I.- Introducción
El atractivo del oro y de las especias ha lanzado por los caminos de los mares a toda clase de aventureros, pero ha sido también en nombre de su fe como han partido, a comienzos del siglo XVI, los descubridores de los mundos nuevos. Cristóbal Colón meditó largo tiempo y anotó la Biblia antes de navegar hacia el Oeste, y Balboa, después de una travesía agotadora del istmo de Panamá, descubre el Pacífico y, atravesada la playa, se adentra en las olas, con la cruz en mano, para tomar posesión del mar en nombre de Cristo.
«Poblad la tierra y sometedla».
El mismo espíritu emprendedor y la misma lógica, enraizada en una cultura judeo-cristiana, animan a quienes, a partir del Renacimiento, van a descubrir y utilizar las leyes que rigen el orden de la naturaleza.
Gracias a ellas, el hombre, y singularmente el hombre occidental, de formación y de cultura cristianas, aunque no esté relacionado explícitamente con su fe, con todo, se siente, en nombre de esa fe, poseedor del dominio de las cosas y de la guía de la historia, y empieza a extender su influencia sobre la naturaleza y sobre el mundo.
Es en este universo hirviente y en este mundo emprendedor donde se va a desplegar el genio de san Vicente. Pone por obra la misma lógica de eficacia que un Descartes o un Pascal, sus connacionales más jóvenes, éstos en el plano de la física, aquél en el plano místico.
El amor de Dios es un sentimiento muy noble, y el siglo del Sr. Vicente no carece de almas hermosas muy adelantadas en las vías interiores, como en siglos anteriores se siguen consagrando a Dios, retirándose a la paz de los claustros. Un ansia de perfección anima igualmente a muchas personas a quienes sus obligaciones las retienen en el mundo, y san Francisco de Sales les traza un camino real en su «Introducción a la vida devota». Pero el Sr. Vicente es un hombre positivo, ha guardado de sus orígenes rurales el gusto de lo concreto, y sin ser materialista, le gusta ver, y casi palpar los resultados. Desconfía de los grandes sentimientos, de los entusiasmos que calientan el alma, pero que «se malogran», cuando se trata de consagrarse a la ayuda del prójimo. La disputa del quietismo, que agitará los espíritus a finales del siglo, no hubiera sido su tema.
Su amor de Dios es de otro estilo. No puede sufrir estar encerrado en el retiro de su castillo interior, dejando ante la poterna a un universo de miseria y de sangre, de gloria y de furor. No tolera acariciar el alma en unas elevaciones sublimes, mientras que «el pobre pueblo muere de hambre y se condena».
Fueron muchos en su siglo y en los siglos anteriores los hombres y las mujeres de buena voluntad que se consagraron entera o parcialmente al servicio de las miserias del mundo: enfermos de los hospitales, apestados o leprosos, redención de cautivos, cuidado de los huérfanos o de las jóvenes perdidas.
Entre sus contemporáneos, la Compañía del Santísimo Sacramento reunió a bue-nas personas, cuya acción discreta logró aliviar muchos males.
Pero en el momento en que Occidente se adentra en la empresa metódica y exultante del dominio de la naturaleza y de la conquista del mundo, san Vicente «da la vuelta a la medalla». Si el anverso es suntuoso, el reverso lo es mucho menos.
El Sr. Vicente va a aplicar el mismo espíritu metódico y el mismo rigor de organización al servicio de los pobres, de los marginados en esta marcha progresiva.
Se consagra a ello por entero: su amor de Dios adquiere todo su sentido en la entrega de sí mismo al servicio de los pobres. Invita a los suyos a «darse a Dios» para ese servicio. Sin tener en menos a la vida religiosa tradicional, el Sr. Vicente está persuadido de que en la Iglesia hay sitio para unos caminos entregados totalmente al ser-vicio de Dios en la persona de los pobres.
La pobreza había sido un estado de la naturaleza que era aceptada y a la que uno se acomodaba como a una enfermedad y como a la muerte. Iba a llegar a ser un sub-producto de aquel inmenso esfuerzo hacia un progreso material y una conquista del mundo, y nosotros no hemos logrado desquitarnos de ella.
El progreso será metódico, la aparición de zonas de miseria será también metódica, la gran máquina de fabricar pobres se ha puesto en camino, su marcha se ha acelerado y no está próxima a pararse.
