3, p. 170-186, mayo-junio 2008.
  21. «Lo que aún sacude al hombre de nuestro tiempo es el encuentro con un cierto tipo de presencia humana, cargada de mensaje y de significado: una persona que se haya hecho ‘plenamente humana’ gracias a la acción misteriosa, pero real, de Nuestro Señor Jesucristo en su conciencia. Son nuestras personas ‘revestidas de Cristo’ quienes se convierten en fuente verdadera de la evangelización» (ANTONELLO. «Revestirse del espíritu de Jesucristo» en el pensamiento de San Vicente, p. 180).
  22. Cf. URRIZBURU, Carmen. Martirio, p. 358.
  23. Entre las escasas referencias al Hermano Lee, nacido en 1623, encontramos esta de P. Collet, de todas, la más autorizada: «De los tres Misioneros que habían permanecido en Irlanda, sólo dos volvieron a París, después de haber sufrido en Limerick lo que la peste y la guerra tienen de más terrible. El tercero terminó allí su carrera; los otros se disfrazaron y huyeron como pudieron. Uno de ellos se retiró a su país con el Vicario General de Cassel. El otro fue del lado de las montañas y encontró a una señora piadosa, que lo recibió por caridad y lo escondió durante dos meses. Un Hermano (Thaddeus Lee) que los servía, tuvo menos suerte o, mejor dicho, tuvo más. Descubierto por los herejes, fue masacrado delante de su madre. Le aplastaron la cabeza, después de haberle cortado los pies y las manos. Trato inhumano y bárbaro, que mostró a los sacerdotes lo que hubieran tenido que sufrir, si los hubieran podido coger» (COLLET, Pierre. La vie de Saint Vincent de Pau (II). Nancy, 1748. p. 471-472).
  24. Expresión atribuida a la Bienaventurada Savina Petrilli (1851-1923), fundadora de la Congregación de las Hermanas de los Pobres de Santa Catalina de Sena.
  25. Monseñor Oscar Romero, años después, interpretará esa afirmación del Concilio, diciendo: «No todos, dice el Concilio Vaticano II, tendrán el honor de dar su sangre física, de ser matados por la fe; pero sí, pide Dios a todos los que creen en Él, espíritu de martirio, es decir, todos debemos de estar dispuestos a morir por nuestra fe, para que cuando llegue nuestra hora de entregarle cuentas, podamos decir: Señor, yo estuve dispuesto a dar mi vida por ti» (Homilía del 6º Domingo de Pascua. 15/05/1977. In: MÁRQUEZ OCHOA. El Catecismo de Mons. Romero, p. 50.
  26. RAHNER, Karl. Dimensões do Martírio. Tentativa de ampliar um conceito clássico. En: AA.VV. Martírio hoje, p. 13-16. «Los ‘perseguidores de los cristianos’ modernos no darán a los cristianos de hoy ninguna oportunidad de confesar su fe al viejo estilo de los primeros siglos del cristianismo y de ser condenados a la muerte a través de decisión judicial. Con todo, su muerte puede ser prevista y aceptada en esas formas más anónimas de persecución actual a los cristianos, de la misma manera como fue con referencia a los mártires del estilo antiguo. Y también como consecuencia de una lucha activa por la justicia y otras realidades y valores cristianos» (p. 15).
  27. BENTO XVI. Caritas in veritate. Carta Encíclica sobre o desenvolvimento humano integral na caridade e na verdade. São Paulo: Paulinas, 2009. n.1.
  28. CASALDÁLIGA, Pedro. Carta aberta aos nossos Mártires. In: PRELAZIA DE SÃO FÉLIX DO ARAGUAIA. Ofício dos Mártires da Caminhada latino-americana. São Paulo: Paulus, 2004. p. 10-11.

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