San Vicente y Dios Padre

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Author: Bernard Koch, C.M. · Year of first publication: 1999 · Source: Ecos de la Compañía.
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Visión de conjunto

San Vicente, como todos los espirituales, está impregnado de la Biblia y de la vida de Jesús.

1. Sabe que Dios, desde el Antiguo Testamento, se revela como Padre, pero que es Jesús quien lo da a conocer plenamente.

En el Antiguo Testamento, Dios es Creador (Dt. 32, 18; Qo. 12, 1; 2 M 7, 23; Si. 1, 8; 24, 12), Maestro (Baal), Señor (Adonai), la Roca y la Fuerza (2 S 22,2; Sal. 88 (89), 27; Jr.16, 19; Jb 9,4), pero también es Padre (Dt. 32, 6; Sal. 88 (89), 27; Is. 63, 16; 64, 8; Jr. 3, 4; 31, 9). E incluso «Padre y Madre» (Is. 66, 13; Si. 4, 11) y Esposo.

Jesús nos dice que su misión consiste en revelar al «Padre», sin negar su Omnipotencia y englobando la Ternura de la Madre: Jesús mismo dijo, refiriéndose a Jerusalén, que había querido «reunir a sus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas» (Mt. 23, 37); pero también se muestra como Padre: «hijos míos» (Marc. 10, 24; Jn. 13, 33); también como el Señor y como la Roca (cf. 1 Cor. 10, 4).

Cómo revela al Padre: Él lo conoce por su misma generación, eternamente, pero en su humanidad, emplea palabras sacadas de la experiencia:

— a partir de la representación humana del que desempeñó el cometido de un padre, San José:

  • Mi Padre trabaja siempre (Jn. 5, 17);
  • El Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que Él hace (Jn. 5, 20);
  • Como el Padre me amó (Jn. 15, 9);
  • Como el Padre me envió (Jn. 20, 21);

– o a partir de lo que conoce de otros padres:

  • ¿Quién de vosotros dará a su hijo…? (Mt.7, 10; Lc. 11, 12);
  • La preocupación del padre por el hijo perdido (Lc. 15, 20 y 24).

San Vicente continúa este método empleado por Jesucristo. En él,

_ se dejan entrever las huellas de su padre terreno,

_ y utiliza los mismos temas que Jesús con una mirada de amor de las tres Personas hacia las criaturas que Ellas han lanzado a la existencia: Dios es Providencia. Aquí interviene especialmente el tema de la Misericordia (San Pablo: Pater Misericordiarum) y de la Ternura.

2. San Vicente insiste particularmente en la misericordia: la misericordia del Padre y nuestra misericordia, imagen de la del Padre.

Dios Padre

Como en Nuestro Señor Jesucristo:

A. Descubrimos en las expresiones de San Vicente rasgos de su padre te­rreno

Nos recomienda el desprendimiento de la familia y él la practicó, pero esto no quiere decir que tengamos que dejar de amar. Hay muchos indicios que muestran que guardó un recuerdo emocionado de sus padres y que aflora varias veces a partir de 1645.

En sus recuerdos no hay que omitir a su madre. Todos hemos leído esta confesión en su conferencia del 15 de noviembre de 1657, a las Hermanas:

«Cuando veo a un sacerdote que se lleva a su madre para atenderla en su casa, le digo: ‘Señor, ¡qué felicidad la suya de poder devolver en cierto modo a su madre lo que ella le dio, con el cuidado que de ella tiene!'» (Conf. Esp. n2 1794).

Bella confidencia que podemos unir con la única carta a su madre del 17 de febrero de 1610, cuya copia ha llegado hasta nosotros, en la que manifiesta la esperanza de ir a verla pronto (Síg. I, p.88): 29 años… 76 años… No ha olvidado nada de su trayectoria y de todo sabe hacer un trampolín para ir a Dios y a los pobres y para amar la Compañía, pues añade: la Compañía es vuestra madre, por eso es normal que trabajéis por su subsistencia y por formar a las jóvenes.

Con relación a su padre, no ha relatado explícitamente más que el recuerdo de haber sentido vergüenza, hablando una vez a los misioneros (Síg. XI/4, 693) y otra a la señora de Lamoignon, quien lo contó en el proceso de beatificación, cf. P. Coste, Monsieur Vincent…l, 30, pero implícitamente podemos suponer que sólo recordaba esto.

1. San Vicente habló de su ternura recíproca entre padre e hijo, sin decir que se trataba de él mismo, pero esto se intuye. El 11 de julio de 1649, explica así a las Hijas de la Caridad la relación de Dios con nosotros:

«¿Pensáis, hermanas mías, en el placer que Dios experimenta viendo a un alma atenta a agradarle, deseosa de ofrecerle todo lo que hace? No podemos imaginar, hermanas mías; y con razón se puede decir que esto da alegría a Dios. Sí, aquí está su alegría, aquí está su placer, aquí es­tán sus delicias. Es como cuando un niño se preocupa de ofrecer a su padre todo lo que se le da; si alguien le da algo, no descansa hasta encontrar a su padre: «Toma, padre mío; mira lo que tengo; me han dado esto; he hecho esto». Y aquel padre se complace indeciblemente al ver la docilidad del niño y esas pequeñas señales de su amor y de su depen­dencia. Lo mismo pasa, mis queridas hijas, con Dios, y en un grado muy distinto. Cuando un alma, desde la mañana, le dice: «Dios mío, te ofrezco todo lo que me suceda hoy», y cuando, además, en las principales oca­siones que se le presentan de hacer o de padecer algo, echa una ojeada interior hacia su divina Majestad para decirle con un lenguaje mudo: «Dios mío, esto es lo que voy a hacer por tu amor; este servicio me parece molesto y duro de soportar, pero por tu amor nada me es imposible»; entonces, hijas mías, Dios aumenta la gracia a medida que su bondad ve el uso que de ella hace el alma, y, si tuvo hoy fuerzas para superar una dificultad, mañana la tendrá también para pasar por encima de otras muchas más grandes y molestas» (Conf. Esp. Nº 606).

