Servir a los pobres es ir a Dios

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Autor: Jaime Corera, C.M. .
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Para llegar a Dios, fin de toda vida humana, san Vi­cente de Paúl ofrece a quienes se quieren dejar inspirar por su experiencia espiritual un medio, dado por Dios mismo, que es el servicio de los pobres, pues «servir a los pobres es ir a Dios» (IX 25). El anuncio evangélico de salvación se dirige a todo ser humano. Pero ese anuncio se dirige con preferencia a quienes más lo necesitan, los pobres, de ma­nera que el mismo Jesucristo no se dedicó a evangelizar a quienes no eran pobres más que «como de paso» (XI 56).

No se puede olvidar jamás la dimensión espiritual de la vida del pobre. También el pobre tiene que llegar a Dios. Tampoco se puede olvidar jamás la dimensión corporal-material. Buena parte de la actividad evangelizadora de Je­sucristo se dirigió a aspectos no específicamente espiritua­les de los necesitados, y él mismo interpretó su acción en el aspecto corporal como señal inequívoca de la presencia salvadora del Mesías en el mundo (Mt 11,2-5; IX 74). «Servir a los pobres» en nombre de Cristo, bien en el as­pecto corporal, bien en el espiritual, o bien en ambos a la vez, es simplemente la manera vicenciana de expresar la idea de la evangelización de los pobres y de prolongar la acción salvadora de Cristo en su vida terrena. Dice, por ejemplo, a las hijas de la caridad: «Para ser verdaderas hijas de la caridad hay que hacer lo que hizo el Hijo de Dios en la tierra» (IX 34).

La continuidad en el espíritu vicenciano a lo largo de los siglos debe tener en cuenta, para que se pueda hablar de continuidad real, los elementos esenciales de ese espí­ritu. Si llegare a faltar alguno, no se podría hablar ya con propiedad de espíritu vicenciano. Por ejemplo, si por hi­pótesis imposible (Jn 12,8) la humanidad se las arreglara para instaurar un orden tal de justicia que acabara total­mente con la pobreza material en todos sus aspectos, al espíritu vicenciano le habría llegado el fin de su existencia histórica, e igualmente les habría llegado a las institucio­nes que han brotado de ese espíritu.

Pero puede variar con el paso de la historia el contenido de esos elementos esenciales y, por supuesto, su formula­ción. Hoy tal vez nos resulte más difícil que a san Vicente distinguir tan nítidamente lo corporal de lo espiritual. Por influencias múltiples que no vamos a detallar aquí (aunque no podemos dejar de mencionar la influencia de una más adecuada visión del concepto bíblico del compuesto hu­mano) hoy tenemos una visión más unitaria del ser huma­no de lo que era corriente en su tiempo.

Pero es que en el contenido mismo puede darse una va­riación y/o ampliación de aspectos que cambie notable­mente lo que entendemos por pobreza espiritual y pobreza material. En el aspecto espiritual, por ejemplo, no parece que sea hoy muy común entre los miembros de las institu­ciones de espíritu vicenciano, como motivo importante de su actividad, la preocupación que tanto movió a san Vicente por el desconocimiento entre los pobres de los misterios de la Trinidad y de la Encarnación (XI 387-388). En cuanto a la pobreza material, hoy sin duda su contenido, lejos de re­ducirse con el progreso, se ha ensanchado. No es sólo que hoy el número de pobres sea infinitamente superior al del tiempo de san Vicente, ni tampoco que, al ser percibida re­flejamente por los que la padecen, sea hoy la pobreza más hiriente que en su tiempo. Hay además hoy mil aspectos de pobreza (piénsese, por ejemplo, en todo lo que quiere decir la expresión «derechos humanos») que en tiempo de san Vicente eran vistos como inevitables y naturales, y hoy se miran, con razón, como carencias evitables y debidas a la injusta estructuración de las sociedades políticas.

La pobreza espiritual no se terminará nunca. Cada ser humano, y cada nueva generación, se planteará hasta el fi­nal de los tiempos históricos la necesidad de encontrar el camino que lleva a Dios. La pobreza material puede que termine alguna vez, como soñaba Marx, aunque no parece muy probable. De hecho hoy, como decíamos, se ha en­sanchado notablemente su campo.

