Capítulo Tercero: las conferencias eclesiásticas.
I. Su origen.
En sus misiones, Vicente no se había limitado a evangelizar a los pueblos; se había ocupado de la santificación del clero, persuadido siempre de que la santidad del pastor es la salvación del rebaño. Tenía por costumbre reunir siempre que podía a todos los sacerdotes de un cantón, para hablarles de Dios y de sus deberes. Después de darles consejos sobre su dirección personal, les hablaba de la mejor manera de anunciar el Evangelio, de catequizar a los niños, de oír las confesiones y de administrar los sacramentos de la Iglesia.
Se trataba de un esbozo de las conferencias eclesiásticas, pero no podía haber en ello nada definitivo ni durable. Ausentado el santo, todos volvían a sus costumbres, y con demasiada frecuencia, por desgracia, a su negligencia y a sus desórdenes.
Los ejercicios de los ordenandos fueron un paso más en la reforma del clero. Se trabajaba en almas nuevas, que el mal no había endurecido todavía y que era fácil plegar al bien. Además, estos diez u once días seguidos de retiro, de oraciones, de sólidas charlas y de santos ejemplos debían dejar en ellas una impresión más profunda. Pero, devueltas al mundo, a la disipación, a los peligros del ministerio, a la influencia fatal de los antiguos del clero, ¿qué iba a ser de ellas? Vicente presentaba todos los días sus inquietudes a Dios. Conocía tan bien la inconstancia y la debilidad de la voluntad humana. Cuántas veces había visto a sacerdotes conquistados así para la prudencia y la virtud, que, vueltos enseguida, según la palabra del apóstol, a una nación mala y corrompida, habían sido víctimas de nuevo de sus sentimientos, sus máximas y su conducta. Se lamentaba, rogaba y buscaba los medios de mantener a los ordenandos en sus resoluciones y de traer a los demás a la perfección de su estado.
Se le ocurrieron varios proyectos. Pero era tan humilde y tal su desconfianza de sus propias luces, tal el temor de adelantarse a la hora de la Providencia, que los rechazó todos, y volvía a la calma y al silencio de la oración, a la espera de que una circunstancia le revelara la voluntad de Dios. Ya que es de notar que este hombre, que abrazó todas las obras útiles al clero y a los pueblos, las hizo todas suyas marcándolas para siempre con su nombre, no tomó quizás la iniciativa de ninguna, y que pudo decir después de cada una de sus grandes fundaciones: «¡Yo no había pensado en ello!» Dios respetaba de este modo y dirigía su humildad, principio y fundamento de sus instituciones, como de sus virtudes; en todo quería dejar visible, a los ojos de Vicente y a los ojos del mundo, la impronta de ese dedo que solo crea, sostiene y conserva.
En estas reflexiones y proyectos se hallaba Vicente, cuando uno de los jóvenes eclesiásticos que habían tomado parte en los retiros de los ordenandos, vino a verle y le propuso recibir en San Lázaro, en reuniones periódicas, a todos aquellos que quisieran mantener entre ellos la gracia de la ordenación, animarse mutuamente a bien vivir, hablar sobre las virtudes y las funciones de su estado, en una palabra santificarse ellos mismos para santificar a los pueblos. Era el impulso exterior, la palabra de lo alto que esperaba Vicente. Dios acababa de hablarle por la boca de aquel joven. Al punto se acordó de las famosas conferencias en las que los Padres del desierto se fortalecían contra el enemigo invisible y se estimulaban a la perfección cristiana. La soledad entonces era el gran campo de batalla del futuro, y por ello los demonios, dueños del resto de la tierra, luchaban allí con tanto encarnizamiento contra estos hombres que les disputaban el imperio. Pero, desde el triunfo del cristianismo, era el mundo el que se había convertido en el teatro del combate, donde los sacerdotes, más expuestos todavía que los solitarios de Oriente, obligados a defender a los demás defendiéndose a sí mismos, necesitaban revestirse de una armadura más fuerte y proveerse auxilios más abundantes. Podían encontrarlo en estas conferencias, consagradas por tantos ilustres ejemplos y la bendición de Dios. «Este pensamiento es del cielo, dijo al fin Vicente a l joven; sin embargo, reflexionemos más y recemos!» Y le despidió.
En efecto, durante quince días más, reflexionó y consultó a Dios. creyó cada vez más reconocer que se trataba de su gloria y del bien de su Iglesia. para acabar de asegurarse contra toda sugestión personal y humana, sometió el proyecto, primero al arzobispo de París, quien se apresuró a aprobarlo, y pronto al soberano pontífice, a quien consultaba siempre, incluso sin estar obligado, persuadido de que su aprobación sería al menos una bendición a la obra.
No quedaba ya más que formar el núcleo de la nueva asociación y escoger bien sus primeros miembros. Aquí también Vicente actuó con una prudencia admirable. Entre los jóvenes eclesiásticos que habían hecho los ejercicios de la ordenación bajo su vigilancia, había varios que, teniéndole como su padre, continuaban dirigiéndose a él, rogándole que los dedicara, según valorara él su aptitud, a las diversas funciones de su estado. En efecto, les asignaba los empleos donde podían producir el mayor fruto para el prójimo y para sí mismos. A unos, los enviaba a dar misiones en provincias; a aquellos, los retenía en París para dirigirlos y seguirlos de más cerca. Por entonces, se construía, cerca de la puerta de San Antonio, la iglesia de las Hijas de la Visitación, de quienes era superior, y estaban empleados en esta construcción un gran número de obreros. Aprovechó esta ocasión para poner a los suyos también a la obra y hacer con ellos su experiencia. Les propuso pues dar una misión a aquella buena gente en los intervalos de su trabajo. La propuesta fue aceptada con entusiasmo. Y al punto vemos a estos jóvenes eclesiásticos distribuirse por los talleres y, con una ingeniosa caridad, sin robarles nada a las horas de trabajo, encuentran el medio de dar a todos las instrucciones ordinarias de las misiones, de oír sus confesiones generales, y de disponerlos s llevar en adelante una vida verdaderamente cristiana.
Cada día, Vicente no dejaba de acudir a la puerta San Antonio para vigilar el trabajo de sus obreros espirituales. A vista de tanto celo, habilidad y concordia, no dudó un momento que no hubiera encontrado en ellos los elementos de su obra. Celebró entrevistas en primer lugar con cada uno de ellos en particular, para darles pie a expresar sus disposiciones, libremente, sin respeto humano, fuera de esa corriente contagiosa e indefinible de acción y reacción recíproca que circula en una asamblea. Todos le respondieron con una unanimidad que un acuerdo previo no habría producido y, el 11 de junio de 1633, les propuso públicamente su proyecto de reunirlos de vez en cuando para fortalecerlos, y fortalecerse a sí mismo con el ejemplo suyo, en el ejercicio de las virtudes cristianas y sacerdotales: «Prescribid, ordenad, exclamaron a una voz; nos remitimos a vos, y no hay nada que no estemos preparados a emprender bajo vuestra dirección.»
Encantado con estas disposiciones, Vicente fijó el día de la primera asamblea, que se celebró en San Lázaro hacia finales de junio. En ella explicó con mayor detalle su pensamiento, para confirmar a aquella gente en su resolución de conservar y aumentar la gracia que habían recibido por la imposición de las manos: «Teniendo el honor de ser sacerdotes de Jesucristo, les dijo en sustancia, están ustedes obligados a cumplir, y cumplir hasta el final, los deberes del estado que ustedes han abrazado . seria bien triste que alguno de ustedes diera motivos a que se dijera de él que, igual que el insensato de quien habla el Evangelio, comenzó a construir, pero no tuvo bastante valor para acabar su edificio. Ustedes ya saben tan bien como nadie, que esta desgracia, por deplorable que sea, no por ello es menos común.. Sí, son demasiados los sacerdotes que justifican todos los días lo que dijo Jeremías, que el oro se ha oscurecido, que las piedras más preciosas del santuario se han esparcido por las calles y que han sido pisoteadas en las plazas públicas. Para caer en ese desdichado estado no es necesario entregarse a los grandes crímenes, basta con enfriarse en el servicio de Dios, decaer de su primera caridad, dejarse ir a la disipación por los anchos caminos del mundo; ya que los dispensadores de los santos misterios están desordenados, cuando se salen de la perfección que pude su santa profesión.
Mi propósito no es sin embargo llevarles a separarse del todo del mundo, ni siquiera a reunirlos a todos en una sola casa. Ustedes pueden continuar viviendo cada uno en su casa o en casa de sus parientes. Pero creo que les convendría estrechar casa vez más los lazos de la caridad que los unen ya. Es fácil conseguirlo, y lo conseguirán en efecto, si quieren someterse a un cierto reglamento de vida, practicar los mismos ejercicios de virtud, hablar de vez en cuando de la santidad y de los deberes de su vocación. No dudo de que siguiendo este plan presenten cara a todos sus enemigos. Esta conducta les dará fuerzas frente a la corrupción del siglo y les hará fieles a las obligaciones de su estado. Se podrá entonces aplicarles lo que dijo un profeta1; ‘Los astros brillan en sus atalayas; Dios los llama y contestan: Henos aquí, y lucen alegremente en honor del que los hizo’; es decir que se hallaré en ustedes tanto el buen ejemplo para edificar a sus familias como una disposición continua a ocuparse de los empleos a los que sean llamados; de manera que Jesucristo, autor de su sacerdocio, tendrá motivos de estar satisfecho del servicio que reciba de ustedes.»
Durante estas palabras, todos los corazones estaban ardientes, y una santa alegría brillaba en sus rostros. En medio de sentimientos de filial sumisión y de piadoso agradecimiento, se repitió el compromiso de servir en todo la dirección del santo sacerdote.
En cuanto a él, en la necesidad de difundir su gozo ante los hombres como ante Dios, escribió a varias direcciones el primer éxito de esta asamblea. Se recuerda la carta del 5 de julio, en la que daba cuenta a uno de sus sacerdotes de Roma de la obra de los ordenandos. Esta carta continúa así: «Pues bien, estos días pasados, uno de ellos, hablando del modo de vivir de que llevaban los que habían pasado con él por los ejercicios de los ordenandos, propuso un pensamiento que había tenido de unirlos en forma de asamblea o de compañía; lo que se hizo con una satisfacción particular de todos los demás. Y el fin de esta asamblea es entregarse a su propia perfección, a procurar que Dios no sea ofendido, sino que sea conocido y servido en sus familias, y buscar su gloria en las personas eclesiásticas y entre los pobres; y ello bajo la dirección de una persona de esta casa, donde deben reunirse cada ocho días. Y como Dios bendijo los retiros que varios párrocos de esta diócesis han hecho aquí, estos señores han deseado hacer lo mismo, y de hecho han comenzado. Pues con ello, hay razones para esperar grandes bienes de esto, si es del agrado de Nuestro Señor dar su bendición a su obra que yo recomiendo en particular a vuestras oraciones.»
¿Quién tuvo la primera idea de estas conferencias? Su nombre no será nunca, sin duda hasta el gran día de las revelaciones, conocido más que de Dios, y quedará en la tierra en esa oscuridad que tan bien les va a los promotores de las obras cristianas. Algunos se han inclinado por atribuir el mérito al abate Olier. Cierto es que los historiadores de san Vicente de Paúl están de acuerdo en nombrarle el primero de los que entraron desde un principio en la Compañía, que contribuyó a su progreso atrayendo nuevos miembros, y formando en otras partes otras reuniones conformes a este modelo. En un capítulo por largo tiempo inédito de su historia, Abelly escribió a Olier: «Él había sido uno de los primeros que acudió a los ejercicios de los ordenandos para preparase a la recepción de las sagradas órdenes: … y allí fue donde bebió en abundancia este espíritu eclesiástico del que se ha visto tan perfectamente colmado y animado. Fue de este modo uno de los primeros que, para mejor conservar y perfeccionar este espíritu, se alió con otros varios eclesiásticos virtuosos, para celebrar todas las semanas conferencias espirituales en San Lázaro, bajo la dirección del Sr. Vicente2.»
No tengamos la menor duda a pesar de todo, Olier no fue el promotor de la obra, y la prueba perentoria está en una carta citada por Abelly. «Quien había hecho la primera propuesta de este plan al Sr. Vicente, escribe el viejo historiador3, no se encontró en esta asamblea (de finales de junio), hallándose por entonces ocupado en trabajar en algunas misiones fuera de París; por lo cual el Sr. Vicente le escribió la carta siguiente:
«¡Dios sea bendito, Señor, por todas las gracias y bendiciones que derrama sobre vuestra casa! ¿No le parece que tantos obreros que siguen ociosos estarían bien empleados en la gran mies en la que trabajáis ahora, y que los que conocen la necesidad que el dueño de la mies tiene de obreros, serán culpables de la sangre de su hijo que dejan inútiles por falta de dedicación? Oh, que el pensamiento, que me hicisteis el honor de comunicarme estos días pasados, ha sido bien acogido por los señores eclesiásticos, de todos los cuales hemos hablado en general y de cada uno en particular. Los vimos hace quince días reunidos, y resolvieron lo que me propusisteis con una uniformidad de espíritu que pareció toda de Dios. yo comuniqué mi discurso con las palabras que me dijisteis, sin nombraros, sino cuando fue necesario haceros de sus número y guardaros vuestro lugar entre ellos. Deben reunirse también hoy. Oh, Señor, ¡qué motivos tenemos de esperar mucho bien de esta Compañía! Sois su promotor y tenéis interés que salga adelante para gloria de Dios. rogadle por ello, por favor, Señor, y por mí en particular.»
Esta carta es evidentemente del 9 de julio, día de la segunda reunión, lo que fija la fecha de la primera, quince días antes, en el 25 de junio. Sería del 25 o 26 de junio, si se le supone escrita entre la reunión preparatoria del 11 y la asamblea en que Vicente pronuncio el discurso analizado hace un momento. Pues, del 25 de junio o del 9 de julio, no pudo ser dirigida al abate Olier quien, no estaba seguramente «ocupado en trabajar en alguna misión fuera de París.»Ordenado sacerdote el 21 de marzo de 1633, después de un retiro con los sacerdotes de la Misión, Olier dedicó tres meses enteros a los ejercicios espirituales para prepararse a su primera misa, que celebró el 24 de junio, día de san Juan Bautista, y no salió de París hasta 1634, para ir a evangelizar las parroquias de Auvergne, dependientes de su abadía de Pébrac. Empleó todo este tiempo en prepararse para este ministerio apostólico, siempre bajo la dirección de Vicente de Paúl, y fue sin duda inmediatamente después de la celebración de su primera misa cuando fue asociado a la nueva Compañía por el santo fundador. Tal vez asistió a la segunda asamblea4.
