Sor Rosalía Rendu (Desmet) 09

Francisco Javier Fernández ChentoRosalía RenduLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Henri Desmet · Año publicación original: 1980 · Fuente: CEME.
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9. El barrio Mouffetard y el barrio latino

Año 1839

Sor Rosalía Rendu

Sor Rosalía Rendu

Era grande la efervescencia de los espíritus que reinaba después de la revolución. El mundo se sentía agitado por todo un bullir de nuevas ideas, La revolución, a pesar de haber atacado a la iglesia, de haber diezmado

las filas del clero, de haber abierto grandes brechas en la masa de los fieles, había sin embargo lanzado a través de todo el mundo algunas ideas genero­sas. Pero sus vuelos entusiastas, rodeados de tantas y tantas esperanzas, se habían visto acompañados de tan grandes excesos que la alegre y triunfal canción de la libertad acabó tomando tonos falsos y sombríos que la des­figuraron y desacreditaron ante un gran número de espíritus. Las almas, desconcertadas, se sentían deprimidas. La gente, desorientada, carecía de rumbo fijo. Los corazones, llenos de ardor pero roídos por la inquietud, se mostraban vacilantes. Todo se veía negra, oscuro. Faltaba un poco de luz. Las tinieblas lo rodeaban todo.

La iglesia iba recobrando ciertamente un poco de la simpatía de antaño. El genio del cristianismo de Chateaubriand había reavivado los sentimientos religiosos. ¡Celebraba con tanto acierto las bellezas de la iglesia! Aquella

esposa de Cristo, despreciada, perseguida, proscrita en tiempos muy cerca­nos, había visto teñido su manto con la sangre de los mártires una vez más; pero sobre aquellos gloriosos y sangrantes ropajes el prestigioso escritor ha­bía sabido arrojar flores a brazadas. Su bella prosa armoniosa y cantarina había enardecido a los espíritus delicados y abría de nuevo paso a los bue­nos sentimientos y a las nobles aspiraciones por el florido camino de la literatura.

Los estudiantes del barrio latino

Pero en el terreno de las ideas todavía quedaba mucho por hacer. Pues bien, en la Sorbona se daba cita todo un mundo juvenil, estudioso y lleno de generosidad, abierto a las nuevas ideas; una juventud muy hetero­génea, ciertamente, pero que compartían todos ellos un mismo ideal, el de colocar definitivamente en el buen camino a una sociedad que anda des­orientada, el de proyectar un poco de luz, el de fijar un objetivo, el de in­yectar en aquella sociedad enferma una savia de vida nueva que le devol­viera la salud y el vigor necesaria para emprender de nuevo el camino.

Y buscaban a tientas aquel objetivo, aquel camino, a través de una mez­cla confusa de ideas de todas clases, a través de una extraordinaria maraña de opiniones y de teorías.

Esta diversidad de opiniones había hecho surgir en el seno de la juven­tud universitaria diversos partidos, muy distintos unos de otros pero entre los que la camaradería tradicional de los estudiantes mantenía cierto con tacto. Y la buena voluntad, el deseo sincero de encontrar en las ideas un terreno de concordia había asociado a algunos de ellos en lo que se llamaba «la conferencia de historia», una especie de círculo de estudios en donde se hablaba de historia, pero sobre todo de historia religiosa. Las reuniones se celebraban en casa del distinguido señor Bailly,profesor de filosofía, hombre de corazón generoso, que había tomado algunas iniciativas muy afortunadas en favor de los estudiantes. Era natural que la hermosa histo­ria de la iglesia católica gozara de especial atención y simpatía entre sus defensores. Defendida por Ozanam, por Lamache, por Letaillandier y otras nobles figuras de temple y de erudición, la iglesia encontró en muchos de ellos sabios y elocuentes apologistas.

Ozanam desplegaba por aquella época sus mejores cualidades de in­genio y de talento. Empezaba ya a distinguirse por aquella brillante y cáli­da elocuencia que, sostenida por robustas convicciones, resonaría pronto en las aulas de la Sorbona, haciendo entrar en ellas después de una larga ausencia el genio cristiano, ilustrado por un arte consumado y una ciencia que era el fruto de un pujante esfuerzo de erudición.

Pero sucedió un día que, después de aquellos sublimes discursos en la conferencia de la historia, un camarada les dirigió este duro apóstrofe: «¡Vuestra iglesia! ¡Mostradnos qué es lo que hace vuestra iglesia! Es ver dad que en el pasado el cristianismo ha realizado cosas prodigiosas. ¡Pero hoy el cristianismo ha muerto! Vosotros, que os gloriáis de ser católicos, ¿qué es lo que hacéis?».

Ciertamente, una mirada imparcial y profunda habría encontrado, in­cluso en aquellos años imbuidos todavía de espíritu volteriano, no pocos milagros de fe y de caridad en el seno de aquellas masas agitadas de aquella época desventurada. En el mismo París no faltaban obras abundantes per­fectamente organizadas, que se esforzaban en aliviar las miserias que se cernían sobre la capital: se visitaban las cárceles, se acudía a los hospitales, se recogía a los niños pequeños perdidos en el gran París, aquellos «peque­ños saboyanos» a los que se instruía y se preparaba para la primera comu­nión. En estas obras caritativas los estudiantes se encontraban con los miembros de la más alta aristocracia. A sólo dos pasos de la Sorbona, muy cerca de aquellos estudiantes que discutían, el propio señor Bailly les ofre­cía generosamente la hospitalidad de su salón que se había convertido en una especie de «círculo de estudiantes» en donde éstos encontraban siempre acceso y refugio. Y había fundado muy cerca de la facultad de Derecho, en la calle de l’Estrapade, la «Sociedad de Buenos Estudios», una especie de casino literario, en donde había biblioteca, periódicos, una sala de estu­dio bien iluminada y con calefacción, un anfiteatro para reuniones y con­ferencias. Allí era precisamente donde se reunían para la «conferencia de historia».

Así pues, la caridad cristiana era verdaderamente activa en aquellos tiempos tan turbulentos. Pero el bien no hace ruido; se difunde silenciosa­mente y el mundo ruidoso, aturdido por los placeres, no suele escuchar los ecos discretos de las voces caritativas. Y se muestra injustamente severo. De todas formas aquel apóstrofe conmovió profundamente a Ozanam. Al salir de la conferencia, se encontró con Letaillandier: «Es verdad -se dijeron uno a otro-. No hablemos tanto de caridad. Hagámosla». Sentían la necesidad de añadir a los bonitos discursos y a la apologética más hábil el ejemplo de las grandes virtudes y el espectáculo de los grandes servicios sociales.

Aquella misma tarde Ozanam y su amigo fueron a llevar a unas fami­lias necesitadas su provisión de leña para finales de invierno; el sacrificio era duro.

Pero aquello no era más que un rasgo de heroísmo individual. Era pre­ciso ir más allá. En aquellos días de agitación y de fiebre, los amigos se buscaban y se reunían. Durante una reunión, uno de ellos exclamó: «Fundemos una conferencia de caridad». La idea hizo fortuna. Todos la aceptaron con entusiasmo. Y también le agradó al señor Bailly. Y el señor Bailly los envió a sor Rosalía. En efecto, no había nadie que fuera más apropiado que sor Rosalía para guiarlos en el aprendizaje de la caridad.

El barrio latino no está lejos del barrio Mouffetard. Y en éste llevaba ya treinta años sor Rosalía entregándose a las tareas caritativas con un éxito que atraía a todo París y con una generosidad que conquistaba a todos los corazones de los pobres de aquel pobre barrio. Lo mismo que el pequeño despacho de sor Rosalía, también su corazón estaba siempre abierto a todas las miserias y todos los sufrimientos; por eso sucedió que algunos estudiantes, que habían encontrado dificultades para instalarse en París o que se habían metido imprudentemente en algún asunto espinoso, o que inclusa tenían algunos apuros económicos o un poco de melancolía en su espíritu, fueron a buscar al lado de sor Rosalía informes, direcciones, recomendaciones y todo cuanto necesitaban. Sor Rosalía, gracias a sus múl­tiples relaciones, les encontraba en París algún piso que ofreciese las debidas garantías de honradez y a veces la acogida cariñosa de alguna familia. Con todos estos preciosos servicios los estudiantes recibían además algún consejo juicioso, a veces alguna ayuda económica, y siempre un poco de aliento y de simpatía.

