San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 4, capítulo 4

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Abate Maynard, Canónigo de Poitiers · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1880.
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Capítulo IV: Los Ejercicios Espirituales

I. Origen, naturaleza y fin de los retiros espirituales.

Entre las obras de Vicente, hay una especie de generación y de conexión: ellas dimanan un de otra, se encadenan mutuamente y se completan. De las Misiones emprendidas para la santificación de los pueblos, nació el proyecto de obras destinadas a la santificación del clero. De los ejercicios a ordenandos acabamos de ver salir las conferencias eclesiásticas, cuyo fin era mantener la gracia recibida en la ordenación, fomentar las resoluciones santas y de difundir el espíritu sacerdotal entre los que no habían tenido la suerte de recibirlo en fuentes tan puras. Pero, cuántos sacerdotes no podían participar de ellos, y tenían tanta más necesidad de esos golpes violentos que arrancan al alma de la rutina del pecado, y la empujan rápidamente por el camino del bien. Entre los sacerdotes mismos que se habían enrolado en una de estas santas asociaciones, cuántos sentía bajo la influencia enervante de la costumbre, al contacto del mundo, en el trato obligado con eclesiásticos menos perfectos, debilitarse sus impresiones primeras, disminuir el ardor de su primer celo, etc. por consiguiente necesitaban también ellos reconfortar, avivar, resucitar la gracia recibida por la imposición de las manos. Y, aunque no hubiera habido en ellos pérdida de fuerzas, ni disminución de fervor, ¿no estaban acaso obligados a crecer de día en día hasta alcanzar la plenitud de la perfección sacerdotal? Pues el justo debe ser justo cada vez más, y el santo santificarse todavía mas.

Por último, fuera de las filas del clero, en las ciudades y en los campos, ¿no había esta multitud de almas a las cuales Vicente hacía oír, en sus Misiones, la palabra de la salvación? Pero, ¿a cuántas no les llegaba? ¿En cuántas más el eco de esta palabra iba debilitándose sin cesar hasta que se hizo otra vez en ellas un silencio de muerte? ¿Cuántas abandonaban las prácticas de la vida cristiana que habían abrazado bajo su inspiración y volvían a caer en un estado peor que el de aquel del que las había sacado?

La obra de las Misiones, la obra de los ordenandos y de las conferencias eclesiásticas pedían pues un complemento. Hacía falta algo todavía para la santificación de los pueblos y del clero: hemos nombrado los ejercicios espirituales.

La vida cristiana de los primeros tiempos no había sido sino un retiro constante y universal. En las catacumbas o en el desierto los cristianos primitivos se arrancaban a un minado perseguidor y corrompedor, para vivir bajo la mirada de Dios en a meditación de los años eternos. Más tarde incluso, cuando el cristianismo a pareció a la luz del día y ascendió al trono, todas las lamas llamadas por el genio y la virtud a grandes cosas, todos los Basilio y los Crisóstomo, al mismo tiempo que los Pablo y los Antonio, se preparaban en la soledad a su sublime vocación, y no salían sino para volver enseguida, después de llevar al mundo su palabra y de imprimirle el espectáculo de su virtud. Luego, por todas partes fueron los monasterios que se abrían a las almas llevadas por la necesidad de una grande expiación, o aspirando a comenzar en la tierra la vida del cielo.

Cuando vino la debilitación de la fe y de la vida cristiana, los santos no vieron otro remedio que el regreso a la meditación solitaria del destino y de los deberes del hombre. En medio de las infidelidades y de los desórdenes causados por el protestantismo, redoblaron sus ánimos para construirse una soledad espiritual, encerrarse en sí mismos para calcular sus cuentas con Dios, para poner en balanza los intereses del tiempo y los de la eternidad. Hasta san Ignacio se remonta la iniciativa más fuerte de los retiros espirituales en los últimos tiempos; a él corresponde la gloria de haber, más que nadie, formulado el método y el arte en ese libro admirable de los Ejercicios que ha producido tantos santos como lectores, ha dicho el P. Jouvency y más enérgicamente aún san Francisco de Sales: «que ha convertido más pecadores que letras contiene.»

Inútil es decir que Vicente no dejaba nunca, en medio de la mayor multiplicidad de los asuntos, de dar al menos ocho días cada año a los retiros. Encerrado entonces en su celda, parecía olvidarse no sólo del mundo, sino de su casa y de sus obras, para no pensar más que en Dios y en su alma. Habiendo profesado siempre hacia san Ignacio un culto particular, como una admiración religiosa por su Comapañía, pensó muy temprano en extender la práctica de los ejercicios espirituales con el plan del libro de los Ejercicios. Hacia 1629 o 1630, Coqueret y otros doctores de Sorbona, llenos de piedad y de virtud, vinieron, los primeros, a hacer un retiro bajo su dirección. A partir de entones abrió su casa a todos los eclesiásticos que querían reconciliarse con Dios o penetrase de un fervor más grande en el ejercicio de sus santas funciones.

Pero no fue hasta tomar posesión de la casa de San Lázaro, cuando Vicente pudo dar a esta obra proporciones hasta entonces desconocidas. Hasta él, en efecto, la práctica de los ejercicios se encerraba en el mundo eclesiástico y religioso y, aparte de raras excepciones, no los practicaban más que aquellas personas del mundo que pensaban en abandonarlo para entrar en la Iglesia o en el claustro. Fue Vicente quien los extendió a todas las clases de la sociedad, los multiplicó como todas las obras en las que ponía las manos, les dio, de alguna forma, derecho perpetuo de ciudadanía en la república cristiana, e hizo de ellos para siempre una necesidad y una regla para todas las personas deseosas de salir del pecado o de avanzar en la vida piadosa.

Para ello, necesitaba dos cosas: primero, hombres formados para dirigir a los demás en la práctica de estos santos ejercicios, y siempre preparados por vocación y por estado, a recibir a los vinieran a ponerse bajo su dirección; después, una casa abierta a todos, en la que el vivir y el cubierto estuviesen asegurados no sólo a los pobres sino a los ricos incluso que fuesen capaces de poner en orden su alma y su bolsa, y de negar a los intereses de la salvación y de la eternidad algunas piezas del dinero que prodigan a sus placeres.

Vicente comenzó por formar a los suyos en la dirección de los ejercitantes, es decir de los que quisieran hacer los ejercicios espirituales. Después de pedir a Dios, por ellos y por él, el espíritu de consejo, de unción, de paciencia y de fuerza, les hizo comprender ante todo la naturaleza y el fin de una retiro. Un retiro, les dijo, es la destrucción del reino del pecado en el alma, de los afectos viciosos, de las pasiones desregladas, de las costumbres culpables, de los defectos graves y de las mas ligeras imperfecciones; es, en una palabra, es la refundición total del hombre, la renovación completa del hombre interior. Es además el principio de un nuevo plan de vida, en el que deberes generales del hombre y del cristiano, obligaciones personales, todo se dispone y se ordena según la ley del Evangelio, y se dirige hacia una perfección siempre creciente.

