San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 7, capítulo 2

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Abate Maynard, Canónigo de Poitiers · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1880.
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Capítulo II: Las Damas de la Caridad

I. Origen e institución de las Damas de la Caridad.

A las siervas, a los ecónomos de los pobres, es hacía falta un fondo para surtir a tantos gastos; si este fondo, las santas hermanas, tan pobres ellas mismas, no podían ni formarlo ni mantenerlo, necesitaban por lo tanto proveedoras que, en sus propias riquezas o en sus opulentas relaciones, necesitaran los recursos necesarios para componer y alimentar sin cesar el tesoro de las buenas obras; especie de granjeras generales que recogen todos los tributos de la caridad y siempre prestas a emplearlos en el socorro de todos los miserables; en una palabra, las Hijas de la Caridad apelaban como complemento a las Damas de la Caridad.

Fue el año 1634 el que vio nacer este nuevo establecimiento. Vicente regresaba de un viaje, emprendido por orden del obispo de Beauvais, para visitar a unas religiosas Ursulinas, cuando la Presidenta Goussault le vino a ver a San Lázaro y le propuso una obra cuya idea le preocupaba hacía tiempo. Rica y hermosa, viuda en la flor de su juventud, que vamos a ver jugar aquí un papel tan grande, había rechazado los partidos más ventajosos, para entregarse más libremente al ejercicio de una eminente caridad. En adelante pondrá su riqueza y su persona al servicio de los pobres; en medio del lujo y de las relaciones del mundo, vivirá como una de las Hijas de la Caridad, de las que adoptará todas las prácticas compatibles con su condición, y morirá lamentando no haber pertenecido enteramente a esta santa compañía, y recomendándole la fidelidad a sus reglas, garantía segura de las bendiciones del cielo sobre ella1. Quedándose en el mundo hizo mayor bien que comprometiéndose con la Compañía ya que, en lugar de ser una simple obrera, se va a convertir, de alguna forma, en ministro de Vicente de Paúl en el departamento de los asuntos exteriores de su caridad.

Así pues, un día del año de 1634, la presidenta Goussault venía a proponer al santo sacerdote una obra nueva. Entre los pobres que se complacía en visitar, estaban los enfermos del Hôtel-Dieu de París; es porque elle entreveía allí la ocasión de un ejercicio de caridad admirable. Por ese gran establecimiento pasaban cada año una veinticinco mil personas, de toda edad, de todo sexo, de todo país, de toda religión. ¡Qué cosecha que recoger para Dios en ese vasto campo, si estuviera bien cultivado! Pero lo que faltaba que fuera así a los ojos de la presidenta, quien se había convencido, en sus frecuentes visitas, de que a los pobres les faltaban muchos socorros tanto para el cuerpo como para el alma.

Y no obstante, desde hacía algunos años , se habían producido acertados cambio en el Hôtel-Dieu, gracias a a Margarita Bouquet, llamada del Santo nombre de Jesús, la cual entrada al servicio de los pobres de este hospital hacia 1613, había fundado un noviciado, establecido el orden entre las religiosas y los pacientes; mejorado las camas y los alimentos de los enfermos, la preparación de las medicinas, obtenido la reforma casi completa del reglamento. El Hôtel-Dieu se convertía así en la casa madre de una orden de religiosas que iban a extenderse de allí a todas las partes de Francia adonde llevar los buenos métodos de asistencia a los enfermos. Convento al mismo tiempo que hospital, no contaba con menos de cien profesas y cincuenta novicias, bajo la regla de san Agustín. Estaba administrado temporalmente por una comisión laica, y gobernado en lo espiritual, por nombramiento y bajo la jurisdicción del capítulo de Nuestra Señora, por veinticuatro eclesiásticos, uno de los cuales, llevando el título de maestro, tenía por función mantener la buena disciplina en el servicio de sus subordinados. De estos, catorce estaban encargados de la administración de los sacramentos y de las diversas funciones del ministerio, y los otros nueve calificados de Capellanes, de cantar el oficio canonical; dos de los primeros, llamados vicarios, uno Alemán, los otros Irlandeses confesaban a los enfermos de sus países.

Pesar de todo, en 1634, el servicio del Hôtel- Dieu dejaba mucho que desear, tanto en lo espiritual como en lo temporal, ya que hay que decir que la organización descrita aquí arriba no se cumplía todavía, y que se debía en su perfeccionamiento, precisamente, a la intervención de las Damas de la caridad.

Después de escuchar el relato de la presidenta Goussault, Vicente, tan bien informado, de las necesidades de los pobres y de lo que faltaba en su servicio, no pudo por menos de reconocer la justeza de sus observaciones y la legitimidad de sus quejas. «Pero, le respondió él, hay males de se deben sufrir, sobre todo si el remedio los iba a traer peores. Además, no podría convenirme meter la hoz en mies ajena. El Hôtel-Dieu esta gobernado, en lo espiritual y en lo temporal, por directores y administradores a quienes tengo por muy competentes. Yo no tengo ni carácter ni autoridad para impedir los abusos que se pueden encontrar allí como en otras partes. es de esperar que los encargados del gobierno de esta gran casa le apliquen los remedios necesarios.

Por muy prudente que fuera este discurso, la presidenta estuvo lejos de quedar satisfecha. Por eso, renovó. multiplicó sus insistencias, sin poder no obstante otra repuesta. Pero, a pesar de ser rechazada tantas veces, no se cansó de volver a la carga con esta obstinación que las mujeres emplean felizmente en el bien como en el mal. No hallándose con las fuerzas suficientes sola, buscó refuerzos ante el arzobispo de París. el Prelado, después de escuchar su relato vivo y apasionado, hizo saber a Vicente de Paúl que vería con satisfacción acceder a las a las propuestas de la presidenta, y establecer una compañía de Damas que se ocuparan en particular de los enfermos del Hôtel-Dieu.

Sobre la palabra de su obispo, el santo no dudó más de la voluntad de Dios. Sin otra deliberación ni retraso, invitó entonces a algunas mujeres de condición y de piedad a acudir el día señalado a casa de la presidenta. Las damas de Ville-Savin, de Bailleul, del Mecq, de Sainctot y Pollalion fueron fieles a la cita. Casi todas estas damas pertenecían a la magistratura. Vicente, totalmente inclinado hacia la nueva obra, abrió la asamblea con un discurso tan enérgico, apoyándose en la necesidad, la importancia y la grandeza, que todas se comprometieron en la obra. les señaló una nueva asamblea para el lunes siguiente, y les encargó que invitaran a todas aquellas de sus amigas que creyeran dispuesta a entrar en el mismo plan. Por encima de todo les pidió que pusieran el asunto en las manos de Dios, y comulgaran con esta intención. Reclamó también las oraciones de la señorita Le Gras, diciéndole que la necesitaría el día señalado, y a cuatro de sus Hijas.