II. Organización y reglamento de las conferencias.
Esta segunda asamblea se tuvo el 9 de julio de 1633. se estableció el orden que se debía observar en adelante, y se eligieron los oficiales que presidirían en las conferencias. Eran cinco, necesariamente escogidos del cuerpo de la Compañía: un director, un prefecto, dos asistentes y un secretario. Así eran dirigidas las célebres congregaciones establecidas por los Jesuitas, de las cuales se tomaba el modelo. El superior general de la Misión era nombrado director a perpetuidad, y tenía derecho, en caso de ausencia, a deputar en su lugar a un sacerdote de su congregación. Uno u otro presidía en las asambleas, donde nada se podía proponer ni resolver sin su asentimiento. El prefecto, de acuerdo con el director, vigilaba la observancia de los reglamentos. Tenía alta inspección sobre todos los eclesiásticos de de la conferencia, les avisaba de sus faltas, los visitaba o mandaba visitar en sus enfermedades, les preparaba una santa muerte, y asistía, a la cabeza de todos sus cohermanos, a sus funerales. –Los asistentes formaban su consejo, y su cargo en caso de ausencia y le ayudaban sobre todo a disponer a los postulantes. –El secretario escribía todas las resoluciones tomadas en las asambleas y, después de mostrar su primera redacción al director o al prefecto, la consignaba en un registro. Monárquico por su director, el gobierno de esta pequeña sociedad era aristocrático por sus oficiales y popular por la acción permitida a los simples miembros. –Se dispuso también el 9 de julio que las conferencias se celebrarían a las dos de la tarde todos los martes, de donde tomaron el nombre, a menos que ese día fuera o una fiesta o una víspera de fiesta principal. El lugar de reunión era San Lázaro desde Pascua a Todos los santos, y el colegio Bons-Enfants, durante el resto del año. Además, en 1642, se estableció una nueva conferencia eclesiástica en el colegio Bons-Enfants. Las <damas de la asamblea de la Caridad de París habiendo obtenido cierto número de sacerdotes para la asistencia a los enfermos del Hôtel-Dieu, Vicente recibió en su San Lázaro a los seis primeros que se destinaba a este empleo y los preparó allí con los ejercicios del retiro. Luego, para conservarlos en el espíritu de piedad, de caridad y de unión fraterna, les propuso entre otros medios reunirse una vez cada semana en Bons-Enfants, y tener allí conferencias espirituales como en San Lázaro. Habiéndose aceptado la propuesta, les designó el jueves en lugar del martes para tener sus reuniones ya que la vacación de este día podría permitir a los jóvenes teólogos de la Universidad, que cubrían la montaza de Santa Genoveva al pie de la cual estaba el colegio, bajar y asistir a la nueva conferencia sin perder ninguna clase. Esta conferencia prosperó como la de San Lázaro y ofreció a los estudiantes el medio de unir el estudio de la virtud al de la ciencia.
Pero no tardó Vicente en redactar un reglamento más extenso, en el que, con una sabiduría admirable, trazó el fin de la Compañía, su composición y su reclutamiento, las virtudes y el empleo del tiempo de cada uno de sus miembros.
I..–El fin de la Compañía, dictaba él, es honrar la vida de Nuestro Señor Jesucristo, su sacerdocio eterno, su santa familia y su amor a los pobres. para alcanzarlo, los miembros tratarán de conformar su vida con la suya, de procurar la gloria de Dios en el estado eclesiástico y entre los pobres, bien de las ciudades, bien de los campos, según la devoción de cada uno. en sus palabras y en toda su conducta, particularmente en lo que se refiere al servicio de Dios, de la Iglesia y del prójimo, practicarán una sencillez signa, una humildad discreta, una bondad cordial, una devoción a la vez común y sólida, un amor ardiente por la Iglesia y su disciplina, un celo apostólico para dar misiones en los campos, en los hospitales, en los lugares más pobres y abandonados. . se tendrán como unidos a Jesucristo con un nuevo lazo de amor. En consecuencia, deberán amarse, visitarse, consolarse unos a otros, sobre todo en sus aflicciones y enfermedades, sin abandonarse ni siquiera en la muerte, sino asistiendo a los funerales de los que fallezcan y celebrando tres misas o comulgando a su intención.
II. . –La Compañía no se compondrá más que de eclesiásticos promovidos a las órdenes, de doctrina y de costumbres irreprochables y muy experimentados. Destinada únicamente al clero secular, no admitirá a nadie que pertenezca o haya pertenecido a una congregación religiosa. Los que pretendan formar parte de ella no deberán tener ni beneficio ni empleo incompatibles con la asiduidad a las conferencias hebdomadarias. Los postulantes se dirigirán o serán propuestos primeramente al director que encargará a sus oficiales que tomen de ellos serias informaciones y se las presenten a él. Si el informe es favorable, el director los propondrá una primera vez a la asamblea, a la que concederá quince días para informarse por sí misma sobre el mérito de los candidatos. Después de ello, si no ha surgido ningún impedimento, se procederá a su admisión solemne. El postulante, quien habrá debido de antemano ver a los oficiales para informarse sobre los reglamentos y el espíritu de la Compañía, será presentado al final de la conferencia. Lo hará el director a la asamblea y, acercándose a él, la abrazará de rodillas, lo que harán igualmente los oficiales y todos los miembros. Entonces el secretario de inscribirá en el gran registro de la Compañía. El postulante habrá hecho, antes de ser admitido, los ejercicios espirituales, con una confesión general de toda su vida o una revisión de los últimos años al director o al misionero designado por él. Para unirse cada vez más a Dios, a su obispo y al cuerpo de la Compañía, todos los años, el día del jueves santo, cada uno renovará todos sus compromisos, siguiendo esta fórmula:
«¡VIVA JESÚS, VIVA MARÍA!
«Salvador del mundo, Jesucristo, yo, N…, os escojo hoy por el único ejemplar de mi vida, y os ofrezco el buen e irrevocable propósito de vivir según las promesas que he hecho en el santo bautismo y al recibir las sagradas órdenes; y me propongo observar los reglamentos de la Compañía de los eclesiásticos, y de vivir y morir en ella, mediante vuestra santa gracia que os pido por la intercesión de vuestra santa Madre y san Pedro.»
III.–Los miembros se levantarán todos los días a una hora señalada, harán al menos media hora de oración, y después de la recitación de las horas menores canónicas, celebrarán la santa misa o la oirán. Los que no son sacerdotes comulgarán todos los domingos y fiestas principales. Al regreso, leerán con la cabeza descubierta y de rodillas un capítulo del Nuevo Testamento con adoración de las verdades, comunión de sentimientos, resolución de llevar a la práctica los preceptos que en él se contienen. El final de la mañana estará dedicado a un estudio conveniente a la condición de cada uno. Antes de comer, harán un examen particular sobre la adquisición de una virtud o la extirpación de un defecto. La cena irá precedida de otro examen semejante. . una hora al menos de recreo seguirá a cada comida. Por la tarde, leerán un capítulo de algún libro espiritual, y repartirán el resto del tiempo entre el oficio divino, el estudio, las visitas y demás obligaciones de caridad o de cortesía. De regreso temprano para recitar maitines antes de cenar, terminarán la jornada con el examen general y la lectura de los puntos de meditación del día siguiente. Cada año tendrán un retiro en San Lázaro, o en alguna otra casa religiosa, con dispensa, por supuesto, del director.
IV.– Habrá dos clases de asambleas: la ordinaria y la extraordinaria, o la grande y la pequeña.
1º A la primera, que es la asamblea de los martes, todos los miembros están obligados a asistir, si no hay impedimento legítimo de lo que darán cuenta de antemano al prefecto, o se excusarán en la reunión siguiente. Con mayor razón informarán al prefecto y a la Compañía si su ausencia debe prolongarse; y, durante su viaje o estancia fuera de París, escribirán de vez en cuando a la Compañía para dar noticias de su persona, de lo que hayan hecho o sufrido por Dios y el prójimo; tratarán de honrar en todo su proceder el cuerpo al que pertenecen. –Todo obispo tiene siempre derecho de entrada a las asambleas ordinarias. En cuanto a los eclesiásticos extraños a la conferencia, son admitidos excepcionalmente, en conformidad con la Compañía, y solamente cuando se deba tratar de los cargos que hayan ejercido o de alguna misión en la que deben tomar parte.
La sesión se abre con el Veni Creator, recitado de rodillas y entonado por el director, que no cede su puesto más que al arzobispo de París; luego, se levantan y toman asiento según su dignidad o el rango fijado por el secretario.
Las conferencias no tienen por lo común por materia más que tres clases de temas: virtudes generales del cristiano; -deberes propios de los eclesiásticos, como la administración de los sacramentos, el oficio divino, la santa misa, el buen ejemplo, las ceremonias; -cargos o dignidades de la Iglesia, como el de oficial, de promotor, de gran vicario, de arcediano, de deán, de teólogo, de canónigo, de párroco, de capellán, etc. –Cada asunto se trata en tres puntos: Motivos de una virtud, su naturaleza y medios de ponerla en práctica: -doctrina de una ceremonia, su práctica, disposiciones que requiere; -origen y antigüedad de tal cargo, sus poderes y funciones, cualidades de os que le ejercen.
Cada uno trata a su vez el tema propuesto con antelación, y no habla más que un cuarto de hora aproximadamente. Dos oficiales hacen sin embargo uso de la palabra en cada sesión, y se invita a veces a hablar fuera de turno a los que se supone mejor instruidos en la materia, a un oficial, por ejemplo, a un gran vicario, a hablar de su cargo.
Los asuntos excepcionales de las conferencias son una misión que la Compañía va a emprender, y sobre la que se necesita ponerse de acuerdo; un caso de conciencia difícil de resolver, sobre el que un miembro, en misión también, pide el parecer de sus cohermanos.
Cada sesión dura una hora y media o dos horas. Hacia el final, el director resume la discusión y concluye con algunas palabras sencillas y afectivas. Si hay algún obispo presente le invita a hacerlo en su lugar, añadiendo tan sólo una palabra de exhortación a la Compañía a aprovecharse de cuanto se ha dicho.
Después de lo cual, asigna el tema de la conferencia próxima, que el secretario escribe y repite; da algunos consejos, si hace falta, hace las recomendaciones de oraciones y termina la sesión con una antífona a la santísima Virgen.
2º Las asambleas menores se componen del director y de cuatro oficiales, a los que se añaden, en circunstancias importantes y extraordinarias, algunos miembros de la Compañía, elegidos entre los más antiguos, los más celosos y más sabios.
Estas asambleas se celebran el primer lunes de cada mes. En ellas se observa el mismo orden que en las asambleas de los martes; sólo cambia el objeto único de las deliberaciones. Se ocupan en ella o del bien general de la Compañía, o de la elección de los oficiales. En el primer punto de vista, se recorre la lista de los miembros para asegurarse si todos cumplen susdeber; se relee el reglamento y se pregunta si ha habido alguna infracción; por último, se toman resoluciones para la buena marcha y el adelantamiento de la Compañía.
En cuanto a los oficiales, que no son elegidos más que para seis meses y no son inmediatamente reelegibles, se eligen por mayoría de votos, del catálogo de la Compañía reducido sucesivamente, y se les distribuyen los cargos según su aptitud reconocida.
Resoluciones y elecciones se propone luego en la próxima asamblea general, que aprueba5.
Este orden se aplicó desde el 16 de julio de 1633, día de la primera conferencia. En la última asamblea preparatoria , Vicente había dado el asunto, que era sobre el espíritu eclesiástico. La discusión fue sólida, la palabra sencilla. Era también una ley que había dado Vicente, comprendiendo bien que en una asamblea parecida la afectación de una elocuencia estudiada y profana ahogaría todo fruto en su germen. Sin duda, recomendaba a los que debían hablar una larga y seria preparación, pero una preparación obtenida a los pies del crucifijo, en el silencio de una piadosa meditación, y no en la retórica humana, ni en los cálculos de la vanidad, ni siquiera en los libros teológicos, a menos que la importancia de la materia exigiera estudios más sabios. Y, en ese caso mismo, prohibía que se apartaran, el hablar, de la sencillez de los hijos de Dios, y que se propusieran otro fin que su gloria. Proscribía sin compasión todas las pompas del espíritu y todo lo que san Pablo llama la vana persuasión de la sabiduría humana. Entre dos expresiones, quería que se reprimiera la más brillante para hacer así un sacrificio a Dios en el fondo del corazón y que se sacara al exterior a más humilde, sola, por lo demás, decía él, capaz de edificar, de nutrir, de llegar al corazón y llevarlo al bien. Esta teoría tuvo muy pronto fuerza de ley entre los miembros de la conferencia, y nadie pudo apartarse de ella sin hacer saltar las reclamaciones incluso de los más doctos. No fue solamente la ley, sino el atractivo que traía a San Lázaro. Es lo que nos cuenta una carta de Vicente del 17 de marzo de 1642: «La compañía de los externos que viene a celebrar conferencias en San Lázaro hace profesión de tratar las materias con toda sencillez; y en el momento que alguien presenta más doctrina, o adorna su lenguaje, ahí mismo me llagan quejas para poner remedio; y quien me ha hecho la última ha sido el Sr. Tristán, doctor en teología, que pertenece al cuerpo: y no obstante Nuestro Señor que todos quieran serlo.» Por lo demás, Vicente a la teoría añadía la prescripción mucho más poderosa de su ejemplo. Cuando debía hablar en público, fuera ante los grandes o los pequeños, los ignorantes o los sabios, pedía en la oración toda ciencia y toda luz. Se inspiraba también en la Escritura, que se sabía casi entera de memoria, y hacía de ella un uso maravilloso. Sobresalía ante todo, como se ha podido juzgar por tantos discursos de él citados anteriormente, sobresalía en hacer intervenir en toda ocasión los ejemplos y las palabras de Jesucristo, que aportaba a su asunto con acierto admirable. Como esas felices aplicaciones salían de su corazón más que de su mente, de su piedad más que de su ciencia, producía en sus oyentes, incluso en los más elevados en dignidades, en saber y genio, una impresión que nada, ni siquiera la extrema ancianidad, podía borrar ya. Bossuet, que le había oído, escribía, medio siglo después, al papa Clemente XI: Elevado al sacerdocio, fuimos asociado a esta compañía de piadosos eclesiásticos que se reunían cada semana para tratar juntos de las cosas de Dios. Vicente fue su autor; él era el alma. Cuando ávidos escuchábamos sus palabras, ni uno solo dejó de sentir el cumplimiento de la palabra del apóstol: ‘Si alguno habla, que su palabra sea como de Dios’.» Fue al salir de una de sus conferencias, cuando Tronson, superior del seminario de San Sulpicio, transportado fuera de sí, exclamó algo parecido: «¡He aquí un hombre lleno del espíritu de Dios!6 » Muchos no venían a las conferencias más que para oírle, y se iban contristados cuando su modestia de había prohibido la palabra. Había entonces con frecuencia, como nos dice también Bossuet, obispos del más alto nombre. San Vicente les cedía, por humildad y respeto, la conclusión de la charla, que le correspondía en su calidad de director, por el reglamento y por la costumbre, ellos se negaban para no perderse la suerte de escucharle. «Señor Vicente, le dijo un día el más antiguo de ellos, no conviene que por vuestra humildad privéis a la Compañía de los buenos sentimientos que os ha comunicado sobre el tema que se trata. Hay no sé qué unción del Espíritu Santo en vuestras palabras que nos impresiona a todos. Y por eso todos estos señores os ruegan que compartáis con ellos vuestros pensamientos; ya que una palabra de vuestra boca producirá más efecto que todo lo que nosotros pudiéramos decir.» También cuando, después de oírle, salían de la asamblea, todos decían a los Misioneros: «Oh, ¡qué felices son ustedes al ver y oír todos los días a un hombre tan lleno del amor de Dios!»