¿No es un recuerdo de juventud? Podemos ver en ello cómo San Vicente sabe descubrir el amor y la alegría de Dios Padre a partir de nuestras relaciones con nuestro padre. Hacer de todo lo que vivimos un camino hacia Dios y una expe­riencia espiritual es el secreto de los santos, es también el suyo.

Esto nos hace captar el drama de nuestra época, en la que demasiados niños y mayores no han tenido una familia apacible y duradera, no han conocido a su padre, o tienen una siniestra imagen paterna… Decirles que Dios es Padre, ¿qué es lo que puede despertar en ellos? Dios es familia en sí mismo, Padre, Hijo, Amor en el Espíritu: ¿cómo ir a Dios como Padre cuando una familia humana está rota?

2. Las familias más unidas no son, sin embargo, forzosamente homogéneas ni están continuamente en armonía; sin embargo, los padres aman a sus hijos con sus diferencias y sus infidelidades. Vicente tuvo hermanos y hermanas de diferentes edades y temperamento.

San Vicente quedó impresionado por las dos parábolas de los dos hijos: el hijo pródigo y el fiel (Lc. 15,11-32), y el que dice «sí» y no hace, mientras que su hermano dice «no» pero hace lo mandado (Mt 21, 28-31). Las comentó varias veces a las Hijas de la Caridad y el tono con que habla hace pensar que evoca también sus propias experiencias.

El domingo 19 de septiembre de 1649, hablando con las Hermanas del amor de Dios, cuenta una tercera parábola, procedente de San Francisco de Sales quien, a su vez, la había tomado de unos teólogos que no nombra. De hecho, lo que viene de San Francisco es sólo el tema, el contenido y el tono son diferentes.

«Hay amor efectivo cuando se obra por Dios sin sentir sus dulzuras. Este amor no es perceptible al alma; no lo siente; pero no deja de producir su efecto y de cumplir su misión. Esta diferencia se conoce, dice el bien­aventurado obispo de Ginebra, en el ejemplo de un padre que tiene dos hijos. Uno es todavía pequeño. El padre lo acaricia, se divierte jugando con él, le gusta oírle balbucear, piensa en él cuando no lo ve, siente vivamente sus pequeños dolores. Si sale de casa, sigue pensando en aquel niño; si vuelve, va en seguida a verlo y lo acaricia lo mismo que Jacob hacía con su pequeño Benjamín. El otro hijo es ya un hombre de 25 ó 30 años, dueño de su voluntad, que va adonde quiere, que vuelve cuando le parece bien, que se ocupa de los asuntos de la casa; y parece que su padre no lo acaricia nunca, ni que lo ame mucho. Si hay alguna preocupación, el hijo es el que tiene que cargar con ella; si el padre es labrador, el hijo se cuidará de todo el trabajo de los campos y pondrá manos a la obra; si el padre es comerciante, el hijo trabajará en su nego­cio; si el padre es abogado, el hijo le ayudará en las prácticas judiciales. Y en nada se conocerá que lo ama su padre.

Pero se trata de hacer testamento, y entonces el padre demostrará que lo ama más que al pequeño, a quien acariciaba tanto, porque le conce­derá la mejor parte de sus bienes y le dará lo mejor. Esto se observa en las costumbres de algunos países, que los mayores se quedan con todos los bienes de la casa, mientras, que los pequeños sólo tienen una peque­ña legítima. Y de esta forma se ve que, aunque aquel padre tenga un amor más sensible y más tierno al pequeño, tiene un amor más efectivo al mayor» (Conf. Esp. Nº 787).

Ciertamente, en 1649, Vicente ha encontrado a centenares de labradores, comer­ciantes, hombres de justicia; pero su padre era labrador, uno de sus tíos abogado en el tribunal de primera instancia de Dax y su protector abogado en el mismo y juez en Pouy y él fue preceptor de sus hijos… Además, Vicente tenía un hermano mayor, Juan, de edad como para «se ocupara de los asuntos de la casa» y de tener «cui­dado de todo el trabajo de los campos». En 1598, el padre de San Vicente muere. El 15 de agosto de 1628 Vicente es padrino, en Pouy, de un hijo de su hermano Do­mingo, a quien llamaron Vicente; el 31 de agosto siguiente, recibe el bautismo Cata­lina, nieta de Juan, hija de Pedro: se ve la diferencia entre los hermanos; y Juan ya había muerto en 1626, cuando Vicente hizo donación de sus bienes a sus hermanos y hermanas (Síg. X, 77-78).

¿No nos esclarece esto sobre nuestra relación con Dios tanto como varios sermones?

Otro recuerdo: no hay que juzgar al propio padre, no se le desprecia por su apariencia exterior. En la Conferencia del 1 de enero de 1654, a las Hijas de la Caridad, en la que trata de la conducta que hay que mantener fuera de la casa: «El cuarto medio consiste en entregaros a Dios para no tener nunca que decir nada de la dirección general de la Compañía ni de la dirección particular de la hermana sirviente, sino que os portéis siempre lo mismo que un niño que aprecia todo lo que su padre hace y dice. El hijo de un labrador cree que su padre y su madre son los más capaces que la naturaleza puede producir. Si la sirviente hace o dice alguna cosa que no os gusta, no penséis que obra mal. No os toca a vosotras hablar en contra de lo que ha hecho; tenéis que creer que lo que hace está bien; porque fijaos, hijas mías, hay una gracia para esto y hay un ángel particular para este caso. Dios da las gracias suficientes a las que llama a ese cargo. No creáis que se dan siempre los cargos a las más capaces o a las más virtuosas- (Conf. Esp.nº 1095).

«El hijo de un labrador cree que su padre y su madre son los más capaces que la naturaleza pueda producir» ¿no le traiciona esto, a él que se dice siempre «hijo de un pobre labrador»?

Recíprocamente, un padre está contento de ver los progresos de su hijo.