El ejercitante tiene ya su ruta marcada en la vida, o viene a deliberar con Dios en el retiro sobre la elección de un estado. En el primer caso, conviene hacerle ver que la salvación para él consiste en la práctica cristiana de las virtudes propias de su vocación: laboriosa inocencia en el estudiante, lealtad y bravura en el soldado, integridad en el juez, celo de Dios y de las almas en el sacerdote; en el segundo, explicarle que teniendo la elección de un estado aquí abajo una relación casi necesaria con la salvación eterna, se ha de esperar la luz de parte de Dios, que se debe inspirar en el interés del cielo y no de la tierra. No se trata con todo que haya que empujarle fácilmente a dejar el mundo: en este aspecto, gran discreción y prudencia, y, si ya está decidido a ello, aconsejarle en general las comunidades mejor regladas, sin determinarle a una en particular, menos que a otra cualquiera a la congregación de la Misión.

II. Reglamento de los retiros sean públicos, sean privados.

Los retiros sin públicos o privados. Si públicos piden un predicador. Vicente le recomendaba hablar de un modo sólido e impresionante, y cuidarse mucho, aquí sobre todo, de no caer en esa vana elocuencia, reprobada por san Pablo y maldecida por Dios. le proponía luego como materia de sus discursos, no los temas capaces solamente de halagar el espíritu y alegrar la imaginación, sino las grandes y capitales virtudes de la salvación: el fin del hombre; el amor y los beneficios de Dios; las lecciones y los ejemplos de Jesucristo; los sacramentos y sus disposiciones necesarias; el horror al pecado y sus funestas consecuencias; la vanidad y los peligros del mundo; la malicia y los engaños del demonio; las ilusiones del corazón y la fragilidad de la naturaleza humana; la brevedad de la vida y la incertidumbre de la hora de la muerte; los juicios de Dios, el cielo y el infierno eternos; todas las verdades cuyo olvido solo corrompe al hombre, y cuyo recuerdo mueve las conciencias, hace suscitar la declaración de la falta y las lágrimas del arrepentimiento, inspira esos cambios súbitos, esas resoluciones generosas, que llevan a un brillante caballero a la gruta de Manresa, arrastran a Javier a las Indias, pueblan el mundo y el claustro de héroes cristianos.

En los retiros privados, cada ejercitante tenía su visitador o director. A éste también Vicente le había trazado un directorio, que debía seguir en todos sus puntos

Desde que uno de los nuestros, se dice en él, reciba la orden del superior de ir a servir a algún ejercitante, pensará que es dios mismo quien le envía para cooperar a su salvación, como Ananías fue enviado para convertir a san Pablo y, en el espíritu de Ananías, responderá al punto: Ecce ego, Domine!

Ante todo, entrará en una grande desconfianza de sí mismo, a la vista de su escasa capacidad para una obra tan excelente y tan difícil como es la conversión o la perfección de un alma; pero, al mismo tiempo, con una gran confianza en Dios, a quien atribuirá únicamente el éxito de su misión, no imputándose a sí mismo más que sus faltas y el mal resultado posible del retiro. No actuará con ninguna mira humana, sino solamente por la gloria de Dios y la santificación del ejercitante.

No impondrá a éste en absoluto sus ideas particulares en materia de piedad y de conducta, sino que se conformará a su carácter, a sus disposiciones de espíritu y de corazón, a su condición propia, en atención a si es hombre de la ciudad o de los campos, joven o anciano, católico de nacimiento o recién convertido, educado o torpe, de gran fortuna o pobre y de humilde lugar.

Sea como sea, tratará con él con una sencillez colombina, en espíritu de humildad y de respeto, como servidor, incluso y sobre todo si él se cree superior por clase e inteligencia: en este caso, razón para demostrarle más honor, siempre con discreción, y le hablará en términos mas humildes. Con nadie adoptará aires de autoridad o de rector. Con todos usará de paciencia y de servicio, que redoblará tratándose de rústicos, de ignorantes y de cobardes, como también de ánimos y de oraciones. Jamás un desdén, ni críticas ni reproches. A sus consejos añadirá sus lágrimas y sus mortificaciones. Evitará escandalizar y tratará de predicar con el ejemplo. Sobre todo cuanto diga el ejercitante, guardará, a menos que exista autorización especial, el más inviolable secreto.

Se dispondrá a la primera visita en presencia del Santísimo Sacramento con una breve oración ferviente, como ésta: Dona mihi hanc animam! lo que renovará en las visitas siguientes Cada una será de media hora tras cada comida. Al dirigirse a la habitación del ejercitante, rogará otra vez a Dios, a la santísima Virgen, a su ángel custodio, y se le ofrecerá. Entrará «modestamente contento y alegremente modesto»; se arrodillará nada más llegar siguiendo la práctica de la Compañía, saludará humilde y afectuosamente, recitará con el ejercitante el Veni, Sancte Spiritus, y le preguntará qué tal está. «Bien, gracias a Dios! contestará. –Oh, Señor, responderá el visitante, Dios sea bendito por el deseo que os ha dado de hacer unos ejercicios. Yo he tenido el honor de ser nombrado para serviros en ellos, y vengo para ello a ofrecerme a vos si le complace. Pero, ay, ¡yo elegido para dirigiros! » Tratará entonces de tranquilizarle y de alegrarle porque el ejercitante de ordinario estará preocupado por lo que van a hacer con él, viéndose solo en una habitación. Le preguntará si ha leído las cartas –especie de programa que se entregaba a los ejercitantes nada más llegar a San Lázaro. Si el ejercitante ha hecho ya un retiro, le recordará sus prácticas; sino le hablará del fin y prácticas. Le mostrará sus lecturas, sus meditaciones según sea seglar o eclesiástico, ignorante o instruido.

Antes de salir, mirará a ver si le falta algo, libros, papel, tinta, plumas, velas sábanas; -hsta el gorro de noche que Vicente recomienda que no se olvide.

Después de la visita, volverá al santísimo Sacramento para dar gracias por el bien que haya podido hacer, pedir perdón por sus faltas y la gracia de repararlas y ofrecer de nuevo al ejercitante a Nuestro Señor. así lo hará en las visitas siguientes.

En la segunda visita preguntará al ejercitante si ha observado bien el orden del día; le hará dar cuenta de su oración, de su lectura, y le señalará otras nuevas; la dará para ello todas instrucciones necesarias, y le enseñará también el modo de hacer el examen, bien particular, bien general. se enterará también si tiene un rosario y, si no lo tiene, le traería uno al día siguiente . Pronto, le preparará para la confesión general de toda su vida o a una revisión de los últimos años, por el examen de conciencia y por las actos de contrición que le sugiera.

