Se conocen tres copias del estamento del P. Etienne:
- La primera está escrita de su puño y letra; consta de cuatro páginas, no muestra ninguna corrección y lleva su propia firma a la que caracterizaba una exuberante rúbrica.
- La segunda fue hallada a los cuatro años de su muerte y va precedida de una nota que raza: «Testamento del M.H. padre ETIENNE, hallado por el M.H. padre Fiat en una gaveta del despacho generalicio el 19 de octubre de 1878». Y el sobre dice: «Mi testamento y última voluntad».
- La tercera llegó, en fecha no remota aún, por corre certificado a la casa-madre en un simple sobre amarillo con el membrete de Abbeville (Somme) y la indicación: «Para el archivo de los padres lazaristas.» Consta de seis páginas de un papel amarillento y está escrito en cuidada caligrafía.
París, 25 de octubre de 1871.
A mis cohermanos.
Llegado al término de mi retiro anual, puede que el último de mi vida, y representándome la hora de la muerte, me siento apremiado a estampar aquí el último adiós, dirigido a todos los miembros de la pequeña Compañía de la Misión.
Postrado a sus pies, les pide humildemente perdón de los malos ejemplos dados y del sufrimiento que, en cualquier forma, haya causado a algunos de ellos. Les pido igualmente perdón por las negligencias en que he incurrido al desempeñar las funciones y cumplir con los deberes de mi prolongado mandato, y asimismo de todos los agravios inferidos a la Compañía ya en lo espiritual, ya en lo temporal. Les suplico, por las entrañas de la caridad, que obtengan para mí la misericordia de Dios. Protesto que les amo a todos desde el fondo de mi corazón. El único pesar que llevo conmigo al dejar este mundo es que me separo de ellos y no puedo contribuir a su dicha tanto como lo desearía. Les pido me guarden su amistad y un buen recuerdo ante Dios. Por mi parte, si, pese a mis muchas faltas, obtengo misericordia ante el tribunal del Juez Soberano, será una de mis satisfacciones más dulces, desde el cielo, pedir para ellos toda especie de bendiciones en recompensa de tantos consuelos como ellos me han deparado durante mi largo generalato.
Les ruego acepten la expresión de mi más vivo agradecimiento por sufrirme durante tantos años al frente de la Compañía. Siempre me reconocí, y reconozco, muy indigno de ocupar el puesto de San Vicente por los muchos defectos a que estoy sujeto y por lo poco animado que estoy del espíritu de este santo fundador. Me confunden el respeto, confianza y afecto de que se me ha querido rodear. Bien echo de ver en ello el espíritu de fe que mueve a mis cohermanos; ruego a Nuestro Señor se lo recompense.
Durante el curso de mi generalato, Dios ha hecho a nuestra querida Congregación grandes favores. Las vocaciones se han multiplicado mucho en ella, y ella misma ha adquirido una extensión que estaba bien lejos de esperarse; sus obras se han hecho numerosas y prósperas. Pues bien, declaro con toda la sinceridad de mi alma que me sentiría desolado si se me atribuyese a mí una mínima parte en ello. ¡A Dios sea dada toda gloria! Mi talento mediano, mi oscuro nacimiento, mi formación incompleta, mi carácter débil e indeciso por naturaleza y, más que nada, los numerosos y enormes pecados de mi vida, hubiesen impedido que la Providencia ejecutase tan hermosos designios en los hijos de San Vicente. No me explico estas maravillas de la Divina Bondad si no es comprendiendo que sólo Dios es santo y grande, y el único Señor, «solus sanctus, solus Dominus, solus altissimus», y que se complace en emplear los instrumentos más despreciables, como dice San Pablo, para confundir más la sabiduría de los hombres y para que la carne no se gloríe ante él, «ut non glorietur omnis caro in conspectu ejus».