Entre las Hermanas, San Vicente expresó exactamente lo contrario a la confe­sión de su vergüenza ante los cohermanos, es decir, el orgullo que un padre puede tener por su hijo, y éste debió ser el caso de su propio padre —lo que explica su remordimiento de haber tenido vergüenza de él—. Hablando del amor de Dios, el domingo 19 de septiembre de 1649, dijo: «¿Qué creéis, hijas mías, que hacéis cuando lleváis la comida por las calles? Alegráis a muchas personas con ese puchero; alegráis a las per­sonas buenas, que se dan cuenta de que vais a trabajar por Dios; alegráis a los pobres, que están esperando su alimento; pero sobre todo alegráis a Dios que os ve y conoce el deseo que tenéis de agradarle al llevar a cabo su obra. Un padre, que tiene un hijo mayor y de buen aspecto se complace en contemplar la apostura de su hijo desde la ventana que da a la calle, y experimenta una alegría inimaginable. De la misma forma, hijas mías, Dios os ve, no ya por una ventana, sino por todas partes por donde vais, y observa de qué manera vais a hacer un servicio a sus pobres miembros, y siente un gozo indecible cuando ve que vais de buena manera y deseando solamente hacerle ese servicio. ¡Ese es su gran gozo, su alegría, su delicia! ¡Qué felicidad, mis queridas hijas, el poder llenar de alegría a nuestro Creador!» (Conf. Esp. Nº 778).

Ciertamente, San Vicente, en 1648, había visto buen número de hijos «de buen aspecto» cuyo padre estaba orgulloso. ¿Es temerario ver también, en este peque­ño detalle, un recuerdo del orgullo de su padre al ver a su hijo preceptor en casa del Sr. de Comet, «ya hecho un hombre (en aquella época se era mayor de edad a los 14 años) y de buen aspecto»? ¿Y más tarde, al verlo volver de vacaciones, estudiante de la Universidad? Quien no hubiera vivido esto, ¿pensaría en hablar de ello y de manera tan concreta y viva? Se ve la escena: Vicente pasa y percibe a su padre mirándolo por la ventana, quizá poco tiempo antes de morir, pues el padre muere en 1598, en su segundo año universitario.

B. Vicente nos habla también del Padre que está en el Cielo

Lo mismo que nosotros, como toda la Iglesia, San Vicente conoce a Dios a través de su Creación, pero lo conoce como Padre a través de la experiencia de Nuestro Señor Jesucristo, a través de lo que Jesús dice del Padre.

1. Es el Padre, el primero, quien nos conoce y nos ama en su Hijo. Mucho más que nuestras cualidades o nuestros méritos, es a Jesús a quien el Pa­dre ve en nosotros, dice Vicente a las Hijas de la Caridad, el 18 de agosto de 1647: «De esta forma, hermanas mías, la Hija de la Caridad que ha comulgado bien no hará nada que no sea agradable a Dios; porque hará las acciones del mismo Dios. El Padre eterno ve a su Hijo en esa persona; ve todas las acciones de esa persona como acciones de su Hijo. ¡Qué gracia, hijas mías! ¡Estar segura de que Dios la ve, de que Dios la considera, de que Dios la ama!» (Conf. Esp. Nº 553).

El Padre se complace en los sencillos y pequeños porque ve a Jesús en ellos. Lo repite con frecuencia a las Hijas de la Caridad, como el 1 de mayo de 1648:

«Sí, hermanas mías, Dios se goza tanto en esto, que hasta se puede decir que su mayor contento es darse a conocer a los humildes. ¡Hermosas pa­labras de Jesucristo, que nos demuestran que no es en el Louvre 9 y entre los príncipes donde Dios pone sus delicias! Lo dice en un lugar de la Es­critura: «Padre mío, te alabo y te doy gracias porque has ocultado tus mis­terios a los grandes del mundo y se los has manifestado a los humildes». A Él no le gusta la pompa y el ornato exterior; se complace en el alma humilde, en el alma que es instruida por él solo y que no hace caso de la ciencia de este mundo. ¡Qué gran motivo éste, hermanas mías, para que os aficionéis a las conferencias, puesto que es allí donde Dios os da a conocer sus secretos y donde os descubre los medios para progresar en la virtud!» (Conf. Esp. Nº 668).

Siguiendo a Berulle, a otros espirituales y en las Letanías de Jesús, que rezaba y hacía rezar todos los días, Vicente observó que Jesús, igual al Padre, es también un Padre para nosotros, «Padre del siglo futuro» (Is. 9, 6). «Padre de los Pobres» (Letanías que aplican a Jesús lo que Job decía de sí mismo, 29, 16). Jesús mismo no se ha nombrado «Padre», pero nos ha dicho al menos dos veces «hijitos»: Mc. 10, 24 y Jn 13, 33.

Él es «nuestro buen Padre», dice Vicente a los Misioneros (Síg. XI/4, 572; Abelly, III, 12) así como a las Hijas de la Caridad, el 9 de Febrero de 1653:

«Habéis dejado vuestro pueblo, vuestros parientes y vuestros bienes; ¿y para qué? para seguir a nuestro Señor y sus máximas. Sois hijas suyas y Él es vuestro Padre; os ha engendrado y os ha dado su espíritu; el que viese la vida de Jesucristo vería sin comparación algo semejante en la vida de una Hija de la Caridad» (Conf. Esp. n9 970).

Vicente habla ordinariamente de Dios Trinidad, de las relaciones entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero nombra varias veces al Padre.

• El 28 de noviembre de 1649, habla a las Hijas de la Caridad sobre el trabajo, elevándose hasta la contemplación de las tres Personas divinas, que trabajan en el interior de su Trinidad y en la Creación:

«… el mismo Dios trabaja continuamente, continuamente ha trabajado y trabajará. Trabaja desde toda la eternidad dentro de sí mismo por la generación eterna de su Hijo, al que jamás dejará de engendrar. El Padre y el Hijo no han dejado nunca de dialogar, y ese amor mutuo ha produ­cido eternamente al Espíritu Santo, por el que han sido, son y serán distribuidas todas las gracias a los hombres.