Hecha la confesión, recibida la comunión, el ejercitante entra en la segunda parte de su retiro. Después del periodo purgativo, llegamos al periodo iluminativo; después de la destrucción de los pecados, la edificación de las virtudes; después de a renuncia a un pasado culpable, la elección de un estado y el reglamento de la vida que viene. El visitante le dirigirá en la búsqueda importante de su vocación. Le dará un modelo de reglamento de vida. Le invitará trabajar en el suyo y vigilara su redacción. Al mismo tiempo le sugerirá buenas resoluciones y medios de perseverancia. Le mantendrá en guardia contra las resoluciones demasiado generales, puras producciones del espíritu, vano juego del corazón; sino le llevará a las resoluciones particulares y detalladas, las únicas que pasan a los actos, las únicas, por consiguiente, que preservan del mal, alimentan y perfeccionan la piedad, «No hay, decía Vicente, otra clase de resoluciones que se lleven bien a la práctica; como no hay más que una perfecta fidelidad a estas mismas resoluciones que pueda hacer a un hombre sólidamente virtuoso; sin ello, no se llega serlo con la mayor frecuencia más que por imaginación.»

El visitador indicará también al ejercitante los libros que le pueden ser útiles; para lo seglares: la Introducción a la vida devota, la Guía de pecadores y las demás obras de san Francisco de Sales y de Granada, las Flores de los santos de Ribadeneira, Busée, como fuente de meditaciones; para los sacerdotes, aparte de las obras ya dichas, la santa Biblia, el nuevo Testamento aparte, Molina, el concilio de Trento, santo Tomás, etc.

Acabado el retiro, irá a decirle adiós, y entonces le llevará a practicar estas resoluciones, le dará las gracias por la paciencia que ha tenido con él, y le pedirá perdón por las faltas cometidas para con él.

Si el ejercitante ofrece alguna cosa, no rechazarla, sino simplemente decirle: «Señor, le damos gracias muy humildemente y pediremos a Dios que él sea su recompensa.» –En el caso de no ofrecer nada y preguntara si se recibe, responder: «No exigimos nada de nadie, pero no rechazamos, porque no tenemos fundación particular para esta obra.» –Si dice tan sólo: ¿Cómo pueden ustedes hacer frente a estos gastos? Dispondrán para ello de grandes rentas.» Responder entonces: «En realidad, el gasto sobrepasa nuestras fuerzas: por eso, sin exigir nada, no rechazamos lo que se nos ofrece.» – En general, no decir nada a los que no dicen nada; responder a los otros con prudencia, y sólo para aclararles la verdad, no para urgirles o pedirles limosna.

El visitante no invitará al ejercitante a volver, a no ser en algún caso excepcional, como para preservarlo de una caída probable; se excusará incluso humildemente de tomarle bajo su dirección, si llegara a proponérsela.

Le llevará finalmente ante el Santísimo Sacramento para dar gracias a Dios; luego le acompañará hasta la puerta de la casa, con educación, respeto y cordialidad.

III. Enseñanzas de Vicente sobre este tema.

Una acogida tan generosa, reglamentos tan sabios, una dirección tan cordialmente cristiana, debían atraer a una multitud de ejercitantes a San Lázaro; incremento enorme de gastos para la casa y de trabajo para los Misioneros! También Vicente necesitó sostener a los suyos, al menos mientras vivía, contra los temores de ruina y los apuros del cansancio, y más aún de defenderlos contra el debilitamiento del celo que seguiría poco a poco a su muerte y la tentación de abandonar totalmente esta obra.

«Oh Señores, les decía él, cómo debemos apreciar la gracia que Dios nos hace de traernos a tantas personas para ayudarlas a negociar su salvación! Nos llegan hasta mucha gente de la guerra, y estos días pasados había uno que me decía: «Señor, yo me debo ir enseguida a buscar fortuna, y deseo de antemano ponerme en buen estado. Tengo remordimientos de conciencia y, con la duda de lo que me pueda suceder, vengo a disponerme a lo que Dios quiera ordenar de mí.» Nosotros tenemos ahora en esta casa, por la gracia de Dios, un buen número de personas en retiro. Oh Señores, qué grandes bienes no puede producir esto, si trabajamos con fidelidad! Pero qué desgracia, si esta casa se relaja un día en esta práctica. Yo se lo digo, Señores y hermanos míos, temo que llegue el tiempo, en el que ella no tenga ya el celo que le ha hecho recibir a tantas personas en los retiros. Y entonces ¿qué sucedería? Sería de temer que Dios le quitara a la Compañía, no sólo la gracia de este empleo, sino que la privara incluso de todos los demás. Me decían anteayer que el Parlamento había degradado ese día a un consejero, y que habiéndole mandado venir a la Gran Sala, donde todas las demás estaban reunidas, vestido con su túnica roja, el presidente llamó a los usieres y les mandó quitarle esta túnica y el birrete, como indigno de estas señales de honor e incapaz del cargo que tenía. Lo mismo nos pasaría a nosotros, Señores, si abusáramos de las gracias de Dios, descuidando nuestras primeras funciones. Dios nos las quitaría, como indignos de la condición en que nos ha puesto, y de las obras a las que nos entregado. Dios mío, qué motivo de dolor! Pues bien, con el fin de persuadirnos bien del gran mal que sería si Dios nos privara del honor de hacerle este servicio, se ha de considerar que muchos llegan a casa estos días a hacer su retiro para conocer la voluntad de Dios en el movimiento que han tenido de dejar el mundo; y yo les recomiendo a uno a sus oraciones, que ha terminado el retiro, y que al salir de aquí va a los Capuchinos a tomar el hábito. Hay algunas comunidades que nos envían a varios de los que quieren entra con ellos, y los envían para hacer los ejercicios aquí, para probar mejor su vocación antes de recibirlos. Otros vienen de diez, veinte y de cincuenta leguas de distancia expresamente, no sólo para venir a recorrerse aquí para hacer una confesión general, sino para determinarse en la elección de vida en el mundo, y para tomar los medios de salvarse. Vemos también a tantos párrocos y eclesiásticos que nos llegan de todos los lados para enderezarse en su profesión, y avanzar en la vida espiritual. Llegan todos sin la preocupación de traer dinero, sabiendo que serán bien recibidos sin ello. Y, a este propósito, una persona me decía últimamente que era un gran consuelo para los que no lo tienen, saber que hay un lugar en París siempre preparado a recibirlos por caridad, cuando ellos se presenten con un verdadero plan de ponerse bien con Dios. Unos me vienen a decir: «Señor, hace tanto tiempo que podo esta gracia, tantas veces que he venido aquí sin poder obtenerla.» Otros: «Señor, tengo que irme, tengo un cargo, mi beneficio me necesita, y me marcho; concededme este favor.» Los otros: «He acabado mis estudios, y me siento obligado a retirarme a pensar en lo que debo ser.» Los otros: «Ah, Señor, cuánto los necesito. Ah, Señor, si supierais, me daríais al punto este consuelo.» Vienen también ancianos que llegan para preparase a la muerte. Gran favor, grande gracia que Dios ha hecho a esta casa al llamar a ella a tantas almas a los santos ejercicios, y servirse de esta familia como de instrumento para su conversión»…