El servir a los pobres sigue teniendo hoy sentido. Pero el alma vicenciana tiene que preguntarse: ¿qué sentido tie­ne hoy servir a los pobres? ¿cuáles son las exigencias de ese servicio para quien se deja inspirar por san Vicente de Paúl? Lo que se busca, en otras palabras, es un esfuerzo para imaginarse qué es lo que haría ese gran imitador de Jesucristo si viviera en nuestros tiempos, o también qué es lo que debe hacer un seguidor o una seguidora de ese imi­tador de Cristo viviendo en un mundo que es en cuanto a pobreza tan diferente del que a él le tocó vivir.

«Servir a los pobres»: ayer

Lo mismo en el aspecto corporal que en el espiritual la vocación de Vicente de Paúl al servicio de los pobres se manifiesta en primer lugar en Chátillon como un servicio que podríamos calificar como asistencial. Este joven pá­rroco de 37 años quiere inicialmente dedicar su vida por un lado a remediar la pobreza espiritual de los fieles de un pequeño poblado campesino. Después, descubierta acci­dentalmente la extrema necesidad de una familia pobre, a aliviar la necesidad de los enfermos pobres de la pequeña población. Con este fin funda la primera Cofradía de la Caridad, que es también la primera de sus muchas funda­ciones que están aún por venir. Este aspecto que hemos llamado asistencial no desaparecerá nunca de la visión de san Vicente, ni tampoco de las varias instituciones a favor de los pobres que fundó.

A Vicente de Paúl le mueve sin duda a la acción asis­tencial el ejemplo de Jesucristo, que también se dedicó a ella. Y también su enseñanza. El único motivo para la asistencia a los enfermos que aparece en el reglamento de la cofradía de Chátillon (el más antiguo de los que escribió a lo largo de su vida) es un motivo netamente cristiano, las palabras de Jesucristo en el juicio final: «Venid, benditos de mi Padre…» (X 568).

Porque vino a salvar a todos los hombres y a curarlos de todas sus dolencias, Jesucristo se preocupa también de cada hombre y de sus dolencias: el ciego, el paralítico, la adúltera, Zaqueo, el buen ladrón… Vicente es un hombre marcado profundamente por ese modelo. No hay dolencia humana que él considere ajena a su acción, ni ser doliente, por insignificante que sea a los ojos de la sociedad, que esté excluido de antemano de su caridad. Hay que decirlo claramente: la acción asistencial a favor del individuo ne­cesitado corporal y espiritualmente será siempre una señal infalible del auténtico espíritu vicenciano y, por supuesto, del cristiano.

Lo que pudiéramos llamar servicio de promoción vino algo más tarde en la vida de Vicente de Paúl, de manera imperceptible y como una evolución natural e inevitable de la entrega inicial de su vida en 1617 al servicio de los po­bres. En un servicio de promoción no se trata ya simple­mente de aliviar las carencias urgentes de un necesitado o de varios en el plano corporal o en el espiritual, sino de po­ner unos medios, casi siempre a través de una institución estable, para que un grupo dado (e idealmente todos los miembros del mismo estrato o en la misma situación social) mejore en las condiciones de su vida social o religiosa.

El contrato de fundación de la Congregación de la Mi­,

sión, por ejemplo, habla de «remediar esta situación» de profunda ignorancia religiosa de la población campesina francesa, en particular de la que vive en las tierras de los señores de Gondi (X 238). 0 sea, que la nueva fundación tratará de promocionar la clase campesina en el aspecto espiritual y de ponerla al nivel de los habitantes de las ciu­dades, que ya están provistos de medios suficientes de promoción en este aspecto. Otras iniciativas de Vicente en este terreno están animadas también por esta intención promocional y no meramente asistencial de su acción ca­ritativa. Piénsese, por ejemplo, en su obsesión por proveer con buenos pastores a las parroquias rurales, y de toda su consecuente actuación en el terreno de retiros a ordenan-dos, creación de los primeros seminarios, etc.

En cuanto al servicio corporal-material, lo mismo en la creación de las cofradías que en la creación posterior de aquella otra muy peculiar cofradía que vino luego a llamarse «Cofradía de la Caridad de sirvientes de los pobres enfer­mos» (X 699), el motivo fundacional fue sin duda un motivo asistencial. Se trataba, en efecto, de proveer de asistencia in­dividualizada y a domicilio a los enfermos pobres.