III. Primeros miembros.
Los más célebres de entre los primeros que entraron en la conferencia, Son Olier, de Coulanges, Pavillon, Perrochet, Abelly, Bouquet y Vialart.
El abate Olier, uno de los primeros también, había tenido la suerte de hacer, bajo los ojos de Vicente de Paúl, los ejercicios de los ordenandos. En 1632. había acudido a Bons-Enfants para prepararse allí a recibir el subdiaconado, y esta circunstancia pareció preparada por la Providencia para hacerle pasar bajo la dirección del santo sacerdote, a quien tomó efectivamente desde ese momento por confesor y guía, hasta que otra circunstancia providencial le llevara a los pies del P. de Condren. Fue Vicente quien le hizo abandonar ambiciosos estudios para llevarle, incluso antes del sacerdocio, al ministerio de las misiones del campo. Llegó hasta asociarle, uno de los primeros siempre, a sus propios Misioneros para trabajar bajo su dirección, sin ser a pesar de ello de su corporación, y le volveremos a ver pronto como obrero activo en misiones célebres7.
El abate de Coulanges, tío de la señora de Sévigné, a quien la espiritual marquesa ha inmortalizado con el nombre del muy bueno, era uno de los amigos de Olier y el compañero de sus primeras misiones. Como Olier, fue uno de los discípulos de san Vicente y contribuyó también al establecimiento de las conferencias8. A partir de entonces, se dedico a su sobrina, cuya fortuna restableció mediante la donación de la suya y cuyos hijos casó: empleo bien humano y natural de una vida comenzada bajo auspicios tan cristianos9.
Pavillon había sido también formado quien, lleno hacia él de estima y de confianza, le llamaba su brazo derecho, y se servía de él para todas sus buenas obras. Le encargó incluso de presidir las conferencias de los sábados para los sacerdotes de la Misión, y varias veces de dar las charlas a los ordenandos. Los discursos de Pavillon tuvieron un éxito prodigioso: recogidos con diligencia, servían de regla en las provincias en que se establecía los mismos ejercicios. Fue Vicente también quien le obligó a aceptar el obispado de Alet, amenazándole si persistía en su rechazo con levantarse contra él en el juicio de Dios, con todas las almas que hubieran perecido en aquella diócesis, y todos le consideraban no sólo como un santo prelado, sino como uno de los prelados más capaces de formar él mismo a obispos santos. Pero, le veremos arrastrado por un falso amor de la paz, por un natural austero, al partido del jansenismo, al que tanto favoreció debido a su reputación de virtud10. Ya hemos entrado en relación con François Perrochel, primo de Olier, a quien acompañó en sus misiones de Auvergne. Hombre de Dios totalmente, a quien volveremos a ver en la carrera apostólica abierta por san Vicente a sus discípulos.
En Godeau no hay que ver aya sólo al habituado del hotel de Rambouillet, al Enano de la princesa Julia, al autor de poesías profanas, sino a un digno prelado quien, después de negarse muchas veces al obispado ofrecido por Richelieu, dedicó su talento y su vida a los deberes de su cargo.
Se conoce a Abelly, futuro historiador de san Vicente. –Francisco Bouquet fue sucesivamente obispo de Agde, y arzobispo de Carbona, donde fundó misiones y hospitales. –Félix Vialart era hijo de aquella presidenta de Herse, a quien hemos victo y veremos tan unida a Vicente de Paúl. Francisco de Sales, a quien tomó más tarde por modelo, con san Carlos Borromeo, había bendecido su infancia. durante su educación eclesiástica, que fue fuerte y piadosa, se repartía entre las conferencias del P. Eudes y las de San Lázaro. Nombrado al obispado de Châlons-sur-Marne, en 1642, ante la renuncia del abate Olier, se mostró enseguida tan joven aún. –No tenía más que veintinueve años, -obispo ejemplar, estableció seminarios, conferencias eclesiásticas, comunidades y escuelas, celebró frecuentes sínodos, multiplicó sus visitas pastorales, publicó sabios reglamentos, difundió los buenos libros, procuró una gran misión en su ciudad episcopal, restableció a sus expensas casi por completo su catedral incendiada y, después de negarse al arzobispado de París, quiso morir pobre en su seminario. su reputación de ciencia y de virtud era universal. Con Bossuet, contribuyó por medio de conferencias a la conversión de Turena. Con Péréfixe y el p. Annat, trajo las paz de la Iglesia o de Clemente IX Durante una larga permanencia por entonces en París, se relacionó más íntimamente con Bossuet, y conversó con él sobre los medios de procurar la reunión de los religionarios. También Bossuet repartía el tiempo de su preparación al episcopado entre Châlons y la Trappe, cuando la muerte súbita de la Señora rompió este piadoso plan. Por desgracia, F. Vialart de prevenciones demasiado favorables al jansenismo. Aprobó la primera edición del Nuevo Testamento de Quesnel, y su virtud, como la de los obispos de Pamiers y de Alet, fue para el partido de un apoyo funesto a la verdadera fe.
Pero, de todos los miembros de la conferencia de San Lázaro, el más célebre es siempre este Bossuet que nos hablaba hace un instante con un recuerdo tan conmovedor. Era sacerdote desde hacía dos años y arcediano de Metz, cuando fue presentado. Era por 1654, como él mismo nos lo dice en una declaración inédita dedicada por él a Vicente de Paúl en 1702, en la época en que se ocupaban en Roma de la beatificación del santo sacerdote. en ella, en efecto, él se aplaude «por haber tenido la suerte, en los siete últimos años de la vida del Sr. Vicente, de ser admitido en la compañía de los eclesiásticos que se reunían para la conferencia espiritual de los martes.»11
Por lo demás, si tuviéramos la suerte de poseer la lista de cerca de trescientos eclesiásticos que fueron admitidos a las conferencias de San Lázaro en vida de Vicente de Paúl, encontraríamos en ella todo lo que la Iglesia de Francia ha tenido de más eminente durante treinta años por el nacimiento, el talento, la doctrina y la virtud. «No había en París un eclesiástico que no quisiera serlo.»12 Y no se trataba del arrastre de la moda, ni de los cálculos de la ambición, sino del atractivo de la virtud y del deseo del bien, los que empujaban a la elite del clero joven. Todos, en efecto, se hicieron notar pronto por la piadosa regularidad de su vida y su celo apostólico. el rumor llegó a los oídos del cardenal de Richelieu, quien no se dejaba absorber por la política, y estaba más atento de lo que se ha pensado al bien de la religión..Llamó a Vicente y se informó de la naturaleza, fin y avances de su conferencia. Encantado de lo que acababa de oír, le exhortó a perseverar en todas sus obras, le prometió su protección, y quiso que se comprometiera a ir a verle de cuando en cuando. Al fin de la conversación, le pidió la lista de los miembros de su conferencia, con la designación de os que el santo sacerdote juzgaba más propios para el episcopado. Él mismo escribió sus nombres para presentárselos al rey, tras lo cual le despidió: «tenía ya una gran idea del Sr. Vicente, dijo a continuación a la duquesa de Aiguillon, pero le tengo por un hombre diferente después de esta conversación.»
Richelieu guardó la palabra, y promovió al episcopado a varios de los discípulos de Vicente. Por su parte, Luis XIII, cuya piedad se regocijaba de ver poblarse a su reino de santos obispos, recurrió él mismo al siervo de Dios, y le pidió súbditos formados por su mano, para llenar las dignidades eclesiásticas. En este plan, le envió, después de la muerte de Richelieu, al P. Dinet,, su confesor, con orfen de informarse del nombre y de los méritos de cada uno de los miembros de la asamblea de los martes. Lo sabemos por el propio Vicente, que escribía a uno de sus sacerdotes en Roma, el 17 de abril de 1643: «Los que han sido educados hasta ahora se presentan entre los demás prelados, de forma que todos, hasta el mismo rey, los señala como formados de manera diferente. Es lo que ha hecho que Su Majestad me haya pedido por su confesor que me envíe la lista de los que me parecen capaces de esta dignidad. » Vicente obedece con sencillez; pues en ello, evidentemente, la orden del rey era la orden de Dios, y los intereses de la Iglesia estaban de acuerdo con los intereses del reino. Con ello preludiaba, por la disposición ordinaria de la Providencia, las funciones que debía cumplir más tarde en el consejo de conciencia, y ponía ya todo su celo. Toda su prudencia y toda su discreción. Muy lejos de envanecerse por la confianza de que estaba revestido y por el crédito que le suponían los nombramientos a los cargos eclesiásticos, él supo implicar en el secreto al rey y a sus ministros. Comprendía y así lo hizo comprender que de otra forma se vería asediado de solicitudes importunas, que todos los eclesiásticos de condición, todos los ambiciosos afluirían a San Lázaro y pediría su agregación a la compañía, para asegurarse menos su santificación que su fortuna, lo que sería corromper y agotar la fuente de donde se esperaba la renovación del alto clero.
Por una parte y por otra se mantuvo el secreto inviolablemente. Entre tantos eclesiásticos que debieron su promoción a los consejos de Vicente, nadie supo la parte de le correspondía a él, y no parecía tomar cartas en el asunto a no ser por la santa violencia que empleaba para forzar el asentimiento de los más humildes, y partiendo de los más dignos, a quienes asustaba el episcopado. Por lo demás, en público como en particular, en las conferencias como en la dirección, no les hablaba más que de la suerte de vivir y de morir en la oscuridad, y les exhortaba sin cesar a huir de todo lo que puede atraer las miradas y la estima de los hombres. Para prepararlos a los empleos más altos, no los dedicaba más que a las funciones más humildes del santo ministerio, a dar el catecismo, a predicar en los hospitales, en las cárdeles, en las misiones de los campos; educación verdaderamente apostólica, a la que la Iglesia de Francia debió tantos ministros fieles. Fue como una restauración del orden eclesiástico, en otro tiempo tan vicioso y despreciado, ahora virtuoso y feliz. Vicente, que sabía que si es bueno callarse los secretos del rey, es honroso revelar las obras de Dios, forzaba su humildad hablando a veces con sus sacerdotes. Así escribía a Le Breton, en Roma, el 24 de febrero de 1640:»El estado eclesiástico seglar recibe mucho de Dios ahora. Se dice que nuestra pequeña Compañía ha contribuido mucho a ello por los ordenandos y la Compañía de los eclesiásticos de París. hay mucha gente de calidad que abrazan este estado hoy en día.»
IV. Frutos de las conferencias. –Primeras misiones.
Tal fue, en efecto, uno de los primeros frutos de la conferencia de San Lázaro. De su seno salieron, tan sólo durante la vida de Vicente, los piadosos e ilustres fundadores de las comunidades de San Sulpicio y de las Misiones extranjeras, J-J. Olier y Jean Duval, obispo de Babylone; veintitrés obispos o arzobispos, que casi todos trabajaron con tantos ánimos como éxito en devolver a la Iglesia su primera hermosura; por último, una multitud innumerable de vicarios generales, de oficiales, de arcedianos, de canónigos, de párrocos, de superiores y de directores de seminarios o de comunidades religiosas que llevaron a todas partes el espíritu recibido de Vicente de Paúl, es decir el espíritu mismo de Jesucristo.
Ya que su piedad no era egoísta ni avara, sino comunicativa y expansiva, como la caridad cristiana. Muchos primeramente se dejaron ganar por el santo contagio de su. ejemplo Como la mayor parte de ellos eran de condición, un gran número doctores de Sorbona, algunos provistos ya de cargos de importancia, era imposible que la regularidad de sus costumbres, la modestia de sus hábitos, su separación del mundo, ni produjesen en los sacerdotes y en los pueblos una impresión saludable. Unos se sentían inclinados a tomarlos por modelos, los otros atraídos y ganados por esta predicación muda.Por otro lado, Vicente ponía a contribución su celo y le daba un empleo más activo.
Siempre sobrecargado de obras y de proyectos caritativos, a los que no podía dar abasto por sí mismo, ni por los suyos, tenía en ellos, aparte del ejército regular de su congregación, una especie de cuerpos de reserva, y los enviaba aquí y allá, bien solos, bien en la compañía y bajo la dirección de alguno de sus Misioneros, a todas las partes donde Dios y el prójimo reclamaban a buenos servidores. A los más virtuosos y más hábiles, los enviaba a San Lázaro para dar las charlas de los ordenandos, o bien los enviaba a provincias para dar los mismos ejercicios o retiros espirituales, cuya costumbre de propagaba cada vez más, gracias al celo de los obispos nombrados bajo su influencia. A los demás, los empleaba en catecismos, o en predicaciones en los campos. Con los demás, por sí mismos y sin misión particular del santo sacerdote, se prestaban a todas las obras buenas, tan animados de su espíritu estaban. Alejados de París, reunían a todos los eclesiásticos del vecindario, los exhortaban a la práctica de la oración y de las virtudes sacerdotales, los agrupaban incluso en conferencias regladas, según el modelo de la conferencia de San Lázaro. Socorrían a los sacerdotes con sus limosnas como con su palabra, y los volvían a la decencia exterior y al espíritu de su estado
Pero fue con sus misiones con las que la conferencia de los martes se ganó mayor reputación. Después de iniciarse en la obra apostólica por los campos con la dirección de los Misioneros, sus miembros se encargaban de evangelizar las ciudades que Vicente había prohibido a los suyos. La ciudad de París recogió las primicias de su caridad. En el primer año de su fundación, dieron en el hospital de los Quince-Veintes una misión a los pobres ciegos, de la que se aprovecharon también las familias de estos desdichados y los habitantes de los alrededores. Luego les tocó a los soldados del regimiento de la guardia del rey, a los que reunieron con el acuerdo de los oficiales; el turno también de los numerosos artesanos que, absortos en su trabajo, ignoraban o se olvidaban de Dios y de su alma. Dignos discípulos de Vicente de Paúl, se dedicaban a los pobres exclusivamente o con preferencia y, en particular, a esas bandas sin número de mendigos que, antes del establecimiento del hospital general, inundaban las calles de la capital, a las que aterrorizaban con el espectáculo de su miseria y de su salvaje inmoralidad.
No hubo hospital de París que no se convirtiera en teatro de su celo. La Piedad, los Galeotes los vieron a unos tras otros; y hasta las Petites Maisons, donde se recogían entonces, con los alienados un gran número de familias pobres. en esta última misión fue donde dejaron como monumento de su paso el Exercice du chrétien, compendio popular de la doctrina y de la moral cristianas, que se extendió luego por millones de ejemplares en Francia y en el extranjero.