La segunda asamblea fue más numerosa que la primera. Entre las nuevas asistentes, tan distinguidas por su virtud como por su rango, nombremos a Elizabeth d’Aligre, cancillera de Francia; Anne Petau, viuda del señor Regnauld, señor de Traversay; Charlotte de Ligny, presidenta Vialard de Herse, señorita Violle, hermana de un abogado en el parlamento llamado Defita, y entrada por matrimonio en la familia de la Fronda tan conocida, y Marie Fouquet, nacida Maupeou, madre del famoso superintendente de las finanzas. Fue Marie Fouquet, aquella mujer tan unida a Dios y a los pobres quien, al enterarse de la desgracia de su hijo, se contentó con exclamar: «Os doy gracias, Dios mío, os había pedido siempre la salvación de mi hijo; este es el camino.» Una vez lanzado ya el proyecto en la asamblea precedente, no quedaba más que organizarlo en ésta. Se procedió pues a la elección de tres oficialas de la compañía; de una superiora, de una asistenta y de una tesorera: la presidente Goussault fue elegida naturalmente la primera superiora, y Vicente establecido director perpetuo, la señorita Pollalion nombrada tesorera. Al cabo de unos días la Compañía estaba manos a la obra y contaba ya con más de un centenar de Damas. En efecto, en una carta del 25 de julio de 1634 que Vicente escribió a du Coudray en Roma para encargarle de conseguir indulgencias a favor de las Cofradías de la Caridad , se lee: «Hemos erigido un ramillete de cien o ciento veinte Damas de alta calidad quienes, cada día, de cuatro en cuatro, visitan y socorren hasta ochocientos o novecientos enfermos pobres, con gelatina, consomés y toda clase de dulces, aparte del alimento ordinario que la casa les proporciona, para disponer a esta pobre gente a hacer la confesión general de su vida pasada y a procurar que los que mueren salgan de este mundo en buen estado y que los que se curan hagan resolución de no ofender más a Dios, lo que se consigue con una bendición especial.»

Este número se incrementó, se dobló en pocos años, y se vio ingresar a mujeres de la primera nobleza, a princesas incluso: la condesa de San Pablo, la condesa de Soissons, a María de Gonzaga, a la Señora Princesa2, que creían realzarse ante Dios rebajándose delante de los pobres. La corte quiso también tener su Compañía de caridad, formada según el modelo de las Damas de la Asamblea, y para ordenar este piadoso designio, Vicente de Paúl redactó este reglamento:

Reglamento de las damas de la Caridad en la corte.

«La Compañía de las Damas de la Caridad será instituida para honrar a la de Nuestro Señor y a la de su santa Madre, y a las damas que le han seguido y administrado las cosas necesarias a su persona, a su Compañía, y a veces a los grupos que le seguían, practicando y asistiendo a las compañías de la Caridad del Hôtel-Dieu, de los niños expósitos, de los forzados, de las niñas de la señorita Pollalion y del Étang, y de las pobres jóvenes sirvientas de la Caridad de las parroquias, de las Hijas de la Madeleine, y en general de todas las buenas obras instituidas por mujeres en este siglo.

«Estará compuesta de la persona sagrada de la reina y de un pequeño número limitado de las damas que le agrade elegir a este efecto, de tres en tres, las cuales serán deputadas sucesivamente de cada una de las compañías, referirán sus estados y necesidades a dicha compañía para resolver las necesidades que hayan encontrado, por mayoría de votos que serán recogidos y resueltos por Su Majestad, y tendrán estos departamento durante un año, al cabo del cual, cambiarán a suertes, y la reina tendrá la dirección perpetua de dicha compañía.

«Dichas Damas se entregarán a adquirir la perfección cristiana y de su condición, harán oración mental de media hora al menos y oirán la santa misa, leerán un capítulo de la Introducción a la vida devota, o del Amor de Dios, harán examen general cada día, y se confesarán y comulgarán al menos cada ocho días.

«Se reunirán donde señale la reina todos los primeros viernes de mes, y hablarán humilde y devotamente, durante media hora de las cosas que nuestro Señor les haya concedido en la oración por la mañana del día de la asamblea sobre el tema que se les haya propuesto de las virtudes cristianas propias de su condición.

«Informará luego por orden las dificultades y necesidades que se haya encontrado cada una en la Compañía, a la que se las haya destinado, y Su Majestad, una vez oído y mandado opinar a dichas Damas sobre este asunto, recogidas las opiniones de cada una de ellas, mandará lo que ella encuentre lo mejor ante Dios, cosa que se escribirá en un registro y se realizará por cada una de las Damas en su departamento, las cuales se reunirán el primero de cada mes, de tres en tres para tratar de los mismos asuntos de las compañías, que les hayan sido encomendadas, y resolverlos, y se contentarán con llevar los principales a la asamblea que se tendrá en presencia de la reina.

«Ellas tendrán por máxima no tratar en ellas asuntos particulares ni generales, sobre todo de lo de Estado, ni servirse de esta ocasión para hacer sus propios asuntos, honrarán a la reina y simpatizarán con su servicio con afecto muy particular, y se querrán unas a otras como hermanas de Nuestro Señor que las ha unido con los de su amor, se prestarán mutua ayuda y consolarán en sus enfermedades y afectos, comulgarán a la intención de los enfermos y de aquellos que revelen y honren al fin el silencio de nuestro Señor en todas las cosas que se refieran a la Compañía, por que el príncipe del mundo se burla de las cosas santas que se divulgan en el mundo.»

Pero es a las Damas de su asamblea, como se las llamó en adelante, a las Damas principalmente destinadas a la asistencia del los enfermos del Hôtel-Dieu, a quienes Vicente dirigió su atención particular, y a ellas también quiso darles reglas. Hacer el bien a la vista de todos para difundir su santo contagio; hacérselo al alma de los enfermos más que al cuerpo; hacérselo por último con tal que no pareciera un reproche a las personas que, encargadas de este cuidado por profesión, lo habían podido omitir: tales fueron los principios; luego les dijo: Antes de vuestra visita, invocaréis la asistencia de Nuestro Señor, que es el verdadero padre de los pobres, por medio de la santísima Virgen y de san Luis, fundador de esta casa. Al entrar en el Hôtel-Dieu, os presentaréis en primer lugar a las religiosas y les rogaréis que vean con buenos ojos, que para participar en sus méritos tengáis el consuelo de de servir a los enfermos con ellas. si por casualidad se encontrara a alguna que pareciera no miraros con buenos ojos, tendréis mucho cuidado en no contradecirle y no saliros con la vuestra. Honraréis a todas esas hermanas como a vuestras madres, como a las señoras de la casa y a las esposas de Jesucristo. en cuanto a los pobres, les hablaréis con mucha dulzura y humildad; y, para no contristar a estos desdichados, a quienes el lujo de los ricos hace sentir mejor el peso de sus miserias, no os presentaréis a ellos sino con ropas sencillas y modestas; y, para hacer que escuchen vuestras piadosas exhortaciones, les procuraréis muchos cuidados que la casa no les ofrece. Finalmente, para no herir el orgullo del mundo y no exponeros a sus censuras, evitaréis no sólo hacerse las sabias al instruir a los enfermos, sino también parecer hablar de vosotras mismas; tendréis siempre a mano un librito que se imprimirá a este fin, y que encerrará aquellas verdades cristianas cuyo conocimiento es más necesario.»