Pero muy pronto aparecieron en la acción de la Cofra­día de las Hijas de la Caridad aspectos del tipo que veni­mos llamando promocional. Se podría citar, por ejemplo, su temprana actuación en las escuelas rurales. Con una ac­tividad de este tipo se busca no simplemente enseñar al que no sabe leer, sino proveer a todo un grupo social de unos medios socio-culturales que posibiliten la mejora de su situación en el conjunto social. O sea, lo que se busca es su promoción. Podríamos citar también la actividad de las hijas de la caridad en relación a los niños abandonados. El impulso inicial para ocuparse de ellos es sin duda un impulso de caridad asistencial, que busca conservar la vida a unos seres indefensos que están en peligro inminente de perderla. Pero pronto, cumplido este primer fin urgente asistencial, al crecer con los años los niños abandonados, hijos de nadie, reciben de las hijas de la caridad lo que la mayor parte de los niños reciben de sus propios padres pa­ra «promocionarlos»: una educación escolar y una forma­ción en una escuela técnica profesional que les permite en la eda adulta ser alguien, y ya no un ser abandonado, en la sociedad que inicialmente les había marginado.

Además del asistencial y del promocional hoy se habla muy a menudo de un tercer nivel de acción caritativa que recibe diferentes nombres, todos ellos alrededor de la idea de que el cristiano, por serlo y porque debe ser urgido por el amor de Cristo y de sus hermanos, debe no simplemente ser justo, sino luchar por la justicia y comprometerse acti­vamente a favor de un cambio hacia unas estructuras so­ciales más justas. En este nivel no se trata ya ni de asistir corporal o espiritualmente a un individuo necesitado, ni de promocionar social o espiritualmente a una persona o a un grupo, aunque se supone que lo mismo el trabajo asisten­cial que el promocional serán más efectivos dentro de las nuevas estructuras más justas que se buscan. La acción ca­ritativa en este tercer nivel iría expresamente dirigida a mejorar, o a cambiar si el caso lo pide, las instituciones benéficas, las culturales, sociales, políticas, económicas e incluso eclesiásticas, a mejorarlas o a cambiarlas en la di­rección de lo que se supone es congruente con un espíritu cristiano aplicado a la vida social: mayor justicia y liber­tad, colaboración, participación, igualdad en cuanto sea posible, atención preferente a los más débiles.

Formulado en estos términos, es legítimo pensar que no habrá hoy nadie en la gran familia vicenciana que rechace este tercer nivel como no propio de una acción inspirada verdaderamente por el espíritu de Cristo.

El problema para el alma vicenciana en cuanto a este ter­cer nivel no es de tipo general y teórico, sino muy particular y muy práctico: ¿tuvo en cuenta san Vicente este tercer nivel en su acción caritativa? Si lo tuvo en cuenta, las cosas son claras: también nosotros debemos hoy tenerlo en cuenta. Si no lo tuvo, las cosas se complican. Bien pudiera suceder que a los dos niveles que sí tuvo en cuenta san Vicente hubiera que añadir este tercero por exigencias de, por ejemplo, la en­señanza de la Iglesia de hoy, que considerara este tercer nivel como expresión legítima de la caridad cristiana (como de he­cho así es. Cfr., por ejemplo, el documento del Concilio Gaudium et spes, 26,29,72,75,76,77). Pero el alma vicencia­na de hoy encontraría en ese caso dificultades y mostraría re­ticencias para adoptar como propio un tipo de acción carita­tiva del que no encontraría ni rastro en el modelo de su fun­dador o inspirador.

Nos atrevemos a afirmar que esto segundo es lo que está sucediendo hoy efectivamente. En la visión más o menos generalizada que se tiene de san Vicente de Paúl no se admite, o simplemente no se percibe, que Vicente de Paúl fuera más que un gran cristiano, un santo auténtico profundamente preocupado por el dolor y la pobreza, que dedicó su vida a aliviar el dolor y la pobreza, personal­mente y a través de sus instituciones, con medios prefe­rentemente asistenciales, y con algunas muestras de acti­vidad promocional. En cuanto al trabajo por la justicia y por el cambio de estructuras como expresión de su cari­dad, eso no se ve que se diera en su vida. Es más: se dice que no pudo darse, pues los tiempos no estaban maduros para que ni él ni nadie pudiera ser consciente de cómo ciertas estructuras sociales segregan dolor y pobreza por ser tales como son, ni menos aún que se pudiera soñar en cambiar las estructuras sociales dadas, por parecer a los hombres de su tiempo que eran algo así como fenómenos naturales, incambiables e incontrolables, e incluso queri­dos por Dios.