Ozanam y la Conferencia de San Vicente de Paúl

Ozanam sabía el camino de la casa de sor Rosalía. Un día, conociendo ésta la delicadeza de su hermoso espíritu compasivo que se veía inclinado a una excesiva liberalidad, le había dicho: «Hijo mío, lo que les digo a sus amigos, no tengo necesidad de decírselo a usted. Gracias a Dios, usted conoce bien a los pobres, como es debido. Pero temo un poco los excesos de su corazón. Escuche una historia; ha ocurrido hoy mismo». Y sor Ro­salía le contó la historia, poco ordinaria, de un joven que tenía también un corazón demasiado bueno y que el día anterior había dado todo cuanto tenía. Pues bien, aquella misma mañana le sorprendió un visitante cuando estaba aún en la cama; era un pobre desgraciado, medio desnudo, en un estado tan andrajoso que, escuchando sólo la voz de su corazón, le dio lo único que le quedaba, su traje, para que pudiera vestir correctamente. San Martín no había hecho tanto como él. Pero entonces fue necesario enviar un mensaje a sor Rosalía para pedirle ayuda y poderle sacar del apuro. Sor Rosalía pensó enseguida en echar una mano al pobre joven. Pero, junto con un paquete de ropa, le había enviado la siguiente nota por escrito: «Mi pobre amigo, ¡si algún día le hacen obispo, va a quedarse usted sin su pectoral y sin su mitra! «.

La lección iba dirigida a Ozanam. Y sor Rosalía debió unir a ella una maliciosa sonrisa. Pero cuando envió aquella nota por la mañana al joven que se había mostrado tan pródigo en sus limosnas, ¿había tenido acaso el don de profecía? Lo cierto es que aquel joven llegó un día a ser obispo y que, conservando en su episcopado su costumbre de dar sin considera­ciones, tuvo a veces que desposarse con la santa pobreza por culpa de la generosidad y llegó a entregar también su pectoral y su mitra.

Ozanam retuvo aquella lección dada con tanta gracia. Poco a poco se fue convirtiendo en uno de los amigos privilegiados de sor Rosalía, que cultivaba con esmero su alma, manifiestamente llamada a los más altos destinos.

Ozanam acudía de buena gana a la calle de l’Epée-de-Bois, a aquel san­tuario de la caridad. Cuando salió de casa del señor Bailly, preocupado por las últimas discusiones que habían tenido en la Conferencia, no vaciló en dirigir enseguida sus pasos para ir a buscar en casa de sor Rosalía las con­signas que imponían las circunstancias. Fue allá acompañado de Letaillan­dier. Y decidieron que, para responder al reto que les habían lanzado en la conferencia, tenían que emprender alguna obra, de las que más agradan a nuestro Señor, una obra de caridad. Llevarían ayuda a los pobres; y a sus ayudas materiales añadirían el regalo de una cordial simpatía a través de una visita personal, amigable y fraternal.

Quedó disuelta la «conferencia de Historia» y se convirtió en «confe­rencia de Caridad»: La «conferencia de san Vicente de Paúl».

El camino de la Sorbona a la calle de l’Epée-de-Bois fue más que nun­ca conocido y recorrido. Y sor Rosalía tuvo la dicha de ver reunirse va­rias veces en su casa a los primeros hermanos de san Vicente de Paúl, de ver entre ellos a un joven que también llevaba el apellido Rendu, y de sentir cómo se avivaba y propagaba el hermoso fuego de la caridad. Los jóvenes venían en grupo a su casa; pero a veces venían también individualmente a buscar consejos, recomendaciones y aliento. Se llevaban con­signas y órdenes de servicio y se derramaban por las calles del barrio como mensajeros de la caridad.

La experiencia de sor Rosalía, que conocía bien a su «diócesis», tuvo para ellos un valor inestimable. Ella orientó su apostolado, dirigió sus idas y venidas por el barrio, les dio direcciones, bien escogidas, de familias necesitadas. El «banco de la Providencia», que tenía su sede en la calle de l’Epée-de-Bois, tuvo que funcionar a tope en aquellos primeros mo­mentos, ya que continuamente tenía que llenar con generosidad la caja de la conferencia; como ésta se alimentaba simplemente de la colecta se­manal, nunca acababa de solucionar sus problemas. Era preciso que el «banco» funcionase. ¿Adónde iba sor Rosalía a buscar fondos? Venían de todas partes. La Providencia tenía sus emisarios en todos los rincones. Y la casa de l’Epée-de-Bois tenía ese misterioso atractivo que siempre hace nacer la influencia de una heroica caridad. Los socorros acudían a medida de las necesidades. Y sor Rosalía daba, daba siempre a fondo perdido: todo se perdía en las manos de los pobres. Los miembros de la Conferencia gozaron en los comienzos de un largo crédito y pudieron dis­tribuir por el barrio abundantes limosnas.

Junto con su limosna daban también un poco de su cultura y de su distinción. La cultura del barrio latino, adornada por toda la distinción de unas almas cristianas generosas, esparcía ahora toda su influencia por el barrio Mouffetard, aquella querida «diócesis» de sor Rosalía. Ozanam llevó allá su alma poética y realista a la vez, su frente majestuosa de pen­sador profundo y de apóstol, pero también su «irresistible sonrisa» de joven piadoso íntimamente unido a Dios. En compensación, todos aquellos hu­mildes portadores del mensaje cristiano pudieron hacer, en el seno de la miseria de aquel pobre pueblo, el descubrimiento de una riqueza de sen­timientos que les dejó edificados y enriquecidos: espontaneidad, nobleza, grandeza de alma, toda la belleza moral que descubrieron entre los po­bres en el curso de sus visitas. Había entonces un afortunado intercambio de servicios, en el que quizás los miembros de las conferencias fueron los más favorecidos. La práctica de la caridad desarrollaba en ellos el espí­ritu de fe, y preservaba y elevaba sus almas.

La influencia de sor Rosalía y el alma de san Vicente de Paúl

Al principio, la conferencia de san Vicente de Paúl estaba destinada a funcionar entre los compañeros de escuela; se limitaría a ejercer sus tareas en el círculo íntimo en que había sida fundada. Así es como funcionó durante dos años. Pero un día, uno de aquellos jóvenes estudiantes, el señor Le Prévost, llevado de su celo apostólico, propuso en una reunión desdoblar la conferencia para poder extender sus obras de caridad. Se tra­taba de establecer una en San Sulpicio; quizás más tarde podrían fundarse otras… Se alborotaron los ánimos de aquellos buenos apóstoles, celosos de su intimidad. La cosa llegó a calentarse tanto que el prudente señor Bailly creyó oportuno cerrar la discusión y levantar la sesión. Ocho días más tarde, la reunión estaba a tope. Y la discusión volvió a enzarzarse. Una discusión dura, encarnecida, prolongada. Finalmente, el autor de la propuesta, como punto final de sus argumentos, hizo observar que la idea no era suya, sino que procedía de sor Rosalía, deseosa de extender cada vez más lejos el reino de Dios. Sus palabras fueron decisivas; el nombre de sor Rosalía hizo callar todas las oposiciones. Y se adoptó la decisión de dividir la conferencia.

Pronto habría de verse cómo, gracias a sor Rosalía, se iban extendien­do las conferencias de san Vicente de Paúl, como un reguero de pólvora, por toda la superficie del globo. «Llegarán a encerrar al mundo -decía Ozanam- dentro de una red de caridad».

Así pues, San Sulpicio tuvo también su conferencia. La célula madre se desdobló. Antes de separarse, los miembros oyeron del señor Bailly estas graves palabras: «Señores, amemos nuestras reglas. Si las guardamos con fidelidad, estemos seguros de que ellas nos guardarán a nosotros y guardarán nuestra obra» 5.Le inspiraba el loable deseo de ver conservar­se intacto el espíritu de la obra. Pero ¿quién había enseñado al señor Bai­lly esta fórmula tan enérgica, empleada por san Vicente y que se había convertido en familiar a sus hijos, sino sor Rosalía, la consejera de aque­lla hermosa obra, y que estaba tan empapada de las enseñanzas de su santo Padre?

Por la «Regla», indicará más tarde, en 1841, el señor Bailly, «enten­demos sobre todo las consideraciones generales que preceden a nuestro reglamento propiamente dicho, donde se expresa el espíritu que debe llenarnos a todos y que vivificará para siempre nuestros débiles esfuerzos. Porque estas consideraciones son la palabra de Dios, son las máximas de los santos, son principalmente el pensamiento de san Vicente de Paúl, que nosotros no hemos hecho más que aplicar a las tareas de nuestra obra».