II. Las Damas del Hôtel-Dieu.

Así hicieron las Damas de la Caridad. Por sus modales sencillos y respetuosos, se ganaron muy pronto el corazón de las religiosas del Hôtel-Dieu. Tuvieron toda la libertad de recorrer las salas y las camas, para consolar a los pobres, hablándoles de Dios, ayudarles a sacar provecho de sus enfermedades y disponerlos a una muerte cristiana. Hasta entonces había sido la costumbre de obligar a los enfermos, desde su entrada en el Hôtel-Dieu, hacer su confesión y comulgar. ¿Qué podían ser unos sacramentos recibidos así a toda prisa, sin preparación ni instrucción? Casi siempre sacrilegios; tanto más que los protestantes mismos, por miedo a no ser admitidos o a ser tratados peor, se confesaban y comulgaban como todos los demás; y sin embargo esta confesión hecha, se dejaba a los enfermos en paz hasta la hora de la muerte, es decir hasta la hora en que eran menos capaces todavía de reparar los desórdenes de su vida.

Las Damas comenzaron por obtener la supresión de estos abusos. Ante todo, se dedicaron a instruir a los enfermos, a prepararles el examen de su conciencia, a inspirarles sentimientos de dolor y resoluciones santas; todo ello con la sencillez que les había sido recomendada, confundiendo su suerte con la de estos desdichados, y dando la impresión no de prescribir sino de contar lo que les habían dicho a ellas mismas. «Mi buena hermana, decían a una pobre enferma, ¿hace mucho que no os habéis confesado?. ¿No tendría la devoción de hacer una confesión general, si le decimos cómo se hace? me han dicho a mí que era importante para la salvación hacer una buena antes de morir, tanto para reparar las faltas de las confesiones ordinarias que yo he hecho quizás, como para lograr un mayos dolor de mis pecados, recordando los más graves que he cometido en toda mi vida, y la gran misericordia con la que Dios me ha soportado, no condenándome ni enviándome al fuego del infierno cuando lo he merecido, sino esperándome a hacer penitencia para perdonármelos y para darme al fin el paraíso, si yo me confesara a él de todo corazón, como tengo un buen deseo de hacer con el auxilio de su gracia. Pues, vos podéis tener las mismas razones que yo para hacer esta confesión general, y de entregaros a Dios para vivir bien en lo sucesivo. Y si queréis saber lo que tenéis que hacer para recordar vuestros pecados, y luego para confesaros bien, me enseñaron a mi misma a examinarme como os lo voy a decir, etc. .También me enseñaron cómo había que formar en mi corazón una verdadera contrición de mis pecados y a hacer actos así, etc. , como también actos de fe, de esperanza y de amor de Dios…»

Tal fue el método que Vicente sugirió a las Damas y que practicaron con edificación y frutos maravillosos. Una vez instruidos lo suficiente los enfermos y preparados, ellas acudían a los confesores, se dirigieron primero a religiosos de San Victor, pero habiendo surgido alguna dificultad entre ellos y los canónigos de Nuestra Señora, superiores de la casa, ellas recurrieron, con la aprobación del capítulo, a dos sacerdotes seculares, uno de los cuales que sabía muchas lenguas se puso al servicio de los extranjeros. Estos dos sacerdotes pronto fueron insuficientes para la tarea. Entraban en el Hôtel-Dieu cincuenta, sesenta y hasta cien enfermos al día; su población habitual de mil o mil doscientos, alcanzó y sobrepasó los dos mil. ¿Qué era esto para dos sacerdotes, aunque secundados por las Damas, para una misión tan vasta? Tanto más por no poder las Damas encargarse convenientemente de la instrucción de los hombres más ignorantes todavía y más alejados de Dios que las mujeres. Ellas convinieron pues con la superiora en colocar a seis sacerdotes en el Hôtel-Dieu, para instruir a los hombres y administrar los sacramentos a todos los enfermos. Notemos que esto no era más que un suplemento para los sacerdotes habituados del hospital. Pero, como ya se ha dicho, hallándose éstos ligados al coro para el servicio divino, era necesario que sacerdotes, descargados de toda otra obligación, se emplearan exclusivamente del cuidado espiritual de los enfermos. Tales fueron los seis sacerdotes añadidos procurados por las Damas de la Caridad. Éstas les daban a cada uno cuarenta escudos al año; el capítulo les aseguraba sus misas en Nuestra Señora y el administrador les proporcionaba alojamiento y alimentación en el Hôtel-Dieu; todos los interesados contribuían así a su honroso mantenimiento. Vicente había tomado para sí la preparación en sus funciones santas y su mantenimiento espiritual. Antes de entrar en el Hôtel-Dieu debían hacer un retiro en San Lázaro, y volver cada año a esta fuente de la caridad.

Entre tanto las Damas continuaban allí sus visitas y su sus cuidados. Un ejemplo tan hermoso impresionó y arrastró a los hombres, que quisieron entregar el mismo oficio a los de su sexo. Leemos, en efecto, en una carta de san Vicente, del 20 de setiembre de 1650:

«Cuántas personas de gran condición piensan ustedes que hay en París de uno y otro sexo, que visitan, instruyen y exhortan a los enfermos del Hôtel-Dieu a diario, llevados por una devoción admirable, incluso con perseverancia? La verdad es que a quienes no lo han visto les cuesta creerlo, y los que lo ven se sienten edificados; ya que, en efecto, esa vida es la vida de los santos y de los grandes santos, que sirven a Nuestro Señor en sus miembros y de la mejor manera que es posible.»

Para cuidar de las Damas, cuya conservación era tan necesaria a los pobres, Vicente, dos años después de la fundación de su Compañía, trazó un nuevo reglamento que las aliviaba mucho sin perjuicio de los enfermos. Hasta entonces, las mismas Damas se habían encargado del servicio de los pobres, de su instrucción y de su preparación a la muerte; quiso dividir estos empleos, para que no se dañaran uno a otro, y se distribuyeran según las aptitudes. En consecuencia, él las reunió en asamblea general, y en ella se decidió que se repartirían en dos clases; a unas el servicio, a otras la instrucción; cada tres meses, catorce serían nombradas para esta doble función; dos de éstas irían cada día de la semana al Hôtel-Dieu, después de recibir la bendición del canónigo de Nuestra Señora que fuera en ese momento superior; en las cuatro témporas del año, se procedería a una nueva elección; las Damas que salieran del cargo informarían a la asamblea de forma sencillo y fiel sobre el método y éxito de su trabajos, para servir de regla y de entusiasmo a las que deberían sucederlas..

Esto con relación al servicio espiritual de los enfermos; en cuanto al servicio corporal, había que ser tan delicados y tan atentos, como introducción y pasaporte del primero. Entre la comida y la cena, e incluso antes de la primera de estas comidas, o no se les daba nada a los enfermos, o no se les servían más que alimentos poco proporcionados a su estado de desgana y languidez. La presidenta Gousault lo había observado con dolor, puesto que las comodidades de la fortuna le hacían sensibles por el contraste, lejos de hacérselos olvidar, las privaciones de los pobres. A ella le habría gustado establecer entre ella y ellos, en el tiempo de las enfermedades, la santa igualdad cristiana.

En la segunda asamblea, ella dio, sobre este asunto, su informe a sus compañeras y, vivamente apoyada por Vicente de Paúl, les comunicó sus tiernos planes. Así pues se determinó, en el acto, que se alquilaría una casa cerca del Hôtel-Dieu, y que se estableciera allí a Hijas de la Caridad para preparar el desayuno y la colación de un millar de enfermos. Durante el verano, debían ser, por la mañana, caldos de leche; por la tarde, pan blanco, bizcochos, confituras, gelatina, frutos de la estación; en invierno, limones, fruta cocida, asados de azúcar; el todo, según la enfermedad de cada uno o su grado de convalecencia. Las Hijas de la Caridad compraban la materia prima, y las Damas tenían el honor de ayudarlas ya en la confección ya en la distribución de estos dulces.