A que predomine esta visión de la figura caritativa de san Vicente de Paúl ha contribuido en buena medida, aparte de la historia de las instituciones vicencianas, de la que hablaremos luego, el talante predominante en los es­tudios sobre san Vicente, que se centran en un estudio de corte teológico de sus virtudes, o bien se pierden en la ma­raña de sus actividades caritativas, de lo que resulta la fi­gura del «Santo de la caridad», o del «Reformador del cle­ro», o del «Organizador de la beneficencia», o figuras es­quemáticas parecidas. Pero hay hechos y dichos, y por cierto no menores ni pocos, en la biografía de san Vicente de Paúl que cuadran mal, o no cuadran en absoluto, con esas figuras esquemáticas y un tanto disecadas. Si se rela­tan esos hechos o esos dichos no se sabe muy bien qué ha­cer con ellos, y se presentan como hechos atípicos debi­dos, por ejemplo, a senilidad que añora con nostalgia ciertas andanzas juveniles. Así se ha interpretado alguna vez, por ejemplo, la sorprendente actuación del Vicente anciano que, a las puertas de la muerte, se muestra decidi­do a ayudar en la financiación de una expedición naval pa­ra liberar por la fuerza a los esclavos de Argel.

Pero se puede dar de ese hecho una interpretación muy diferente, totalmente congruente con su verdadera perso­nalidad. Este hombre de paz, que ha intentado durante muchos años liberar a los esclavos por medios pacíficos, se decide finalmente por una medida extrema de fuerza para tratar de remediar una situación de evidente injusticia a la que no se ve ningún otro remedio. Al hacerlo, Vicente de Paúl se coloca de lleno dentro de la mejor tradición del pensamiento moral y de la práctica cristiana. La manse­dumbre y el aguante no son virtudes «todo terreno», sino que tienen, como todas las demás virtudes morales, su te­rreno específico de acción. El hombre más manso y más sufrido es muy capaz de improvisar un látigo y expulsar del templo a los mercaderes.

Es posible que en tiempo de san Vicente se pensara que la pobreza es un fenómeno natural, y también es posible que fuera difícil ver en su tiempo cómo ciertas estructuras sociales producen pobreza por ser tales como son. Pero él no pensó así, y vio con claridad que las estructuras políti­co-militares de la monarquía absolutista de su país redu­cían a las masas campesinas a extremos de miseria: «Hace más de veinte años que están continuamente en guerra; si siembran, no están seguros de poder cosechar; vienen los ejércitos y lo saquean y lo roban todo; todo lo que no les han robado los soldados, los alguaciles lo cogen y se lo llevan. Después de todo esto, ¿qué podrán hacer? No les queda más que morir» (XI 120).

Esa cita refiere palabras de san Vicente pronunciadas a sus 75 años, pronunciadas además para inspirar la oración de sus misioneros, con lo que este hombre se muestra co­mo uno de los grandes ejemplares de fe para quienes la mística auténtica y la preocupación por el prójimo que su­fre no son más que dos caras de la misma moneda.

Pero no se limitó a hablar, ni se limitó a rezar. En cuanto estuvo en su mano, puso los medios a su alcance para conseguir un cambio de estructuras que mejorara la suerte de los pobres lo mismo en el plano espiritual que en el material. Su ingente labor en la reforma de la Iglesia es sobre todo un esfuerzo por cambiar las estructuras de esa Iglesia en la línea de las reformas propugnadas por Trento, mientras que alguna de sus creaciones supone no sólo una renovación de estructuras existentes (así la Congregación de la Misión, por ejemplo), sino incluso una creación es­tructural de nuevo cuño, prácticamente sin antecedentes en la historia de la Iglesia. Así, las Hijas de la Caridad.