También en estas expresiones, ¿quién no ve perfilarse la sombra dis­creta de sor Rosalía?

Por esta época el señor Bailly contaba con unas sesenta conferencias. Poco tiempo más tarde, los miembros de las mismas llegaban al número de nueve mil. En la actualidad son unos doscientos cincuenta mil, exten­didos por setenta y un países, agrupados en quince mil conferencias.

Se trata de un éxito que sólo puede compararse con su humildad. Dichosos todos ellos por esta espléndida difusión de su obra, los miem­bros de las conferencias no tienen sin embargo más ambición que la de procurar la gloria de Dios y el bien de las almas, especialmente de la suya propia. Se guardan muy bien de envidiar a las demás obras de resul­tados más espectaculares. Se contentan con su apostolado discreto. Con su humildad abren su inmenso corazón a la caridad, como verdaderos discípulos de san Vicente de Paúl.

San Vicente podía estar contento de sor Rosalía. Ella hacía pasar al alma generosa de todos aquellos jóvenes que gravitaban alrededor de la casa de l’Epée-de-Bois un poco del alma de su santo fundador, tan humilde y tan sencillo en el seno de los más espléndidos ardores de su caridad. Pero también aquellos jóvenes apóstoles encontraban en sor Rosalía una simpatía arrolladora, que fácilmente los conquistaba. Sor Rosalía se interesaba por su vida, por su comportamiento en París, por sus estudios, por sus éxitos, por sus proyectos para el porvenir. Les buscaba a veces protectores, bienhechores y, por medio de ellos, si era necesario, ayuda económica. Obligada por las circunstancias a ocuparse de aquellos jóve­nes alumnos de las facultades y escuelas universitarias, aceptó religiosa­mente su tarea. Lanzaba continuamente sus almas hacia los más altos idea­les. Deseosa de conservar en aquellas almas toda su belleza, de ahorrarles las imprudencias y locuras tan frecuentes en la gran ciudad, los sostenía con sus consejas y ponía a su servicio todo su crédito y su experiencia. Metía dentro de sus almas el amor a los pobres, entrenándolos en el apren­dizaje de la caridad. Porque les pedía resueltamente que le ayudaran en su servicio; se convertían en sus intermediarios ante los pobres. Y así sus al­mas se elevaban y crecían. ¡Se sentían felices! Y el espectáculo de su entre­ga y de su felicidad llenaba de noble emoción el corazón de sor Rosalía. Aquellos jóvenes, sintiéndose crecer, le manifestaban un vivo agradecimien­to y una entrega absoluta, se ponían a su disposición para el apostolado caritativo y de esta forma se entablaba una verdadera amistad entre aquellas grandes almas.

La correspondencia de sor Rosalía

Los ecos de esta amistad pueden escucharse a través de la correspon­dencia de la hermana. Porque estos jóvenes, una vez establecidos en las diversas provincias o en los alrededores de París, deseaban seguir aprovechándose del patrocinio de aquella que les había protegida y guiado mater­nalmente durante sus estudios en la capital. Sor Rosalía se prestaba de buena gana a este apostolado. Sus cartas podrían llevar lejos sus consejos y sus alientos. Habiendo adquirido sobre ellos una especie de autoridad ma­ternal, usaba de una gran libertad con ellos en sus avisos, en sus recomen­daciones, en la expresión de su simpatía. Sus cartas están llenas de testi­monios de afectuoso interés. Aparece con frecuencia la palabra «amistad». Estas páginas están esmaltadas de términos delicados, casi cariñosos, que le permiten su autoridad casi maternal, el ascendente de su edad, de sus servicios, de su virtud, de su renombre, y la robustez de su alma. Porque, al mismo tiempo que ponen de manifiesto la delicadeza de su corazón, to­das estas expresiones de religioso afecto revelan un alma de una calidad y de una fuerza excepcional, un alma espléndidamente sana, robusta, ardo­rosa, apasionada por el bien, empapada totalmente de Dios, apostólica, que olvidándose por completo de sí misma no piensa más que en derramar a raudales los beneficias de su caridad.

En efecto, no se hace nada hermoso sin amor. Es preciso amar lo que se hace. El amor les da valor a las tareas más humildes. Sor Rosalía tenía el corazón lleno de amor. Sus servicios eran siempre un trozo de su cora­zón; iban siempre acompañados de simpatía y de cariño. No solía preocu­parse muchas veces por el método en la redacción de sus cartas; lo que realmente resalta en ellas es su instinto profundo de excelente naturaleza, sus deseos de ayudar en todo cuanto pudiera, de consolar cualquier pena, de alentar todo desánimo y de acercar a todos un poco más a Dios.

Prestemos nuestra atención a estas notas claras y limpias que resuenan a través de estas líneas, con acentos de una extraña belleza.

Se conserva toda una serie de cartas, llenas de encanto, dirigidas a un joven notario’, que durante el tiempo de sus estudios de Derecho en París había disfrutado de los consejos y de la vigilancia de sor Rosalía. Aquel joven le comunica sus esperanzas de matrimonio, más tarde le habla de su boda y de todos los acontecimientos de su vida familiar. Y sor Rosalía le contesta. Por urbanidad, pero también por sincera amistad y, en los co­mienzos, por verdadera vigilancia maternal sobre aquel joven que se lanza­ba a la vida lleno de ilusión. Se conservan unas treinta cartas, escalonadas en dos períodos, de cinco años cada uno. Del año 1835 al 13 de febrero de 1840 se intercambiaron treinta y cuatro; del 5 de enero de 1845 al 28 de diciembre de 1849 se cuentan solamente diez. Hay una interrupción de cinco años, perfectamente explicable por los acontecimientos, trágicos a veces, de aquella época.

Estas cartas están llenas de cordialidad. Tienen un tono claramente amistoso. Sor Rosalía se siente, como siempre, apegada a sus grandes hijos, los estudiantes. Y sabe que, la misma que siempre, éstos se lo pagarán con su afecto. Por eso no vacila en pedirles ayuda siempre que se presenta una ocasión. Nuestro notario, en particular, podrá echarle alguna mano; le pe­dirá incluso a veces que le preste dinero en favor de sus protegidos; y lleva­rá entonces en sus cartas una contabilidad en toda regla, al pie de la letra. Pero estas solicitudes se enmarcan en todo un diario de noticias familiares, mezcladas con testimonios de afectuosa amistad. Es un diario completo; las noticias son abundantes; pero todo dicho con sobriedad, con rasgos cla­ros y rápidos. No se puede perder el tiempo. También aparece la nota sen­timental, muy clara, muy limpia, muy discreta. Una vez dada esa nota, ya no es necesario apoyarla.

Se tiene la impresión de una intimidad muy franca y muy sana, en la que con frecuencia se mezclan todas las demás hermanas: sor Victoria y sor Melania y sor Magdalena y sor Felicidad, y otras, entre ellas algunas primas o sobrinas de sor Rosalía. Porque el nombre de sor Rosalía ha pro­vocado en Confort el despertar de numerosas vocaciones. Y la casa madre ha confiado con frecuencia a esas jóvenes hermanas al cuidado de sor Ro­salía; todas ellas se muestran muy felices en su estado. Todas estas her­manas, tan unidas, se asocian cordialmente a los sentimientos de su madre; con un común acuerdo envían sus saludos a los antiguos amigos del despa­cho de la calle de l’Epée-de-Bois. La madre se preocupa de comunicar a las hermanas las noticias que le manda el joven notario. Han hablado de él en la recreación; han recordado sus antiguos tiempos de estudiante. Todas se han alegrado, sin duda, y se han edificado una vez más con el recuerdo de sus proezas caritativas de antaño bajo las órdenes de sor Rosa­lía. Sor Rosalía toma entonces la pluma -pues suele ser el tiempo del recreo el que se dedica a la redacción de las cartas- y en aquella atmós­fera de alegría familiar, de caritativos pensamientos y de preocupaciones apostólicas, le envía al joven notario, con la expresión de sus profundos sentimientos de religioso afecto, la ofrenda colectiva de saludos de la pe­queña familia.