Se dirigían al Hôtel-Dieu a la una de la tarde de ordinario y se quedaban hasta las cuatro. Después de una visita al Santísimo Sacramento, pasaban a una habitación donde las religiosas las ceñían con un delantal blanco. Cada una tomaba entonces las armas de la caridad, ésta una bandeja de frutas, aquélla un plato de helado, otra confituras; y, con tenedor y cuchara en la mano, se repartían las salas, acompañadas de Hijas de la Caridad, pasaban de una cama a otra presentaban a cada enfermo lo que deseaba. Si alguno estaba tan débil que no pudiera tomar el alimento por sí mismo, ellas se lo ponían en la boca después de haber hecho una bendición. Así estas mujeres de la primera nobleza servían a los pobres con la ternura de una madre para con su hijo, o mejor con la religión de las santas mujeres con Nuestro Señor mismo. Acabada la distribución, iban a dejar los delantales, traje y librea de la caridad, y regresando ante el Santísimo Sacramento, daban gracias a Dios por el honor y la gracia que les había concedido de dejarse servir por ellas en la persona de los pobres, y le pedían por su salud y su salvación. Vicente de Paúl estaba ausente de París cuando comenzó este servicio. Cuando se enteró de ello, escribió a la señorita Le Gras: «Dios os bendiga, Señorita, por haber ido a colocar a vuestras hijas en el trabajo en el Hôtel-Dieu, y estar en todo lo que pasó después. Cuidaos; ya veis cómo necesitamos vuestra pequeñez, y qué sería de vuestra obra sin vos. Doy gracias además a Nuestro Señor por las que ha concedido a vuestras hijas por ser tan buenas y generosas. Parece que su bondad suple en lo que decís que las falláis.»3 Consejo necesario ya que la señorita Le Gras, que había secundado con ardor a las Damas en los comienzos de su piadosa empresa, se entregó a ella con exceso después del establecimiento de sus hijas en el Hôtel-Dieu. Vicente tuvo que escribirle: «Estar siempre en el Hôtel-Dieu no es conveniente; pero ir y venir, más acertado. No temáis emprender demasiado, haciendo el bien que se os presenta; sino temed al deseo de hacer más de lo que hacéis, y a que Dios no os conceda el medio de obrar. El pensamiento de ir más lejos me hace temblar de miedo, porque me parece un crimen a los hijos de la Providencia. Agradezco a Nuestro Señor por la gracia que ha concedido a vuestras hijas de ser tan generosas y tan bien dispuestas a prestarle servicio. Existen motivo de creer que su bondad, como vos decís, se digna suplir lo que les pueda faltar por vuestra parte, hallándoos necesitada de entregaros con frecuencia a otras cosas que las que tocan a su dirección.»

La señorita Le Gras no se contentó con prestar a las Damas su persona y sus hijas; sino que, por una ingeniosa combinación, ella les ayudó a sostener el gasto enorme de las distribuciones del Hôtel-Dieu. Ella enseñó a sus hijas a hacer el helado, las confituras y, una vez que lo supieron, les hizo preparar, aparte de la cantidad necesaria al hospital, , provisiones considerables que se vendían en París a beneficio de los pobres. Santo comercio que Dios bendice y aumenta la caja de la caridad!

Decir cuánto en cantó al pueblo y a la nobleza el espectáculo de mujeres de esta condición que asisten a los pobres con una humildad de criadas y con una ternura y una gracia de la que éstas habrían sido incapaces; lo que produjo en limosnas, en proselitismo, en conversiones, sería algo imposible. Sólo Dios sabe el número de enfermos que, tocados primero de agradecimiento por los servicios prestados en su enfermedad, fueron llevados luego a la religión que les había inspirado, y pasaron a una vida o a una muerte cristiana. Que no se juzgue por el solo número de las conversiones o de los regresos a la verdadera religión. En un solo año, que fue el primero de la obra, hubo más de setecientas sesenta abjuraciones, tanto de Turcos heridos y capturados en el mar, como de luteranos y de calvinistas. La caridad de las Damas, las bendiciones con las que Dios las recompensaba, elevaron el Hôtel-Dieu a una estima tal, que los ricos burgueses pedían se admitidos en sus enfermedades, pagando con amplitud sus gastos, con la única condición de ser tratados como los pobres.

III. Otras obras de las Damas.

Esta obra también sobrevivió a san Vicente de Paúl. Después de la presidenta Goussault, la Compañía tuvo sucesivamente por superioras a las Sras. de Soucarière, de Lamoignon y de Aiguillon. La Sra. de Lamoignon, nacida María de Landes, se había puesto bajo la dirección de san Francisco de Sales en los viajes que él hizo a París. Después de él, se puso bajo la dirección de Vicente de Paúl y tomó parte en todas sus obras caritativas. Cuando el pueblo veía al santo sacerdote dirigirse hacia el hotel de la presidenta: «Mirad al padre de los pobres, decían, que va a casa de la madre de los pobres.»4 La Sra. de Lamoignon formó una asociación que tenía por fon la liberación de los prisioneros por deudas y la asistencia general a todos los prisioneros. La sociedad contó pronto no sólo con mujeres y eclesiásticos, sino con señores y con magistrados. Tuvo como primer superior a de Morangis, maestro de pleitos, y por primeros asociados a los marqueses de Laval y de Urié, al vizconde de Argenson, a los señores de Lavau, de Ornano, Talin, del Balloy. Todos visitaban las prisiones, se informaban de las necesidades de los prisioneros y liberaban a los que merecían más interés. El rey contribuía a ello todos los años con una suma considerable, y el arzobispo de Parías pagaba el rescate del prisionero que le presentaban la asociación el domingo de Ramos. La obra sobrevivió a la piadosa fundadora: ella existía aún en el momento de la Revolución y, recién restablecida, continúa sus cuidados con los pobres prisioneros.

Así es como el ejemplo de Vicente mantenía as obras caritativas. Ya que, en su escuela había bebido la presidenta su amor ardiente de los pobres. más de una vez se celebró en su casa la asamblea de las Damas, y fue siempre una de las mejores operarias de la caridad del santo sacerdote. por eso, cuando él se enteró de su muerte, ocurrida el 31 de diciembre de 1651. se subió al coche para ir a verla en su lecho fúnebre. Y en el trayecto, no cesaba de deplorar, ante el hermano Ducourneau que le acompañaba la perdida que acababan de sufrir la Iglesia y los pobres5.