En cuanto al terreno de las estructuras sociales, recuér­dense sus múltiples actuaciones en la política de su tiem­po, motivadas todas ellas por su solicitud a favor de los que sufren la injusticia de las instituciones o de los planes políticos de los poderosos: participación en el Consejo de Conciencia, proyecto de ayuda a Irlanda para resistir la in­vasión inglesa, intervención ante el primer ministro Ri­chelieu a favor de la paz para la Lorena, intervención ante Mazarino en las dos guerras de la Fronda. Cualquier bio­grafía algo extensa de san Vicente de Paúl es buena para conocer los detalles de estas intervenciones.

«Servir a los pobres es ir a Dios». Es indudable que este hombre va haciendo su camino hacia Dios cuando se presenta ante el primer ministro de su nación y le pide que dimita para que los pobres de París dejen de pasar hambre.

No se pretende insinuar con todo esto que Vicente de Paúl era un genio tan adelantado a su tiempo que logró te­ner un conocimiento crítico de su sociedad similar al que hoy podemos tener de la nuestra. Pero sí se pretende insi­nuar otras dos cosas que se refieren al núcleo central de este trabajo. La primera, que su amor a Cristo y a los po­bres, y no otro motivo, le llevó a descubrir aspectos de la sociedad de su tiempo que otras mentes preclaras contem­poráneas no llegaron ni a sospechar, tal un Pascal, un Des­cartes o un Moliére, o cualquiera de los tratadistas políticos de su día; o, ya dentro de la misma institución ecle­siástica, un Berulle o un san Francisco de Sales. Con lo que se prueba una vez más que el verdadero «ir a Dios», lejos de ser una droga que entumece los sentidos para ocultar la realidad, es la mejor ayuda para descubrir la verdad de la realidad, pues Dios es la verdad. Y la segun­da, que un discípulo o discípula de un hombre como san Vicente de Paúl, para serlo hoy, debe intentar tener un co­razón tan grande como el suyo, y además una visión de la injusticia estructural mejor informada que la suya, pues hoy es muy posible saber con claridad acerca de la es­tructuras de la sociedad cosas que no estaban al alcance ni de los mejores cerebros de su tiempo, aunque él sí fue ca­paz de intuir algunas de ellas.

«Servir a los pobres»: en la historia de las instituciones vicencianas

Permítase afirmar de entrada que, excepto por casos in­dividuales que, como suele suceder, confirman la regla, no se ve en la historia de ninguna de las instituciones funda­das por san Vicente un progreso en conciencia social que haya ido más allá que la del mismo fundador. Incluso se puede afirmar que ha habido en todas ellas en este aspecto un retroceso que perdura hasta hoy mismo.

En las instituciones vicencianas se ha mantenido a lo largo de los siglos en líneas generales un grado muy aceptable de actividad caritativa en el plano asistencial, en particular por parte de las hijas de la caridad y de las co­fradías de caridad, y una intensificación en el plano pro­mocional, en este aspecto incluso también por parte de la Congregación de la Misión. Pero nos parece que las intui­ciones y las intervenciones del fundador en el trabajo por la justicia y la reforma estructural social y eclesiástica no han sido recogidas por sus instituciones en los más de trescientos cincuenta años de su existencia. Merecería la pena reescribir las historias de las instituciones vicencia­nas teniendo en cuenta este punto de vista. Aquí solamente vamos a esbozar unas observaciones acerca de las causas de este fenómeno que se desprenden de un estudio de las historias existentes y de un conocimiento más o menos di­recto de las instituciones vicencianas en los últimos cin­cuenta años.

Las dos primeras causas proceden de la práctica del fundador mismo. Estas son en concreto: sus relaciones con los ricos y los poderes públicos, y la propiedad de impor­tantes bienes económicos. De ambos aspectos hay nume­rosos ejemplos en la práctica de san Vicente, bien conoci­dos la mayor parte de ellos, y por eso no vamos a deta­llarlos aquí. Si aparecieron en la práctica del fundador puede darse como previsible que aparecerían también posteriormente en la práctica de las instituciones fundadas por él. Así ha sido, en efecto, y así es hoy mismo.

Pero es muy posible que algún aspecto del actuar de san Vicente fuera inevitable dadas las exigencias de su vo­cación y la estructura socio-económica de la sociedad en que le tocó vivir, mientras que hoy fuera muy evitable y, en vez de servir de ayuda a esa vocación, le planteara difi­cultades. ¿Dónde podría san Vicente encontrar en su tiem­po los medios económicos necesarios para llevar a cabo su vocación de evangelizador de los pobres? Sólo donde es­taban: en las manos de los ricos, y en la propiedad semi-feudal de tierras. De ambos medios hizo san Vicente un uso frecuente y abundante.