«Esta casa, Señores, servía en otro tiempo para el retiro de los leprosos. Eran recibidos en ella, y ni uno solo se curaba. Y ahora sirve para recibir a pecadores que son enfermos cubiertos de lepra espiritual, pero que curan, por la gracia de Dios; digamos más, son muertos que resucitan. ¡Qué suerte que la casa de San Lázaro sea un lugar de resurrección! Este santo, después de permanecer muerto tres días en la tumba, salió de ella vivo. Y Nuestro Señor, que lo resucitó, concede todavía la gracia a muchos que, habiendo permanecido algunos días en ella, como en el sepulcro de Lázaro, salen de ella con una nueva vida. ¿Quién no se regocijará por una bendición semejante?¿Y quién no tendrá un sentimiento de amor y de agradecimiento para con la bondad de Dios por un bien tan grande? ¡Qué motivo de vergüenza si nos hacemos indignos de una gracia semejante! ¡Qué confusión, Señores, y qué dolor no sentiremos un día si, por nuestra culpa, nos vemos despojados de todo, para caer en el oprobio delante de Dios y de los hombres! ¿Qué motivo de aflicción no tendrá un pobre hermano de la Compañía que ve ahora a tanta gente del mundo que viene de todas partes a retirarse un poco entre nosotros para cambiar de vida, y que por entonces verá este gran bien descuidado! Verá que no se recibirá ya a nadie; por último él no verá lo que ha visto. Pues nosotros podemos caer en esto, Señores, no ya tan pronto, sino a la larga. ¿Cuál será la causa? Si se dice a un Misioneros relajado: «Señor, ¿tiene la bondad de dirigir a este ejercitante en su retiro?» esta petición le causará molestias; y, si no se excusa, no hará, como se suele decir más que pasar la escoba. Sentirá tantas ganas de satisfacerse, y tanta pereza en quitar media hora o así después de la comida y de la cena, a su recreo ordinario, que esta hora le resultará insoportable, aunque entregada a la salvación de un alma y la mejor empleada de todo el día. Otros murmurarán por este trabajo so pretexto que resulta oneroso y de grandes gastos; y así los sacerdotes de la misión, que en otro tiempo hayan dado la vida a los muertos, no tendrán ya más que el nombre de lo que han sido; no serán más que cadáveres, y no verdaderos Misioneros; serán carcasas de San Lorenzo, y no Läzaros resucitados, y todavía menos hombres que resuciten a los muertos. Esta casa que es ahora como una piscina salvadora donde tanta gente viene a lavarse, no será ya más que una cisterna corrompida por el relajamiento y la ociosidad de los que la habitan. Pidamos Dios, Señores y hermanos míos, que esta desgracia no llegue. Pidamos a la santísima Virgen que nos libre de él por su intercesión, y por el deseo que ella tiene de la conversión de los pecadores. Pidamos al gran san Lázaro que sea siempre el protector de esta casa y le obtenga la gracia de la perseverancia en el bien comenzado. Se ve, era con ocasión de un ejercitante que recomendar a las oraciones de le comunidad, con ocasión de un recién llegado, de una afluencia desacostumbrada, que Vicente daba estos avisos tan resplandecientes de fe y tan ardientes de caridad. Luego, para terminar de animar a los suyos, les contaba triunfos de la gracia: «En el último viaje que hice hace cinco años a Bretaña, les dijo un día, nada más llegar, vino a verme un hombre muy honrado, para agradecerme la gracia que decía haber recibido por hacer en esta casa un retiro espiritual. ¡»Oh, Señor, me dijo, sin eso yo estaba perdido! Os debo, después de a Dios, mi salvación. Es eso lo que me puso la conciencia en paz, y lo que me ha hecho adoptar un modo de vida que he seguido desde entonces y que conservo todavía por la gracia de Dios, con una gran paz y satisfacción de mi espíritu. En verdad, Señor, añadió él, me siento tan obligado a vuestra caridad, que lo publico a todos los vientos, y digo en todas las compañías donde he estado que, sin el retiro que hice en San Lázaro, yo estaría condenado. ¡Cómo pues debo estimar esta gracia que vos me hicisteis! Os ruego que creáis que me acordaré toda mi vida.»

«Ahora tenemos en casa a un Capitán, dijo Vicente en otra ocasión, que quiere ser cartujo, que nos ha sido enviado por estos buenos padres para experimentar su vocación, según la costumbre. Les suplico que le encomienden a Nuestro Señor, y al mismo tiempo piensen cuán grande es su bondad, yendo así a buscar a un hombre, cuando está comprometido mucho antes en un estado tan contrario al que al que aspira ahora. Admiremos esta misericordiosa Providencia, reconozcamos que Dios no hace acepción de personas, sino que se sirve de todas las clases de estados por su infinita bondad, escoge a quien le parece bien.»

Otro día, era un capitán a quien recomendaba a las oraciones y a las acciones de gracias de los suyos, luego un protestante convertido, que trabajaba en ese momento en la defensa de la verdadera fe, y podía así ganarse a muchos de sus antiguos correligionarios. Al día siguiente podría ser un sacerdote venido de muy lejos, que le decía sin más: «Señor, vengo a vos y, si no me recibís, estoy perdido.» Algunos días después, regresaba maravillosamente tocado de espíritu de Dios. luego, eran tros tres sacerdotes salidos del fondo de la Champaña, después de planear santamente venir a hacer juntos un retiro en San Lázaro. «Oh Dios, exclamaba entonces Vicente, cuántos vienen de lejos y de cerca, a quienes el Espíritu Santo da este movimiento. Pero, cuán fuerte conviene que sea la gracia para traer así de todas partes a los hambres a la crucifixión, pues el retiro espiritual es para crucificar la carne, a fin de que se pueda decir con el Apóstol: «Estoy crucificado al mundo y el mundo me está crucificado a mí.»