Es verdad que fue reemplazada por su hija, Magdalena de Lamoignon, hermana del ilustre presidente de este nombre. La Señorita de Lamoignon, fuera de las lecciones y el ejemplo de su madre,, tuvo también entre sus directores a Francisco de Sales y a Vicente de Paúl. Ella se vio naturalmente formando parte de la compañía de las Damas que se reunía en su casa, y se convirtió en una de las más activas y de las más ingeniosas. Tenía en casa todo un bazar al servicio o en favor de los pobres. A los que no podía y socorrer en persona, llegaba con sus limosnas en todas las provincias de Francia, y hasta en Polonia, en Berbería y en Canadá. Con ocasión de la fundación del Hospital General se fue a ver a la Señora de Bullion, su pariente, viuda del superintendente de las finanzas, y recibió de ella en diferentes ocasiones hasta 80 000 escudos que contribuyeron en gran parte al éxito de la empresa. En los tiempos de escasez y de miseria, llamaba a todas las puertas. Entones, pero sólo entonces, recibía la corte la visita interesada de su caridad. Escribía en Languedoc al príncipe y a la princesa de Conti, y al ver su cofrecito vacío, la piadosa Ana María Martinozzi le enviaba para los pobres, recomendándole silencio, una joya de 50 000 escudos, que compraba Luis XIV: -objeto tan precioso que sólo podía comprar entonces un rey- respetando su secreto. Por lo demás, cuatro veces al año Luis XIV le enviaba dinero y no quería nunca que le diera cuenta. Le escribía sobre sus campañas únicamente para encomendarse a sus oraciones. Mujer admirable que volveremos a ver más de una vez en esta historia. Cuando murió, el 14 de abril de 1687, se calculó que había distribuido más de 500 000 libras en limosnas.

Tales eran los alumnos de Vicente de Paúl y los ministros de su caridad. Sí, las alumnas, porque habían sido evidentemente formadas en la escuela de sus asambleas. Él las reunía con frecuencia y las comprometía a no faltar nunca a la cita, haciéndoles comprender su ventaja. «Nuestro Señor, les decía, se complace en estas asambleas, puesto que ha prometido a los cristianos reunidos en su nombre hallarse en medio de ellos y escuchar su oración común. En las asambleas se instruye uno de lo que se va a hacer; se animan unas a otras; se enardecen mutuamente; se reconocen las faltas y se les busca remedio: se ven los adelantos y duración de la obra; se entra en conocimiento más íntimo con sus compañeras y se crean lazos más estrechos de caridad mutua; se recibe el consuelo de saber los bienes que se han hecho en la Compañía. ¿No sentiréis consuelo, Señoras, cuando me escuchéis decir lo que vosotras sabéis quizá mejor que yo: que las religiosas parecen muy satisfechas con la Compañía y que se apegan más y más a su vocación; que muchos centenares de pobres enfermos han hecho su confesión general; que se han convertido muchos hugonotes; que muchas jóvenes se han apartado del pecado, y muchas confirmadas en la pureza: en una palabra, que todo anda mejor en el Hôtel-Dieu? Acudamos pues, Señoras, a las reuniones sobre todo en estas primeras etapas. Así lo hizo Nuestro Señor en la institución de la Iglesia: enviaba a sus discípulos de dos en dos al campo, después los llamaba y reunía en el monte y conversaba con ellos de todo lo que se había hecho y de lo que quedaba por hacer; y luego los volvía a enviar con nuevas órdenes. Los apóstoles hicieron otro tanto, y la iglesia sigue haciéndolo por los concilios universales, por los provinciales y por los sinodales.»

Los discursos del santo sacerdote inflamaban a su piadoso auditorio. Un día, la presidenta de Lamoignon, dirigiéndose a la duquesa de Mantone: «Pues bien, Señora, le dijo, ¿no podemos nosotras decir, a imitación de los discípulos de Emaús, que nuestros corazones sentían el amor de Dios, mientras nos hablaba el Sr. Vicente? En cuanto a mí, aunque soy muy poco sensible a todas las cosas que se refieren a Dios, os confieso no obstante que tengo el corazón embalsamado de lo que este santo hombrea acaba de decir –No hay de qué extrañarse, respondió María de Gonzaga: es el ángel del Señor el que lleva a sus labios los carbones encendidos del amor divino que arde en su corazón. –Eso es muy verdad, añadió una tercera, y sólo será cosa nuestra participar de los ardores de este mismo amor.»

A veces sin embargo, por humildad, se callaba en la asamblea de las Damas, como en las conferencias eclesiásticas, o dejaba el consejo que había abierto para seguir el sentimiento de las que opinaban después de él. una de ellas se dio cuenta y le hico un dulce reproche. ¿Por qué, le dijo ella, no seguir más bien vuestros consejos, que son siempre los mejores? –Que Dios no quiera, Señora, respondió él, que mis pobres pensamientos prevalezcan sobre los de las demás; estoy muy contento porque Dios haga sus asuntos sin mí, , que no soy más que un miserable.»

Todavía disponemos de los bosquejos de charlas dirigidas por Vicente a las Damas de la Caridad y, por algunos rasgos inacabados e informales, se puede juzgar sin embargo de la impresión que debía causar en ellas, cuando les hablaba de la excelencia de su obra, en las que se trataba de dar la vida espiritual y corporal a los niños abandonados de sus propios padre y madre; -de ayudar a reconciliar con Nuestro Señor la escoria y la malicia del reino a los pobres forzados; -de ayudar a los pobres enfermos a vivir bien o a morir bien; -y, de esta manera, de honrar la infancia de nuestro Señor en la de esas pequeñas criaturas, su vida penitente en la de los forzados y su muerte bienaventurada preparando a bien morir a los pobres enfermos del Hôtel-Dieu;» cuando les descubría sus excelencias: «el gozo, -lo honrado, -lo útil; el gozo: Jucundus homo qui miseretur et commodat; –lo honroso: Et adorabunt eum omnes gentes, quia liberavit pauperem a potente, et pupillum cui non erat adjutor; –lo útil: Qui misertur pauperis nunquam indigebit» /Dichoso el hombre que se compadece y da limosna – Y le adorarán todas las gentes, porque liberó al pobre del poderoso, y al niño que no tenía ayudante – Quien se compadece del pobre nunca se verá necesitado/: cuando por último les explicaba su naturaleza, y les señalaba los medios, siguiendo el ritmo constante de su pequeño método.

El más completo de los discursos que se nos hayan conservado es del 11 de julio de 1657. Ese día la asamblea se celebraba en casa de la Señora de Aiguillon, entonces presidenta de la Compañía. Vicente pronunció una especie de discurso-reportaje, recogido inmediatamente por el misionero su compañero y cuyo triple acento era la elección de propuesta de nuevas oficialas, el informe de las obras de la Compañía, y la exhortación a continuarlas. Entre estas obras puso a la cabeza la del Hôtel-Dieu, cuna, fundamento y origen de todas las demás. en el año que acababa de transcurrir, los gastos habían subido a 5 000 y las entradas a 3 500 libras solamente; déficit de 1 500 libras, que Vicente atribuía a la muerte de varias Damas de la Compañía, que no habían sido reemplazadas. «Han fallecido ocho en un año, dijo. Y, a propósito de estas Damas difuntas, oh Salvador, quién se lo iba a decir, la última vez que se reunieron, que Dios las llamaría antes de la próxima asamblea, qué reflexiones no se habrían hecho sobre la brevedad de esta vida y sobre la importancia de pasarla bien. en cuánto habrían estimado la práctica de las buenas obras, y qué resoluciones no habrían tomado para entregarse más que nunca al amor de Dios y del prójimo con más fervor y más frutos. Entreguémonos a Dios a fin de entrar en estos sentimientos. Ellas gozan ahora de la gloria, como hay motivos de esperar. Ellas experimentan qué bueno es servir a Dios y asistir a los pobres; y en el juicio escucharán estas agradables palabras del Hijo de Dios: «Venid, benditos de mi padre, a poseer el reino que se os ha preparado; porque teniendo hambre, me habéis dado de comer: estando desnudo, me habéis vestido; estando enfermo, me habéis visitado y socorrido.» Hermosa práctica, Señoras, la de ofreceros a Dios, y yo con vosotras, para hacernos dignos, mientras disponemos de la ocasión, de ser un día de ese número bienaventurado y proponernos el bien que desearíamos hacer, si estuviéramos persuadidos de que será tal vez aquí la última asamblea en la que nos encontremos. ¡Han sido ocho en un año! Quitadle otras tantas para cada uno de los años transcurridos, hallaréis el número de la Compañía muy disminuido. Iba en un principio de doscientas a trescientas, y hoy en día se ha reducido a ciento cincuenta. Encomiendo a vuestras oraciones a estas queridas difuntas.»