Pero su triunfo estuvo en el Hôtel-Dieu, por entonces el receptáculo más vasto de todas las miserias humanas. Primeramente, amparados con los consejos de Vicente, se trasladaron allí en corporación y, con sus limosnas, sembraron entre los pobres enfermos buenas palabras y santos deseos. Después de tomar así posesión del lugar, organizaron ocuparle todos los días por algunote ellos, hasta ser relevados por el establecimiento fijo de esta guardia de caridad. Mientras tanto, daban a los convalecientes exhortaciones y catecismos todos los viernes del año. Y disponían diariamente a los enfermos para las confesiones generales.
Llenos de admiración y de gratitud los superiores del Hôtel-Dieu concedieron a estos buenos servidores la única recompensa que esperaran por sus trabajos, preparándoles un trabajo más grande todavía, y los invitaron a dar una misión general a los enfermos, a los convalecientes y a todos los oficiales del hospital. Tuvo lugar en 1639, con todo el éxito que se podía esperar de su celo y de los consejos de Vicente; ellos superaron incluso los deseos de los superiores ya que, incluyendo a la religiosas en su caridad, ellos les dieron charlas espirituales sobre las virtudes de su vocación tres veces por semana.
Entre las numerosas misiones dadas por los miembros de la conferencia de San Lázaro, hay algunas que han dejado una huella más señalada en la historia.
La primera se celebró en un barrio muy poblado que los historiadores de san Vicente de Paúl no nombran. Este burgo muy poblado de taberneros y gente de justicia, estaba dominado por el desorden y toda exacción. Allí la taberna servía de casa de ayuntamiento, de iglesia y de tribunal: ya que allí se citaban todos; allí transcurría el tiempo de los oficios, y se trataban los asuntos. Después de atemorizar a esta licencia y a estas injusticias con algunas predicaciones fuertes, nuestros Misioneros arrancaron lo primero de todo al jefe de la policía un reglamento que cerraban las tabernas durante el servicio divino; luego se dirigieron sucesivamente al preboste, a los procuradores y a los sargentos y, por la doble autoridad que tenían por su carácter sagrado y por su parentesco con presidentes y consejeros del parlamento, ellos lograron el atrincheramiento de todos los abusos y le reforma de la justicia. . en algunas semanas habían reparado un siglo de desórdenes.
V. Misión del barrio de San Germán.
Una misión más dura y más fructuosa todavía fue la que tuvo lugar en el barrio de San Germán. Éste era entonces, según testimonio de todos los historiadores del tiempo, la sentina de París, la cita de la herejía, del ateísmo y del libertinaje. Allí los hugonotes habían establecido su primera iglesia y, desde entonces, los ministros sin asilo y sin recursos habían buscado un refugio. Después de sus lugares de seguridad, este sitio era el bulevar del partido, que bien pronto contó hasta cuatro mil representantes, la mayor parte ilustres, entre otros Antoine de Bourbon y Jeanne d’Albret.. También se ejerció allí el culto con insolencia. Eran a plena luz del día, procesiones al Pré-aux-Clers, cantando los salmos de Marot. Eran prédicas en público, sin miedo ni al gobierno ni al pueblo, ya que los protestantes, la mayoría gentileshombres desafiaban a uno y otro. En una palabra, como se decía, era una pequeña Ginebra.
De la herejía, de sus escritos, de sus discursos contra la fe y las instituciones católicas había salido el partido de los políticos o del indiferentismo religioso, padre a su vez del ateísmo. En 1623, el célebre P. Mersenne, amigo de Descartes y corresponsal de todos los sabios de su tiempo, veía sesenta mil ateos en París, y hasta doce en una sola casa. Pues, como ya lo hemos dicho, el barrio de San Germán era su lugar preferido.
Al lado de la incredulidad y del ateísmo, marchaba su compañera ordinaria, la superstición. A las puertas mismas de la iglesia de San Sulpicio, se vendían caracteres de magia y libros de sortilegios.
En un medio así, ¿cómo debían ser las costumbres? No se veía más que depravación y bandidaje. Las mujeres del vicio tenían allí su cuartel general. Mal contenidos por una policía incapaz, los ladrones eran entonces dueños de las calles y cuando no habían podido rechazar a los arqueros de la guardia, buscaban refugio e impunidad den el suburbio de San Germán. Desde tiempo inmemorial, este suburbio formaba una ciudad aparte, y estaba sometido no a los magistrados de París, sino a la justicia del abate, justicia mal administrada y poco temida. La feria de San Germán, que duraba un par de meses, aumentaba todavía el desorden, atrayendo por su franquicia a una multitud de comerciantes que traían la corrupción con los objetos de sus negocios. Añadamos que los duelos reinaban allí en todo su furor: el famoso Pré-aux-Clercs ha conservado en la historia se estos combates singulares el renombre de los más célebres campos de batalla.
Contra tantos males, ningún auxilio religioso, ningún celo en el clero. Tan pequeña para una población tan inmensa, la iglesia parroquial era todavía demasiado grande, tan abandonada estaba. ¡No se frecuentaba más que los osarios transformados en tabernas, y el cementerio contiguo que servía de suplemento a los lugares de libertinaje! Después de celebrar sin decencia, los sacerdotes mismos se iban allí, y allí pasaban el día en el desorden y la crápula13.
En aquel tiempo, el ruido de las misiones que Vicente daba por sí o por los suyos, comenzaba a extenderse y la gente de bien fundaban en ellas grandes esperanzas. Una piadosa dama del suburbio de San Germán, a quien los historiadores de san Vicente de Paúl no nombran, pero que las memorias particulares14 dicen que era la duquesa de Aiguillon, vino, asustada de tantos horrores, a ver al santo sacerdote y le pidió que diera una misión allí. Vicente, bien a pesar de lo obligado que se sentía hacia la duquesa, se negó en un principio, y respondió que ni él ni sus sacerdotes trabajaban en las ciudades episcopales, y que además él no se atrevería nunca a proponer a nadie evangelizar a una población semejante. «Sería, dice él, echar a los animales el pan de la palabra y de la gracia.» La duquesa insistió con toda la fe y la humildad de la Cananea del Evangelio, y Vicente movido se preguntó si Dios no le hablaba por su boca. Le prometió pensárselo. Unos días después, su convicción estaba formada, y quiso comunicárselo a los eclesiásticos de su conferencia. Éstos, aunque acostumbrados a recibir sus palabras como en odres sagrados, exclamaron todos a una voz y, después de debatir el proyecto, concluyeron en abandonarlo por imposible.
Vicente se calló y rezó. En la asamblea siguiente, tomó la palabra con nueva fuerza. «Señores, dijo, he reflexionado ante Dios, y una respuesta interior me asegura que este proyecto es suyo y él les pide este servicio. Su gracia es más poderosa que todos los obstáculos. Yo cuento con ella y estoy convencido de que ustedes lo conseguirán a pesar de los esfuerzos de los demonios y de los hombres.» Por primera vez, estas palabras, siempre victoriosas, no pudieron mover la asamblea, y fueron acogidas con un silencio taciturno. En todos los rostros solamente se leía una muda negativa, o un descontento penoso causado por una firmeza que algunos tomaban como reproche de su oposición anterior. Vicente se dio cuenta, su humildad se asustó y, postrándose de rodillas: «Señores, les dijo, pido perdón a la Compañía por la vivacidad con la que acabo de hablarle. Protesto que no he obedecido en ello más que al movimiento interior que me empujaba; había pensado que Dios les pedía esta nueva prueba de valor y de amor.»
A la vista de este santo anciano, -tenía ya sesenta y cinco años,- postrado a los pies de aquellos que no le llamaban más que su padre, la asamblea se sintió profundamente conmovida. Esa fue la más elocuente de las exhortaciones. Todos al punto, comenzando por los que habían reclamado hacía un momento con la mayor energía, le pidieron uno tras otro perdón por su resistencia, y se fijó la misión allí mismo de común acuerdo.
Le rogaron inmediatamente que organizara la dirección. Tan sólo se permitieron la observación que había una gran diferencia entre una misión dada en la ciudad, y una ciudad como París, y las misiones de los campos.. contra otros enemigos, otras armas, le dijeron; y este lenguaje sencillo y familiar que hacía fortuna en la población de los campos, no levantaría aquí más que risas y burlas. «Qué es lo que acabo de escuchar, Señores, interrumpió Vicente. Ésas son unas palabras inspiradas en la prudencia humana y tal vez por el amor propio. Buscan pues ustedes aniquilar la fuerza de la Cruz apoyándose en medios puramente naturales Créanme, el método que Dios ha bendecido en sus misiones de los campos es el único que Dios bendecirá en la misión que quieren emprender. Van ustedes a combatir al espíritu del mundo, que es un espíritu de orgullo, y no lo vencerán sino atacándolo por espíritu de Jesucristo, que es in espíritu de sencillez y de humildad. Como este divino Salvador, busquen no su propia gloria sino la gloria de su Padre; a su ejemplo, manténganse preparados a sufrir el desprecio y, si es necesario, la contradicción y la persecución. Al hablar el lenguaje que habló el Hijo de Dios, no serán ustedes quienes hablen, sino él quien hablará por ustedes. Así merecerán servir de instrumentos a esta misericordia, que sola toca los corazones más endurecidos y convierte los espíritus más rebeldes.»
No se insistió más. Se recogieron estas palabras como una especie de consigna en la campaña que se iba a emprender. La misión, que tuvo por cabeza al abate de Perrochel, el futuro obispo de Boulogne, dio comienzo en las humildes disposiciones que Vicente acababa de recomendar. Desde un principio, los jóvenes Misioneros reconocieron la sabiduría cristiana de sus consejos. Este lenguaje sencillo y familiar, cuya derrota temían ellos, constituyó su victoria. Era conocido el nacimiento ilustre de algunos, la ciencia de los otros, el mérito de todos. Y había que veros olvidarse de sí mismos para ser sólo huidles y celosos apóstoles. También, todos los días y casi a todas las horas, se trataba de pecadores inveterados, usureros sin corazón, mujeres perdidas, libertinos gangrenosos, que venían a echarse a sus pies, gritando misericordia. Las conversiones tenían algo de milagroso. Se necesitaría un volumen, ha dicho el primer historiador de Vicente, si se quisiera consignar al detalle las ignorancias disipadas, las incredulidades convencidas, las injusticias reparadas, las enemistades reconciliadas, todas las pasiones domadas. Un día, cuenta también Abelly, al final de su comida, los Misioneros vieron entrar en su casa a un burgués de París, que les dijo: «Tengo de siete a ocho mil libras de renta, de las que puedo disponer sin causar daño a nadie, ya que Dios ha llamado a sí a mi mujer y a mis hijos. Vengo pues a ofrecérselas, y al mismo tiempo mi persona. Sírvanse de mis bienes y de mí. Yo me comprometo a servirles por el resto de mi vida, con la única condición de que ustedes mismos se comprometan a vivir siempre juntos y a continuar en otros lugares lo que han hecho con tanto éxito en el suburbio de San Germán. Estoy bien seguro de que no puedo rendir a Dios un servicio que le sea más agradable ni procurar un mayor bien a la Iglesia ni, por consiguiente, emplear mejor mi persona y mi fortuna.» La propuesta no pudo ser aceptada, por estar hecha con una condición imposible; pero, agradeciendo al rico burgués, los Misioneros le prometieron consagrar sus vidas a obras más o menos parecidas, y es de creer que el burgués, por su parte, no se guardó su oferta en el corazón y que encontró otro modo de hacer un empleo tan santo de sí mismo y de sus bienes.
Como ninguna de las tierras cultivadas por Vicente no debía convertirse en barbecho, el suburbio de San Germán, después de esta primera misión, vio pronto venir a él a otros obreros. Desde el año siguiente (1642), uno de los más piadosos discípulos del santo sacerdote y uno de sus más íntimos amigos, el abate Olier, aceptó la parroquia de San Sulpicio, después de negarse por tres veces al episcopado; y de esta parroquia, la más depravada, según el decir común que él mismo repite en sus memorias, no sólo de París, sino del mundo entero, llegando a ser la parroquia modelo que todo el mundo sabe. Al comienzo de su ministerio rindió a los Misioneros que le habían precedido este hermoso homenaje, en la persona de su jefe, pariente y amigo: «El Sr de Perrochel, escribías en 1642, este dignísimo discípulo del Sr. Vicente, que me había seguido en otro tiempo en las misiones de Auvergne, predicó el años pasado en el suburbio de San Germán con tanta energía. como sea posible y anunció allí por mucho tiempo la penitencia con una eficacia maravillosa.. mandó que se hicieran un número prodigioso de confesiones, hasta tal punto que me vinieron a hablar de estas maravillas, y a informarme que los corazones más duros y los más apegados al pecado eran tan puros como los de los niños que eran asimismo objeto de su celo. Estos pobres pequeños inocentes, en su primera comunión y su procesión encantaron el corazón de los pueblos. París salía en masa de sus puertas15 para escuchar al Sr. de Perrochel, que predicaba en la abadía Saint-Germain (por quedarse pequeña la iglesia de San Sulpicio). Su reputación había llegado a tal punto, que pasa por el apóstol de París; no sólo los pueblos acudían en masa, sino que también los prelados y los sacerdotes le rendían admiración, y estaban resueltos a imitarle, confesando que había que predicar así.» Este testimonio recaía con todo derecho en Vicente, el único que había inspirado este modo de predicar
VI. Misión de Metz.
De todas las misiones predicadas por la conferencia de San Lázaro, la más ilustre por su origen, sus cooperadores, sus resultados es, sin discusión, la de Metz, en 1658.
En el mes de setiembre del año precedente, la corte se había dirigido a Metz para vigilar de más cerca la elección el Imperio, vacante por la muerte de Ferdinand III. Allí llegaron la reina madre, el joven rey de edad por entonces de 19 años, su hermano el duque d’Anjou, el cardenal Mazarino con su sobrina Ana Martinozzi princesa de Conti, los ministros y la corte al completo. Por primera vez, el 15 de octubre, día de santa Teresa, escuchó Ana de Austria a Bossuet, entonces arcediano de Metz, que vivía allí desde su promoción al sacerdocio. El orador no se perdió la ocasión de alabar la piedad e inagotable beneficencia de esta princesa, cuya vida entera, dice Abelly, era orar y dar. Él puso a contribución su caridad en favor de los diversos establecimientos a los que él mismo había contribuido, y en particular en favor de la Propagación de la fe, obra destinada a venir en ayuda de las jóvenes y mujeres judías deseosas del bautismo, o de las jóvenes y mujeres calvinistas a quienes su conciencia apremiaba a abjurar de la herejía. Le habló del estado espiritual de la diócesis de Metz: de los judíos tan numerosos y de las facilidades de convertirlos a la fe cristiana; de los protestantes más numerosos todavía, a quienes él mismo había combatido tan victoriosamente antaño con su Refutación del catecismo de Paul Ferri, y que se mostraban siempre tan atrevidos a pesar de todos los edictos del rey; de la necesidad de un clero lleno de celo y de luces, en una diócesis devorada de tantas necesidades y privada, desde hacía más de dos siglos, de la presencia de su primer pastor. En ese tiempo, el titular del obispado de Metz era Henri de Bourbon, hijo natural de Enrique IV y de la marquesa de Verneuil, quien, por un abuso deplorable y entonces demasiado frecuente, había sido elegido para esta sede, en 1607, ¡a la edad de seis años apenas!. Henri de Bourbon no recibió nunca las órdenes, y se hizo suplir durante más de cincuenta años, hasta su extraño matrimonio con la hija del canciller Seguiré, viuda del duque de Sully, por sufragantes provistos de un título episcopal in partibus. En 1657, el sufragante de Metz era Pierre Bedacier, obispo de Auguste, en otro tiempo religioso de Cluny, prelado celoso, pero a quien su posición subordinada y falsa reducía con demasiada frecuencia a la impotencia. En una palabra, Bossuet habló a la reina madre de todas las necesidades espirituales de una diócesis que él estudiaba hacía cinco años, que conocía mejor que nadie. Ya que, sin hablar de sus trabajos por la conversión de los judíos y de los protestantes, encargado, en su calidad de gran arcediano, de presidir todos los cuidados religiosos que reclamaban las dieciséis parroquias de la ciudad y todas las de los deanatos de Noiseville y del Val de Metz, había visto de más cerca que nadie todos los males a los que él rogaba entonces la piedad caritativa de la reina madre que pusiera remedio.