Místico de la acción, san Vicente había hecho pasar el servicio de los pobres de un estado artesanal a una organización metódica, y eso en nombre de una concepción nueva de la vida consagrada y de una concepción nueva de la sociedad.
Pues bien, nuestro siglo no sabe que es en nombre de Dios cómo él prosigue la creación. No conoce más que su esfuerzo, no sabe que esa creación continuada deberá hallar su cumplimiento y su recapitulación en Cristo, al final de los tiempos. Avanza en el desorden y en la incoherencia. Persiguiendo la riqueza, continúa haciendo pobres, cada vez más pobres, y busca un sentido a su huida hacia adelante. Ha llegado a hacerse ebrio, ebrio de sus éxitos.
Como en tiempo de san Vicente, no faltan generosidades que desean entregarse a Dios. Son otro mundo, otra sociedad que hay que inventar, una sociedad que tendrá sentido, una sociedad en la que reinarán la justicia y la fraternidad. Los que quieran seguir a san Vicente tendrán que lanzar a esa lucha por un mundo más justo todo su amor de Dios y a consagrar a ella cuerpo y alma para el servicio de sus hermanos.
II.- Una nueva manera de concebir la vida consagrada
«Démonos a Dios para…»
He ahí una de las expresiones más frecuentes e indudablemente de las más significativas en boca de san Vicente. Es la fórmula que más veces emplea para dejar traslucir la idea que él se hace de la consagración, tanto en la Congregación de la Misión como entre las Hijas de la Caridad. Por ejemplo, cuando dice: «…sois unas pobres Hijas de la Caridad, que os habéis entregado a Dios para el servicio de los pobres» (IX, 907).
1.- La base: caridad afectiva y efectiva
Lo que, a primera vista, choca en esta expresión «darse a Dios para el servicio de los pobres», es la relación directa entre el don total y el servicio de los pobres. Es necesario buscar el sentido y la justificación de la manera cómo san Vicente concibe y vive el amor a Dios. Este amor es sincero y verdadero únicamente en la medida en que se prueba y se traduce en la vida y en la acción. Sucede lo mismo en la consagración.
«…No, no; no nos engañemos…»
«Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente. Pues muchas veces los actos de amor de Dios, de complacencia, de benevolencia, y de otros semejantes afectos y prácticas interiores de un corazón amante, aunque muy buenos y deseables, resultan sin embargo muy sospechosos, cuando no se llega a la práctica del amor efectivo: «Mi Padre es glorificado, dice nuestro Señor, en que deis mucho fruto». Hemos de tener mucho cuidado en esto; porque hay muchos que, preocupados de tener un aspecto externo de compostura y el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se detienen en esto; y cuando se llega a los hechos y se presentan ocasiones de obrar, se quedan cortos. Se muestran satisfechos de su imaginación calenturienta, contentos con los dulces coloquios que tienen con Dios en la oración; hablan casi como los ángeles; pero luego, cuando se trata de trabajar por Dios, de sufrir, de mortificarse, de instruir a los pobres, de ir a buscar a la oveja descarriada, de desear que les falte alguna cosa, de aceptar las enfermedades o cualquier cosa desagradable, ¡ay!, ¡ todo se viene abajo y les fallan los ánimos! No, no nos engañemos: «Totum opus nostrum in operatione consistit».
Y esto es tan cierto que el santo apóstol nos declara que solamente nuestras obras son las que nos acompañan a la otra vida. Pensemos, pues, en esto; sobre todo, teniendo en cuenta que en este siglo hay muchos que parecen virtuosos, y que lo son efectivamente, pero que se inclinan a una vida tranquila y muelle, antes que a una devoción esforzada y sólida. La Iglesia es como una gran mies que requiere obreros, pero obreros que trabajen» (XI, 733-734).