Por último, respondía a las objeciones, sacadas principalmente del pequeño número de los que perseverarían, y de la falta de proporción entre la grandeza de los sacrificios y de la pequeñez relativa de los resultados. Decía: «Todos aquellos, en realidad, que hacen en este lugar su retiro, no lo aprovechan por igual. Pero, ¿el reino de Dios en la tierra no está lleno de buenos y de malos? ¿No es acaso una red barredera o una red que recoge toda case de peces? En esta grande abundancia de gracias que Dios reparte a todas las personas del mundo, cuántos se ven que abusan de ellas, y aunque conozca este abuso que harán de ellas, no deja a pesar de todo de repartírselas. Cuántos hay que se descuidan en servirse de los frutos de la pasión y muerte de Nuestro Señor, y que, como dice el santo Apóstol, pisotean la sangre que él ha derramado para su salvación. Oh, dulce y misericordioso Salvador, sabíais muy bien que la mayor parte no lo tendrían en cuenta, y vos no habéis dejado de sufrir, a pesar de todo, la muerte por su salvación, aunque supieseis de esta prodigiosa Multitud que se burlarían de ello, y de este gran número de cristianos que abusarían de las gracias que vos les habéis merecido!1»

IV. Desinterés de Vicente.

Todos estos discursos, recogidos a través de otros cien semejantes, terminan por hacernos comprender la naturaleza de los ejercicios espirituales, y nos llevan a entrever las ventajas inmensas que recayeron en las almas. Pero estos ánimos que Vicente prodigaba a los suyos para que perseveraran, el cuadro de los frutos de salvación producidos por los retiros que él ponía sin cesar a sus ojos para hacerles desdeñar los intereses temporales, no los tranquilizarían siempre sobre el porvenir de la obra, menos aún sobre la posibilidad de sostener por mucho tiempo la enormidad de los sacrificios que costaba a la congregación. La casa de San Lázaro se doblaba bajo el peso siempre en aumento de los gastos, y se acusaba de excesos la caridad de Vicente, le urgían a mayor moderación y prudencia. –»Señor, venía a decirle un hermano probablemente encargado de la manutención de las finanzas, vamos a sucumbir bajo el número de los ejercitantes. –Hermano, que quieren salvarse. –Sea en buena hora, Señor, si todos se salvaran. Pero qué pocos se aprovechan del retiro, y cuántos vienen a buscar aquí menos el alimento del alma que el del cuerpo. –Ya es mucho que algunos se salven. En cuanto a los que vienen por motivos menos puros, siempre es una limosna agradable a Dios alimentar a un hombre en la necesidad. Además, ¿cómo distinguir entre unos y otros? Y si nosotros ponemos dificultades en recibir a todos los que se presentan, ¿no rechazaremos a algunos sobre quienes Dios tenía designios de misericordia? En una palabra, a fuerza de querer penetrar los motivos que les obligan a actuar, ¿no ahogaremos en muchos las primicias del Espíritu que los llama a sí? –Pero, Señor, vos abreviáis los días de la Compañía, que pronto se verá reducida al extremo. –Si tuviéramos treinta años de vida, y que por recibir a los que vienen a hacer retiro no fuéramos a vivir más que quince, no habría que dejar por ello de recibirlos. Es verdad que el gasto es grande, pero no puede estar mejor empleado; y, si la casa está ocupada, Dios sabrá cómo ayudar a encontrar los medios de desocuparla, como hay razón de esperarlo de su Providencia y bondad infinita. –Pero, Señor, se trata no sólo de una crisis, sino de una enfermedad mortal y de una aniquilación inmediata! –Si sucede que la congregación de la Misión se aniquilara haciendo un bien semejante tendremos la suerte de hacernos semejantes a Nuestro Señor, que en cierto modo se aniquiló por la salvación de las almas2

El procurador llegaba. Era una víspera de órdenes, y el aumento de los gastos del retiro de los diez días venía a agotar lo que el retiro permanente había dejado en la caja de San Lázaro: «Señor, no me queda un céntimo para mañana. –Oh, Señor, la buena noticia; Dios sea bendito! ¡Qué suerte! Es el momento ahora cuando hemos de demostrar si tenemos confianza en Dios. Cómo debemos alegrarnos de tener ocasión de confiar en él solamente y de depender, como verdaderos pobres, de la liberalidad deuno tan rico Nuestra industria, ¿es un recurso más seguro que su bondad? La desconfianza le deshonra, porque los tesoros de su Providencia son inagotables. No temamos nada. La congregación se destruiría antes por las riquezas que por la pobreza.»

Los mismos extraños de sorprendían y se inquietaban. A la vista del gran refectorio lleno de gente que se apilaban a la mesa de la caridad: «¿Dónde encontráis, Señor, le dijo un abogado del Parlamento con qué hacer frente a este gran número de bocas domésticas y extrañas? –Oh, Señor, el tesoro el la Providencia de Dios es mucho más grande todavía. Bueno es poner los cuidados y los pensamientos en Nuestro Señor, que no fallará en darnos el alimento, como nos lo ha prometido. –Sin embargo, añadió un sacerdote de sus amigos, tened cuidado de no caer en algún problema del que no podáis salir, y poned, os lo suplico, algún límite a vuestra liberalidad. –Señor, respondió Vicente sonriendo, cuando lo hayamos gastado todo por Nuestro Señor, y no nos quede ya nada, dejaremos la llave debajo de la puerta, y nos marcharemos. Un día, en cambio, acosado más que de ordinario y sin saber qué hacer con tantas reclamaciones de dentro y de fuera, pareció decidido a encerrar su celo en límites más estrechos y a disminuir el número de los ejercitantes. «Hoy, dijo, seré yo quien haga de feroz portero u hotelero; me encargo yo mismo de recibir a estos y de elegirlos.» Se puso en la puerta muy resuelto a mantenerse serio contra excesivas solicitudes. Pero cuando se trató de admitir a unos y de rechazar a los otros, se encontró incapaz de decidir; su corazón, vanamente comprimido, se dilató; la caridad universal salió a la luz, y no pudo rechazar a nadie. Para el atardecer había recibido a más gente que de ordinario. Un hermano vino a decirle:»Señor, no hay ya habitación disponible. –Pues bien, que le den la mía, y que me pongan en la cuadra!»3 De todo lo que precede se puede concluir fácilmente qué afluencia continua tenía lugar a diario a San Lázaro de París y de las provincias . Vicente mismo comparaba esta casa al arca de Noé, en la que toda clase de animales, grandes y pequeños eran bien recibidos por igual. Y, en efecto, le llegaban de Oriente y de Occidente, en la mezcla más singular de todas las edades y de todas las condiciones sociales. En el mismo refectorio se veían sentados codo con codo a jóvenes y viejos, a clérigos y a seglares, a grandes señores y a mendigos, a doctores de Sorbona y a gente sin la más ligera idea de letras, a magistrados y a obreros, a mundanos y a solitarios, a caballeros y a pajes, a amos y a criados. Aquí, todos eran llamados y todos elegidos. Era el triunfo de la igualdad cristiana, el comunismo de la caridad, la santa confusión de todos ante Dios y en el interés común de la salvación.