Y volviendo a la obra del Hôtel-Dieu: «Oh, Señoras, cómo debéis dar gracias a Dios por la atención que os ha hecho prestar a las necesidades corporales de estos pobres enfermos, porque la asistencia de su cuerpo ha producido este efecto de la gracia, de haceros pensar en su salvación en un tiempo tan oportuno, pues la mayor parte no tienen otro para preparase a la muerte; y los que se recuperan no pensarían apenas de cambiar de vida sin las buenas disposiciones en las que se trata de ponerlos.»

Veamos ya los motivos para continuar, aumentar incluso las obras de la Compañía. Otro motivo es que se trata de la obra de Dios y no de los hombres: «Los hombres no podrían alcanzarlo; Dios se ha ocupado de ello. Toda buena acción viene de Dios; él es el autor de todas las obras santas; hay que atribuírselas al Dios de las virtudes y al Padre de las misericordias. Ya que, ¿a quién se debe la luz de las estrellas, sino al sol que es su origen? Y ¿a quién hay que atribuir el plan de la Compañía, más que al Padre de las misericordias y al dios de todo consuelo, quien os ha escogido como personas de consuelo y de misericordia? Jamás llama Dios a nadie para un empleo, amenos que vea en ella las cualidades propias para desempeñarlo, o que no tenga el proyecto de dárselas. Él es pues quien, por su gracia os ha llamado y reunido; ha sido preciso que su acción os haya llevado a esta clase de bienes; no es vuestra propia voluntad la que os las ha hecho abrazar, sino la bondad que él ha puesto en vosotras. Eso bien merece la pena que suscitemos el espíritu de caridad entre nosotros. Bueno, si es Dios quien me ha hecho el honor de llamarme, pues bien estará que escuche su voz ; si es Dios quien me ha destinado a estos ejercicios de caridad, bien estará que me dedique a ellos. No ha querido, Señoras, que vuestros ojos hayan visto a su Salvador, como los de san Simeón; sino que él quiere que oigáis su voz para ir adonde él os llame, sino ciegamente, como San Pablo, al menos con alegría y ternura; ya que oírle y no responderle sería haceros indignas de la gracia de vuestra vocación. He visto nacer la obra, he visto que Dios la ha bendecido; la he visto comenzar por una sencilla ración que se llevaba a los enfermos, y ahora veo las consecuencias, y consecuencias tan provechosas para su gloria y para el bien de los pobres: ah, preciso es que yo responda. Qué dureza de corazón, si hubiera alguna que despreciara la ocasión de tan grandes bienes como ésos!»

Nuevo motivo de fervor: el miedo a ver todo esto quedar en nada. «Sería sin duda una gran desgracia, Señoras, y tanto mayor cuanto más rara y extraordinaria es la gracia que Dios os ha dado de emplearos en esto. Hace ochocientos años más o menos que las mujeres no han tenido empleo público en la Iglesia. Existían antes las que se que se llamaban diaconisas, que se cuidaban de que las mujeres se colocaran en las iglesias y se instruyeran en las ceremonias que estaban por entonces en uso. Pero en la época de Carlomagno, por una disposición secreta de la divina Providencia, cesó esta costumbre, y vuestro sexo se vio privado de todo empleo, sin que desde entonces haya habido otro. Y ahora vemos que esta misma Providencia se dirige hoy a algunas de entre vosotras para suplir lo que faltaba a los pobres enfermos del Hôtel-Dieu. Ellas responden a sus designios; y, bien pronto, asociándose otras a las primeras, Dios las constituye en madres de los niños abandonados, en las directoras de su hospital y en distribuidoras de París para las provincias, y principalmente para las desoladas. Estas almas buenas respondieron a todo esto con ardor y firmeza por la gracia de Dios. Ah. Señoras, si todos estos bienes llegaran a fundirse en vuestras manos, sería un asunto de gran dolor. Oh, qué dolor, qué vergüenza! Pero, ¿qué se podría pensar de tal confusión, y de dónde podría provenir, cuál sería su causa? Que cada una de vosotras se pregunte ya: Soy yo quien contribuye a hacer decaer esta obra, qué hay en mí que me hace indigna de sostenerla? ¿Soy yo la causa de que Dios cierre la mano a sus gracias? Sin duda, Señoras, que si nos examinamos bien, temeremos no haber hecho todo lo posible por el progreso de esta obra; y si os fijáis bien en su importancia, la cuidaréis como a la pupila de vuestros ojos, y como el instrumento de vuestra salvación; y al interesaros según Dios por su adelanto y perfección, llevaréis a ella a las damas que conocéis; de otra forma, se os aplicará el reproche que el Evangelio hace a un hombre que ha comenzado el edificio, y que no lo ha terminado. Vosotras habéis echado los cimientos de una obra, y luego la habéis abandonado. Eso sin duda es urgente; sobre todo si añadís que vuestro edificio es un ornamento de la Iglesia y un asilo para los miserables. Si pues, por vuestra culpa, llega a perecer, privaréis al público de un asunto de gran edificación, y a los pobres de un gran alivio.»

Último motivo, el honor de Jesucristo: «Pues honrarle es entrar en sus sentimientos, estimarlos, hacer lo que él hizo y ejecutar lo que ordenó. Pues bien, sus sentimientos mayores fueron el cuidado de los pobres para sanarlos, consolarlos, socorrerlos y estimarlos. Ahí estaba su afecto. Y él mismo ha querido nacer pobre, recibir en su compañía a pobres, servir a os pobres, ponerse en el lugar de los pobres, hasta decir que el bien y el mal que hagamos a los pobres, se lo considerará hecho a su persona divina. ¿Qué otro amor más tierno podía demostrar hacia los pobres? ¿Y qué amor, os lo suplico, podemos sentir por él si no amamos lo que él ha amado? Lo mismo da, Señoras, amarle a él de verdad, es amar a los pobres; servirle a él bien es servirlos a ellos bien; y honrarle como es debido, es imitarle. Siendo esto así, razones tenemos de sobra de animarnos a continuar estas obras buenas y de decir ya en el fondo de nuestros corazones: Sí, yo me entrego a Dios para cuidar de los pobres y para mantener los ejercicios de la caridad con ellos; los asistiré, los amaré, los estimaré; y a ejemplo de Nuestro Señor, amaré a quienes los consuelan, y respetaré a los que los visiten y los socorran. Pues, si este buen Señor se da por honrado con esta imitación, cuánto más no debemos nosotros tener en gran honor hacernos en ello semejantes a él! ¿No nos parece, Señoras, que es un motivo muy poderoso para renovar en vosotras vuestro primer fervor? En cuanto a mí, pienso que debemos ofrecernos hoy a su divina Majestad, para que se digne animarnos con su caridad, de manera que se pueda decir en delante de todas vosotras que es la caridad de Jesucristo la que nos urge.»