¡Qué intimidad entre todas las almas grandes, que se animan mutua­mente a buscar a Dios! ¡Y qué unidos estaban todos en aquella casa de caridad! Lo compartían todo. Un mismo deseo del bien animaba a todos los corazones. Un mismo amor y afecto elevaba a todas las almas, el amor de su madre, de aquel guía incomparable a la que admiraban y que. lleva­ba dentro de sí como un reflejo de la Caridad divina, insaciable siempre que se trataba de hacer bien a los demás, siempre activa a la hora de sem­brar la belleza a su alrededor. Porque ella, y con ella todas las demás hermanas, se interesaban por las cosas y los sucesos de aquellos jóvenes, que ya se habían convertido en padres de familia y que ponían a sor Rosalía al corriente de sus alegrías y de sus penas. Y el eco de esta unión en el apostolado no es el encanto más pequeño de esta encantadora co­rrespondencia.

He aquí, pues, a nuestro joven estudiante de derecho convertido en no­tario. Se ha establecido bastante lejos de París, en Boulogne-sur-Mer. Pero en un reciente viaje a París se ha acercado a la calle de l’Epée-de-Bois. Todos han quedado encantados de la visita. Sor Rosalía se apresura a de­círselo. Es el comienzo de aquella correspondencia:

«Mil y mil veces me han entrado ganas de escribirle, querido amigo, pero no siempre encuentro tiempo disponible y he de resignarme… ¡Es ya una vieja noticia el decirle que sentí una gran alegría de volver a verle! Pero siempre me agrada decírselo de nuevo e invitarle a que nos dé esta misma satisfacción siempre que le sea posible».

Las cosas empiezan bien. ¡Qué cordialidad! Sin duda hay que excusarse de haberse retrasado un poco en la contestación; en el género epistolar se trata de un motivo vulgar. Pero la excusa es rápida y la fórmula no tiene nada de vulgar; menos vulgar todavía es la expresión de su alegría y su invitación a que renueve la visita que tanto ha agradado a todos. Amables sentimientos, expresados con rapidez y llenos de sinceridad. Y no hay que hablar más de ello. Enseguida empieza a tratar de asuntos serios:

Sor Rosalía tiene un pasante de notario que colocar. Se lo recomienda. Se trata de un joven de diecinueve años, prudente, piadoso, de una conducta capaz de inspirar toda la confianza a su patrono… Es huérfano y su familia ha tenido algunos reveses… «Haga todo lo que pueda por él para que pueda tener éxito esta petición».

Sor Rosalía siempre tendrá gente que colocar y que recomendar. Se ve continuamente solicitada para ello y ella misma se adelanta muchas veces en su preocupación por buscar una solución para las personas que ve apuradas. Un día dirá con la sonrisa en los labios, a propósito de las peticiones de todas clases que la asedian: «¡Necesitaría en estos momentos una plaza de ministro!». Sin llegar tan arriba, la verdad es que a veces recomendaba también para altos cargos. ¡Tenía tantas y tan distinguidas relaciones! Uno de sus parientes, el señor Eugenio Rendu, estaba empleado en el ministerio. Se servía de él, con sencillez, cuando podía ofrecer informes favorables.

Un día llegó a recomendar incluso a un candidato para la cátedra de anatomía de la facultad de Montpellier. ¡Nada menos! Otra vez recomendó al alcalde de su barrio a dos personas para que fueran inspectores municipales. En otra ocasión recomendó a un sacerdote para párroco de la nueva parroquia Saint-Marcel. ¡Sor Rosalía tenía sin duda vara alta ante los gran­des personajes! En 1854 procuró un capellán a las religiosas agustinas que atendían a la casa de Charenton. Este sacerdote, el abate Warnet, era co­nocido en la calle de l’Epée-de-Bois; sor Rosalía le había hecho alguna vez algún servicio. Y esta vez le pidió ayuda. Se trataba de servir a las buenas religiosas y a sus pensionistas, sacrificando para ello la agradable situación de que gozaba en aquellos momentos el buen sacerdote en un castillo de Nantes. Y una vez más sor Rosalía, que tiene buen corazón y que quiere atenuar el sacrificio, se muestra llena de amabilidad en la carta que le es­cribe: «Va usted a ser nuestro… Le renuevo los deseos tan sinceros que tengo de volver a verle… La superiora de las religiosas quiere estar aquí para cuando usted llegue y poder instalarle debidamente…, etc.». Las cartas de sor Rosalía tenían siempre este tono.

Servía también de intermediaria para toda clase de buenas obras. La encontramos espléndidamente servicial en sus relaciones con la obra del «Buen Salvador» de Caen. Su correspondencia nos revela el crédito de que gozaba y el santo atrevimiento que tenía cuando se trataba de servir a la caridad. Hay en sus cartas una verdadera abundancia de estas expresiones y recomendaciones caritativas.

El joven notario se presta de buena gana a la correspondencia con sor Rosalía. Se muestra sumamente amable. De momento, en medio de sus papeles timbrados y de sus protocolos, se pone a soñar en el porvenir. ¡Habrá que pensar en casarse algún día! Pero con el ajetreo de su instalación y los primeros asuntos que le caen entre manos, no se atreve a soñar mucho… ¡Pero algo sí que sueña! Y sor Rosalía entonces, con una familiaridad ma­ternal, entra en escena en aquel debate afectivo. Son los sabios y prudentes consejos de una madre, la sonrisa encantadora de un afecto verdadero, pro­fundo, lleno de pureza, de elevada inspiración, expresión simple y sincera de los sentimientos profundos de un alma hermosa. Hay que contar filial­mente con la Providencia: «La Providencia -dice- le proporcionará una buena ocasión. ¡Tenga paciencia!». Y despunta entonces una sonrisa mater­nal: «Hace usted bien en retrasar un poco las complicaciones del matri­monio; ya tendrá tiempo; ¡disfrute todo lo posible!». Sí, cuando se hayan calmado un poco los ajetreos del oficio, habrá que enfrentarse con las preocupaciones del hogar. ¡Qué serena prudencia y qué sana libertad en es­ta amigable dirección! Y después vienen los saludos a sus padres y el envío del recuerdo de las hermanas; en todo ello una gran cordialidad. Y finalmente esta despedida: «Adiós, mi querido y verdadero amigo, crea en mi inal­terable afecto. Soy toda suya. Sor Rosalía». Pero hay además una postdata; se acerca la fiesta de Todos los Santos; la maternal solicitud de la buena madre no deja de aprovechar la ocasión: «Procure -le dice- pasar esta fiesta como buen cristiano». Y añade, con prudencia: «Ya me lo dirá».

Poco tiempo después sor Rosalía recibe la gran noticia: hay proyectos de matrimonio. Sor Rosalía se alegra de ello. Pero es un asunto serio: «Amigo mío, me acuerdo de usted todos los días en la misa». Y le da algunos consejos: «Sea usted fervoroso, amigo mío. Consiga de Dios todas las gracias que va a necesitar para una empresa tan importante… ¿Conoce usted a un buen director? Véale con frecuencia y haga todo cuanto él le indique… «. Y al final, los saludos habituales: «Adiós, con mis afectuosos sentimientos en el amor de nuestro Señor Jesucristo».

Estamos en el mes de enero de 1838. Un mes más tarde se han concre­tado ya los proyectos de matrimonio. El 18 de febrero sor Rosalía le escri­be: «Puede usted estar seguro de la alegría que me ha dado la noticia de su porvenir, que me parece dibujarse con toda prosperidad. Deseo ardien­temente que la Providencia le dé una buena compañera, tal como usted se la merece. Usted sabrá hacerla feliz y tendrán paz, que es el mejor medio para ser felices». Y añade: «Todos nuestros amigos, que son los suyos, le envían los más cariñosos saludos. Hablamos muchas veces de usted y le recordamos con cariño». Este apostolado es una verdadera amistad. Todos están cordialmente unidos y se animan mutuamente a obrar el bien.

Pero en aquellos momentos sor Rosalía se sentía aplastada por el peso de las pruebas: «Hemos pasado un frío enorme. Los pobres han sufrido un verdadero martirio… Con ello hemos tenido mucho trabajo, acompañado de mala salud, pues nuestras hermanas han tenido que padecer el frío y todos los rigores del invierno». Además, ha recibido malas noticias de Confort. Su madre, también enferma, ha sida acogida en casa de las hermanas de Ginebra, pero ha tenido que regresar a Confort. Ella misma tam­bién ha estado en cama con fiebre durante diecisiete días. A pesar de eso, ha tenido que servir de intermediario entre la casa madre y «el Buen Sal­vador» de Caen para lograr la admisión de una o dos compañeras que necesitaban tranquilizar su espíritu en una casa de reposo. Ha tenido que sufrir mucho con todo ello y sigue todavía bajo el peso de mil asuntos que no acaban de resolverse.