Las luchas, los choques que debía sostener el corazón de Vicente, haciendo saltar más viva y más ardiente la chispa del amor. La edad no le traía ni su hielo ni su ansiosa avaricia. Contra la costumbre de los ancianos, cuanto más avanzaba en los años, más amaba, más pródigo santamente era. En primer lugar, había aún alguna mesura; al final, hubo que recibir cada día a los más ejercitantes posibles y tener la casa al completo. Como el padre de familias del Evangelio, habría dicho en caso de necesidad a sus sirvientes: «Id pronto a las plazas, a las calles de la ciudad, a los caminos y a los cercados y obligadlos a entrar, para que se llene mi casa4.» Se llegó a admitir hasta ochocientos al año. Lo que eleva a veinte mil el número de los que pasaron por San Lázaro los veinticinco últimos años de Vicente. En caso de conflicto, los pobres y los débiles, los ciegos y los cojos, -para seguir el texto sagrado de antes- tenían siempre su preferencia. Para atraer a los obres obreros, no se contentaba con ofrecerles residencia y alimentación gratuita, lo que hacía con los ricos mismos; pagaba además a sus patronos lo que habría valido su trabajo durante el tiempo del retiro5.

V. Éxito de los retiros en París y en provincias.

Así es cómo San Lázaro se convirtió en la gran hostelería de París y de Francia para el alimento de las almas; cómo la Misión se hizo permanente. ¡Qué conversiones se operaron, de cuántos progresos en la perfección cristiana fue ella el punto de partida! Cuántos apóstoles salieron de ella para llevar a todos los puntos de Francia, y más allá de los montes y de los mares, las lecciones, los ejemplos, las santas practicas de esta casa, dos o tres veces madre, y por los hijos que daba al padre de la Misión, y por los hijos adoptivos que recibía en tan gran número en su seno, y por aquellos, más numerosos todavía, que ella se creaba de todas partes en virtud de esta diseminación maravillosa de todas las obras nacidas en ella o por ella! Como los Misioneros que Vicente enviaba por el mundo no llevaban con ellos, a nuevos apóstoles, ni bastón, ni saco, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas6; sino, ellos también, las enseñanzas y los ejemplos de su maestro, y la semilla fecunda de todas sus obras. En todas partes pues ellos establecían la costumbre de los retiros espirituales, y en todas partes producían los mismos frutos de salvación. Cada casa de la Misión se convirtió así, en todos los aspectos, en una sucursal de San Lázaro, donde se practicaban los mismos ejercicios con una caridad igual y una bendición igual. De todas partes le llegaban a Vicente testimonios ciertos de los bienes infinitos, individuales o colectivos, a favor de las almas. Era cada día un número un número prodigioso de cartas, bien de pecadores que se volvían a Dios, que le ofrecían el homenaje de su conversión, bien de sacerdotes, de párrocos, de obispos, de cardenales, que le agradecían en su nombre y en nombre del cielo, por haber adelantado tanto, mediante la difusión de esta práctica saludable, la santificación de los pastores y de los pueblos. La vocación especial de San Lázaro por la renovación del sacerdocio llegó a ser entonces un hecho de notoriedad pública. En estos años, apareció un libro de un párroco de Bretaña sobre los malos sacerdotes, el peor de los males de la Iglesia. Pues bien, en él se decía que Dios había dado su espíritu a los sacerdotes de la Misión para remediar esta desgracia, y que ellos trabajaban con bendición7. Pronto tuvieron cooperadores. Los eclesiásticos formados en San Lázaro con los ejercicios de los ordenandos y renovados con los retiros espirituales, si llegaban a un obispado, pensaban enseguida en establecer para su clero, solos o en compañía de algunos sacerdotes de la congregación, lo que les había sido tan útil a ellos mismos. Uno de ellos, hombre de condición y de virtud, después de reunir a sus párrocos y demás eclesiásticos en su palacio episcopal, escribía a Vicente en 1644: «Para participaros nuestras noticias, os diré que continuamos nuestras asambleas de los eclesiásticos, tanto de la diócesis como de los demás lugares circunvecinos que piden asistir a ellas. Tengo al presente a unos treinta sacerdotes conmigo, que hacen los ejercicios del retiro espiritual en el obispado, con mucho fruto y bendición.» En efecto, estos santos ejercicios eran por lo general bien acogidos del clero en todas partes. A veces, había al principio algo de repugnancia; pero todo cedía luego al atractivo de la gracia y a los esfuerzos del celo y de la caridad, sobre todo cuando un hijo de Vicente estaba encargado de la dirección del retiro. Es o que nos enseña la carta conmovedora y dramática, escrita por uno de ellos a un arzobispo, para darle cuenta, según la costumbre constante de la Misión, de un primer retiro predicado por orden suya en su palacio arzobispal: «Al principio, todos se miraban con recelo y murmurando. Los más timoratos no sabían qué pensar. Pero Dios, que los había obligado por vuestro ministerio, incluso arrastrado en su mayor parte a la soledad, cambió de tal forma sus corazones, que todos exclamaron: Vere Deus est in loco isto, et ego nesciebam. Y en la continuación de los ejercicios, a medida que pasaban los días y se disipaban sus tinieblas y frialdades, decían: «Quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum. Y al final del retiro: «Faciamus hic tria tabernacula. Estos buenos Señores, que eran en número de cuarenta, tanto rectores como vicarios, aseguraban no haber vivido sino estos diez días. Lloraban a lágrima viva, recordando su vida pasada y de la ignorancia en la que habían vivido. Los más mayores corrían a los ejercicios; y os puedo asegurar que no he visto todavía tanto fervor ni obras tan sensibles del espíritu de Dios, que tiene en sus manos los corazones, no sólo de los reyes de la tierra, para doblegarlos a donde él quiera, sino también de los reyes del cielo y de los sacerdotes, cuya duración representa a menudo mayor resistencia a la gracia. Todos han hecho la confesión general, y la mayor parte de toda la vida, creyendo no haber hecho nada hasta ahora; todos han formado fuertes resoluciones de trabajar en su propia santificación y en la de sus rebaños, diciendo con el profeta rey; Dixi nunc coepi, haec mutatio dexterae Excelsi. A medida que la gracia cambiaba los corazones, me venían a ver en particular y me decían cómo los había cegado el demonio, haciéndoles creer que el retiro no era más que una novedad insoportable, una prisión y una gehena. Los otros me decían: «Ah, Señor, cuánto le debemos a Monseñor y cómo tenemos que pedir a Dios por su persona y por su regreso. Si hubiéramos tenido las luces que tenemos, no habríamos hecho lo que hemos hecho.»Por último Monseñor, todos eran como pequeños, y yo me sorprendía cómo personas que podían ser mis abuelos confiaban tanto en un instrumento tan débil. Vitulus et leo, lupus et ovis simul accubabunt, puer parvulus minabit eos. Toda vuestra ciudad ha quedado embalsamada con el buen olor de estos Señores, no sólo por sus palabras, sino también por su modestia. Los eclesiásticos que maldecían de estos ejercicios se han sorprendido al ver a sus amigos y a sus cohermanos cambiar de lenguaje, y algunos de vuestro capítulo preguntaban cuándo les tocaría a ellos. Espero, Monseñor, que vuestras oraciones alcancen de Dios la ejecución de tantas y tan santas resoluciones y que, por este medio, vuestra diócesis cobre un nuevo aspecto, ejerciendo los jefes una influencia tan buena sobre el resto del cuerpo.»