Al cabo de seis semanas de estancia en Metz, Ana de Austria regresó a París, lleno el corazón de proyectos inspirados por Bossuet y que la veremos llevar a la práctica sucesivamente. En la incapacidad de realizarlo todo de una sola vez, y queriendo ir a lo más urgente, creyó que una gran misión sería la mejor limosna que se pudiera hacer primero de todo a este pobre pueblo. Con este pensamiento se va a ver a Vicente de Paúl, sin el cual, hace quince años, desde que ella le había presentado en su consejo de conciencia, no se atrevía a emprender nada. Es él, además, y los sacerdotes de su congregación, a quienes tantas veces había visto trabajar, a quienes quería encargar de la misión de Metz. Pero desde la primera palabra que le dijo al santo: «Eh, Señora, le respondió él, ¿no sabe Vuestra Majestad que los pobres sacerdotes de la Misión son solo Misioneros para los pobres? si nos hemos establecido en París y en otras ciudades episcopales como en otras, no es más que para el servicio de los seminarios, de los ordenandos y los que hacen su retiro espiritual, y para ir a dar misiones en el campo, y no para predicar, catequizar ni confesar en esas ciudades. Pero, añadió, existe otra Compañía de eclesiásticos que se reúnen en San Lázaro todas las semanas, que podrán bien, si Vuestra Majestad se complace en ello, desempeñar más dignamente que nosotros este trabajo. «Yo ignoraba, respondió la reina, que los sacerdotes de la congregación no hicieran misiones en las grandes ciudades. Pero, vuestros sacerdotes o los sacerdotes de la conferencia de San Lázaro, poco me importa, con tal que vengan de vuestra parte y que me sean dados de vuestra mano. Que estos señores de la conferencia emprendan pues lo antes posible la misión de Metz a mis expensas, pues estoy resuelta a soportar por mí misma todos los gastos.»16
Para obedecer a la vez a las voluntades de la reina y de su celo apostólico, Vicente no perdió el tiempo y, a partir del próximo martes, propuso la misión de Metz a la asamblea. Esta vez no hubo la menor oposición. A la primera palabra de un maestro tan querido y tan venerado, todos se ofrecieron a porfía, y Vicente no tuvo otra cosa que escoger entre estos hombres de buen querer, a los que juzgaba más capaces de esta grande empresa. Eligió a cuarenta, dice Mollet según Henri-Charles de Coislin, obispo de Metz, en su carta a Clemente XI, del 17 de julio de 1706; a veinte tan sólo, según otras memorias; a más de veinte, asegura Abelly, sin duda mejor informado, en su calidad de testigo más íntimo y más vecino de los hechos17.
De estos veinte o cuarenta obreros evangélicos, cinco nombres han sólo han llegado hasta nosotros, conservados en cartas de Bossuet. Y en primer lugar. Louis o Nicolás de Blampignon o de Blancpignon, prior de Mont-Guion, en Le Maine, «sacerdote de gran reputación,»ha escrito un analista no sospechoso18 quien director de las Carmelitas y de varios monasterios más de mujeres, supo establecer en algunos la reforma, entre otras en Yères, a pesar de Clara Diana de Angennes, segunda hija de la señora de Rambouillet, que era abadesa allí. Se había distinguido ya en la misión del suburbio San Germán, en 1641, por su capacidad y por su celo. Después, Omer de Champin, recibido doctor el año precedente al cabo de fuertes estudios en el colegio de Navarra, amigo de Bossuet y su comensal en el deanato del Louvre, donde debía suceder como decano a Léonard de Lamet, nombrado al curato de San Eustaquio. El tercero, nacido de una familia honorable de Orleáns, es Nicolas Gédouin, Gédoin o Gédoyn, abate de Saint-Mesmin, capellán de el Señor, superior de las Ursulinas de Saint-Cloud, célebre más tarde por misiones dadas en la ciudad y la diócesis de París, con gran resonancia y éxito. Tomó parte también, en 1664, con otros eclesiásticos de París, en una misión en el país de Gex, que tenía por objeto principal la conversión de los protestantes. Después de sus numerosas misiones, se retiró por celo y por humildad a una de las casas del Hospital General, ara entregarse en él a la instrucción de los pobres, a quienes asistía también con sus bienes, y fue allí donde pasó en el retiro y la oscuridad los treinta últimos años de su vida, sacrificando con júbilo las ventajas que su nacimiento y sus méritos personales le aseguraban en el mundo. Fallecido en 1692, tenía treinta años cuando la misión de Metz.
Finalmente, son Louis de Rochechouart de Chandenier, abate de Tournus, a quien san Vicente puso a la cabeza de la misión, y su hermano Claude-Charles, hermano menor, abate de Moutiers-Saint-Jean. Eran hijos de Jean-Louis de Rochechouart, barón de Chandenier, famoso guerrero, muerto en 1635, y de Louise de Montheron de Fontaines-Chalandray. El nombre de Richechouart es célebre, bajo diversos aspectos, en nuestros anales, y así lo es el de La Rochefoucault, cuyo lustre le viene también de nuestros dos abates. Ya que eran resobrinos de François, cardenal de La Rochefoucault, que había sido también abate de Tournus en su juventud y había transmitido esta abadía a Louis19.
El cardenal había muerto hacía tres años en la época de la Misión de Metz; pero la memoria de sus virtudes celebradas en su oración fúnebre por el jesuita André Castillon y representadas al natural en su Vida por el canónigo regular la Morinière, se mantenía viva aún, y sus sobrinos se esforzaron en reproducirlas. Claude-Charles era todavía diácono y no quiso nunca, por humildad, ser promovido al sacerdocio, creyéndose incapaz de tal ministerio a causa de la escasa ciencia, decía él, que su mala salud le había permitido adquirir en su primera juventud. Y, sin embargo, todo el tiempo que le quedaba después de la oración y de las buenas obras, lo dedicaba a la meditación y al estudio. Cuando murió, el 18 de mayo de 1710, a la edad de más de ochenta años, los religiosos de su abadía mandaron grabar en su tumba un hermoso epitafio o inscripción en estilo lapidario que se puede leer al final del primer volumen de la vida de san Vicente de Paúl por Mollet. «Es eso, dice el historiador, un monumento que sólo la virtud puede erigir a la virtud.» También un elogio de Vicente; ya que, añade muy bien Collet, ya que las virtudes de este respetable alumno son tan evidentemente las del padre que le has formado que, si bien en esta especie de epitafio, tan solo se dice una palabra de Vicente de Paúl, se puede asegurar que toda la pieza es alabanza suya.»
Hijo sumiso de Vicente, el abate de Tournus no le resistió más que para rechazar los honores eclesiásticos a los que le llamaban su mérito y su nacimiento, y que el santo sacerdote le pidió más de una vez que aceptara, esperando mucho bien para la Iglesia de una virtud así unida a un hombre tan grande. Prefería un piadoso retiro o las humildes funciones del sacerdocio. «La oración era su más frecuente alimento, la humildad su ornamento, la mortificación sus delicias, el trabajo su descanso, la caridad su ejercicio, la pobreza su querida compañera. » Con estos términos conmovedores nos habla de él Abelly, quien le había conocido íntimamente en San Lázaro. Dividía, en efecto el tiempo en dos partes, una para San Lázaro, donde se sentía tan feliz de vivir junto a Vicente, la otra para su abadía de Tournus, a las orillas del Saona, donde se dividía entre el estudio, la oración y el ejercicio de la caridad. El jesuita Chifflet, historiador de la abadía y de la ciudad de Tournus, que le había visto a menudo y bien cerca, ha escrito de la abadía y del abate: «En esta abadía todo está tan bien ordenado, que tenía motivos para decir: Castra Dei sunt haec He tenido el honor de conversar varias veces con el abate, y confieso salir de ellas embalsamado por el dulce olor de sus virtudes. Las mitras y la púrpura misma parecían estar por debajo de tan grandes méritos»20
Un hombre semejante, elegido para cabeza de una misión honra a la prudencia de Vicente. Nada debía faltar en esta misión de Metz, ni los consejos y las oraciones de un santo, ni la protección de una gran reina, ni el mérito de los jóvenes apóstoles; nada, ni siquiera el genio, acudiendo en ayuda de la virtud, en la persona de Bossuet.
Bossuet conocía al abate de Tournus por las conferencias de Saint Lázaro, y también por la marquesa de Sénecey, gobernanta de los Niños de Francia: la Marquesa siempre tan afecta a Bossuet, era tía del abate.
Elegidos los obreros, ya no se trataba más que de trazarle un plan de trabajo y de prepararlo todo en Metz para su buena recepción y el éxito de su empresa. Vicente, como se puede imaginar, se encargó de darles, con su bendición, todos los consejos necesarios, y se regular de antemano todo su comportamiento; luego se dedicó a prevenir por parte de Metz todas las dificultades. Él mismo escribió a todos los personajes que tenían en mano la autoridad sea religiosa, sea civil, y obtuvo de la reina una carta con sello y su dirección. El obispo de Auguste, a quien conocemos, el barón de Moussy La Contour, comandante por el rey en Metz, y maestre de campo de la guarnición de esta plaza, los oficiales, la asamblea de los tres órdenes, todos, en una palabra, protestaron de su obediencia a la reina y de su deseo de secundar los piadosos proyectos de Vicente. Pero se necesitaba en Metz alguien que se encargara, con corazón y autoridad, de preparar a toda la gente, y alguien también que lo dispusiera todo para la recepción material de los Misioneros. En las charlas de San Lázaro entre ellos y su venerado padre, se trató muy pronto de este gran arcediano de Metz quien, en 1652, en la época de su ordenación, había causado sobre Vicente una impresión tan profunda que, dos años más tarde había señalado tan brillantemente su lugar en la conferencia de los martes y que, el año anterior, había debutado con tal brillantez en las cátedras de la capital. A falta de Vicente, que no se había olvidado sin embargo del joven diácono de San Lázaro, el abate de Champin, su comensal en el Louvre y su amigo, el abate de Chandinier sobre todo, no habrían dejado de fijarse en él, y de poner en él su mayor esperanza. Muy creíble es que si el abate de Chandenier, antes que nadie, le señaló a Vicente, Vicente por su parte, sabiendo los estrechos lazos que unían es estos dos hombres, tan grandes, uno por su nacimiento y por su virtud, el otro por su genio, se inclinó a pesar de ello, por esta valoración, a escoger al abate de Tournus por jefe de los Misioneros.
Fue el abate de Champin quien recibió la orden escribir a Bossuet, en nombre de Vicente y de la conferencia, para informarle de la próxima Misión y pedirle su participación en una obra tan salutífera. Bossuet le contestó inmediatamente y le rogó que asegurara a Vicente que no omitiría nada por su parte para colaborar en todo de lo que se le creyera capaz y como debía hacer un corto viaje a París con el obispo de Auguste, preguntaba por el tiempo de la llegada de estos señores, con el fin de que pudieran , el obispo y él, sus medidas sobre ello, «creyendo uno y otro, decía, que seríamos muy culpables, si abandonáramos la cosecha en el tiempo en que su bondad soberana nos envía obreros tan fieles y tan caritativos.»
No recibiendo ninguna respuesta del abate de Champon, se decidió a escribir directamente a Vicente, el 12 de enero, no sintiéndose enfadado, por otra parte, porque se le presentara esta ocasión de renovarle sus respetos. Le aseguró, ante todo, por la excelente disposición en que se hallaba el obispo de Auguste para cooperar en esta obra. «Por lo que a mí se refiere, Señor, añadía él, me reconozco muy incapaz de prestar el servicio que desearía; pero confío en la bondad de Dios que el ejemplo de tantos eclesiásticos santos, y las lecciones que en otro tiempo aprendí en la Compañía, me den fuerza para trabajar con tan buenos operarios, si yo nada puedo por mí mismo. Os pido el favor de asegurar a la Compañía, a la que saludo de todo corazón en Nuestro Señor, y la ruego que me haga partícipe de sus oraciones y santos sacrificios. Si hay alguna cosa, decía para terminar, que creáis necesaria aquí para la preparación de la gente, recibiré de buena gana y realizaré fielmente, con la gracia de Dios, las órdenes que me deis.»
No se conserva por desgracia ninguna respuesta de Vicente a esta carta. Pero se sabe que una vez recibida, siempre se dirigió a Bossuet para disponerlo todo; fue a Bossuet también a quien encargó de transmitir al obispo de Auguste la carta que le escribía para agradecerle sus disposiciones favorables y pedirle la continuación. El obispo respondió a Vicente, el 29 de enero, para tranquilizarle, y rogarle que asegurara a la reina que él emplearía de buen corazón todo loa pudiera tener de crédito y autoridad en lo espiritual como en lo temporal, en la ciudad y en la diócesis, para la gloria de Dios, la edificación de los pueblos, la salvación de las almas y la conversión de los herejes e infieles, «que tenemos en número muy considerable… Pasaría por prevaricador en mi ministerio, si no manifestara, en esta ocasión, la consideración que siento por la obra de Dios y el mandato de Su Majestad. Añadiré a ello el aprecio particular que siento por vuestra dirección, que tanto contribuye en favor de toda la Iglesia con estas misiones.»
Una solo dificultad se le presentaba al obispo. El orden de las misiones dadas por los hijos de Vicente o por los Misioneros de la Conferencia, quería que, durante el tiempo que ellos estaban en función, cesara toda otra predicación que la suya en cada una de las iglesias de la ciudad. En esta orden no se ha de ver ni egoísmo ni envidia, sino tan sólo deseo de asegurar el éxito de la misión, por la unión y la uniformidad de los esfuerzos. Medio excelente, en efecto, de evitar toda colisión de amor propio, todas las comparaciones entre las diferentes maneras de predicar y de dirigir, todas esas críticas en contra, de las que esencialmente, siguiendo su mismo nombre, espíritu de discordia y de división, se sirve para impedir el bien.