En cuanto a los medios de conservar las obras, es primero un gran deseo del propio adelanto espiritual, y el alejamiento del espíritu, de las máximas y de las prácticas del mundo. Es conveniente que las Damas se declaren del partido de Dios y de la caridad… En otros tiempos, entre las que se presentaban para entrar en la Compañía, se hacía la elección de las que no frecuentaban el juego, ni la comedia, ni otros pasatiempos peligrosos, y que no querían pasar por vanidosas al querer hacerse las devotas.»

Todo el mundo debe conocer y ver que hacen profesión de servir a Dios y de vivir como verdaderas cristianas mediante el cumplimiento religioso de todos los deberes de su condición. «Si se tiene complacencia por su marido, es por Dios; del cuidado por los niños, es por Dios; por la dedicación a los negocios, es por Dios.» Que tengan por modelos a las mujeres devotas que sirvieron a Nuestro Señor y le sirvieron hasta la cruz. No hay condición en el mundo, Señoras, que se acerque tanto a ese estado como la vuestra: ellas iban de un lado y del otro para socorrer las necesidades no sólo de los obreros del Evangelio, sino de los fieles necesitados. Ése es vuestro oficio, y ésa vuestra herencia.»

Otro medio de conservación para la Compañía es no abarcar demasiadas obras. Se peca por exceso lo mismo que por defecto, y el diablo por lo común invita a las personas caritativas a excederse en sus ejercicios, sabiendo muy bien que, pronto o tarde, como la gente demasiado cargada o demasiado apurada en ir, sucumbirá bajo el peso, Dios es todopoderoso pero nosotros somos débiles. «Roguemos a Dios que él mismo haga nuestra carga: ya que en ese caso, si las fuerzas nos faltan, él nos ayudará a sobrellevarla… Esta es la colación y la instrucción de los pobres del Hôtel-Dieu, el alimento y la educación de los niños expósitos, el cuidado por proveer a las necesidades espirituales y corporales de los criminales condenados a las galeras, la asistencia a las fronteras y provincias arruinadas, la contribución a las Misiones de Oriente, del Septentrión y del Mediodía. Ahí están, Señoras los empleos de vuestra Compañía. Oiga, unas damas hacer todo eso! Sí, mirad lo que hace veinte años Dios os ha hecho la gracia de emprender y mantener. No hagamos pues nada en adelante sin pensarlo bien. sino hagamos esto y hagámoslo cada vez mejor, porque es lo que Dios pide de nosotros.»

Un último medio es atraer a la Compañía a otras damas que llenen los vacíos y le ayuden a llevar sus pesadas cargas. Se ha propuesto hasta ahora que morirían dispusieran algún tiempo antes a una joven, a una hermana o a una amiga para entrar en la Compañía, pero tal vez es que no nos acordamos. Oh, que buen medio, Señoras, sería que cada una de vosotras se persuadiera de los grandes bienes que suceden en esta mundo y en el otro a las almas que ejercen las obras de misericordia, espirituales y corporales, de todas las maneras como vosotras las realizáis! Esto os llevará sin duda cada vez más a disponer de los demás para que se unan a vosotras en este santo ejercicio de la caridad por la consideración de esos bienes. Este convencimiento os animará en primer lugar entre vosotras, como carbones encendidos unidos, y animaréis más a otras de palabra y de ejemplo.»

Siguiendo su método familiar y dramático, Vicente preguntó luego a algunas damas, entre otras a la Señora de Nemours, y les pidió sus sentimientos. Todas apoyaron sus propios consejos; algunas insistieron en la exactitud a las asambleas, en la obligación de colaborar al morir, unas con otras, para hacer legados piadosos a los pobres; cosa que totalmente aprobada por Vicente, sometió a votación la elección de las nuevas oficialas. Después que la Compañía hubo opinado sobre el mantenimiento de las que estaban en el cargo, acabó de esta manera: «Bien hecho está, Señoras. Demos gracias a Dios por esta asamblea. Pidámosle que se digne aceptar la oblación nueva que vamos hacer de rodillas, entregándonos a su divina Majestad de todo corazón, para recibir de su bondad infinita el espíritu de caridad, y que nos haga la gracia de responder en este espíritu a los designios que tiene sobre cada uno de nosotros en particular, y sobre la compañía en general, y suscitar en todo este espíritu de ardor por la caridad de Jesucristo, a fin de que merezcamos que le derrame en abundancia en nosotros, y que habiéndonos hecho producir los efectos en este mundo, nos haga agradables a Dios su Padre eternamente en el otro. Así sea.»

Ausente como presente, Vicente presidía las asambleas de las Damas, y era el alma de ellas. Así, en 1649, durante un viaje que tendremos que relatar con detenimiento, les escribió con fecha del 11 de febrero.

Señoras,

«La gracia de Nuestro Señor esté siempre con vosotras!

«Habiéndome alejado de vosotras la Providencia de Dios, yo no dejo por ello de veros a menudo en el santo altar, y de ofreceros, a vosotras y a vuestras familias, a Nuestro Señor, con la confianza que tengo de que vuestra caridad pide a Dios misericordia por mí. Os suplico muy humildemente, Señoras, que me concedáis esta gracia, y aseguraros que si Dios quiere tomar en consideración las oraciones que le ofrezco y continuaré ofreciéndole incesantemente por vosotras, que sentiréis el consuelo y protección de su especial atención en las comunes aflicciones con las que se digna probarnos su divina Majestad. Os habréis podido enterar cómo dios me ha dado ocasión de ir a visitar las casas de nuestra pequeña Compañía, a las que voy con el propósito de volver cuando la situación de los asuntos me lo permitan. ¿Qué haremos entre tanto, Señoras, con las obras que el buen Dios os ha encomendado, particularmente con la caridad del Hôtel-Dieu y de los pobres niños expósitos? De verdad, parece que las miserias particulares nos dispensan del cuidado por las públicas, y que tendríamos un buen pretexto ante los hombres para abandonar estos cuidados. Pero, seguro, Señoras, que no sé como lo miraría Dios, que nos podría decir lo que san Pablo decía a los Corintios que se hallaban en parecida situación: ‘ ¿Habéis aguantado ya hasta la sangre’, o por lo menos habéis vendido una parte de las joyas que tenéis? ¿Qué digo, Señoras? yo sé que hay muchas entre vosotras, y creo que de todas las que sois, quienes habéis hecho caridades, que se diría muy grandes no sólo en personas de vuestra condición, sino también en la de las reinas: hablarían las piedras si me callara, y por la excelencia de vuestros corazones incomparablemente caritativos os hablo de esta manera. No emplearía este lenguaje en el caso de otras personas menos animadas del espíritu de Dios del que tenéis vosotras.

«¿Pero qué vamos a hacer entonces? Parece ser que conviene preguntarse, Señoras, si es oportuno que celebréis la gran asamblea que se había propuesto. ¿Cuándo, dónde y cómo? Existen razones en pro y en contra. Parece que se debe celebrar, porque es costumbre hacer una por este tiempo; y, en segundo lugar, siendo las necesidades extraordinarias, parece ser que los medios de remediarlas deben ser también extraordinarios, como los de una asamblea general.