Las resistencias se habían vencido para siempre. En la cuaresma siguiente, nuevo retiro y pleno éxito. Liberal en la precedente, Dios se mostró pródigo en ésta. «Ah, si hubiera conocido antes la eminencia del sacerdocio, decían los sacerdotes, yo no me habría comprometido tan a la ligera» Otros muchos ofrecían su bolsa para contribuir a los gastos de un retiro anual; otros querían renunciar a sus beneficios para continuar viviendo en semejantes ejercicios; algunos pedían que se proveyeran sus parroquias para pasar algún tiempo en el seminario; todos se ponían a disposición de sus superiores, declarándose en estado de hacerlo todo y de acudir a todas las partes donde los enviasen. Eran en adelante tantos Misioneros, que iban a renovar en sus parroquias lo que la gracia acababa de renovar en ellos. Hubo uno que llevado al retiro por la fuerza o por hipocresía, resistió hasta la víspera de la clausura. Por la noche los remordimientos le tuvieron despierto: Quis enim ei restitit et pacem habuit? Es presa de un temblor total: un frío sudor cubre sus miembros y oye una voz interior que le dice: «Tu hora ha llegado, tienes que morir!» Asustado, llama a uno de sus cohermanos acostado en la misma habitación, y le pide que vaya a toda prisa a buscar al Misionero, a quien, todavía la víspera, había jurado no abrirse nunca. De medianoche a las cuatro de la mañana, hace una confesión de toda su vida, comulga con los demás y transportado a la vez de dolo, de agradecimiento y de amor, queriendo que fuera pública la reparación como públicas habían sido sus faltas, descubre a todos el abismo del que acaba de sacarle la bondad divina: «Misericordia tua magna est super me, exclama, qui eruisti animam meam ex inferno inferiori.

Pero era siempre a Vicente a quien llagaban o eran enviados los pecadores desesperados. Cuando se consideraban incapaces, sus sacerdotes le presentaban los pecadores, como le presentaban los discípulos al Salvado al poseso que no habían podido curar. Nada podía resistir al encanto y a la pericia de su trato. Ni sermón, ni lectura de piedad producía la piadosa impresión de su charla, de su simple aspecto. Los niños mismos tan fácilmente rechazados por los discursos serios, corrían a él y hallaban placer en escucharle. Así hablan el arzobispo de Vienne, de Montmorin, y Victor de Méliand, obispo de Alet en sus cartas a Clemente XI. «Yo era joven entonces todavía, ha escrito igualmente Charles-François de Loménie de Brienne, fallecido obispo de Coutances, cuando este venerable anciano frecuentaba la casa de mi padre. Tal era sin embargo la reputación de este hombre, y tan acrisolada se ha hecho de día en día que el fluir de los años no ha podido borrar en mí la opinión preconcebida de su santidad.» El barón de Renty le envió un día un párroco que desde hacía mucho estaba sumido en el desorden y llevaba una vida de escándalo. Al día siguiente era quizás un religioso encargado de una parroquia y miembro indigno de una comunidad reformada, a quien se le confiaba su superior. Otra vez, era también un religioso que, en su impotencia, acudía a él en la conversión de un paje del príncipe de Talmont, educado hasta entonces en el protestantismo: «No hallándome bastante capaz de una obra tan buena, le escribía en 1644, me tomo el atrevimiento de dirigirle a vos, como a aquel a quien Dios da gracias muy particulares y muy grandes para su gloria y para la salvación de los pecadores y los descarriados. Teniendo pues la caridad, muy reverendo padre en Nuestro Señor, de recibirle y abrazarle como a una pobre oveja extraviada, que busca a dónde retirarse y librarse de la boca del lobo… Ruego a Dios que prolongue sus días y sus años para su gloria y el bien del prójimo para el que trabaja incesantemente.»

Finalmente, se trataba de aquellos mismos que habían probado el don de Dios y hecho los ejercicios bajo la dirección de Vicente quienes le pedían la gracia de ser admitidos otra vez. «Ciertamente, Señor, le escribía un eclesiástico de Orleáns, cuando pienso en los buenos sentimientos que se tienen en su casa, me siento como fuera de mí mismo, y no puedo menos de desear que Dios quisiera que todos los sacerdotes hubieran pasado por estos santos ejercicios: si así fuese, no veríamos todos los malos ejemplos que muchos dan, con gran escándalo de la Iglesia.»

Un sacerdote del Languedoc, escribiendo las impresiones de su retiro a un amigo que le había empujado, decía: «He recibido tantas muestras de benevolencia y tan buenos tratamientos en esta casa de todos con quienes he hablado, que yo estaba confuso; y, por encima de todos los demás, el Sr. Vicente me ha recibido con tanto amor, que estoy muy sorprendido. Mi corazón lo siente bien, pero no encuentro palabras que lo puedan expresar. Lo que puedo decir es que, durante el tiempo de nuestros retiros, yo he estado como en el paraíso; y ahora que estoy fuera, me parece que París es como una prisión. no creáis que lo diga por cumplimiento; hablo según los sentimientos que Dios me da. Por lo demás, ya no podría vivir en el mundo; mi resolución es salir de él para entregarme por entero a Dios.»

