San Vicente de Paúl, siervo de los pobres (16)

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Iginio GIordani · Translator: A. O. León. · Year of first publication: 1964.
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XVI: El amor a Dios

La libertad de un hijo de Dios

A los setenta años de edad, Vicente de Paúl, se yergue, desde París, como un Padre de la Iglesia: uno de aquellos colosos al nivel de Isaías, de Pablo, de Benito, de Fran­cisco… No es que él pensara ni remotamente en una co­sa semejante: y contra quien se la hubiera insinuado hu­biera fulminado una mirada de reproche y al mismo tiem­po de lástima, pensando en la necedad de los hombres; ni los contemporáneos, en su inmensa mayoría, tuvieron plena conciencia de ello. Vista de lejos en el tiempo, su obra, sobre el fondo de la situación espiritual, política 5 económica, aparece con toda su grandiosidad: un impul­so audaz, impreso en la marcha de la cristiandad, para meterla, por campos nuevos: un impulso titánico de re­construcción con energías sacadas del Evangelio.

Lo que le acerca a nosotros es que no se halló de gol­pe, ni se estableció de repente en su vocación que era de entrega total a Dios: llegó a ella esforzándose y luchan­do. Se la conquistó.

Se conquistó la santidad, luchando toda la vida con­tra la miseria, que entonces, como siempre, era atea y sembraba con la desesperación la herejía.

Ahora bien, entre los servicios asistenciales que san Vicente prestó y sigue prestando a los hermanos en la tie­rra, está el de su santidad, haciendo ver qué sencilla, ele­mental y popular es la subida a la perfección. Basta de­jar hacer a Dios, Vicente tenía sumo interés en hacer ver que él no había hecho nada de las inmensas realizaciones hechas por él: ni las Misiones, ni las Hijas de la caridad, ni las Confraternidades, ni todo lo demás: todo había sur­gido por sí mismo, por inspiraciones de lo alto, pero pro­vocado por gente de este mundo, bajo forma de deman­das, de súplicas, de estímulos, casi de impulsos, a la buena de Dios.

Al principio era un campesino despierto, que quería hacer carrera como tantos campesinitos enderezados ha­cia la carrera eclesiástica, la única o casi la única que entonces permitía salir de la pobreza hacia posiciones de bienestar y desahogo: la única que permitía atravesar las barreras de las castas inmovilizadas en la genealogía. Y también él había cultivado el ideal de procurarse bene­ficios para vivir tranquilo con sus padres que eran po­brísimos.

Las circunstancias le habían alejado de aquellos idea­les terrenos y poco a poco le habían elevado a ideales ce­lestiales. Su mérito fue no haber opuesto resistencia, En el fondo de su alma amaba y temía a Dios, reverenciaba y vivía la Iglesia; y avanzó sin titubear por el camino que le abrió el Espíritu de Dios. Para hacerse santo, para realizar obras de santo, le bastó poco —así le parecía y pensándolo humanamente así era—: dejar hacer a Dios. Y este es el mayor heroísmo, porque el hombre tiende a substituir a Dios y, aunque sea sabio, se ve impulsado continuamente a rectificar al Espíritu Santo.

La escuela de perfección vicenciana es, ante todo, la lección de la sencillez en la humildad: dejar hacer a Dios, para reducirse a colaborar —pero con ahínco y sin volver­se atrás—, con el Omnipotente: pues si uno identifica su voluntad con la del Eterno, es el Eterno mismo quien quiere en él. Esto establece una unión ininterrumpida con Dios. Como Vicente recordaba a santa Luisa Marillae: «Nuestro Señor es una comunión continua para los que están unidos a su querer y no querer». Y la obra vicencia­na resulta un milagro múltiple de la Omnipotencia divi­na, pero con sello personal del hombre, tanto más carac­terística cuanto más él, consciente de su propia impoten­cia, se pone a disposición de la Omnipotencia.

En él no se encendieron vistosos relámpagos de ge­nio, ni intuiciones teológicas deslumbrantes, ni hubo ges­tos espectaculares en su existencia: fue el pequeño ser, co­mo hay tantos, que creyó hacer cosas pequeñas, con me­dios mezquinos junto con otros compañeros de su mismo nivel: por consiguiente se erigió naturalmente en modelo de todos, aun de los que no poseían inteligencia fulguran­te ni medios excepcionales. Esta es la lección: del hom­bre cualquiera, que hace obras extraordinarias.