Dios trabaja además fuera de sí mismo, en la producción y conservación de este gran universo, en los movimientos del cielo, en las influencias de los astros, en las producciones de la tierra y del mar, en la temperatura del aíre, en la regulación de las estaciones y en todo este orden tan hermoso que contemplamos en la naturaleza, y que se vería destruido y volvería a la nada, si Dios no pusiese en él sin cesar su mano.

Además de este trabajo general, trabaja con cada uno en particular; tra­baja con el artesano en su taller, con la mujer en su tarea, con la hormiga, con la abeja, para que hagan su recolección, y esto incesantemente y sin parar jamás. ¿Y por qué trabaja? Por el hombre, mis queridas hermanas, por el hombre solamente, por conservarle la vida y por remediar todas sus necesidades. Pues bien, si un Dios, soberano de todo el mundo, no ha estado ni un solo momento sin trabajar por dentro y por fuera desde que el mundo es mundo, y hasta en las producciones más bajas de la tierra, a las que presta su concurso, ¡cuán razonable es que nosotros, criaturas suyas, trabajemos, como se ha dicho, con el sudor de nuestras frentes» (Conf. Esp. n2 805-807).

San Vicente evoca también este doble aspecto de la actividad de Dios hablan­do de la administración de los bienes, y lo hace varias veces. Por ejemplo, al final de los avisos a Antonio Durand, joven superior, en 1656:

«Ya ve, padre, cómo de las cosas de Dios de que estábamos hablando he de pasar a los negocios temporales; de ahí puede deducir que toca al superior mirar no solamente por las cosas espirituales, sino que ha de preocuparse también de las cosas temporales; pues, como sus dirigidos están compuestos de cuerpo y alma, debe también mirar por las necesi­dades del uno y de la otra, y esto según el ejemplo de Dios que, ocupado desde toda la eternidad en engendrar a su Hijo, y el Padre y el Hijo en producir al Espíritu Santo, además de estas divinas operaciones ad intra creó el mundo ad extra, ocupándose continuamente en conservarlo con todas sus dependencias y produciendo todos los años nuevos granos en la tierra y nuevos frutos en los árboles, etc. Y el mismo cuidado de su adorable Providencia llega hasta hacer que no caiga ni una sola hoja de un árbol sin su aprobación; tiene contados todos los cabellos de nuestra cabeza 16. Y alimenta hasta al más pequeño gusanillo y al más humilde insecto. Esta consideración me parece muy oportuna para hacerle com­prender que no debe dedicarse únicamente a lo que es más elevado, como son las funciones que se refieren a las cosas espirituales, sino que además es preciso que el superior, que en cierto modo representa toda la amplitud del poder de Dios, atienda a las más menudas cosas tempo­rales, sin creer que esta atención es indigna de él» (Síg. XI/3, 241).

4. San Vicente meditó también cómo la generación del Hijo es la raíz de su Misión en la tierra: porque el Padre engendra eternamente a su Hijo por eso lo envía temporalmente a la tierra, a vivir nuestra condición mortal. El Padre ama al Hijo, pero lo envía… a sufrir, dice, hablando a las Hijas de la Caridad sobre la obediencia, el 23 de mayo de 1655:

«Cuando el Padre eterno quiso enviar a su Hijo al mundo, le propuso todas las cosas que tenía que hacer y padecer. Ya conocéis la vida de Nuestro Señor, cómo estuvo llena de sufrimientos, Su Padre le dijo: ‘Per­mitiré que seas despreciado y rechazado por todos, que Herodes te haga huir desde tus primeros años, que seas tenido por un idiota, que recibas maldiciones por tus obras milagrosas; en una palabra, permitiré que todas las criaturas se pongan contra ti.

Eso es lo que el Padre eterno le propuso al Hijo, que le respondió: `Padre, haré todo lo que me mandes’. Esto nos demuestra que hay que obedecer en todas las cosas en general» (Conf. Esp. Nº 1311).

La voluntad del Padre, a la que Jesús obedece, es de hecho, obedecer a los hombres, incluso a los malvados (Mt. 17, 21; Mc. 9, 30; Lc. 9, 44 (entregado en manos de los hombres); Mt. 20, 18 (entregado a los príncipes de los sacerdotes). Y cuando en Getsemaní dice: ‘Padre, hágase tu Voluntad’, es la de los príncipes de los sacerdotes la que se hará… y en ello ve la de su Padre . San Vicente meditó esto y lo explica a las Hijas de la Caridad, en junio de 1642:

«Mis queridísimas hermanas, nuestra conferencia de hoy será un tema de los más importantes que hay para vuestra perfección, la santísima obe­diencia, virtud tan agradable a Dios, que el Espíritu Santo ha dicho, por los Padres de la Iglesia, que la obediencia vale más que el sacrificio e hizo que su Hijo la practicase durante treinta años en la tierra, hasta la muerte. Jesucristo prefirió la santa obediencia a su propia vida. ¿No dijo a san Pedro, cuando quería impedir que los judíos le prendiesen: «¿No queréis que haga la voluntad de Dios mi Padre, que consiste en obedecer a los soldados, a Pilato y a los verdugos? Y sí no fuese porque tengo que cumplir esta santísima voluntad, habría legiones de ángeles que me ven­drían a liberar? (Mt 26, 52-54)» (Conf. Esp. Nº119).