VI. Pierre de Kériolet.

Sería evidentemente casi tan imposible reproducir todas las cartas y todas esta declaraciones, que enumerar todas las conversiones famosas de las que fue teatro San Lázaro y el instrumento, todos los vicios que murieron en su santa atmósfera, todas las grandes virtudes que se vieron brotar y florecer. No se podría pasar por alto sin embargo a uno de estos pasajeros de San Lázaro, cuyo nombre recuerda una de las conversiones más prodigiosas que haya registrado la historia eclesiástica: queremos hablar de Pierre de Kériolet. Es en 1633, según una conjetura de Collet, cuando llegó a pie desde Rennes a París para ver al P. Bernard, cuya reputación de santidad le había atraído. Era sacerdote desde el año anterior. Cubierto de polvo, la sotana remangada, con un aspecto extraño, se encuentra con un sacerdote en la calle, y le pregunta si sabe donde se aloja un tal Sr. Bernard, en otras palabras el pobre sacerdote. –«¿Le conoce usted, le responde, y qué tiene usted con él? –Vengo para conocerle, porque me han dicho que era un hombre de bien y algo loco. –Yo dudo que usted sea más sabio que él, – ¿No será usted? –Sí, soy yo.» Era el P. Bernard, en efecto, y los dos se abrazaron. El P. Bernard presentó a Kériolet al P. de Condren, a la pequeña sociedad de Olier y a san Vicente de Paúl. ¿Qué había sido antes de este viaje? Todo se puede leer en su Vida8, o también en las memorias manuscritas de Du Ferrier, uno de los compañeros de Olier, que nos ha conservado la confesión que hizo Kériolet mismo a la pequeña compañía de Vaugirard. Hijo de un consejero en el Parlamento de Bretaña, vivió durante treinta y cuatro años en toda clase de desórdenes y en la profanación de todas las cosas santas. Presa por último de una odio infernal contra Jesucristo, emprende el camino de Constantinopla para hacerse Turco. Se entera entonces de la presencia en Viena de un chiaoux, embajador del sultán con quien se propone hacer el camino. Pero, al atravesar un bosque en Alemania, cae en las manos de los ladrones, y no escapa a una muerte segura sino por un voto de peregrinación a Nuestra Señora de Liesse. Olvidado el voto con el peligro, continúa su ruta hasta Viena. El chiaoux acababa de salir. Le persigue vanamente hasta la frontera de Hungría. Una vez en Venecia se enrola en el servicio de la República con la esperanza de embarcarse en un navío lanzado a Constantinopla. Se cansa de esperar y vuelve a Francia. En París, sabe de la muerte de su padre, prematura sin duda por sus crímenes, y se dirige a Rennes donde, sin tener ningún conocimiento del derecho y sólo para ponerse a cubierto de la justicia, compra un cargo de consejero en el Parlamento de Bretaña. Alterna como hugonote, vuelve a ser católico, siempre por interés, continúa su vida abominable, entregado al vino, duelista salvaje, y sobre todo impío y sacrílego. Por dos veces le amenaza el rayo, un día derribándole del caballo, otro abrasando el cielo del lecho donde está acostado; no responde más que con blasfemias y desafíos al cielo. Un primer remordimiento le deposita en los Cartujos; a los tres días sale de allí absolutamente ateo. Se entera entonces de las posesiones de Loudun. Va allí, y para burlarse de lo que llamaba supercherías de blasfemas, y para pervertir a una joven hugonote mediante una nueva abjuración del catolicismo. En estas disposiciones entra en la iglesia de Santa Cruz, donde se hacían los exorcismos. Se acerca. Un demonio le interpela por la boca de una poseída; interpelado a su vez, denuncia las principales circunstancias de esta horrible vida y, en medio de espantosas blasfemias, acusa a Dios y a la Virgen de injusticia por haber arrebatado tantas veces a la muerte y al infierno a un pecador más culpable que él. Después de una confesión pública, Kériolet entra en una capilla vecina, y allí, rostro en tierra, a lágrima viva, pide perdón a Dios. La noche transcurre así. Al día siguiente, hace una confesión general, y comienza una vida nueva con la peregrinación prometida a Nuestra Señora de Liesse, de donde se dirige a la Sainte-Baume para rezar a la gran penitente Magdalena. Ya ha despedido a los criados, entregado a os pobres todos sus bienes, se ha cubierto de harapos: es mendigando, descalzo, sin sombrero, con la soga al cuello, como realiza estos viajes y regresa a Rennes. Después de abrazar el estado eclesiástico por orden de su confesor, perseveró hasta la muerte en el rigor de su penitencia y de sus humillaciones. Él se había condenó a no mirar más que al suelo, pasaba ocho o diez horas al día en oración, vivía a pan y agua, y apenas tomaba otro alimento del jueves a mediodía hasta el domingo a la misma hora. Había transformada su casa de Rennes en un hospital donde servía y catequizaba él mismo a los desdichados, sin abandonarlos si no era para visitar las prisiones y los demás hospitales de la ciudad.

Tal es el hombre con quien tuvo Vicente numerosas conferencias. Se vio mucho tiempo, en un extremo del seminario de San Lázaro, una pequeña habitación donde había hecho su retiro. Muerto el 8 de octubre de 1660, sólo sobrevivió a nuestro santo en once días9.

Así acabaremos este capítulo de los retiros espirituales. Fiel a las recomendaciones de su santo fundador y celosa por cumplir todos los legados de su caridad, la casa de San Lázaro ha continuado por largo tiempo esta obra excelente, siempre atenta a dar a los ejercitantes los mejores lugares y a servirlos los primeros. Quiso incluso procurarles un alojamiento más cómodo. Cuando Alméras, primer sucesor de Vicente, pensó en levantar un nuevo edificio en las ruinas del antiguo, comenzó por mandar hacer para su uso un cuerpo de vivienda grande y vasto que contenía setenta y cinco habitaciones; y, cuando este número de habitaciones, no era suficiente, lo que sucedió a menudo, porque se llegó a recibir hasta ciento veinte ejercitantes a la vez, los Misioneros, recordando las palabras de san Vicente: «Que les den mi habitación», y tomándolo por regla, cedían la suya en efecto, y acampaban como y donde podían.

Esto duró hasta la Revolución, esto es hasta la expulsión de los Misioneros de San Lázaro, y hasta su dispersión. Desde entonces, si su alianza de caridad ha pasado a otras manos o se ha repartido entre varios, a Vicente y a sus sucesores corresponde no obstante la gloria de haber vulgarizado los ejercicios espirituales en Francia10. Hoy, no hay seminario que no vea reunirse cada año a una parte de los sacerdotes de la diócesis para recuperar fuerzas juntos en la fuente de la piedad sacerdotal; no existe comunidad religiosa, ni colegio cristiano, que no abra sus puertas por un retiro o el periodo principal del año o el comienzo de los estudios; pocas almas cristianas, por último, que no sientan la necesidad de hacer de vez en cuando un alto en esta vida que nos arrastra, para volver al espacio ya recorrido, orientar sus pasos con mucha frecuencia extraviados, y volver a emprender la ruta con los ojos puestos en el fin supremo.

  1. Repet. de oración del 10 de agosto de 1655.
  2. Summ. p. 147.
  3. Summ., n. 75, p. 145.
  4. Luc. C. XIV, V. 21 al 23.
  5. Summ., p. 207.
  6. Luc., IX, 3.
  7. Carta a Ozenne, en Polonia, del 2 de abril de 1655.
  8. Por el P. D. de Sainte-Catherine, religioso carmelita. París, 1663, in-12.
  9. Vie de M. Olier, tomo I, pp. 207, 233 y ss.. –Ëtudes sur les posesions de Loudun, por el abate Leriche, París, 1859, in-18, p. 137 y ss.
  10. Interrumpidos durante mucho tiempo por las causas que acabamos de decir, y también, después del restablecimiento de la Compañía, por la falta de alojamiento, los retiros espirituales se recobraron en la casa madre de la rue de Sèvres, y ya un buen número de sacerdotes y hasta de seglares se saben el camino.

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