Tuvo que pagar un precio por ello, pues el poderoso tiende a cobrar en todo o en parte, dependiendo de su con­vicción cristiana, las muestras de su generosidad. Por citar algún ejemplo: si el generoso cardenal Richelieu solicita misioneros para la aristocrática parroquia construida y fundada por él mismo, san Vicente de Paúl no se los puede negar si no quiere aparecer como un monstruo de ingrati­tud, y no se los niega, aunque el hacerlo no sea del todo congruente con los fines apostólicos que él mismo ha de­finido para los misioneros de su congregación. O si la so­brina del cardenal, la por otra parte admirable duquesa de Aiguillon, solicita una hija de la caridad «para tenerla siempre a su lado» (IX 1163), Vicente de Paúl no se atre­ve a negarse a ello. La hermana elegida para ese extraño destino, destino que tampoco parece muy congruente con la vocación que el mismo fundador ha definido para sus hijas de la caridad, no es, perdónese la expresión, una hermana cualquiera, sino una de las que con mayor fideli­dad han asimilado, entre las hermanas de la primera gene­ración, el espíritu de su padre y fundador. Se llama Bárba­ra Angiboust (IX 1159-1171;1189-1193), y en esta cir­cunstancia se muestra plenamente vicenciana. Si la obser­vación no escandaliza con exceso nos atreveríamos a decir que se muestra más vicenciana que su propio fundador, y a través de las lágrimas consigue que el fundador mismo la libere de un trabajo tan extraño a su vocación, pues «he salido de casa de mis padres para servir a los pobres, pe­ro usted es una gran dama, rica y poderosa» (IX 1164; véase también IX 613).

La relación con los poderosos era para Vicente de Paúl inevitable, pero eso no le convirtió en un panegirista de los poderosos. Una larga experiencia de trato con ellos le hace a veces pronunciar palabras de crítica amarga tales como «no es en el Louvre y entre los príncipes donde Dios pone sus delicias» (IX 367), o «los ricos no piensan de ordina­rio más que en honores y en riquezas» (XI 718).

La posesión de fuertes medios económicos, en particu­lar de tierras, tampoco se podía evitar en su tiempo si se quería llevar a cabo una evangelización integral de las cla­ses pobres. Él mismo es muy consciente de ese hecho y lo señala, por ejemplo en las Reglas Comunes de la Congre­gación de la Misión, donde dice expresamente que «nues­tro trabajo en las misiones… no nos permite practicar una pobreza total» (capítulo III,1; cfr. IV 446). Pero también esto entrañaba sus peligros que no se evitaron del todo ni en vida del mismo fundador, y aún menos en las historia posterior de sus instituciones. Los bienes de las institucio­nes de san Vicente, lo decía él mismo y lo dicen hoy los documentos oficiales de su congregación y de las hijas de la caridad, son «patrimonio de los pobres» (constituciones de la Congregación de la Misión, n.148§1; de las hijas de la caridad, 3.49), lo cual convierte a las instituciones en administradoras, no en dueñas, desde un punto de vista cristiano-vicenciano, que es el que realmente importa. Es justo que el administrador viva de su trabajo de adminis­trador, pero no puede en buena conciencia apropiarse el patrimonio que no es suyo para, por ejemplo, adoptar un modo de vida confortable y libre de todo riesgo, muy por encima del modo de vida de los «dueños» del patrimonio. Pero de que no se evitó ese peligro ni en vida misma del fundador, que fue tan radicalmente pobre de espíritu como san Francisco de Asís, quedan muchos testimonios en sus cartas y conferencias a misioneros y hermanas (para uno de los más explícitos, cfr. VI 475-476).

Ninguna de estas dos causas que estamos comentando contribuye a aumentar, cualquiera lo ve, el sentido social cristiano que está en la raíz misma de lo que llamamos es­píritu vicenciano. Un trato frecuente con los poderosos a duras penas podrá evitar el contagio de criterios poco o nada evangélicos, los compromisos ambiguos, las gratitu­des esperadas y a veces exigidas que comprometen la pu­reza de la vocación evangelizadora de los pobres. Ninguna de esas cosas ayudará al alma o a la institución vicenciana a orientar sus ideas y su acción hacia, por ejemplo, una mayor justicia social, sino al contrario.