No son solamente sus dos compañeras a las que ha tenido que reco­mendar a la buena madre superiora del «Buen Salvador». Con frecuencia ha tenido que escribir a aquella excelente casa de reposo en donde, gracias a las atenciones y a la competencia de las religiosas, muchos logran reco­brar su salud quebrantada. ¡Ha enviado allá a tantos protegidos suyos! Estudiantes agotados por los estudios y la fiebre de los exámenes, personas distinguidas cansadas del ajetreo de los negocios, sacerdotes y religiosos agotados por su ministerio, religiosas agobiadas por sus tareas caritativas han encontrado en aquel oasis de paz y de descanso, en una especie de clima de vacaciones, la tranquilidad de espíritu, la calma de los nervios, un nuevo vigor corporal y mental que les ha permitido proseguir sus estudios, sus tareas y su apostolado.

¡Cuántos servicios ha podido hacer sor Rosalía a las gentes del barrio y a otros muchos amigos, gracias a la acogida de las monjas del «Buen Salvador»!

Pero semejantes servicios complicaban más aún su correspondencia, ya bastante cargada. Un año tuvo que escribir trece cartas al «Buen Salvador»; otro fueron dieciocho; al año siguiente, veintitrés… Recomendaciones, consejos, súplicas preocupaciones económicas, contabilidad que hay que llevar al día: toda esto hacía que se multiplicaran las cartas cada día más…

Y he aquí que ahora una de las compañeras de su misma casa le origina nuevas preocupaciones: sor Josefina está en cama, se va agravando su es­tado, parece que no queda ya ningún remedio: «¡Qué dolor para todas pensar en este cruel desenlace!». Por fortuna, después de varias horas de agonía, sor Josefina logrará restablecerse. Pero, entre tanto, las demás her­manas «andan todas con achaques; con el frío que han pasado, con el cansancio que han pasado, ahora todo se hace sentir en la indisposición de casi todas». Y sor Rosalía llega a decir que «se ve clavada por los mil asun­tos de sus pobres».

En medio de este panorama, aquella «mujer fuerte» que llevaba sobre sus espaldas el duro peso de tantas tareas, de tantos asuntos, de tantas pre­ocupaciones, de tantas penas, sabía compartir además las preocupaciones y las alegrías de sus protegidos. Es que conocía el bien que les hacía con su simpatía. Ella misma por otra parte, recompensada con la gratitud de todos sus hijos, encontraba en ello un precioso aliento y estímulo. Cuando nuestro notario tiene que prescindir de un viaje a París debido a sus obli­gaciones de novio, que no desea estar alejado mucho tiempo de su prome­tida, sor Rosalía deja caer amablemente en su carta esta queja que conocen todas las madres: «Pero no por eso nos querrá usted menos, ¿verdad?». Y al final de su carta, con un tono más grave, añade esta hermosa frase: «Adiós, mi querido amigo, quiérame un poquito; así me devolverá en parte la amis­tad que yo le he dado». Atrevimiento, sin duda, pero que no nos sorprende en este gran corazón maternal, de una salud tan robusta y de tan enorme riqueza de espíritu, en el que se compaginaban maravillosamente los dos grandes amores, el amor de Dios y el amor de sus hijos.

No es esta la única vez que aparece en sus cartas esta fórmula tan cari­ñosa y atrevida, esta súplica acompañada del recuerdo de los servicios hechos al destinatario. En estas horas graves en que se está decidiendo el porvenir de aquel joven que se había confiado a su patrocinio, ella mezcla con sus austeros consejos la nota clara de su afecto. Estamos en el mes de marzo de 1838; sor Rosalía tiene más de cincuenta años; en plena madurez, se encuentra en posesión de una larga y laboriosa experiencia de la vida. El comienzo de la carta es muy familiar: su joven notario ha empezado ya seguramente a asentarse en su empleo y está horondo y feliz. Familiarmente, sor Rosalía comienza: «Mi rechoncho amigo…, aprovecho con mucho gus­to… «. Luego va enseguida derecha al asunto principal y el tono se hace más grave: «Conque ya está usted en camino de atarse para siempre. Es un asunto muy serio. Creo que usted tiene carácter para preocuparse debida­mente por ello, pero que no por eso perderá su sangre fría. Dispóngase para este gran acto con la oración, con la penitencia y con la frecuencia de los sacramentos. Hay que hacer una buena confesión general. Tiene usted que empaparse de las obligaciones que va a contraer; comprende usted muy bien todo su alcance, pero hay que pensarlas bien. Si, querido amigo, va usted a atarse para toda la vida y a tomar una responsabilidad de la que se le pedirán cuentas rigurosas algún día. Tendrá usted momentos amargos; tam­bién tendrá alegrías, pero cortas. Todo sirve para el hombre que teme a Dios. Acostúmbrese a la idea de que tiene que ser el modelo que han de seguir todos los que le rodeen y le conozcan. Busque la fortaleza en la gracia que se nos da en la oración, en los sacramentos, en las lecturas. Hay que saber acudir con frecuencia al recogimiento cristiano. Ya sé que su vene­rado padre le dará también sus consejos y sobre todo sus ejemplos; imíte­los, mi querido amigo; camine por la senda que él le ha trazado y vivirá muchos años».

No resulta extraño encontrar estos graves consejos en labios de sor Rosalía: no hace más que hacerse eco de la santa iglesia. Pero sobre todo se hace eco de su propia alma. «Mi pluma se deja llevar por mi corazón… Le rezo a Dios por usted todos los días y les he pedido también a las almas buenas que recen y que atraigan de Dios las bendiciones sobre usted y sobre sus empresas… No dude de mi afecto, que es realmente inmenso y since­ro… «. Y todos estos sentimientos son compartidos por los amigos. Se trata de una amistad muy grande que une a todos estos corazones. Por eso el feliz esposo se cuidará de anunciar él mismo su felicidad a sus amigos. Y siguen entonces, abundantes, las noticias de aquellas buenas personas tan cordialmente unidas entre sí. Desgraciadamente, entre tantas buenas noti­cias hay también alguna un poco desagradable. Y entonces la buena madre acaba su carta con estas palabras: «Ya ve usted cómo tengo mucha necesi­dad de saber que me sigue usted queriendo, pues esta idea creo que me podrá hacer algún bien».

Las cartas siguientes son cartas de pésame. El notario ha perdido a uno de sus parientes cercanos: «Todas las hermanas -le dice sor Rosalía el 28 de mayo-, todos los amigos, desean compartir su pena». También ella se siente probada y al cabo de sus fuerzas. «Hace ya doce días que la fiebre le va minando los huesos; guarda una dieta rigurosa; la han sangrado en abun­dancia y por consiguiente se encuentra muy agotada. Pero ya se está dis­poniendo a volver a la vida normal y a hacerse cargo de sus asuntos». También sor Josefina se encuentra bastante enferma. En medio de tantas pruebas, sor Rosalía encuentra energías para repetir su fórmula tan cariño­sa: «Adiós, mi querido amigo, le ruego que exprese mis sentimientos de cariño a su esposa y a todas las personas queridas». Y vuelve una vez más la fórmula amistosa: «Siga queriéndome un poquito; así me devolverá en parte lo que le he dado tan sinceramente. Adiós. Toda suya. Sor Rosalía».

El 21 de julio, como el notario, muy atareado en sus asuntos y en los de su recién matrimonio, estuviera ya dos meses sin dar noticias suyas y se excusara por ello, sor Rosalía le escribió: «Acepto sus excusas, pero con un poco de mal humor, pues llevamos ya mucho tiempo sin tener noticias suyas. ¿Sigue estando usted convencido de que le queremos con el mismo afecto de siempre?». Y le encarga «mil y mil saludos» para su joven esposa. «Mil y mil saludos»: sí, a sor Rosalía le gusta esta expresión que emplea con cierta frecuencia; es generosa; y la secretaria que ha escrito esta carta al dictado de sor Rosalía ha añadido una s detrás de cada una de estas dos cifras. ¿No es el plural el signo de la abundancia? Nunca se dirá bastante la abundancia y la riqueza de sentimientos que brotan de esa inagotable fuente de bondad. Las secretarias de sor Rosalía saben que ella derrama a raudales su tesoro y que todos salen ganando con ello; ¡y lo dicen a su manera! Sor Rosalía, después de haber manifestado su alegría a su notario «por la elección que ha hecho la Providencia» al elegir para él aquella espo­sa, le dirige un pequeño sermón: «Ayúdense mutuamente a santificarse en su unión y caminen tras las huellas de sus venerados padres».