«Contra esto, parece que no sea oportuna ahora a causa del lo revuelto que anda el país, lo que inquieta a las mentes y enfría la caridad: puede ser que muchas señoras tengan miedo en acudir, y las que se hallen allí, si no tienen una caridad que pase de lo común, enfriándose unas a las otras, y luego no hallándose la Princesa, ni la Señora de Aiguillon y de Brienne, parece que habría algo que desear, sobre todo si se tratara de algún cambio en la sustancia de la obra. Esto es, Señoras, el pro y el contra que se me ocurren por ahora; vosotras lo examinaréis, por favor, por mayoría de votos. La Señora duquesa de Aiguillon me comunicó al salir de Saint-Germain, me han escrito después que la reina le había dicho que enviaría algo para los pobres niños expósitos. No sé si lo ha hecho ya. He pedido al Sr. Lambert que les envíe algo de trigo, y he escrito a la señora presidenta de Lamoignon que tenga a bien visitar a los Señores de la ciudad para que den escolta al trigo dentro y fuera de la ciudad; no sé tampoco qué ha pasado con ello. Si no se ha hecho, pido a una y otra hacer lo que convenga a este efecto; y ya que con esto no basta, ved, Señoras, si se pueden pedir prestadas, como oficialas de la Caridad, alguna suma de dos o tres mil libras para hacer frente a las necesidades más urgentes. Escribo al Sr. Lambert que se comprometa también en vuestro nombre, Que si le cuesta comprometerse es preciso hacer un esfuerzo cada uno de nosotros para esto; en ese caso ruego al Sr.Lambert que haga lo que convenga por nuestra parte. Confieso, Señoras, que lo que digo es algo pesado; pero sería todavía más cierto, si se lo dijera a personas menos caritativas que vosotras. Después de todo, ruego a Nuestro Señor que preside las asambleas que se celebran en su nombre, como la vuestra, que os dé a conocer lo que desea de vosotras en esta ocasión, y os dé la gracia de llevarlo a cabo.

«Estos grandes fríos me han retenido en este lugar y me retendrán hasta que el tiempo se suavice. Entonces espero marchar a le Mans o a Angers, o a las dos casas. Espero recibir allí el resultado de vuestra asamblea, si el Sr. Lambert no me lo envía aquí por exprés. Pido a Dios mientras tanto que bendiga y santifique cada vez más vuestra asamblea y a vuestras queridas personas.

«Quedo en el amor de Nuestro Señor, Señoras, etc.»

Por esta carta y las charlas analizadas anteriormente, se puede concluir que la Compañía de las Damas no se encerró por mucho tiempo en el Hôtel-Dieu, sino que, sin abandonar este primer puesto, este punto de origen y de partida de sus obras, extendió pronto su caridad a todas las empresas de Vicente de Paúl. Como Roma para Fabiola, París no era suficientemente ancho para un ardor que llevó más allá de las Islas y de los mares6. En efecto, sostuvo con sus limosnas las Misiones de Francia, de Europa y de ultramar7; contribuyó a la redención de los cautivos de Berbera; muy pronto la veremos tomar una parte activa en la fundación de los hospitales y, más tarde, en el alivio de las provincias asoladas por la guerra.

Ese es el papel de la mujer cristiana y, gracias a Vicente de Paúl, esto es lo que hicieron las mujeres en esta primera mitad del siglo XVII. Escuchemos, sobre este punto, a la Señorita Le Gras, su digna intérprete: «Es muy evidente que en este siglo la divina Providencia ha querido servirse de nuestro sexo para dar a entender que era ella sola la que quería socorrer a los pueblos afligidos, y dar poderosas ayudas para su salud. Nadie ignora que Dios se ha servido para este empleo del establecimiento de la Misión mediante la dirección del Señor Vicente y que el bien se ha extendido tanto de esta manera que, que da a conocer la necesidad de de la continuación por medio de comunicación de necesidades, y ello en las asambleas de Damas, las que parece que siempre preside el espíritu de Dios. El poder dado por el Santo Padre a dicha Misión de establecer la cofradía de la Caridad es como la semilla de ese fruto que produce todos los días, no sólo en Francia, sino que se puede decir que en toda la tierra habitable. ¿No ha sido que debido a esta luz las Señoras de la Compañía han reconocido las necesidades de los pobres, y que Dios les ha dado la gracia de socorrerlos tan caritativamente y tan magníficamente, que ha sido la admiración y el ejemplo de todo el reino. Los medios de los que se han servido estas caritativas Damas para el orden de las distribuciones, ¿no han sido acaso sus santas asambleas que presidía Vicente de Paúl, cabeza de la Misión, ofreciendo, como todo el mundo sabe, fieles y caritativos sujetos para reconocer las verdaderas necesidades y abastecerlas prudentemente; lo que ha servido no sólo en lo corporal sino también en lo espiritual, con lo que Dios es honrado en el cielo ahora por un número incontable de almas que gozan de su presencia.

«Siendo reconocidas estas verdades, no parece necesario que la Compañía de las Damas de la Caridad del Hôtel-Dieu continúe sus funciones, puesto que, desde el nacimiento espiritual de este noble cuerpo, se ha advertido que en la visita sola de los enfermos de este santo lugar, tantos bienes, para el lugar mismo y para las almas que en él han hallado los medios de su salvación: unos una muerte feliz, por la disposición de las confesiones generales; los otros, después de hacerlas, han salido con conversiones admirables, y las propias Damas han entrado en vías de santificación, lo que es una caridad perfecta como la que han ejercido con frecuencia con peligro de su vida; y Damas de muy alta condición, como princesas y duquesas, a quienes se ha visto por horas enteras sentadas a la cabecera de los enfermos para instruirlos sobre lo necesario para su salvación y para ayudarlos a salir de los peligros en los que estaban. Si todo lo que las Damas propuestas para este santo ejercicio, llamadas las catorce, cada una según su condición, ha sido recogido, se verá con mayor claridad la verdad de lo que se ha contado.»

Nosotros mismos vamos a verlo. Pues, en adelante, con tales instrumentos, Vicente puede emprenderlo todo; también va a echar los cimientos de sus mayores creaciones caritativas.

  1. Conf. a las Hijas de la Caridad del 22 de enero de 1645.
  2. «Una vez ví a la señora Princesa, sí, a la señora Princesa, ir a veinticinco o treinta casas a visitar a los pobres, a consolarlos, a tratarlos, y a pie. Cuando regresó, estaba toda no sé cómo, sus vestidos todos embadurnados hasta las rodillas. Oh Señor, oh Salvador, oh Salvador, así es como estas buenas damas trabajan y sudan tras los pobres, así es como lo hacía san Luis (Rep. de orac. del 25 de agosto de 1655).»
  3. Carta escrita de Fresneville, el 30 de diciembre de 1639.
  4. Summ., p. 152.
  5. Cahiers mss. del H. Ducourneau
  6. S. Jeron en un epitafio de Fabiola.
  7. Ella no limitó sus buenas obras a las Misiones emprendidas por los sacerdotes de Vicente de Paúl, admitió también a los misioneros de ultramar. Así formó parte de los gastos de viaje de los obispos de Heliopolis, de Beryte y de Metellopolis, enviados con la bendición de la Santa Sede, a China y al Tonkin.

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