Bueno, se hallaba entonces en Metz un religioso dominico, llamado Guespier, muy honesto y hábil, doctor de Sorbona, quien había predicado ya el adviento con aplauso y recomendación, y se había comprometido a predicar la cuaresma, después de rechazar el púlpito de Angers que le habían ofrecido. ¿No era para él una especie de afrenta despedirle a las puertas de la cuaresma?. Así lo pensaba, y también el obispo de Auguste. Y por eso Pierre Bedacier proponía a Vicente un término medio: el religioso no ocuparía el púlpito de la catedral más que tres veces a la semana, y los otros cuatro días quedarían a la entera disposición de los Misioneros quienes, incluso los días de predicación del dominico podrían, el reto del tiempo, usar con libertad de la iglesia para sus ejercicios y predicar en las otras iglesias de Metz.
Bossuet intervino también en este asunto. Habló muy en particular con el predicador de la cuaresma, en quien encontró a un hombre sabio, acomodaticio y deseoso del bien, pero al propio tiempo obstinado en sus primeros sentimientos, y persuadido de que era cosa de él dejar el púlpito totalmente. «Declara que de lo demás, escribía Bossuet a de Monchy, él contribuirá en lo que pueda al buen éxito de la Mieión, y exhortará con fuerza al pueblo a hacerse dignos de recibir sus frutos.»
En primer lugar, Bossuet deseaba el arreglo propuesto por el obispo de Auguste, pensando menos en el religioso que en el éxito de la obra. «Si se obra de manera distinta, escribía siempre al mismo, no se evitarán murmuraciones del pueblo. Muchos tratan ya de difundirlas, y vos no ignoráis, y yo tampoco, de qué principio procede eso.» Y eso venía del capítulo, no opuesto directamente a una misión que la reina había querido y que él había prometido favorecer, sino opuesto a una empresa que había abrazado ardientemente el obispo de Auguste, con quien andaba a la greña constantemente. «Preveo, sigue hablando Bossuet, yo preveo alguna dificultad entre Monseñor de Auguste y el capítulo. Algunos tal vez, encubiertamente, aprovecharán la ocasión de querer con ello oponerse a esta obra.. yo me esforzaré con todas mis fuerzas por lograr que las cosas vayan por otro camino.»
Todos estos conflictos no lograban que Vicente se apartara del orden acostumbrado de las Misiones, que apoyaban otras tantas razones. El dominico, ya manzana de la discordia o pretexto entre el obispo y su capítulo, ¿no lo sería pronto entre los Misioneros o entre éstos y una parte de la población? Debía absolutamente abandonar el lugar. El obispo, aconsejado por Bossuet, lo comprendía y mientras esperaba la decisión de Vicente sobre las razones que le había presentado, encargaba a Bossuet que le escribiera: «Después de esto resolverá al predicador a hacer a todo lo que encontréis de más conveniente para la obra de la Misión, que está resuelto a preferir a cualquier otra consideración: no habrá obstáculo alguno por esa parte, y me ha pedido que os tranquilice.» Veremos enseguida cómo terminó todo este asunto.
Había mucho que temer de las empresas de los hugonotes quienes, ante la noticia de una Misión para ellos tan formidable, olfateaban el peligro que iba a correr su establecimiento en esta ciudad donde se creían tan fuertes como en Montauban o en la Rochelle. Ya que, en 1663 todavía, debían presumir que eran en un número tan grande como los católicos en Metz, ciudad semidividida en cuanto a la religión21. Por eso se preparaban a defender el puesto, a poner trabas por lo menos al ataque de los Misioneros Hasta el día de la lucha, como la gente que tiene miedo, usaban de una audacia insolente. Una criada católica falleció entonces en la casa de un hugonote, comerciante famoso y acomodado, después de ser extrañamente violentada en su conciencia y negársele un sacerdote con el pretexto engañoso de que ella había cambiado de religión. Todos los católicos clamaron venganza, y se inició un proceso por el lugarteniente general. No obstante, el ministro y el consistorio mantuvieron la empresa, y bien, usando de descaro, tuvieron la cara de decir que el comerciante no había hecho nada sin órdenes; bien haciendo el papel de víctimas, hablaron de enviar una representación a la corte para quejarse, en realidad lo que querían era presentar el asunto en el consejo con el fin de sacarlo del lugar donde tenían más conocidos, y adormecerlo con el paso del tiempo. Por entonces mismo, intrigaban para introducir en Metz a pedagogos de su religión, en contra de los edictos del rey.
Bossuet informaba a Vicente de todos estos hechos, remitiéndose, por otra parte, a si celo y a su prudencia ordinaria: «No le digo, Señor, lo que tiene que hacer en este punto, es suficiente que esté advertido; Dios le inspirará lo demás.» –Una particularidad interesante que advertir de paso, es que Bossuet, quien había firmado su primera carta: gran arcediano de Metz, firmaba ésta: indigno sacerdote. Era la misma fórmula de Vicente, transmitida hasta entonces a sus hijos. Bossuet la había leído en la respuesta del santo sacerdote a su carta del 12 de enero, tal vez la primera que hubiera recibido de él y, llevado sin duda de su humildad, la adoptó en adelante por modelo: hijo y discípulo, no quiso ya exhibir sus títulos de honor, escribiendo a un tal padre y tal maestro, que no hacía alarde más que se su pretendida indignidad.
La esperanza de Bossuet se fundaba, como ya nos lo ha dicho, en el modelo y la prudencia de Vicente, para él tan conocidos, y también en el crédito de que gozaba el santo sacerdote ante Ana de Austria y en su consejo de conciencia, no dudaba que esta gran reina, de quien había apreciado durante seis semanas la piedad y el celo por la religión, la caridad por la ciudad de Metz, que se apresurara, llevada por un consejero tal, a detener las audaces empresas y los injustos procedimientos de los hugonotes. Él no se equivocaba ni con la reina ni con Vicente. Un mes después, el 2 de marzo, podía escribir a éste: «Os agradezco humildemente la caridad que habéis tenido para hacer saber a la reina el asunto para el cual tuve el honor de escribiros. Veo por las cartas que Su Majestad ha enviado a este país que vuestra recomendación ha operado. Yo pido a Dios que bendiga las santas intenciones de esta piadosa princesa, que atiende con tanto ardor los intereses de la religión.»
Quedaba por preparar materialmente la estancia y la vida de los Misioneros en Metz.
Aparte de las cartas que escribía sobre ello a los oficiales de la ciudad y las recomendaciones que les hizo llegar por la reina, Vicente encargó de este cuidado a Nicolas de Monchy, superior de la Misión de Toul22.
Siguiendo la orden de Vicente, Nicolas de Monchy se dirigió a Metz para preparar una residencia a los Misioneros. Pero sus asuntos no le permitieron quedarse más de un día, y la preparación material de la misión, lo mismo que la de la gente, recayó casi por completo en Bossuet. Aquí también Bossuet se mostró digno discípulo de Vicente, del hombre más positivo, el más organizador en todos los sentidos que hubiera nunca, y se entregó a estos cuidados materiales con el mismo ardor que acabamos de verle desplegar en intereses que únicamente parecían convenir a este genio. Sintió la ayuda generosa del barón de Moussy La Contour, compañero de armas del mariscal de Schomberg, muerto recientemente, con quien había tenido relaciones de respetuosa amistad, que continuaba con su viuda, Marie de Hautefort. Semejantes debían se ser naturalmente sus relaciones con de Moussy La Contour. En efecto, entre el lugarteniente del rey y del arcediano, lo mismo que entre sus dos familias, la amistad se estrechó hasta al punto que a menudo, en los registros de las parroquias de Metz, se puede ver, con ocasión de bautismos y demás ceremonias de la Iglesia, los nombres de Bossuet y de sus hermanas unidos a los nombres del barón de Moussay La Contour y de sus hijos.
La Contour era tan piadoso como valiente y no necesitaba recomendaciones de la reina para prestarse a una misión que él mismo deseaba ardientemente. Se apresuró en asignar por alojamiento a los Misioneros esperados en el Hôtel de la Haute-Pierre, donde habían sido recibidos siempre los reyes de Francia en sus residencias en Metz, y mandó llevar, de la ciudadela y de la ciudad el número de lechos, colchones y mantas señalados en una memoria redactada por Nicolas de Monchy. Se hizo de tal modo que no quedara nada a cargo de la Misión. Se proveyó también de muebles las habitaciones; todos eran honrados, pero los había que no tanto, por eso Bossuet pidió a de Monchy que volviera a Metz para disponer habitaciones y muebles según las personas que quería colocar, sino, que le diera orden. Lo más difícil de encontrar eran los platos, los manteles y lo necesario para la cocina. Hubiera sido buena solución tener un cocinero que corriera con todo; pero todos los cocineros con los que Bossuet había hecho contactos pedían cuarenta sueldos (2 libras) al día, «precio, decía él, excesivo para Metz.» Por último, prometía informarse de lo que se podría hacer para una mayor comodidad y ahorro, y escribir a de Monchy lo que podría ahorrar. Se puede tener la seguridad de que, con cuidados tan vigilantes y tan minuciosamente expresados, todo se hizo lo mejor posible.
Sería mal retroceder ante estos detalles, tan elevados por el fin al que se destinaban, tan interesantes por el contraste entre su bajeza aparente y la altura de tal genio. Por entonces, el Sr. Floquet recuerda afortunadamente la oración fúnebre de Ana de Gonzaga, en la que se encuentran palabras parecidas; después de lo cual Bossuet exclamaba: «A pesar de los oídos delicados, ellas borran los discursos más magníficos, y yo no quisiera hablar ya más que este lenguaje.»
Así dispuesto todo, Bossuet escribió a Vicente de Paúl, el 10 de febrero: «Yo me alegro, Señor, de ver acercarse el tiempo de cuaresma, por la esperanza que tengo de ver pronto a los obreros excelentes que Dio nos envía por vuestro medio, a quienes saludo de todo corazón en Nuestro Señor, y muy en particular al Sr. abate de Chandenier. «Resultando un invierno de los más duros que se habían visto en mucho tiempo, añadía: «Los compadezco por tener que hacer un viaje tan largo con un frío tan riguroso; pero su caridad lo superará todo. Que vengan pues pronto en nombre de Dios: que la mies es mucha; y las pequeñas dificultades se allanarán, con su presencia.»
Se pusieron, en efecto, en camino. Pero como es propio de las obras de Dios, verse contrariadas en todo, hasta por la naturaleza que, en eso, obedece ciegamente a designios ocultos de su creador, fueron inmediatamente sorprendidos y detenidos por desbordamientos desastrosos de los que fueron víctimas las principales ciudades de Francia. Piénsese en las inquietudes mortales de Vicente, que entonces tenía de camino a la vez a los Misioneros de Metz y a varios de sus sacerdotes que se dirigían a Nantes a embarcarse para Madagascar. Escuchemos cómo habla él mismo de ello en una carta dirigida a Get, superior de la Misión de Marsella, el 8 de febrero de 1658: El correo se ha demorado por una inundación prodigiosa que hay en ese país debido al deshielo, que hace que en muchas calles de París se vea pasar más embarcaciones que carrozas. Jamás se ha visto las aguas subir tanto como ahora, de manera que toda la ciudad está aterrada. Han producido importantes desastres dentro y fuera. Nos acaban de decir que se han llevado esta noche cuatro arcos enteros del Pont-Marie, con las casas que estaban construidas encima. Habrían podido producir más estragos a no ser por un canal que sale por encima del Arsenal, que pasa por el barrio de Saint-Denis y va desembocar al cabo del Curso, cuyo canal ha servido poderosamente para desviar las aguas de la ciudad y disminuir la fuerza del río. Ruego a Nuestro Señor que se apiade de su pobre pueblo. Este desbordamiento habrá sorprendido por el camino a nuestros sacerdotes que han ido a Nantes, y a estos señores que van a dar la misión en Metz. Estamos sufriendo mucho.» Este sufrimiento duró veinte días, durante los cuales no se oyó hablar ni de unos ni de otros.
No menos grande era la preocupación en Metz, a la que un diluvio, escribe Bossuet, rodeaba también por todas partes. Lo que alarmaba también al arcediano es que un retraso de los Misioneros iba a renovar todos los apuros por parte del predicador. Si las aguas les impedían llegar a Metz antes del comienzo de la cuaresma, el buen padre sentía gran repugnancia en abandonar su púlpito a otro esperándolos, o en cedérselo después de comenzarlo. En esta circunstancia, si el obispo de Auguste se veía en la obligación de usar de su autoridad, ¿no había que temer un escándalo? Y un escándalo en esta materia, y antes de una misión, ¡qué fatales podían resultar las consecuencias! «Pero Dios, Señor, que para todo tiene remedio, escribió el 2 de marzo Bossuet a Vicente, nos ha devuelto la tranquilidad en este punto, por la orden que ha recibido el síndico de esta ciudad de decir al Sr. de Auguste y al Sr. de La Contour que la reina estaría satisfecha si el predicador abandonara por completo su púlpito aceptando cien escudos que Su Majestad le manda entregar, además de la retribución ordinaria23, y siendo retenido para predicar al año próximo. Con eso todas las cosa se calmaron; y yo, os lo confieso, yo libre de un dolor espiritual.» ¿Quién puede dudar de que esta arreglo caritativo sea debido a un consejo de Vicente a Ana de Austria?
Por ese mismo tiempo, recibió Bossuet otro consuelo y otra esperanza. Vio con sorpresa llegar a Metz «como por milagro,» dice él, al Hermano Mathieu Renard, a quien no detenían ni los elementos ni los hombres, ni los bandidos ni los ríos desbordados; el Hermano Marhieu a quien veremos hacer, enviado por Vicente, cincuenta y tres viajes a la Lorena para la asistencia de esta provincia asolada. ¿No era esto un precursor, una paloma que anuncia el fin del diluvio? Bossuet lo pensó, y escribió otra vez a Vicente: «No me queda más que pedir a Dios que abra pronto el camino, en medio de las aguas, a sus servidores, que haga fructificar sus trabajos y dé eficacia a su palabra.»
Todos sus votos fueron escuchados. El lunes de carnaval, 4 de marzo, los Misioneros llegaron a Metz, después de escapar a mil peligros. Al otro día, siguiendo la costumbre de San Lázaro, el abate de Tournus les hizo guardar abstinencia, para atraer, mediante esta mortificación, la bendición de Dios para sus trabajos; luego, a su cabeza, se dirigió al P. Guespier, se puso de rodillas delante de él y le pidió perdón en nombre de la Compañía por haberle privado de su cátedra. Desde el 5, miércoles de ceniza, los Misioneros abrieron la estación. Al punto se dispersaron por las diversas cátedras de la ciudad. Bossuet les cedió las de la catedral y de las principales iglesias. En cuanto a él, él se confinó en la modesta iglesia de Saint-Jean de la Citadelle y, con excepción de algunos discursos que fue invitado a dar en la catedral con Blampignon y Gédoyu, allí ocultó su elocuencia. En un auditorio compuesto, en gran parte, de hombres de guerra y de hombres del pueblo, predicaba cada día un sermón y una conferencia, y dos veces por semana daba un catecismo. «La gracia y la piedad, dice un relato del tiempo, triunfaron en los corazones del Sr. gobernador, de la señora gobernanta, y de todos los oficiales y soldados.» En estas conferencias, apuntaba con preferencia a los religionarios, y a él le corresponde la parte principal de la conversión notable ocurrida en el curso de esta misión de Metz.