El 13 de noviembre un obsequia del notario trae de nuevo la alegría a la familia de l’Epée-de-Bois. Sor Rosalía toma enseguida la pluma: «Ayer por la tarde recibimos su hermoso y grande pastel. Tendremos para sabo­rearlo toda una semana. Nuestras hermanas se unen a mí para expresarle su más cariñosa gratitud. Es usted mil veces demasiado bondadoso. Y me quedo todavía corta. Nos va a proporcionar usted unos cuantos años de purgatorio para expiar esta golosinería. Me hubiera gustado poder ofre­cérsela también a usted aquí. ¡Cuánto siento no poder verle más que siempre de pasada y tan pocas veces! ¡Cómo me gustan esos trenes que vienen de Boulogne a París!».

En 1840, y durante cinco años, hay una interrupción en esta correspon­dencia. Por lo menos, no ha llegado hasta nosotros ninguna carta de este período. Por otra parte, la interrupción es explicable. Tanto en Boulogne como en París la enfermedad ha estado hacienda de las suyas. Tanto en París como en Boulogne las cosas han ido empeorando. Por esta época sor Rosalía está agobiada de peticiones. En 1845 hay nada menos que dieciséis mil pobres asediando la casa. Las calles se cubren de nieve. El pe­simismo lo invade todo. Rodeada de miserias escribe una carta tras otra al «Buen Salvador» de Caen. En París, aunque el cólera ya ha pasado, sigue todavía amenazando; hay que vigilar. En el barrio de la Poissonniére hay una obra para coléricos con la que sor Rosalía está en relación. Está llena de niños a los que la epidemia ha dejado huérfanos. En Boulogne hay tam­bién agitaciones, «grandes acontecimientos, independientes de la Revolu­ción, pero que son males incalculables». En París se está sobre un volcán… Reina una situación violenta… ¡Imposible figurarse lo que ocurre en París! «Una revolución que se prepara» que no puede compararse con la de 1830. «Tenemos mucho trabajo. Nunca nos hemos visto tan preocupadas. Nues­tros pobres están desanimados, desmoralizados, sin saber adónde acudir. Es un desorden espantosa». ¡Pobre sor Rosalía! No encuentra expresiones bastante enérgicas para expresar la magnitud del desastre.

En Boulogne, el notario va adquiriendo categoría; su notariado va sien­do cada vez más importante. Tiene que gobernar su hogar y su despacho. Ya están lejos los días de «la luna de miel». La vida, allí como en todas partes, está rodeada de espinas y la vida se ha hecho más dura, sin respiro de ninguna clase. Un día el notario ha tenido que pedir a una de sus herma­nas que le sustituya en su correspondencia.

Cuando después de cinco años se reanudan las relaciones epistolares, el tono será más grave, pero sigue lleno de atractivo por el interés religioso que lo inspira. ¡Todo es gracia! ¡Todo es caridad en aquel noble corazón de una hija de la Caridad! Sus cartas irán continuando, cada vez más dis­tanciadas, hasta el año 1848, cuando tendrán que cesar por culpa de las agitaciones de la revolución y ante la tremenda prueba del cólera.

Gracias al lazo de unión que era sor Rosalía, la camaradería escolar de todos aquellos grandes jóvenes se había prolongado en su vida derivando en una verdadera y sólida amistad. La casa de la calle de l’Epée-de-Bois resultó ser algo así como el centro de agrupación y el correo central adonde llegaban y de donde partían las noticias del grupo. Se había convertido también en un servicio de ayuda mutua cuyos engranajes funcionaban mara­villosamente, gracias a la experiencia y a la discreción de sor Rosalía. Y era también un hogar familiar en donde todos encontraban una cordial acogida cuando pasaban por París.

Sor Rosalía procuraba lo mejor posible mantener esta amistad, sabiendo todo el bien que podía hacer y encontrando a su vez en ella una buena y fácil ocasión de hacer favores. Trataba a aquellos buenos jóvenes y a aquellos padres de familia como amigos. Y ellos sentían para con ella una espe­cie de veneración, de respeto religioso, pues conocían por experiencia las elevadas inspiraciones que constituían el secreto de su abnegación. Su bon­dad, su generosidad, su experiencia, todo esto resultaba ciertamente llama­tivo y atraía las miradas de agradecimiento de todos ellos. Pero lo que atraía sobre todo su maravilloso afecto era precisamente ese puro reflejo de la caridad divina que irradiaba en ella.

Uno de aquellos jóvenes, que llegaría a ser un distinguido médico más tarde, gozó durante sus estudios, en 1837, «de la caridad y de la bondad verdaderamente maternal de sor Rosalía con ocasión de una grave enfermedad. Sor Rosalía supo ofrecerle enseguida su consejo y su ayuda moral, llevándolo a las casas de los pobres y facilitándole su carrera de iniciación en la medicina». Aquel joven médico se había instalado en la calle Saint­Victor de París. Sor Rosalía le había ayudado, le había sin duda procurado clientes, ricos y pobres. Las relaciones entre el doctor y la casa de Caridad eran necesariamente frecuentes. Pero he aquí que el doctor tiene que ausen­tarse. Ha ido a Calais, con sus padres. Sor Rosalía le escribe a Calais. También en esta ocasión, como con el joven notario de Boulogne, el tono es sumamente cordial. Le da algunas noticias pero sobre todo le hace un buen servicio: sus clientes le reclaman, tiene que volver enseguida. «¡Vuelva lo antes posible! Nos damos perfecta cuenta de la alegría y el gozo que está dando ahí a sus queridos padres. Pero por aquí preguntan muchas ve­ces por usted. Creo que es conveniente obligarle a que no prolongue su ausencia más de quince días. Dígale a su buena madre que yo me encargo de que vuelva usted a hacer otro viaje para las próximas navidades. Dígale que salgo yo responsable de que podrá entonces tener esta dicha». ¡Qué amabilidad! Y también ahora interviene el recuerdo de las demás hermanas: «Todas las hermanas le saludan con afecto». Y para acabar: «Mi querido y verdadero amigo, esté seguro de mi incomparable y sincero cariño en el amor de nuestro Señor Jesucristo». ¿Incomparable su cariño, sor Rosalía? Sí, tiene usted razón. Muy pocas personas tienen una abnegación tan grande y una nobleza de alma tan inmensa como la suya. También san Pablo, cuando escribía a sus fieles, se atrevía a proclamar su cariño y a decirles: «¡Muchos pedagogos, pero pocos son realmente padres!». Se necesitan sen­timientos paternales para hacer el bien. Como postdata, sor Rosalía añadía con la franca influencia que le daban sus servicios: «Díganos la fecha de su regreso. ¡Sea puntual! «.

Tres años más tarde, el 14 de agosto de 1841, enviaba una segunda carta, o mejor dicho una nota, a la calle Saint-Victor: «Al querido doctor». La nota iba acompañando a un regalo que le ofrecía con ocasión de su próximo matrimonio. En ella se formulaban sus mejores deseos de felicidad y se pedían las bendiciones del cielo para los recién casados. Y para aca­bar, sobre aquel joven al que había protegido y guiado en una época difícil de la vida y que ahora iba a entregar su fidelidad y su amor a la compañera definitiva de su existencia, caían las palabras maternales que reclamaban algunas migajas de aquel amor: «Siga queriéndonos un poquito. Y crea en la sinceridad de nuestro invariable afecto». Y también entonces las demás hermanas se asociaban a estos testimonios de cordial amistad.

Era lógico que semejante simpatía y semejantes servicios encontrasen en el espíritu del joven médico sentimientos de la más viva gratitud, acom­pañada de una verdadera veneración.

¡Tales eran los nobles sentimientos que inspiraba nuestra piadosa y heroica hija de la Caridad en su paciente y delicado ministerio entre los estudiantes del barrio latino de París!

El vizconde de Melun y la escuela de caridad de la calle de l’Epée-de-Bois

Estas excepcionales cualidades de ánimo eran las que le habían dado la llave de todos estos corazones juveniles. Y en este clima de cálida simpatía, de profunda estima mutua, de grande y noble amistad, sor Rosalía iba haciendo penetrar insensiblemente, día tras día, en todas aquellas almas lo mejor de su propia alma, con las certeras máximas que ella misma había aprendido en la escuela de san Vicente. Y a su vez, su apostolado entre estos jóvenes se convertía, casi espontáneamente, en una pujante y fecunda escuela de caridad.