Esto es verdad también para nosotros. Aparte del decálogo y del Nuevo Testamento, no oímos a Dios decirnos cuál es su voluntad… sino que siempre descubrimos esta voluntad, desde la Fe, a través de los hombres, individuos o comunidad, personas que nos quieren bien o no, y a través de los acontecimien­tos, las «causas segundas». Pensemos en los mártires o en todos los que son víctimas de la injusticia o de enfermedades crueles… Sería tan sencillo y fácil hacer la voluntad del Padre expresada con claridad… pero es en la noche y entre la niebla donde es bello creer en la luz…

Está claro, San Vicente no ve al Padre como a un «abuelo», como a un buen­ padre cariñoso; sabe por experiencia que si no hablamos de Él más que como lo hacen algunos versículos de los Salmos: «caminarás sobre áspides y víboras» Sal. 91 (90), 13; «muchas son las desdichas del justo, pero de todas lo libra el Señor» Sal. 34 (33), 20; el Salmo 36 entero, el Salmo 17, 49-51, etc.), llevaremos a algunos que sufren aflicciones a una terrible decepción, cuando no reciban alivio a su prueba aquí abajo.

El Padre no es cruel, pero el mundo creado por ÉL, lo mismo que la historia de los hombres, marcados por el pecado original, subsiste en medio de un juego de fuerzas ciegas, que a veces nos laminan. Vicente había visto demasiado como para tener una fe ingenua en la bondad del Creador: su Fe es un combate en medio de la noche, penetrado del misterio de un Dios que no interviene con frecuencia frente al mal. San Vicente recuerda que es la cruz de sus suplicios donde los mártires vieron la victoria con Jesús, pero experimentó que esta Fe sobrevive por encima de terribles cuestiones: algunas frases a este respecto dejó escapar. El 24 de agosto de 1647, describe los sufrimientos del P. Duperroy, en Polonia, a quien le habían cauterizado al hierro incandescente, algunas costillas careadas (en aquel entonces no había anestesias), y añade: «… decía dentro de mí mismo: ‘¿,Es ésa, Señor, la recompensa con que pagas a tus servidores, a ese hombre en el que jamás hemos notado la más pequeña falta, a esta persona que siempre ha permanecido fuerte como una roca en el lugar en que lo había colo­cado tu divina providencia, a pesar de todas esas calamidades de la guerra, de la peste y del hambre?’. Sin embargo, así es como trata Dios a sus servidores» (Síg. XI/3, 286).

Una frase así muestra que sus consejos de paciencia en los sufrimientos, ofreciéndolos al Padre, no son palabras fáciles, sino la victoria de la Fe sobre la angustia de la sensibilidad en las pruebas del otro: el Padre nos ama, incluso cuando, como a Jesús, parezca que nos abandona… Esto ocurrió a las Hijas de la Caridad y el pobre «Señor Vicente» trata de reconfortarlas, el 3 de Junio de 1653:

«Y nuestro Señor, cuando estaba en la cruz, ¿no se encontraba en medio de una gran desolación? ¿No sufría su naturaleza muchas penas por la repugnancia que sentía ante la muerte? Aunque supiese perfectamente que era por la salvación de los hombres y por la gloria de Dios su Padre, sin embargo, estaba lleno de dolores y trabajado por penas interiores, hasta exclamar: «¡Padre mío, Padre mío! ¿Por qué me has abandonado?». Pues bien, hermanas mías, ¿no veis por este ejemplo que esta disposición tan penosa no impide que uno sea agradable a Dios, ya que nuestro Señor no dejó de ser fiel a Dios su Padre? ¿No realizó en esos momentos tan dolorosos la obra admirable de la redención de los hombres? Conso­láos, pues, mis queridas hermanas, cuando sintáis esas penas, ya que así, por ser Hijas de la Caridad, tenéis la manera de imitar a nuestro Señor, vuestro Esposo, que ha sufrido tanto, y no creáis que sois infieles por tener tentaciones» (Conf. Esp. Nº 1042).

El P. Saint-Jure, a quien conoció San Vicente, también meditó esto: El hombre espiritual, 2ª parte, VIII, 6. ¡Cuántas personas hoy viven lo mismo!… Corremos el riesgo de hacerles daño diciéndoles demasiado a la ligera que Dios es Padre: «¿cómo un padre puede permitir esto?», dirán… Como Vicente, comencemos por escuchar, participar, vivir nosotros mismos esos interrogantes crueles.

Cualquiera que sea nuestra «misión», activa y luminosa o pasiva y dolorosa, ¿cómo actúa el Padre en nosotros? Ciertamente, los acontecimientos y los hombres nos hacen sufrir brutalmente más de una vez, pero ¿Dios? Vicente repite más de una vez que Él no quiere ser seguido por esclavos, sino por una adhesión libre, y por tanto, como nos dijo San Juan (6, 44), el Padre no nos empuja, nos atrae, espera que le pidamos lo haga. Escuchemos lo que San Vicente decía a las Hermanas el 14 de Julio de 1650:

«El primero consiste en pedir a Dios esa gracia; porque, hijas mías, ¿quién podría estar seguro de dar un solo paso en el camino de la virtud, si Dios mismo no nos pusiese en él y nos guiase? Es una verdad que proclama el Evangelio. «Nadie, dice nuestro Señor, viene a mí si el Padre no lo trae». Pues bien, hijas mías, para obtener esta gracia de la bondad de Dios, es justo que se la pidamos» (Conf. Esp. 862).

La Misión de Jesús no lo separaba de su Padre sino que vivía este servicio a su Padre y a los hombres en intimidad permanente con su Padre, incluso en la Cruz, cuando se sentía abandonado.

Éste es el modelo de nuestra unión de contemplación y acción, como lo expre­sa en la meditación con los misioneros, el 21 de febrero de 1659:

«¡Salvador mío Jesucristo, que te santificaste para que fueran santificados los hombres, que huiste de los reinos de la tierra, de sus riquezas y de su gloria y sólo pensaste en el reino de tu Padre en las almas… Si tú viviste así para con un otro tú, ya que eres Dios en relación con tu Padre, ¿qué deberemos hacer nosotros para imitarte a ti, que nos sacaste del polvo y nos llamaste a observar tus consejos y aspirar a la perfección? ¡Ay, Señor! Atráenos a ti, danos la gracia de entrar en la práctica de tu ejemplo y de nuestra regla, que nos lleva a buscar el reino de Dios y su justicia y a abandonarnos a él en todo lo demás; haz que tu Padre reine en nosotros y reina tú mismo haciendo que nosotros reinemos en ti por la fe, por la esperanza y por el amor, por la humildad, por la obediencia y por la unión con tu divina majestad » (Síg. XI/3, 442).