«…Hay que pasar del amor afectivo al amor efectivo…»
«El amor afectivo es la ternura en el amor. Tenéis que amar a nuestro Señor con ternura y efecto, lo mismo que un niño que no puede separarse de su madre y que grita: «mamá», apenas siente que se aleja. Del mismo modo, un corazón que ama a nuestro Señor no puede sufrir su ausencia y tiene que unirse con él por ese amor afectivo, que produce a su vez el amor efectivo. Porque no basta con el primero, Hermanas mías; hay que tener los dos. Hay que pasar del amor afectivo al amor efectivo, que consiste en el ejercicio de las obras de caridad, en el servicio a los pobres emprendido con alegría, con entusiasmo, con constan-cia y amor. Estas dos clases de amor son como la vida de una Hermana de la Caridad, por-que ser Hija de la Caridad es amar a nuestro Señor con ternura y constancia: con ternura, sintiéndose a gusto cuando se habla de él, cuando se piensa en él, y se llena toda de con-suelo, cuando se le ocurre pensar: «¡Mi Señor me ha llamado para servirle en la persona de los pobres; qué felicidad!» El amor de las Hijas de la Caridad no es solamente tierno; es efectivo, porque sirven efec-tivamente a los pobres corporal y espiritualmente» (IX, 534).
2.- La consagración: «un don total a Dios para servir a los pobres»
Esta relación necesaria entre el amor afectivo y el amor efectivo la encontramos muy lógicamente entre el don total a Dios —constitutivo de toda consagración— y la evangelización y el servicio de los pobres.
2.1.- La entrega total a Dios
En el texto siguiente san Vicente comenta a los misioneros la palabra del Señor: «Buscad ante todo el reino de Dios…», y de él deduce la idea de una consagración total a Dios.
«Buscad a Dios en vosotros, ya que san Agustín confiesa que, mientras lo andaba buscan-do fuera de él, no pudo encontrarlo; buscadlo en vuestra alma, como en su morada predilecta; es en el fondo donde sus servidores, que procuran practicar todas las virtudes, las establecen. Se necesita la vida interior, hay que procurarla. Si falta, falta todo; y los que ya se han quedado sin ella, tienen que llenarse de confusión, pedirle a Dios misericordia y enmendarse. Si hay un hombre en el mundo que lo necesita, es este miserable que os está hablando; caigo y vuelvo a caer, salgo muchas veces fuera de mí y pocas veces entro en mi propio interior; voy acumulando faltas, sobre faltas; es ésa la miserable vida que llevo y el mal ejemplo que os doy.
Procuremos, Hermanos míos, hacernos interiores, hacer que Jesucristo reine en nosotros; busquemos, salgamos de ese estado de tibieza y de disipación, de esa situación secular y profana, que hace que nos ocupemos de los objetos que nos muestran los sentidos, sin pensar en el creador que los ha hecho, sin hacer oración para desprendernos de los bienes de la tierra y sin buscar el soberano bien. Busquemos, pues, Hermanos míos. ¿El qué? Busquemos la gloria de Dios, busquemos el reino de Jesucristo».
«Después de la palabra «buscad» viene la palabra «primero»; esto es, buscad el reino de Dios antes que todo lo demás. Pero, Padre, hay tantas cosas que hacer, tantas tareas en la casa, tantas ocupaciones en la ciudad, en el campo; trabajo por todas partes; ¿habrá que dejarlo todo para no pensar más que en Dios? No, pero hay que santificar esas ocupaciones buscando en ellas a Dios, y hacerlas más por encontrarle a él allí que verlas hechas. Digámosle, pues: «¡Oh, rey de nuestros corazones y de nuestras almas! Aquí estamos humildemente postrados a tus pies, entregados por entero a tu obediencia y a tu amor; nos consagramos de nuevo por completo y para siempre a la gloria de tu majestad; te suplicamos con todas nuestras fuerzas que establezcas tu reino en la Compañía y le concedas la gracia de que ella te entregue el gobierno de sí misma y que nadie se aparte de él, sino que todos seamos conducidos según las normas de tu Hijo y de los que tú has puesto para gobernarla»» (XI, 429-432).
Este otro texto habla a las Hijas de la Caridad del don total que ellas han hecho a Jesucristo al ingresar en la Comunidad.