Por otro lado es inevitable, como lo fue para san Vice­nte, que las instituciones vicencianas vivan sumergidas en el contexto socio-económico que les ha tocado en suerte, sea éste capitalista, comunista, o cualquiera de las muchas fórmulas intermedias que conoce nuestro mundo. Eso es inevitable, y, en cualquiera que sea el caso, el alma vicen­ciana tendrá que tener una sensibilidad exquisita, como la tuvo él, para no caer en las trampas del sistema en que le haya tocado vivir. Ahora bien, la posesión de bienes es una de esas trampas, tanto más difícil de evitar cuanto ma­yor sea la posesión, pues sumerge a uno en un sistema so­cial que no se caracteriza en manera alguna por un gran sentido de justicia social, sino por el egoísmo y la explota­ción de las clases bajas.

Las otras dos causas de un regreso en la conciencia so­cial de las instituciones vicencianas son muy posteriores al fundador mismo, y van muy en contra de su actuar y de su pensar implícito y explícito. Estas son: la introducción en la vida comunitaria de sus instituciones de aspectos reli­gioso-conventuales que eran no sólo extraños al espíritu del fundador, sino que fueron rechazados por él para sus instituciones en múltiples ocasiones; en segundo lugar, un crecimiento del sentido individualista en la vida espiritual de misioneros y hermanas.

La primera de estas dos causas ha tenido como efecto el diluir la claridad y la fuerza de la convicción de san Vice­nte de que la peculiar consagración (el «ir a Dios») de la que él es modelo y origen en la historia de la Iglesia, sólo se puede dar en una efectiva dedicación a redimir-evangelizar a los pobres, en un «servir a los pobres». La introducción de la visión clásica de la consagración reli­giosa ha producido en las dos instituciones vicencianas un desplazamiento insensible, pero profundo, de la sensibili­dad original del fundador hacia una mayor preocupación por los aspectos personales de la consagración; o sea, ha­cia un mayor centrarse en la santificación personal como ideal supremo de vida, y una pérdida correspondiente del primitivo sentido social de la consagración entendida a la auténtica manera vicenciana.

La sensibilidad espiritual individualista tiene mucho que ver con esto, pero hay otras varias fuentes que la explican. Mencionaremos brevemente el individualismo generalizado en Europa en el siglo XIX, por no decir en América, por las diversas formulaciones del pensamiento liberal burgués, formulaciones que, aunque muy alejadas en lo sustancial del verdadero espíritu de Cristo, influyeron profundamente en múltiples aspectos de la vida eclesial, de la teología, de la moral, de la ascética y de la sensibilidad espiritual católi­ca (y no sólo de la católica, por supuesto).

Una clara manifestación de este sentido individualista de la fe se da, por ejemplo, en la preocupación aún muy difundida, aunque ya en declive, por amontonar y contabi­lizar méritos personales como si fueran ganancias mer­cantiles o dividendos de sociedad anónima. Otra, en que haya podido pasar por muy cristiano un dicho tan obvia­mente poco cristiano (por no decir anticristiano) como el de que «la caridad bien ordenada comienza por uno mis­mo». No se encontrará frase que se le parezca ni remota­mente en los escritos de aquel gran apóstol cristiano que estaba dispuesto a ser anatema por sus hermanos (Rm 9,3), ni en los de aquel otro que decía: «No me basta amar a Dios si mi prójimo no le ama» (XI 553). Ambos, san Pa­blo y san Vicente, habían aprendido a dar un golpe mortal en sí mismos a toda sombra de individualismo en los di­chos y hechos de su único Maestro y Señor: «El que quie­ra ganar su vida, la perderá» (Mt 10,39).

El que pone como ideal de su existencia el salvar su propia vida no llegará nunca a tener un sentido muy agudo de preocupación por la salvación de los demás. No tendrá, en otras palabras, un muy agudo sentido social. Antes de convertirse andaba el señor Vicente muy preocupado por «ganar» su propia vida, y por ello totalmente olvidado de los males que aquejaban a su sociedad y a su Iglesia. Su conversión tuvo como efecto inmediato precisamente el llegar a olvidarse de sí mismo y «perder» su vida en la de­dicación a los pobres del mundo.