7. Siguiendo a Jesús, de quien somos los miembros, gozamos de esta intimi­dad con el Padre en la que pensamos demasiado poco. Evocando la inha­bitación de la Santísima Trinidad en nosotros, San Vicente comienza por el Padre, en términos bastante claros como para hacernos ver que no repite una lección, sino que comparte las luces que ha recibido. A los misioneros, con ocasión de Pentecostés (no hay indicación del año) dice:

«Si amamos a nuestro Señor, seremos amados por su Padre, que es tanto como decir que su Padre querrá nuestro bien, y esto de dos maneras: la primera, complaciéndose en nosotros, como un padre con su hijo; y la segunda, dándonos sus gracias, las de la fe, la esperanza y la caridad por la efusión de su Espíritu Santo, que habitará en nuestras almas, lo mismo que se lo da hoy a los apóstoles…

La segunda ventaja de amar a nuestro Señor consiste en que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo vienen al alma que ama a nuestro Señor, lo cual tiene lugar: 1.º por la ilustración de nuestro entendimiento; 2.° por los impulsos interiores que nos dan de su amor, por sus inspiraciones, por los sacramentos, etcétera.

El tercer efecto del amor de nuestro Señor a las almas es que no sólo las ama el Padre, y vienen a ellas las tres divinas personas, sino que moran en ellas. El alma que ama a nuestro Señor es la morada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, donde el Padre engendra perpetuamente a su Hijo y donde el Espíritu Santo es producido incesantemente por el Padre y el Hijo» (Síg. Xl/4, 736).

(Las mismas ideas encontramos en el Padre Saint-Jure, Del conocimiento y del amor del Hijo de Dios, N.S.J.C., París 1634; edición de Lyon 1866, tomo II, p. 153, citado por Luis Cognet, La espiritualidad moderna, I, L’essor, p. 447-448. San Vicente leía esto y hacía leer sus Meditaciones sobre las verdades [… ] de la Fe, París 1642, (cf. San Vicente, Conf. Esp. n2 179).

Y por último, incluso en los momentos en que nos sentimos abandonados por Él, debemos creer que el Padre nos escucha. Vicente lo dice a las Hijas de la Caridad, a propósito de la oración, el 31 de mayo de 1648:

«Jesucristo nos ha ofrecido toda la seguridad de que seremos bienveni­dos ante el Padre cuando oremos. No se ha contentado con hacer una simple promesa aunque hubiera sido más que suficiente, sino que ha dicho: «En verdad os digo que todo lo que pidáis en mi nombre, se os concederá». Así pues, con esta confianza, mis queridas hijas, ¿no hemos de poner todo nuestro cuidado en no perder las gracias que la bondad de Dios quiere concedernos en la oración, si la hacemos de la forma debida?» (Síg. IX/1, 380).

Esto nos lleva al tema de la Misericordia del Padre.

La misericordia

San Vicente habló mucho de la ternura, por una parte, 4º y 5º actos de caridad (Reglas Comunes, II, 12), que nos hace sensibles a las alegrías y a los dolores de los demás, y de la misericordia, por otra parte, que añade la compasión por los sufrimientos, las debilidades y los pecados de los demás, junto con el perdón. La enfoca desde nuestra parte, exhortándonos a vivirla, pero sabe que «es el propio espíritu de Dios» (Síg. (XI/3, 233) quien nos la puede dar.

Como nosotros, San Vicente considera, ante todo, la misericordia del Padre bajo el aspecto del perdón de los pecados. Con frecuencia nos invita a la conversión, a pedir perdón y misericordia a Dios, con gran confianza. Repite también que es la misericordia de Dios la que nos preservará de los pecados, que arruinarían tanto la Compañía de los Misioneros como la de las Hijas de la Caridad.

Los pasajes son muy numerosos, bastará uno solo. El largo borrador de la exhortación a un hermano moribundo, en1645, es una de las más bellas medita­ciones de San Vicente sobre la misericordia divina. Por suerte, tenemos todavía una copia fiel. Ciertamente, en ella nombra a Nuestro Señor, pero no es equivo­carnos si pensamos que habla del Padre. Veamos solamente algunos extractos:

«Ahora resulta que es nada menos que… el primero de todos los misio­neros, nuestro Señor, el que quiere llevarle a la misión del cielo… Sin duda, tiene usted que esperarlo así de su bondad y, con esta confianza, decirle humildemente: «¡Señor mío! ¿De dónde a mí tanta dicha? ¡Ay! ¡No soy yo el que la he merecido!… Por tanto, sólo lo espero de tu bondad y liberalidad, mi buen Señor. Y aunque… he cometido innumerables peca­dos, desidias e infidelidades que me hacen indigno de ello, yo espero sin embargo de tu bondad y liberalidad infinitas que me perdonarás esta gran deuda… Pues bien, es cierto que uno de los mayores honores y la mayor gloria que es usted capaz de darle en estos momentos, es esperar con toda la extensión de su corazón en su bondad y en sus méritos infinitos, a pesar de esa indignidad y esas infidelidades cometidas en el pasado; porque el trono de su misericordia es la grandeza de las faltas que per­dona. Esa confianza es la que él espera de usted…» (Síg. XI/3, 63).

Pero por ella misma, la misericordia se expresa ante todo por la creación y la Providencia: dar la vida, la vida espiritual, y procurar los medios para con­servarla y hacerla crecer.

Desde las primeras conferencias a las Hijas de la Caridad, San Vicente les enseña que Dios nos da la existencia espiritual llamándonos a su vida divina y a su servicio:

Esta imagen está tomada de la Conferencia II de San Francisco de Sales, Annecy, p. 22, y de los recuerdos de su amigo Jean Pierre Camus, El espíritu de San Francisco de Sales, VIII, sección 13, edición Migne, columna 434.