El único mérito que me atribuyo, y aún éste tiene a Dios por autor, es que siempre abrigué en el corazón un ardiente amor por la Compañía, que ésta fue siempre objeto de mi afición. No he vivido más que para ella, así creo poder decirlo: sus éxitos han sido mis únicos goces en este mundo. Dios había infundido también en mi corazón la certeza de que le reservaba grandes destinos en interés de la Iglesia; he ahí por qué me resultaba tan agradable el trabajo y por qué me hacían dichoso las fatigas y la solicitud por ella. Las crisis que ha atravesado y los peligros que ha corrido, jamás pudieron conmover esa certeza, sino que ella me ha sostenido hasta hacerme esperar contra toda esperanza.
Otra gracia que Dios me ha concedido es la persuasión íntima de que la subsistencia y porvenir de la Compañía, así como la prosperidad de sus obras, estriban en la fidelidad al espíritu, a las reglas y a las máximas de San Vicente. En este punto, mi disposición ha sido siempre tal que hubiese preferido ver la Congregación suprimida antes de que se modificara el menor detalle de su constitución. He gozado con el pensamiento de que la obra de San Vicente haya atravesado más de dos siglos sin experimentar la menor alteración ni el menor cambio. Las revoluciones, igualmente, lejos de hacerme temer por ella, nunca me parecieron sino medios providenciales para ampliar su historial y acrecentar su prosperidad. La experiencia ha dado admirablemente la razón a esta persuasión. Para mí tendrá asegurada la existencia mientras se observen religiosamente sus reglas, constituciones y usos, y si un día sobreviene la decadencia, será cuando ésas se modifiquen o descuiden.
Lego a mi sucesor, como la herencia más preciosa, estas convicciones, que son, en mí, obra de Dios. Suplico a mis cohermanos se unan a él para preservarla y defenderla de toda mengua, cualquiera que sea la autoridad que atente contra ella. Esa es la salvación de la Congregación y la garantía de su porvenir. Estamos en medio de circunstancias muy graves: en cualquier instante pueden estallar sucesos desastrosos; furiosas tempestades amenazan a la sociedad y a la Iglesia. Si, en medio de las olas, la barca de la Compañía echa este ancla salvadora, siempre evitará el naufragio.
Por respeto a San Vicente y en honor a la Compañía, no quisiera dejar este mundo sin protestar filial amor y dedicación a la sede del sucesor de San Pedro. Ante la agitación desencadenada por las discusiones de estos últimos tiempos en torno al Soberano Pontífice, sé que se llegó a poner en duda no mis sentimientos, sino mi celo por una causa tan santa. Me siento obligado a declarar que fue precisamente mi celo el que me inspiró la reserva de que usé en mi comportamiento. Con ella creo haber sido útil a la Congregación y a la Iglesia y seguido la línea trazada por el mismo San Vicente. Alimentaba la confianza de que la Providencia me depararía una ocasión de manifestar mi actitud y disipar toda duda y prevención.
Esta ocasión se presentó felizmente cuando hube de dar a conocer al Santo Padre y al Concilio Vaticano mis propias creencias y las de la Compañía en relación con el dogma de la infalibilidad papal. Considero señalado beneficio del cielo el habérseme permitido demostrarlo así; al descubrir de ese modo los verdaderos sentimientos de mi corazón, se disipaban las nubes con las que podría oscurecer mi fe y adhesión inviolable a la cátedra de Pedro, un celo no conforme a la sabiduría.
Deposito esta comunicación cerca de mis cohermanos y les suplico la reciban en el espíritu con que yo la hago. Mi corazón permanece sinceramente unido a ellos; corporalmente les abandono, pero llevo conmigo la dulce seguridad, más poderosa que los lazos de este mundo, de que la muerte no conseguirá separarme de ellos: «in morte quoque non sunt separata». Cuento con que su caridad me obtenga de Dios, en el cielo, un humilde lugar junto a San Vicente, y les pagaré cien veces todo el bien que me hayan hecho en vida y después de mi muerte.
ETIENNE, i.s.c.m.