A pesar de la prohibición que el consistorio había hecho a los suyos de asistir a las predicaciones, muchos acudieron a ellas. Uno de ellos, a su regreso, contó a su mujer lo que había escuchado, y ésta quiso allí mismo instruirse y convertirse. ¿Quién la instruyó? –Bossuet. La abjuración tuvo lugar con gran solemnidad, en presencia del obispo de Auguste, del arcediano, del abate de Blampignon, del lugarteniente del rey y, añade nuestro relato, «de una muy honorable compañía.» Unos días después, la señora habiendo caído enferma, pidió el santo viático. Los ministros que habían estado desde un principio como aturdidos por la impresión de este solemne acto, se despertaron entonces y se pusieron a pelear para recuperar el botín que les había raptado felizmente. Pero, dice el relato, las visitas que le hizo el Sr. Bossuet (prueba manifiesta de su papel principal), les obligaron a disimular sus maliciosas intenciones.» Le llevaron el viático a la enferma con gran pompa, en medio de un cortejo de sacerdotes y de los personajes más cualificados, llevando todos un cirio en la mano. A la vista de su Salvador, la señora se estremeció de júbilo, y el arrebato que se dibujó en su rostro y en su porte fue ya una predicación muy eficaz. Pero la emoción alcanzó su punto más alto, cuando reuniendo todas sus fuerzas exclamó: «Renuncio a todos los apegos temporales y a todos los intereses humanos que hayan podido, entre los calvinistas, hacerme tener mis diferencias sea con mi marido, sea con mis hijos. Mis hijas, que son católicas, yo las pongo en manos de la Providencia de Dios; pido para ellas la protección y las oraciones de tantas personas buenas que están aquí presentes. Ah, yo he resistido demasiado a las luces que dios tenía a bien darme de vez en cuando y a las inspiraciones que me atraían a la verdadera fe. ¡Yo creo, amo y espero de todo corazón!»
Estas palabras, entrecortadas de suspiros, penetraron hasta el fondo de las almas y arrancaron lágrimas que humedecieron todos los ojos. El obispo de Auguste, que seguía presente, administró enseguida a la enferma el sacramento de la confirmación que fue recibido con los sentimientos cuya profesión de fe de hacía un instante era la prueba sincera y la expresión heroica. Al salir de la casa, la multitud, sin poder dominar más sus transportes, entono el Te Deum, que continuaron a lo largo de las calles. Era por la tarde. Los cirios y las antorchas arrojaban un vivo resplandor. Los herejes, sigue diciendo nuestro relato, huían como búhos, el Dios de las luces, y se encerraban a prisa, mientras que los católicos salían de todas partes, se unían al cortejo y se dirigían a la iglesia para calentarse con una devoción mutua y agradecer al Señor por sus misericordias. –Santas represalias de la pobre criada católica, privada en su muerte por la herejía de los consuelos de su fe!
Hay que renunciar a describir todas las conversiones, todos los frutos de salvación que recompensaron los esfuerzos de los Misioneros. Y es que en ellos todo predicaba su conducta como su palabra; sólo con verlos, se sentía uno tocado más todavía que al escucharlos. Su jefe, el abate de Tournus, se distinguió por su caridad, su humildad y su mortificación. Pidió a de Monchy que distribuyera tatas limosnas de su dinero como del de la reina. En el curso de la estación, se contentó más de una vez con cenar un poco de pan, una fruta y un vaso de agua teñida de rojo, y eso durante los días de más trabajo. Superior de los Misioneros, hacía con ellos el oficio de sirviente. Durante tres meses, cada mañana, iba a despertar a sus compañeros, y a los criados, encendía sus candelas, se ponía de rodillas a los pies de sus lechos para decir: Benedicamus Domino! y no se levantaba hasta que se le respondía: Deo gratias!24
Vicente, a quien llegaba la noticia de la buena marcha de la Misión como a su principio y a su autor, se la comunicaba seguidamente a los suyo y a los Señores de la conferencia. Aprovechando la ocasión de instruir a sus sacerdotes de la necesidad del recogimiento exterior, de la modestia y del buen ejemplo en sus Misiones, añadía: «Aunque no digan palabra, si están muy ocupados con Dios, ustedes impresionarán los corazones con su sola presencia. Los Señores abades de Chandenier, y los demás Señores que acaban de dar la Misión en Metz en Lorena con gran bendición, iban de dos en dos con roquete, de la vivienda a la iglesia y de la iglesia a casa, sin decir palabra,, y con un recogimiento tan grande que los que los veían admiraban su modestia ejemplar. Su modestia pues era para ellos un predicación muda, pero tan eficaz que ha contribuido tal vez tanto y más, por lo que me han dicho, al éxito de la Misión, que todo lo demás.»
Pero durante la Misión misma, cuántas charlas ha debido de tener en San Lázaro, cuántas cartas ha debido de escribir, según su costumbre, a todas sus casas, sobre todo con ocasión de alguna de las mejores noticias que le eran transmitidas a diario por el abate de Tournus y de sus compañeros. Ay, pláticas y cartas, todo se ha perdido, y no nos queda más que la carta siguiente, dirigida el 6 de abril a Louis de Chandenier: «Doy gracias a Dios, Señor, por la salud que le da y las bendiciones que le continúa, y a todos esos Señores en general y en particular. Pido que se den gracias a su divina bondad por todos los que toman parte en su conservación y en sus trabajos, en particular por nuestra comunidad y por estos Señores de nuestra asamblea, a quienes se leyeron el pasado martes extractos que yo había mandado hacer de sus cartas y de las del Sr. Blampignon. Todos quedaron encantados al oír los felices progresos y los santos efectos de sus buenas direcciones, y salieron de allí inflamados de alegría y gratitud. El Sr. de Saint-Jean se halló allí, quien quiso llevarse estos extractos, con el fin de estudiar los puntos principales para hacer con ellos el informe a la reina, como lo hizo al día siguiente; y eso sirvió de tal consuelo a Su Majestad, que se le vio hasta en el rostro, pero con tanta abundancia que él se dio cuenta enseguida. Tenía en la mano estos extractos, y Su Majestad habiendo preguntado qué era aquel papel, él respondió que había tomado de allí lo que le había contado: «Entregádmelo, dijo ella, , yo lo quiero ve» y se lo quedó. Ella dijo sobre todo que se sentía muy satisfecha por la asistencia espiritual corporal que dan ustedes a los pobres, y dijo que si se necesitaba más dinero, ella se lo dará. Le suplico con toda humildad que pregunte hasta dónde llegará este gasto.» Luego Vicente anunciaba al abate de Tournus para la semana santa un refuerzo de tres Misioneros, por los trabajos crecientes de la Misión, a la par que sentía no poder enviar más, y terminaba con este hermoso elogio de Claude-Charles: «Las predicaciones del Sr. abate de Moutiers-Saint-Jean son tan eficaces que hacen llegar su virtud hasta aquí, por donde conozco a menudo su dulce y agradable composición, y me parece que su grande modestia me hace ser modesto, con todo lo rústico que soy. Yo le saludo con todo respeto y ternura.»
Por fin, después de una permanencia de cerca de tres meses los Misioneros debieron dejar la ciudad de Metz transformada, y Bossuet les entregó este bello testimonio en una carta a Vicente del 23 de mayo, que acaba de darnos a conocer sus trabajos y sus éxitos: «Yo no puedo ver marcharse a estos queridos Señores, sin declararos el gran sentimiento y la maravillosa edificación que nos dejan. Es tal. Señor, que tenéis toda la razón del mundo de alegraros en Nuestro Señor; y yo me expansionaría con gusto sobre este asunto sino fuera porque los efectos urgen de demasiado lejos todas mis palabras. . nunca se ha visto algo tan bien ordenado bada más ejemplar que esta misión. Qué no os diría yo de los particulares, y en particular del jefe y de los demás, que nos han predicado el Evangelio tan santamente y cristianamente, si no os creyera informado por otro lado por testimonios más considerables, y por los conocimientos que tenéis de ellos; añadamos que ya conozco con qué pena sufre su modestia las alabanzas. Se han llevado de aquí todos los corazones, y ya regresan a vos, fatigados y agotados en el cuerpo, pero ricos según el espíritu por los despojos que han arrebatado al infierno, y por los frutos de penitencia que Dios ha producido por su ministerio. Recíbalos pues, Señor, con bendición y acciones de gracias; y tened la bondad, por favor, de agradecerles conmigo por el honor que me han querido hacer de asociarme a su Compañía y a una parte de su trabajo. Y a vos mismo debo agradecer y suplicaros que pisáis a Dios que después de unirme una vez a tan santos eclesiásticos, yo siga así eternamente, recibiendo verdaderamente su espíritu, y aprovechándome de sus buenos ejemplos.»
Por su parte, en el curso de la Misión, el jefe, el abate Louis de Chandenier, había tributado a Bossuet un testimonio semejante y, no creyéndose digno de agradecérselo en persona, había pensado que una sola palabra de Vicente estaría a la altura de tales servicios. Por ello escribía al santo sacerdote: «He creído, Señor, que no llevaríais a mal que os comunicase un pensamiento que me ha venido, que escribáis unas palabrita de felicitación a Monseñor de Auguste, por el honor de su protección que nos es tan favorable; y del mismo modo unas de congratulación al Sr. Bossuet por la ayuda que nos da en las predicaciones e instrucciones que hace, a las que Dios da también muchas bendiciones25.»
Así es como estos obreros, verdaderamente evangélicos, se devolvía uno al otro el mérito del trabajo y toda la gloria del éxito; o más bien se lo devolvían a Vicente, que lo había ordenado todo con su sabiduría, animado todo con sus consejos, mantenido todo con sus oraciones, y Vicente, en su humildad y el verdadero sentimiento que tenía de las cosas sobrenaturales, se lo devolvía todo a Dios. pero no era por eso menos reconocido que por todos que el santo hombre había sido el ama de la empresa, y esta convicción se les quedó en el corazón hasta su extrema ancianidad. Ya que ni las impresiones de los Misioneros, ni los rastros que dejaron de su paso no fueron cosa efímera. Su recuerdo vivía aún en Metz en 1706, como lo prueba la carta ya citada de Charles de Coislin a Clemente XI. En cuanto Bossuet, cuarenta y cuatro años después, él hablaba de sus compañeros, de Vicente y de sí mismo con la misma modestia, con la misma admiración y el mismo respeto religioso, que en 1658, lo que él expresaba en este noble lenguaje: «Fue también para nosotros un tiempo precioso aquel en que, asociado a sus trabajos, nos esforzábamos en conducir a los pastos de vida a la iglesia de Metz, donde realizábamos entonces el ministerio eclesiástico; y nadie ha puesto en duda que los frutos de esta Misión fuesen debidos no sólo a los piadosos estímulos, sino también a las oraciones del venerable Vicente26.»
Se nos agradecerá que nos hayamos extendido tanto en esta misión de Metz, que tantas dificultades vencidas, tantos esfuerzos, tantos éxitos, tantos personajes ilustres recomendaban a nuestra atención especial. Además, hallándose aquí los monumentos en abundancia y firmados por los mayores nombres, hemos querido ofrecer un bosquejo de lo que fueron todas las misiones emprendidas bajo la influencia de Vicente de Paúl. Demos por cierto, efectivamente, que todas las demás, si se nos hubieran guardado los monumentos, nos ofrecerían semejantes recuerdos, sino por la celebridad de los Misioneros, al menos, -cosa vale más delante de Dios,- por su celo, su caridad y los frutos que produjeron en las almas.
Acabada la Misión, Ana de Austria hizo que le dieran cuenta Vicente y el abate de Tournus. Por las referencias que le dieron, ella comprendió muy pronto la necesidad de una fundación fija en Metz para conservar los frutos, y para extenderlos a los campos de la región, cuya ignorancia de la religión, el olvido de Dios, el peligro de una total perversión por los efectos de los hugonotes vecinos, la habían golpeado dolorosamente en 1657. Para eso, se necesitaba en Metz un establecimiento que sirviera para doble fin: para educar a sacerdotes que llevaran por todas partes el celo y las luces de lo que carecía casi por completo el clero actual, y para contener un campo volante de Misioneros siempre preparados para llevar a las poblaciones las verdades de la fe y de la moral cristiana. Preparado el proyecto entre ella y Vicente, y todo lo demás en regla, elle dio al instante una suma de sesenta mil libras para la realización de sus piadosas intenciones. Pero, acaecida entonces la muerte de Vicente, fue el sucesor René Almeras quien debió comenzar el asunto. Se compró una casa en Metz, a nombre aparentemente del consejero Benigno Bossuet, padre del gran arcediano, en realidad por cuenta de los sacerdotes de San Lázaro. En 1661, el establecimiento fue autorizado por Henri de Bourbon, obispo nominado de Metz, y por las letras patentes de Luis XIV, que escribió también, junto con su madre, a los oficiales de la ciudad para recomendarles la casa incipiente. Pero las cosas se fueron retrasando hasta que en 1663, año en que se hizo la fundación definitiva. A las sesenta mil libras ya donadas, la reina añadió una renta anual de tres mil seiscientas libras, y por fin se redactó el acta de fundación. Después de recordar el triste estado espiritual en el que ella encontró, en 1657, la región; la compasión que sintió por ello; la necesidad reconocida por ella de erigir un seminario y una casa de Misión, la reina teniendo en cuenta los grandes bienes y notables servicios que los sacerdotes de la congregación de la Misión han prestado y prestan continuamente a la Iglesia, por las instrucciones que dan a los eclesiásticos en los seminarios, ordenaciones y retiros espirituales; las bendiciones particulares que Dios derrama sobre sus trabajos en las misiones que dan en el campo a las pobres gentes del campo» funda en Metz un establecimiento de ocho sacerdotes y cuatro hermanos por lo menos, destinados a trabajar sin cesar, primero por los ejercicios acostumbrados de un seminario, para el perfeccionamiento del estado eclesiástico, luego, por misiones para la salvación de la pobre gente del campo27. El acta validada por nuevas letras patentes del rey t registrada en el parlamento, el establecimiento fue colocado, quizás a petición de Bossuet, bajo la dirección del superior de Toul, de aquel Nicolas de Monchy que acabamos de ver en relación estrecha con él, y prosperó cada día más.
VII. Multiplicación y duración de las Conferencias.
Tal fue el gran monumento de la Misión de Metz. Hé aquí otro, que no debemos descuidar ya que nos lleva al centro mismo del asunto de este capítulo de las conferencias eclesiásticas.