«Pero ¿cómo es que os ha escogido Dios para tan grande bien? Esa es la voluntad de Dios, escoge personas de poco valor. Escogió a los apósto­les para derribar la idolatría y convertir a todo el mundo. Sabed, hijas mías, que Dios empezó la Iglesia por unos pobres y decid: «Yo tampoco soy nada; por eso Dios me ha escogido para hacerle un gran servicio. Dios lo ha querido. Jamás me olvidaré de mi bajeza y adoraré siempre su gran misericordia sobre mí»… Animo, hijas mías; ved qué misericordia ha tenido Dios con vosotras al escogeros las primeras para esta fundación. Cuando Salomón quiso construir el templo de Dios, puso como fundamento algunas piedras preciosas para testimoniar que lo que quería hacer era muy excelente. ¡Quiera la bondad de Dios concederos la gracia de que vosotras, que sois el fundamento de esta compañía, seáis eminentes en la virtud! (Conf. Esp. Nº 26 y 34).

Lo repite el 19 de Julio de 1640, en una oración de consagración: ¡Oh, Dios mío! Nos entregamos totalmente a Ti; concédenos la gracia de vivir y morir en la perfecta observancia de una verdadera pobreza. Yo te la pido para todas nuestras hermanas presentes y lejanas. ¿No lo queréis también así hijas mías? Concédenos también de la misma forma la gracia de vivir y morir castamente. Te pido esta misericordia para todas las hermanas de la Caridad y para mí, y la de vivir en una perfecta observan­cia de la obediencia. Nos entregamos también a Ti, Dios mío, para honrar y servir toda nuestra vida a nuestros señores los pobres, y te pedimos esta gracia por tu santo amor. ¿No lo queréis así también vosotras, mis queridas hermanas? (Conf. Esp. Nº 59).

Lo mismo en cuanto a la Obra de los Niños Expósitos, el 7 de Diciembre de 1643:

«Al considerar el plan de la divina Providencia en este propósito, me he admirado mucho, hijas mías, de la elección que ha hecho desde toda la eternidad de vosotras, pobres muchachas de aldea, sin experiencia, sin ciencia … ¡Desde toda la eternidad, Dios pensaba en vosotras para un asunto de tal importancia! no solamente pensaba en fundar una Compa­ñía para este objeto, sino que se preocupaba incluso de escogeros a cada una en particular para formar parte de ella. Hijas mías, si com­prendieseis bien el plan de Dios sobre vosotras, os sentiríais felices de esta misericordia. ¡Que nuestro Señor os conceda esta gracia!» (Conf. Esp. n2 219).

Pues bien, para servir a Dios y a los pobres, hacen falta muchas virtudes, especialmente la mansedumbre y el respeto, dice el 19 de agosto de 1646, y es también la misericordia de Dios quien nos dará esta vida de virtudes:

«Le doy gracias de todo corazón y le suplico, al él que es la manse­dumbre, el amor y la caridad, que quiera, por su divina misericordia, insinuar en vuestros corazones las verdades que ha mostrado a vuestros espíritus. ¡Quiera su bondad infinita derramar en ellos este espíritu de respeto y de mansedumbre que, por su misericordia, os ha dado a cono­cer como tan necesario!» (Conf. Esp. Nº 434).

3. San Vicente nos invita por último a ser imágenes de la misericordia del Padre, por ejemplo el 6 de agosto de 1656, hablando sobre el espíritu de misericordia:

«Cuando vayamos a ver a los pobres, hemos de entrar en sus sentimien­tos para sufrir con ellos y ponernos en las disposiciones de aquel gran apóstol que decía: Omnibus omnia factus sum, me he hecho todo para todos (1 Cor 9,22). Para ello es preciso que sepamos enternecer nuestros corazones y hacerlos capaces de sentir los sufrimientos y las miserias del prójimo, pidiendo a Dios que nos dé el verdadero espíritu de misericordia, que es el espíritu propio de Dios: pues, como dice la iglesia, es propio de Dios conceder su misericordia y dar este espíritu. (Oración de las Letanías de los Santos). Pidámosle, pues, a Dios, hermanos míos, que nos dé este espíritu de compasión y de misericordia, que nos llene de él, que nos lo conserve, de forma que quienes vean a un misionero puedan decir: ‘He aquí un hombre lleno de misericordia’. Pensemos un poco en la necesidad que tenemos de misericordia, nosotros que debemos ejercitarla con los demás y llevar esa misericordia a toda clase de lugares, sufriéndolo todo por misericordia—.

Así pues, tengamos misericordia, hermanos míos, y ejercitemos con todos nuestra compasión, de forma que nunca encontremos un pobre sin con­solarlo, si podemos, ni a un hombre ignorante sin enseñarle en pocas palabras las cosas que necesita creer y hacer para su salvación. ¡Oh Salvador,… concédenos ese espíritu, junto con el espíritu de mansedum­bre y de humildad» (Síg. X113, 233).

Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, no solamente con un espíritu dotado de inteligencia y de corazón, de bondad, sino también como Providencia.

Los Padres lo habían expresado y esto lo vuelve a tratar Santo Tomás de Aquino, Quaestiones Disputatae De Veritate, cuestión 5, artículo 5 (Edición Léonine XXII, I, 151-152):

«Cuanto más próximo al primer principio (Dios) es un ser, tanto más noble es su lugar en el orden de la Providencia. Ahora bien, entre todos (152) los seres espirituales son más próximos al primer Principio, por eso se dice que están dotadas de su Imagen. Y por eso, no solamente reciben de la divina Providencia el ser objeto suyo, sino incluso el ser providen­cias’.(…) Y entre esas criaturas se encuentra el hombre, etc.».

Es también una idea que le gusta a San Vicente, que es tomista (excepto por lo que se refiere a la Gracia, en que es molinista): somos las manos de la Provi­dencia, por quienes las gentes podrán creer que el Padre es bueno.