«Servir a los pobres» es dar de comer al hambriento (ni­vel asistencial), enseñar al que no sabe (nivel promocional), y también protestar contra los poderosos que al eximirse de pagar impuestos ponen por ello mismo una más pesada car­ga sobre los hombros frágiles de los humildes (lucha por la justicia). Así lo vio, por ejemplo, otra gran hija de la cari­dad de la primera generación, Juana Dalmagne, una mues­tra más de que en los buenos tiempos del fundador se veían con claridad, y sin duda por influencia de él mismo, cosas que aún hoy nos empeñamos en ver entre brumas: ‘Tenía mucha libertad de espíritu en lo que se refiere a la gloria de Dios, y hablaba con tanta franqueza a los ricos como a los pobres, cuando veía en ellos algún mal. Un día, al saber que algunas personas ricas se habían eximido de impuestos para sobrecargar a los pobres, les dijo con toda libertad que eso era contra la justicia y que Dios les juzgaría por esos abusos. Y como yo le advirtiese – lo cuenta otra hija de la caridad compañera suya – que hablaba con mucho atre­vimiento, me contestó que, cuando se trataba de la gloria de Dios y del bien de los pobres, no había que tener miedo de decir la verdad». (IX 188)

Ha habido en los últimos cien años, desde la encíclica Rerum novarum, y sin duda originado por el Espíritu de Dios, un poderoso movimiento de crecimiento en concien­cia social en el conjunto de la Iglesia y de la espiritualidad. Este movimiento ya secular sólo ahora empieza a animar algunos reductos importantes de la institución eclesiástica. Sólo ahora, en los años después del Concilio Vaticano II y por influencia sobre todo de sus ideas, ha comenzado por ejemplo la teoría teológica de la vida religiosa a intentar integrar entre las exigencias de la consagración religiosa una opción preferencial, como se dice ahora, por los po­bres. La familia vicenciana no tenía por qué haber espera­do a estos tiempos ni a esas influencias para redescubrir lo que estaba suficientemente claro en la enseñanza y en la práctica de su fundador.

Pero cuando a la vuelta de la revolución francesa que abre la época moderna de la historia, empiezan los primeros balbuceos de formulación de la responsabilidad social de la fe cristiana en la nueva sociedad, no es una voz de ninguna de las instituciones fundadas por san Vicente de Paúl quien la intenta, sino un seglar, Federico Ozanam, que al hacerlo formula en términos convincentes y muy vicencianos lo que las instituciones vicencianas mismas no debían haber olvi­dado nunca, e inaugura con ello una manera muy «moder­na» de entender en nuestros días las dimensiones sociales de la antigua visión vicenciana original.

«Servir a los pobres»: hoy

Convendrá afirmar una vez más que ni lo que hemos llamado nivel asistencial, ni el nivel promocional, desapa­recerán nunca como manifestaciones legítimas y necesa­rias del verdadero espíritu cristiano y vicenciano. Quede esto dicho para rechazar expresamente la posición de mu­chos cristianos y no cristianos que sonríen tolerantemente ante la persona que practica «obras de caridad», y declaran dogmáticamente que hoy no hay más obra de caridad ver­dadera que la lucha por la justicia y por el cambio de es­tructuras sociales.

También convendrá afirmar claramente que tampoco refleja fielmente la idea cristiana ni la vicenciana una vi­sión de la caridad que se limite a asistencia y promoción y excluya la participación en el trabajo por la justicia, como si el trabajo por la justicia fuera coto reservado a social­demócratas, marxistas y revolucionarios, y fuera un terre­no no propio del cristiano y, en nuestro caso, del vicencia­no. Hay que hacer también esto y no omitir, nunca, lo otro.

El alma vicenciana no puede dejar de alegrarse de que lo mismo la doctrina oficial de la Iglesia y su jerarquía que la conciencia popular católica muestre en estos tiempos un crecimiento notable, y muy prometedor en su conjunto, en algo que pertenece a esa alma por derecho propio y por herencia de su fundador. A pesar de las indecisiones y de las prevenciones, que tienen antiguas y profundas raíces históricas en las instituciones vicencianas, como hemos visto, éstas están hoy intentando una formulación que sea a la vez fiel al origen y fiel a las exigencias de la fe cris­tiana en el mundo de hoy. Sólo queda desear que sean per­severantes en tal empeño.

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