«Fijaos bien, hijas mías. Al entrar en la Compañía, escogisteis a nuestro Señor por esposo y él os recibió como esposas,… Y como el matrimonio no es sino una donación que la mujer hace de sí misma a su marido, también el matrimonio espiritual que han contraído con nuestro Señor no es más que la entrega que le han hecho de vosotras mismas; igualmente él se ha entregado a vosotras, ya que se entrega a las almas que se dan a él por un contrato irrevocable, que nunca jamás romperá; de modo que, por la gracia de Dios, podéis decir que vuestro Esposo está en el cielo. Pues bien, lo mismo que una mujer prudente no mira a ningún otro hombre más que a su marido, o se convierte en adúltera, así también una Hija de la Caridad que tiene la dicha de ser esposa del Hijo de Dios, pero que se apega a alguna cosa, es una adúltera por preferir una criatura a Dios. ¡Qué pena para un esposo ver a su esposa faltar a la fidelidad que le debe! Hijas mías, no hay dolor semejante a ése. Y también, ¡qué motivo de aflicción para una miserable criatura que, de esposa de nuestro Señor que era, pasa a un estado de adulterio, cuando se apega a las criaturas!» (IX, 784-785).
2.2.- El don total para el servicio de los pobres
Si el don total se ha hecho indiscutiblemente a Dios, es para la evangelización y el servicio de los pobres. Porque, como así lo recuerda constantemente san Vicente, es precisamente para eso para lo que han entrado en la Compañía.
«…Estoy aquí para catequizar a los pobres…»
«En esta vocación vivimos de modo muy conforme a nuestro Señor Jesucristo que, al parecer, cuando vino a este mundo, escogió como principal tarea la de asistir y cuidar a los pobres. «Misa me evangelizare pauperibus». Y si se le pregunta a nuestro Señor: «¿Qué es lo que has venido a hacer en la tierra?» -«A asistir a los pobres». —»¿A algo más?»— «A asistir a los pobres», etc. En su compañía no tenía más que a pobres, y se detenía poco en las ciudades, conversando casi siempre con los aldeanos, e instruyéndolos. ¿No nos sentiremos felices nosotros por estar en la Misión con el mismo fin que comprometió a Dios a hacerse hombre? Y si se le preguntase a un misionero, ¿no sería para él un gran honor decir como nuestro Señor: «Misit me evangelizare pauperibus»? Estoy aquí para catequizar, instruir, confesar, asistir a los pobres» (XI, 33-34).
«…Dios nos ha elegido para esto…»
«Las carmelitas tienen por finalidad el espíritu de oración; las hijas de santo Tomás cantan las alabanzas de Dios y asisten al prójimo, cuando pueden; las hermanas del Heitel-Dieu trabajan primero en su propia perfección, y luego asisten a los enfermos, lo cual en cierto modo es hacer lo mismo que vosotras. Pero ellas no tienen Regla que les obligue a asistir en general a todo el mundo, esto es, a todos los pobres, mientras que vosotras debéis, sin excepción alguna de personas ni lugares, estar siempre dispuestas a ejercer la caridad. Dios les ha escogido para esto;» (IX, 740).
En esta forma de entender la vida consagrada, la unidad está constante e íntima-mente realizada con el don total a Dios y el servicio de los pobres: un servicio siempre enraizado en la entrega total a Dios, una entrega total a Dios necesariamente traducida y sometida a prueba en el servicio de los pobres.
2.3.- Consagración y votos
El don total a Dios para la evangelización y el servicio de los pobres constituye una exigencia que requieren tanto la vocación misionera en la Congregación de la Misión como la vocación de Hija de la Caridad, y san Vicente se lo recuerda frecuentemente a unos y a otras. El uso de los votos —por el contrario– solamente se introduce progresiva y desigualmente en ambas Comunidades. No se puede, parece, confundir consagración y votos en lo que a nosotros nos toca, aún cuando estos últimos son la expresión «canoníca» tradicional de la consagración. Conocemos las dificultades con que se encontró san Vicente en este punto. El se daba perfecta cuenta del valor de los votos, y animó con entereza su uso, pero sin olvidar nunca las exigencias de la evangelización y del servicio de los pobres. En esa misma tensión, hallamos la preocupación por una entrega total a Dios para el servicio de los pobres.