Lo repite a sus cohermanos y a los superiores, encargados de la gestión de los bienes materiales, es preciso unir la vida de unión íntima con Dios y el servicio previsor a los cohermanos y a los pobres. Lo explica, por ejemplo, a los misioneros el 13 de diciembre de 1658, a propósito de los diversos servicios en la Compañía:

«¡Dios mío!, la necesidad nos obliga a poseer bienes perecederos y a conservar en la Compañía lo que Dios le ha dado; pero hemos de aplicar­nos a esos bienes lo mismo que Dios se aplica a producir y a conservar las cosas temporales para ornato del mundo y alimento de sus criaturas, de modo que cuida hasta de un insecto; lo cual no impide sus operaciones interiores, por las que engendra a su Hijo y produce al Espíritu Santo; hace éstas sin dejar aquellas (Mt.23,23). Así pues, lo mismo que Dios se com­place en proporcionar alimento a las plantas, a los animales y a los hom­bres, también los encargados de este pequeño mundo de la compañía tie­nen que atender a las necesidades de los particulares que la componen. No hay más remedio que hacerlo así Dios mío; si no, todo lo que tu Provi­dencia les ha dado para su mantenimiento se perdería, tu servicio cesaría y no podríamos ir gratuitamente a evangelizar a los pobres» (Síg. XI/3, 413).

De nuevo el 21 de febrero de 1659, a propósito de la búsqueda del Reino de Dios, expresa: «Nuestro Señor, en san Mateo, al hablar de esa confianza que hemos de tener en Dios, dice: ‘Ved los pájaros que ni siembran ni cosechan; sin embargo, Dios les pone la mesa en todas partes, los viste y los alimenta; hasta las hierbas del campo, y los lirios, tienen unos adornos tan maravi­llosos que ni Salomón, en toda su gloria, ha tenido otros semejantes’. Pues bien, si Dios mira por las aves y las plantas, ¿por qué no os vais a fiar vosotros, incrédulos, de un Dios tan bueno y providente? … He de decir aquí que los superiores están obligados a velar por las necesidades de cada uno y de proveer a todo lo necesario. Lo mismo que Dios se ha obligado a proporcionar la vida a todas sus criaturas, hasta a un insecto, también quiere que los superiores y encargados, como instrumentos de su providencia, velen para que no les falte nada necesario ni a los sacer­dotes, ni a los clérigos, ni a los hermanos, ni a cien, o doscientas, o trescientas personas o más, que estuviesen aquí, ni al menor, ni al más grande. Pero también, hermanos míos, tenéis que descansar en los cui­dados amorosos de la misma providencia para vuestro sustento, y conten­taros con lo que se os dé, sin indagar si la comunidad tiene con qué, o no tiene, ni preocuparos más que de buscar el reino de Dios, ya que su sabiduría infinita proveerá a todo lo demás» ( Síg. X1/3, 438).

Bastaría retener dos apóstrofes:

  • el primero a las Hijas de la Caridad, el 11 de Noviembre de 1657: «estáis destinadas a representar la bondad de Dios delante de esos po­bres» (Conf. Esp. Nº 1759)
  • y el otro a los Misioneros, el 30 de Mayo de 1659, sobre la Caridad: Reglas Comunes,ll,12, y XII, 551-552, 552-553, 554-555, 560): «y nosotros, hermanos míos, si tenemos amor, hemos de demostrarlo lle­vando al pueblo a que ame a Dios y al prójimo, a amar al prójimo por Dios y a Dios por el prójimo. Hemos sido escogidos por Dios como instrumentos de su caridad inmensa y paternal, que desea reinar y ensancharse en las almas. ¡Si supiéramos lo que es esta entrega tan santa! ¡Jamás lo comprenderemos bien en esta vida, pues si lo comprendiéramos, obraría­mos de manera muy distinta, al menos yo, miserable de mí! (Síg. XI/4, 553).

Conclusión

La misericordia explica que los rasgos dominantes en que insiste San Vicente a propósito de Dios son la confianza y el amor, y la alegría que Dios tiene al ver a un alma que se entrega a Él y pone en Él su confianza.

Lo enseña con frecuencia. Citemos la conferencia del 1 de Mayo de 1648 a las Hijas de la Caridad: «Sí, hermanas mías, el gusto de Dios, la alegría de Dios, el contento de Dios por así decirlo, consiste en estar con los humildes y sencillos que permanecen en el conocimiento de su miseria» (Conf. Esp. n2 656) o también, el 19 de diciembre de 1657: pues recibe todo su placer de las almas que se han entregado a él para servirle» (Conf. Esp. Nº 1869).

San Vicente, al mismo tiempo considera la grandeza inmensa de Dios y cree en la importancia de la adoración, y sabe recordárnoslas.

La humildad, una de las tres virtudes de las Damas y de las Hijas de la Caridad y de las cinco virtudes del misionero, no es en el fondo sino un aspecto de la adoración, es reconocer nuestro estado de criaturas (sentido de la palabra «anonadamiento») y lo infinito de Dios. Dice en la conferencia sobre las cinco virtudes, el 22 de agosto de 1659: «La humildad hace que una persona se anonade, para que sólo se vea a Dios en ella y se le dé gloria a él». (…) por la humildad nos anonadamos y establecemos a Dios como soberano Ser» (Síg. XI/4, 588).

Entonces se establecerán lazos entre Dios y nosotros, entre los pobres y nosotros, como decía San Vicente a las Hijas de la Caridad, el 13 de febrero de 1646: «los pobres asistidos por ella (la Hija de la Caridad) serán sus interceso­res delante de Dios; acudirán en montón a su encuentro; dirán al buen Dios: «Dios mío, ésta es la que nos asistió por tu amor; Dios mío, ésta es la que nos enseñó a conocerte (…) ésta es la que me enseñó a creer que había un Dios en tres personas; yo no lo sabía. Dios mío, ésta es la que me enseñó a esperar en Ti; ésta es la que me enseñó tus bondades por medio de las suyas» (Conf. Esp. Nº 416).

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