El vizconde de Melun, que ya desde la primera visita que le hizo quedó conquistado para la obra de sor Rosalía y que fue uno de los alumnos más asiduos de esta escuela bienhechora, nos ha revelado los secretos de la preciosa iniciación que se daba en ella.

Este joven aristócrata había frecuentado los salones más selectos del mundo parisino. Era entonces, junto con Lacordaire, Montalembert y Fa­lloux, con Chateaubriand, Tocqueville y dom Guéranger, uno de los asis tentes habituales al salón de la piadosa señora Swetchine y gozaba de las predilecciones de la ilustre dama. Estaba lleno de ideales y soñaba con entregarse a ellos. La señora Swetchine se lo envió a sor Rosalía.

Era durante el invierno de 1837-1838. El joven, después de atravesar las pobres calles del barrio y el sórdido «mercado de los patriarcas», se en­contró ante la casa de sor Rosalía en compañía de los pobres que asediaban su puerta. La señora Swetchine que lo enviaba era para él la mejor de las recomendaciones. Y ciertamente no resultó inútil. Es verdad que sor Rosalía lo recibió muy bien, «casi tan bien -nos dice él mismo- como si hubiera sido uno de sus pobres»…, pero ella misma le confesó más tarde, con una sonrisa maliciosa, que se había preguntado al ver a aquel joven tan apuesto si no sería él también uno de esos apóstoles aficionados, a los que atraía a su casa más la curiosidad que la caridad, y que muchas veces no podían resistir la visión poco atractiva de la miseria y dejaban después de la primera visita todo aquel desconcertante apostolado.

Así pues, el joven apóstol tuvo que sufrir la prueba común de una visita a los pobres. Sor Rosalía le entregó unos cuantos bonos de pan, algu­nos bonos de carne y alguna ropa, que tenía que llevar a alguna familia del barrio, acompañando dicha limosna con algunas palabras de cariño.

Partió para aquella prueba con no muchos entusiasmos. Le costó algún trabajo decidirse a franquear el umbral de aquella pobre morada. Pero una vez que entró y le admitieron como amigo, sentado encima de un baúl o de un cajón desvencijado, se rompió el hielo y le costó más trabajo todavía tener que marcharse, tener que dejar a aquella buena gente, que parecían tan contentos de verle, que le hablaban con tanta franqueza de su afecto por sor Rosalía, de su agradecimiento por aquella visita, y le contaban con tanta confianza su historia, sus sufrimientos y sus esperanzas.

El joven vizconde se sintió ya desde entonces ganado para las obras de caridad. Y cuando sor Rosalía le dio a leer la Vida de san Vicente de Paúl, a quien venerará desde entonces y que fue para él una verdadera revelación, escribió a la señora Swetchine: «Dios es muy bueno. Me envía sus consejos, a sor Rosalía y a san Vicente de Paúl». Como discípulo fiel, aquel joven se sentía feliz de reconocer en san Vicente el maravilloso mode­lo que había logrado tan bien reproducir en su propia vida sor Rosalía, aquella «hija de san Vicente que mejor ha heredado su espíritu». En adelan­te su admiración hacia ella no hará más que crecer.

Con toda fidelidad volverá a verla, a buscar tarea apostólica. Admirará la destreza con que poco a poco fue iniciando su alma en aquel servicio de caridad, su tacto en la elección tan inteligente que hacía de las familias que le confiaba y que, según ella, tenían siempre algún título especial para granjearse sus simpatías y cosas muy interesantes que contarle. De esta forma ella despertaba su interés y duplicaba las ventajas de aquellas visitas que cada día se iban convirtiendo más, para el corazón de aquel joven, en verdaderas alegrías hasta llegar a constituir para él una verdadera necesidad. «Me doy cuenta -decía- que la caridad tiene que tener su cultivo, lo mismo que la fe. Esta no sirve de nada sin las prácticas que inspira y que le sirven de señal. Tampoco la caridad puede prescindir de los hechos y de las obras con los que sufren y tienen necesidad de nosotros. Por eso he hecho el propósito para el futuro de no separar jamás la idea de su expre­sión y de consagrar toda mi vida a hacer a mis hermanos todo el bien que pueda, poniendo a su disposición todo el tiempo y todas las energías de que dispongo».

De esta forma Armando de Melun se hizo miembro de la conferencia de san Vicente de Paúl. Y pronto fue invitado a tomar parte del Consejo general de la Sociedad. Desde el primer momento fue uno de sus miembros más activos.

Desde 1833 hasta la muerte de sor Rosalía en 1856, no pasó una sola semana sin que el vizconde de Melun se dirigiera a la calle de l’Epée-de-Bois para buscar allí consignas, direcciones de pobres a los que visitar, y también consejos para todas las obras que pensaba emprender o para solucionar las situaciones difíciles en que se encontraba. Magnífico ejemplo de fideli­dad por una parte y magnífico ejemplo de influencia moral por otra. Cuando se piensa que el señor vizconde de Melun iba a ser un precursor, un inicia­dor, en el terreno de las obras sociales y que atribuía la paternidad de sus ideas tan acertadas a aquélla que lo había iniciado en el conocimiento de los pobres y en el espíritu de san Vicente, es cuando se mide toda la ampli­tud del bien realizado por sor Rosalía, las repercusiones tan lejanas de su apostolado y el maravilloso ascendiente que había adquirido sobre todos aquellos jóvenes, iniciados por ella en los trabajos de la caridad.

El vizconde de Melun se mostró siempre agradecido a sor Rosalía, a la señora Swetchine que se la había dado a conocer y a la Providencia divina que había puesto en su camino a aquellas dos grandes almas: «la Providencia -escribió- envió en ayuda de mis aspiraciones a dos grandes almas que habían encontrado en el cristianismo su fuerza sobrenatural y su santa seducción. Una de ellas me prestó el apoyo de su inteligencia más elevada; la otra me abrió los tesoros de la más angélica caridad».

De esta forma asociaba en su admiración a otras dos grandes almas, después de que había trabado conocimiento con san Vicente de Paúl. El pia­doso joven Armando de Melun, aficionado a las letras y que se complacía en alimentar su espíritu con las Meditaciones de Bossuet que le había envia­do la señora Swetchine, tuvo un día la inspiración de poner en paralelismo al Aguila de Meaux y al gran Santo de la Caridad, en esta sentencia lapi­daria: «Un escritor como Bossuet redime a la humanidad de muchas men­tiras, lo mismo que san Vicente de Paúl la redime de muchos crímenes».

Era normal que este trato habitual con la casa de l’Epée-de-Bois y que el contacto frecuente con los pobres en las sucesivas visitas se convirtiesen para el vizconde de Melun y para todos los jóvenes que actuaban como él con un alma abierta plenamente a la simpatía, en una verdadera iniciación en la verdadera caridad y en un excelente ejercicio de las virtudes necesarias para el apostolado.

Todos ellos encontraban en la compañía de los pobres un bálsamo bien­hechor que les compensaba sobradamente de su sacrificio; lograban descu­brir allí una belleza moral insospechada y saboreaban además la dulzura de un agradecimiento que es tan vivo y tan sincero en las almas sencillas del pueblo.

Encontraban sobre todo en sor Rosalía, junto con el beneficio de sus ejemplos y de su ardor apostólico, la agradable sorpresa de su experiencia y de sus piadosas artimañas para aficionarles al bien. Iban adquiriendo poco a poco en su escuela la verdadera noción sobrenatural de la caridad y comprendían toda la hermosura, todos los atractivos seductores que algún día los encadenarían al amor de los pobres. Y como nuevo aliciente iban recogiendo de vez en cuando, en el curso de sus recomendaciones mater­nales, algunas de aquellas frases tajantes, de aquellas expresiones lapida­rias, heredadas de san Vicente de Paúl, que salían, como lava ardiente, de aquel rico fondo del alma de fuego del gran Santo.

Escuchemos algunos ecos de aquellas valientes palabras. Cualquiera a que se haya familiarizado un poco con las Obras de san Vicente de Paúl reconocerá pronto en ellas un aire familiar. Son conocidos los términos con los que san Vicente hacía el elogio de sus queridos pobres: los pobres son otros Jesucristo…; son nuestros señores y nuestros amos…; son los pre­dilectos de Dios… Son ellos los que nos atraen las recompensas de Dios. Escuchemos ahora a Ozanam hacerse eco de estas ideas y revestirlas con su bella prosa tan armoniosa:

«La bendición del pobre es la bendición de Dios».