En la última carta escrita por Bossuet a Vicente, leemos: «Nuestro Señor ha querido establecer aquí por medio de los Misioneros una compañía casi sobre el modelo de la vuestra; Habiendo permitido Dios por su bondad que se hayan encontrado ayer los reglamentos entre los papeles de este excelente siervo de Dios el Sr. de Blampignon. Ella se prometió el honor de teneros por superior, puesto que se nos ha hecho esperar la gracia de que se vea asociada a la de San Lázaro, y que vos y estos Señores lo encuentren satisfactorio. Me creo en el deber, Señor, de pedírselo, y lo hago con mucho gusto. Quiera Dios por su misericordia darnos a todos la perseverancia en las cosas que han quedado tan claras por la caridad de estos Señores.»
Este es, en efecto, un carácter más de las conferencias eclesiásticas, como de todas las buenas obras emprendidas por Vicente de Paúl: quedaron señaladas con el sello de la multiplicación y de la duración. Subsistieron entre nosotros, en la forma primitiva que les había infundido el santo fundador, hasta la revolución; y las hemos visto resucitar en nuestros días, bajo una forma muy parecida, aunque a intervalos periódicos menos acercados, en casi todas las diócesis de Francia. En vida de Vicente de Paúl, se extendieron por todas nuestras provincias, a la espera de atravesar los montes para ir a establecerse en Génova, en otras partes de Italia, y hasta en el centro de la catolicidad.
Efectivamente, no sólo los Lazaristas, sino los Señores de la conferencia, después de beber en el corazón de Vicente esta caridad cristiana que no pide más que difundirse y comunicarse, cuando eran llamados a las provincias por misiones, por sus asuntos, por los cargos y beneficios que debían cumplir, invitaban a los eclesiásticos del lugar y de las cercanías a reunirse de vez en cuando, con el permiso de los obispos, para conversar sobre las virtudes de su estado y formarse en conferencia reglamentada a ejemplo de la de los martes..
Más que otro cualquiera, Jacques Olier practicó esta santa propaganda. Después de ocuparse de la santificación de los pueblos alrededor de su abadía de Pébrac, luego en diversos lugares de Auvergne y del Velay, con el concurso de Misioneros que había pedido a Vicente de Paúl y de algunos eclesiásticos de la conferencia, él pensó, siguiendo siempre el ejemplo de Vicente a quien tomaba siempre como modelo, en la instrucción y en la santificación del clero. Así llevó a los canónigos de la iglesia catedral y a los eclesiásticos del Puy a formar una compañía parecida a la de San Lázaro, y les dio los mismos reglamentos con las ligeras modificaciones exigidas bien por la asistencia a las horas canónicas, bien por las obligaciones del ministerio pastoral. No se separó de ellos hasta haberlos acostumbrado a reunirse todas las semanas para hablar juntos sobre los deberes de su vocación, y renovarse en la piedad sacerdotal. Y como no hacía nada sin dar cuenta a Vicente de Paúl y a sus cohermanos de la asamblea de los martes, les escribió en 1637: «Habéis sido fundados por Nuestro Señor, en la ciudad de París, como luminarias colocadas en un gran candelero para iluminar a todos los eclesiásticos de Francia; por lo cual debéis sentiros especialmente animados por los grandes frutos que logra en la ciudad del Puy la Compañía de los señores eclesiásticos que con tanta suerte han participado de vuestro espíritu. Ellos dan ejemplos de virtud que encandilan a toda la provincia; los catecismos los dan ellos en varios lugares de la ciudad; la visita a las prisiones y hospitales es frecuente entre ellos; y ahora se disponen para ir a dar la misión en todos los lugares que dependen del capítulo. Me quedo confuso al ver su celo y porque me piden que vaya a la apertura de su misión, de lo que me siento tan poco capaz.»
En estas memorias Olier, al hacer el elogio del capítulo del Puy, formula el voto de ver a otros capítulos imitar un ejemplo así; y tuvo el consuelo de ver realizarse este deseo y una santa emulación instalarse entre el capítulo del Puy y otro de igual categoría, que no nombró. «Estos capítulos, dijo, catequizan, confiesan, dan los ejercicios a los ordenandos, dan misiones, edifican con su modestia; y se han presentado uno y otro al obispo a su obispo para ser sus precursores en sus visitas.»
Abelly, inédito durante mucho tiempo y ya citado de su Vida de Vicente de Paúl, habla de lo que hizo Olier todavía por el clero de la diócesis de Saint-Flour. «Este digno abate, dice, habiendo obtenido del Sr. obispo de Saint-Flour su consentimiento para dar el retiro a los párrocos de la diócesis en su abadía de Pébrac, y hasta los ejercicios de la ordenación, como se hacía en París, escribió una carta, en mes de octubre del año 1636, a los señores eclesiásticos de la conferencia de San Lázaro de París, para pedirles auxilio, y exponerles que se trataba de la reforma de toda la diócesis.» En efecto, recibió a los párrocos y ordenandos en su abadía, les pagó durante todo el tiempo de los ejercicios, y proporcionó incluso a los más pobres las ayudas temporales necesarias a a ellos y a sus parroquias28.
Lo que hizo Olier en Auvergne y en el Velay, otros lo hicieron en diversas provincias de Francia. Así, fueron los canónigos de Noyon quienes, formados en asambleas por Bourdin, arcediano de esta iglesia, doctor en teología y miembro de la conferencia de los martes, escriben, en noviembre de 1637, a sus cohermanos de San Lázaro: «Señores, este es un arroyuelo que regresa a su fuente: nos tomamos la libertad de hablaros así, ya que nuestra asamblea naciente no reconoce, después de Dios, otro principio de su fundación y de su ser que a vuestra venerable Compañía, cuya fama, santas prácticas de caridad y de piedad que en ella se ejercen de continuo, las ventajas singulares que de ella recibe la Iglesia, los frutos incomparables que acompañan a los eclesiásticos que tienen la suerte de ser admitidos en ella, nos ha animado a fundar una parecida entre nosotros.»
Son los eclesiásticos de Pontoise, grupo igualmente en conferencia, quienes escriben a Vicente, el mes de mayo de 1642: «Os pedimos una gracia que, como no somos todavía más que niños en la virtud, que no tenemos suficiente fuerza para sostenernos y conducirnos, tengáis a bien concedernos de vez en cuando la visita de uno de los escolásticos de vuestra Compañía de París, que nos enseñen a caminar con más solidez en los ejercicios que comenzamos todos con tantos ánimos. Os descubrimos así nuestra debilidad con el fin de que nos hagáis el bien de querernos asistir.»
Dos años después, es la conferencia de Angoulême la que escribe también a Vicente con un lenguaje ingenuo: «Nuestra Compañía os suplica muy humildemente, Señor, que le permitáis reconoceros por su abuelo, ya que es uno de vuestros hijos de quien Dios se ha servido para ponerla en el mundo; y que juntéis también esta obligación de tenerla no como una extraña sino como vuestra nieta, y que hagáis de manera que esta hermosa e ilustre Compañía de París, que es como vuestra hija mayor, no desdeñéis en tenerla como su hermana, aunque le sea muy inferior en todos los aspectos.»
Con qué sentimiento debían dejar una Compañía tan respetada y tan querida, aquellos de sus miembros que se llevaba la Providencia lejos de ella para ir a ocupar una sede episcopal, como sucedió muchas veces, ¡cuál no debía ser su deseo de darle hermanas en sus diócesis o, al menos, de formar buenos sacerdotes según su modelo! Se puede pensar por esta carta de Godeau, ya obispo de Grasse, pronto de Vence, escrita en 1637 a la conferencia de los martes, antes de volver a su diócesis, en señal de adiós, y en recuerdo de las visitas que le había hecho durante su permanencia en la capital: «Señores, pensaba tener hoy el honor de deciros adiós; pero me siento tan abrumado de asuntos, que no me podría dar esta satisfacción. Sea pues de vuestro agrado, por favor, que os suplique por esta carta que os acodéis de mi en vuestras oraciones; y creed que ha sido para mi una bendición singular haber sido recibido entre vosotros. El recuerdo de los buenos ejemplos que he visto, y de las cosas excelentes que ahí he oído, volverá a encender mi celo cuando se apague, y vosotros seréis los modelos sobre los cuales me esforzaré en formar a buenos sacerdotes. Continuad pues vuestras santas experiencias en el mismo espíritu y responded fielmente a los designios de Jesucristo sobre vosotros, que quiere sin duda renovar por medio de vosotros la gracia del sacerdocio en su Iglesia.»
- Baruch, , c. III, 34.
- Este capítulo ha sido publicado por primera vez por el Sr. Faillon al final de la Vida del Sr. Olier.
- Lib. II, c. III, p. 248.
- Vida del Sr. Olier, tom. I, pp. 62 y ss., 79 y ss.
- Nos hemos servido para esta exposición del reglamento oficial de la conferencia comunicado a cada miembro y de una memoria secreta que debía estar a disposición de la Misión. Véase Instructions et Mémoires, n. 12, B. Mss, in-4, ; Archivos de la Misión. Hemos fundido, desarrollado y completado uno y otro el reglamento y la memoria.
- Sum. nº 16, p. 36.
- Vie de M. Olier, (por el Sr. Faillon), in-8, París, 1844, tom. I, p. 60.
- Ibid., p. 62.
- Carta de la señora de Sévigné al conde de Bussy, del 2 de setiembre de 1687.
- Vie de Pavillon; vie des quatre évêques, passim, citadas por el Sr. Faillon, ibid., tom. II, p. 337 y ss. –Se conserva en los archivos de la Misión un gran número de cartas de san Vicente de Paúl a Pavillón y sobre todo de Pavillon a san Vicente de Paul.
- Citado por el Sr. Floquet, Études sur Bossuet, tom. I, p. 398.
- Memorias de Lancelot, tom. I, p. 287.
- Véase la Vie de M. Olier, tom. I, p. 448 y ss ., donde el Sr. Faillon ha resumido a todos los historiadores del tiempo.
- Vie de M. Olier, tom. I, p.382.
- El Sr. Faillon hace notar en este lugar, tom. I, p. 414, que Olier parece distinguir París del arrabal San Germán; en efecto, este arrabal sometido al abate de San Germán en lo espiritual y lo temporal, estaba separado de París, y llevaba el nombre de ville Saint-Germain-des.Prés. Por eso, en algunas ocasiones el abate prohibía a los habitantes de la ciudad de la ciudad de Saint-Germain ir a París.
- Conf. del 17 de mayo de 1658.
- El testimonio de Abelly está además de acuerdo con el de san Vicente, que escribía a Ozenne, en Polonia, el 27 de marzo de 1658: «La reina ha enviado (a Metz) a unos veinte eclesiásticos.»
- Tallemant des Réaux, historieta XCVI, Madame d`Yères.
- En su viaje de Italia, François de La Rochefoucault había conocido a san Carlos Borromeo, cuyos coloquios y ejemplos se convirtieron en la regla de su vida. Sucesivamente obispo de Clermont y consejero de Estado, luego cardenal, obispo de Senlis, gran capellán y ministro de Estado, tomó con ardor en todos sus cargos los intereses de la religión. Nadie mostró más celo, en particular en los Estados Generales de 1614 y en la Asamblea de clero en 1615, para la recepción en Francia del concilio de Trento. Hizo en particular su propia misión de la reforma de las órdenes religiosas. Investido de plenos poderes en esta cuestión por el papa y por el rey, comenzó por dimitir del obispado de Senlis, donde sus nuevas funciones debían impedirle a menudo residir, para dar ejemplo de sumisión a la disciplina de la Iglesia en un tiempo en el que quería instaurar las observancias de la disciplina religiosa. A la cabeza de un consejo de obispos y de magistrados nombrados por el rey, de un consejo de eclesiásticos y de religiosos tan capaces como celosos que se formó él mismo, redactó, de cuerdo con ellos, reglamentos, a los cuales la abadía de Sainte Geneviève, las órdenes de Piémontré, de Saint Benoît, de Cluni, de Clairveaux, de Citeaux, debieron su reforma total o parcial. Procuró también la fundación de una congregación nueva de canónigos regulares, animó las misiones, hizo la guerra a toda relajación y promocionó todas las buenas obras. A la edad de setenta y dos años dejó la corte y dimitió de todos sus cargos, para vivir en retirado la piedad y el ejercicio de una caridad inmensa.
- Histoire de l’abbaye royale et de la ville de Tournus, in-4, Dijon, 1664, p. CCLXI.
- M. Floquet, to. I, p. 467.
- La Misión se había establecido en Toul en 1635, a petición de Charles-Chrétien de Gournay, obispo de Scythie, de la familia del valiente caballero, cuya oración fúnebre pronunciará Bossuet muy pronto. Carlos de Gournai gobernaba esta iglesia en calidad de sufragáneo, bajo el cardenal Nicolas-Frsançois de Lorraine, hermano del dique Carlos IV. Pero habiendo renunciado el cardenal a la púrpura y al estado eclesiástico, en 1634, para casarse con la princesa Claudia, su prima hermana, e impedir de esta suerte que el ducado saliera de su familia, Luis XIII, por recomendación de Nicolas de Lorraine, refugiada en Francia, y de Vicente de Paúl, agradecido de la protección otorgada a los suyos, nombró a Carlos de Gournai al obispado de Toul. Por su parte, Carlos de Gournai, para agradecer la parte que Vicente había tenido en su nombramiento, continuó favoreciendo a los Misioneros de Toul, y transmitió la tradición a los obispos que le siguieron: André Saussai, su tercer sucesor, que ocupaba la sede en 1658, fue uno de los protectores más declarados de la congregación de la Misión.
- El P. Guespier no recibió más que los cien escudos de la reina, que representaban los honorarios acostumbrados de la estación cuadragesimal. Reclamó también, aparte de eso, los treinta doblones a esto destinados, que estaban en poder del receptor de la iglesia de Metz, y Vicente, a sus ruegos, escribió al obispo de Auguste que no se oponía, por su parte, a que se le diera doble retribución, pero no se entendió así en Metz, y los treinta doblones del receptor fueron donados , por orden de la reina, a la cofradía de la Caridad. (Carta de S. Vicente al P. Guespier del 20 de noviembre de 1658).
- Conferencias sobre el abate de Tournus. Archivos de la Misión.
- En toda la historia de esta Misión de Metz, véase al Sr. Floquet, Études sur Bossuet, Tom I, p. 448 y ss.; también y sobre todo, Oeuvres de Bossuet, tom. XXXVII, pp. 3-22: 1º cinco cartas de Bossuet a san Vicente de Paúl; 2º una carta del mismo al Sr. de Monchy; 3º una carta del P. Bedacier a san Vicente de Paúl; 4º un relato de un hecho memorable acaecido en el curso de la Misión de Metz. –Esas son, con las conferencias de San-Lázaro sobre el abate Louis de Chandenier las verdaderas memorias, los documentos auténticos que consultar sobre el asunto.
- «Fuit etiam nobis desideratissimum tempos, qui eorum laboribus sociati, in vitae pascua deducere conabamur : cujus Missionis fructus venerabils Vincentii non modo piis instigationibus, verum etiam precibus tribuendus, nemo nos sensit (ad Clem. XI).»
- Archivos del Estado, MM. 535-539.
- Vie du M. Olier, tom. I, pp. 172-174.