«…Este estado que nuestro Señor se escogió…»
«Pero sigamos adelante y veamos cuál es ese estado al que Dios nos ha llamado. ¿Es una religión? No, se trata de sacerdotes seculares que se colocan en ese estado que nuestro Señor escogió para sí mismo, renunciando a los bienes, a los honores y a los placeres. — Dice usted, Padre, que no es una religión, pero nosotros vivimos aquí como en una religión, y hacemos lo mismo que los religiosos, e incluso los votos de pobreza, castidad y obediencia, como se hacen en una religión—. Os digo que no se trata de una religión y que no somos religiosos, ya que, propiamente hablando, sólo los votos solemnes constituyen la religión, y nosotros no hacemos votos solemnes.» Entonces, ¿a qué llama usted voto simple? -Es todo voto que no está comprendido en la ordenación o en una religión aprobada. En cuanto a nosotros, aunque no seamos religiosos, somos sin embargo de la religión, no ya de san Francisco o de santo Domingo, sino de san Pedro y, para mayor firmeza, se han añadido los votos de pobreza, castidad y obediencia. ¿Creéis, Hermanos míos (hablo especialmente de los sacerdotes), que hay mucha diferencia entre nosotros y los religiosos? Nosotros estamos obligados a la casti-dad y a la obediencia como ellos y hemos hecho este voto en la ordenación; por tanto, falta sólo la pobreza, cuyo voto se ha añadido por clusa de la pasión y del deseo de riquezas, mucho mayor en los eclesiásticos que en los laicos, a pesar de que no tienen tantas cargas como éstos, ni familia que alimentar, ni hijos por quienes proveer»(XI, 643-644).
«…¿Hacéis votos de religión?…»
«Así pues, mis queridas Hermanas, iréis a buscar a esas personas, y si os llevan a ver al obispo de esa diócesis, le pediréis su bendición; le diréis que queréis vivir totalmente bajo su obediencia y que os entregáis totalmente a él para el servicio de los pobres, ya que para eso habéis sido enviadas».
«Si os pregunta qué sois, si sois religiosas, le diréis que no, por la gracia de Dios, y que no se trata de que no estiméis a las religiosas, pero que si lo fueseis, tendríais que estar encerradas y que, por consiguiente, tendríais que decir: adiós al servicio de los pobres».
«Si os pregunta además: «¿Hacéis votos religiosos?», decidle: «No, señor, nos entregamos a Dios para vivir en la pobreza, castidad y obediencia, unas para siempre, otras por un año».
«En fin, mis queridas Hermanas, entregaos a Dios para hacer bien lo que vais a hacer» (IX, 498).
III.- Cuestiones para la reflexión y el diálogo
1. En el contexto del siglo XVII, un contexto de cristiandad, san Vicente insiste mucho en la absoluta necesidad de traducir y de concretar el amor de Dios.
Hoy el contexto ha cambiado: incredulidad y enfriamiento en la fe. Seguramente, cada vez más tenemos conciencia de la necesidad del compromiso por un mundo más humano. Ciertamente reflexionamos sobre nuestros compromisos y sobre nuestros métodos…
- Pero, ¿tomamos tiempo para reflexionar acerca de nuestra fe, de hablar juntos de Aquél que nos anima?
- Partamos de un hecho concreto, de un acto, de un compromiso o de un suceso: nuestra fe, ¿es también interpelada, interrogada?
- ¿es el Evangelio la referencia de nuestra lectura del acontecimiento..?
- ¿da Jesucristo sentido a nuestra acción…? ¿es Él el que anima a toda nuestra vida por medio de su Espíritu?
2. Para san Vicente nuestra consagración consiste en una entrega total a Dios para el servicio y la evangelización de los pobres.
- ¿cómo entendemos esa entrega total a Dios?
- ¿qué valor concedemos al «para» el servicio y la evangelización de los pobres en nuestra manera de concebir y de vivir nuestra consagración?
3. En una Iglesia vivida bastante jerárquicamente y en donde se distinguen notablemente sacerdotes, religiosos y laicos, san Vicente sitúa a los Sacerdotes y a los Hermanos de la Misión en relación a los sacerdotes y religiosos, y a las Hijas de la Caridad en relación con los laicos y religiosas.
En una Iglesia, que en la actualidad se define como Pueblo de Dios en el mundo, un pueblo donde todos son responsables de modo diferente (cf. la comparación del cuerpo que hace san Pablo), y donde estamos llamados cada vez más a trabajar con otros.
- ¿Cómo nos definimos?
- Concretamente, allí donde nos hallemos trabajando con otros, ¿somos «nosotros mismos» y reconocidos como tales?