«Los pobres están ahí…, y podemos meter nuestros dedos y nuestras manos en sus llagas. Y las huellas de la corona de espinas son visibles en su frente… Deberíamos caer a sus pies y decirles con el apóstol: Tu es dominus meus et deus meus!». «Vosotros sois nuestros señores y nosotros somos vuestros servidores. Sois para nosotros las imágenes sagradas de ese Dios al que no vemos; y como no sabemos amarle de otra manera, lo amamos en vuestras personas».

En 1835 aparecía el texto del Manual destinado a los miembros de las conferencias. Lleva por título Réglement, avec notes explicatives. Está lleno da interés. Pero escuchemos cómo empieza. Podríamos decir que su comienzo está sacado directamente, casi al pie de la letra, del comienzo de las Reglas o Instituciones que san Vicente había dejada a sus misioneros. He aquí las primeras líneas, sacadas de la carta de envío:

«He aquí finalmente el comienzo de aquella organización escrita que llamábamos nuestros votos. Se ha hecho esperar durante mucho tiempo, pues hace ya varios años que existe nuestra asociación. Pero ¿no había que estar seguros de que Dios quería que tuviese vida antes de imprimirle una forma de existencia? ¿No era preciso que ella pudiera juzgar de sus posi­bilidades basándose en lo que ya había hecho, antes de imponerse unas reglas y fijarse unos deberes? Hoy ya no tenemos en cierto modo nada que hacer más que traducir a un reglamento las prácticas que hemos seguido con cariño. Esto es una garantía segura de que nuestras reglas serán bien acogidas y de que no caerán en el olvido».

¡Qué prudencia se advierte en todo esto! ¡Qué inteligencia de las ne­cesidades prácticas de una obra llevada en común! Pues bien, se trata de una herencia de san Vicente de Paúl. He aquí otra lección: «Procuraremos no dar nunca a nuestra obra el nombre de ninguno de sus miembros…, por miedo a que nos acostumbremos a mirarla como una cosa humana; las obras cristianas no pertenecen más que a Dios, que es el autor de todo bien». Esta lección es igualmente característica en la obra de san Vicente. Y los miembros de las conferencias están penetrados de ella, viviendo siempre de este principio y fundamento de toda acción apos­tólica.

Continuemos. «Jesucristo quiso practicar él en primer lugar lo que en­señó después a los hombres: Coepit facere et docere. Es nuestro deseo imi­tar en la medida de nuestras pobres fuerzas a este divino modelo». Nos da la impresión de que estamos leyendo al mismo Vicente de Paúl.

Y he aquí finalmente una especie de profesión de fe: «Nos hemos puesto bajo el patrocinio de la santísima Virgen y de san Vicente de Paúl, a quie­nes consagramos un culto especial cuya huellas nos esforzamos en seguir».

¿Quién es entonces el que ha lanzado a Ozanam y a sus hermanos de apostolado tras las huellas de san Vicente de Paúl por los caminos de la prudencia, de la humildad, de la perfecta disponibilidad en las manos de Dios? ¿A dónde iban a buscar estas normas, sino a la calle de l’Epée-de-Bois? Escuchemos todavía algunos otros ecos de la voz del gran santo, que son al mismo tiempo ecos de los nobles sentimientos de amistad cristiana, tan cultivados y alentados entre todos aquellos queridos estudiantes que frecuentaban la casa de sor Rosalía: «La unión de los miembros de la conferencia de caridad de san Vicente de Paúl podrá citarse como un modelo de amistad cristiana, de una amistad más fuerte que la muerte… Este sentimiento hará que todos queramos a nuestra humilde sociedad fraternal; la bendeciremos por causa del bien, por muy pequeño que sea, que nos ha permitido realizar; la amaremos con cariño, y hasta con un afecto mucho mayor que a cualquier otra obra se­mejante, no ya a causa de su excelencia y por orgullo, sino como aman unos hijos bien educados a una madre pobre y poco hermosa más que a todas las demás mujeres, por muy importantes que sean y muy distinguidas por su riqueza o por sus gracias».Son éstas textualmente las palabras de san Vicente.

Más todavía: «Seguiremos con docilidad la dirección que los superiores eclesiásticos crean conveniente darnos. San Vicente de Paúl no quería que sus discípulos emprendiesen ninguna obra buena sin haberse asegurado previamente el asentimiento y haber recibido la bendición de los pastores locales… «.

«El espíritu de caridad, al mismo tiempo que la prudencia cristiana, nos llevará a desterrar para siempre de nuestras reuniones en común o en particular todo tipo de discusiones políticas. San Vicente no quería… «. ¡San Vicente! ¡Siempre san Vicente! ¡Las máximas de san Vicente y su inimita­ble prudencia!

En marzo de 1837 Lallier, el primer secretario general, hablando de la fe que anima a la caridad, insiste una vez más en su circular en aquella intimidad fraternal que los une a todos. Y añade: «Señores, todos sacaremos un gran provecho de estas preciosas ventajas que nos da nuestra fe… Ofre­cemos bien poca cosa, porque somos pequeños… Pero tenemos en el cora­zón una caridad que es capaz de hacer multiplicar nuestro dinero. Y los desgraciados que se dan cuenta de estas cosas nos reciben con honor y con gozo».

En su circular del mes de agosto anuncia que los miembros de las con­ferencias de París se reunieron para celebrar la fiesta de su santo patrono en una reunión piadosa en la iglesia de los paúles, el día 19 de julio.

A su vez, el señor Bailly, en el año 1841, ante el desarrollo tan mara­villoso que la Providencia daba a la sociedad de san Vicente de Paúl, re­cordaba la designación de «pequeña sociedad» que los miembros de las conferencias solían darse en la humildad de los comienzos. Pero añade: «En estos momentos esta designación ya no es verdadera a no ser por lo poco que hacemos en comparación con todo lo que habría que hacer. Pida­mos, pidamos a Dios con fervor que haga crecer nuestras obras en la mis­ma medida con que crece el número de los que se alistan bajo la santa y caritativa bandera de san Vicente de Paúl…».

Anuncia entonces a los miembros de la conferencia que se han esta­blecido ya más de sesenta conferencias en París y en otros lugares. Y añade: «Esta especie de despertar de la caridad práctica es un hecho importante, inmenso, que nos impone serias obligaciones, ya que en parte ha comen­zado por nosotros».

El mismo señor Bailly, en su circular de 1842, recordando la importan­cia que tiene la fidelidad al reglamento, repite esta frase que fija definitiva­mente los vínculos de parentesco espiritual que unen a las conferencias de san Vicente de Paúl con su santo patrono: «El reglamento no es la palabra de un hombre, sino por lo menos la palabra de un hombre santificado, de un hombre cuyo discurso ha sido sancionado por Dios que ha sancionado igualmente su vida por medio de la gloria del cielo. En efecto, no ignoráis que estos pensamientos están sacados de los escritos más íntimos de san Vicente de Paúl, de las reglas que él imponía después de largos años de experiencia a las obras benéficas que lo tenían como padre, para asegurar­les su crecimiento y su duración».

La sociedad de las conferencias de san Vicente de Paúl llevaba enton­ces apenas diez años de existencia. Pero durante esos diez años algunos de sus miembros más influyentes acudían regularmente a la calle de l’Epée de-Bois a buscar su inspiración al lado de sor Rosalía, la buena hija de la Caridad de san Vicente de Paúl, cuya presencia en el barrio Mouffetard ilu­minaba toda su vida, a fin de renovar allí continuamente su contacto con el espíritu y el alma de san Vicente, que animaban y embalsamaban toda aquella casa. Desde hacía casi cuarenta años la buena sor Rosalía recibía en su casa, con los pobres de su barrio Mouffetard, a los queridos estudiantes del barrio latino. Y con su alma ardiente de hija de la Caridad iba forjando y modelando, día tras día, a todas aquellas almas generosas y dóciles, in­culcándoles su excepcional amor a los pobres y sembrando en ellas los grandes principios sobrenaturales que habían inspirado y guiado a san Vi­cente de Paúl en su obra de renovación espiritual y caritativa.

Desde hacía mucho tiempo había en la calle de l’Epée-de-Bois una mag­nífica escuela de Caridad.

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