La biografía que del «gran santo del gran siglo» ha escrito un hijo suyo, Pedro Coste, titulada: El señor Vicente, es una imponente, amorosa e inteligente ordenación de noticias, de textos, y de hechos, capaces de suministrar una idea, en cuanto es posible, completa, de la magnitud enorme de sus realizaciones durante cerca de cuarenta años de actividad. La obra se desarrolla por materias: las Confraternidades, los Sacerdotes de la Misión, las Hijas de la caridad, las Misiones, el Consejo de concien­cia, el Superior de la Visitación, la asistencia a los galeo­tes, a los expósitos, etc, etc.; y cada asunto constituye una monografía, que dibuja casi una nueva perspectiva bio­gráfica del Santo: cada una distinta de la otra. De tal ma­nera que su vida aparece multiforme, densa en obras, ba­jo todos sus aspectos. Al mismo tiempo, precisamente por el volumen enorme de las cosas hechas, cada una de las cuales constituiría la grandeza de un hombre, es arduo, si no imposible, exponerlas simultáneamente, como his­tóricamente se desarrollaron entrelazándose con una si­multaneidad que aturde.

De cada capítulo resulta un san Vicente nuevo: y sin embargo es siempre el mismo; genio multiforme a quien la universalidad de la fe de Cristo arrastraba a la universalidad del servicio, haciéndole presente en todas partes, aun allí donde se perdía el tiempo y se perdía el alma. Aquí, si intervenía, era para arrancar las víctimas al ocio y al vicio.

Esto para decir que es difícil tejer una representa­ción contemporánea de sus acciones. Y así es difícil dar una imagen completa de todas sus virtudes, cada una de las cuales bastaría para hacer un santo.

Si la santidad lleva consigo heroicidad de virtudes, las virtudes de Vicente tienen este carácter: que son he­roicas íntimamente, pero exteriormente sencillas. Tienen el carácter de él, que mostró siempre exteriormente lo que tenía dentro, no interponiendo entre sus acciones y sus convicciones otro nexo que el del efecto con la causa.

Su ideal ético y religioso se hizo una sola cosa con su libre conducta, que era la conducta de un hijo de Dios. Pocas criaturas realizaron la libertad a la que llegó este voluntario siervo universal, en la era en que se estructu­raba el absolutismo. Ya en el hacerse siervo actuó un atrevido acto de libertad.

Separado, con la pobreza, de los tentáculos de la ri­queza, con la castidad, de la codicia de los placeres y con la obediencia, del dominio de su propia voluntad, gozó de una libertad perfecta: y a esta llamó a los suyos. Para él la libertad coincidía con el amor a Dios: para quien ama, el amor suprime el terror: pues «el amor ahuyenta el temor». En él se confirmó la identidad puesta por san Agustín entre la ley de la caridad y la ley de la libertad.

«No hay nada tan precioso como la libertad —ense­ñaba a los suyos, todavía el penúltimo año de su existencia1—. Se dice que merece ser comprada a precio de oro y de plata, hasta perderlo todo por poseerla. Ahora bien, hermanos míos, ella se encuentra útilmente en la prác­tica de los consejos evangélicos».

De esta libertad basilar hizo florecer un ideal de vir­tudes cristianas, reducidas, para simplificar, a cinco: sen­cillez, humildad, dulzura, mortificación, celo; así co­mo reducía a cinco los defectos contrarios: prudencia hu­mana; vanidad; ambición de someter todo a nuestro jui­cio; búsqueda de satisfacciones; insensibilidad para las cosas de Dios y del prójimo.

Por la sencillez, decía las cosas como eran: es decir, excluía dobleces y sutilezas. La sencillez es la dote de los hijos de Dios. Y es también una dote natural. Vicente citaba el ejemplo de un embajador de Venecia —y por consiguiente de un profesional en el uso del lenguaje y del silencio—, que decía que él hablaba si sabía, y calla­ba si no sabía: después cuando hablaba decía las cosas como eran; y si había alguna circunstancia que callar, la callaba.

«La sencillez —confesaba— es la virtud que amo más»2.

Con esta dote, separándose del mal, Vicente depen­día en la práctica solamente de Dios y de quien represen­taba a Dios. Siervo de todos, esclavo de nadie: su servicio era el ejercicio de su libertad.

Por esto él trataba, siempre con respeto, pero tam­bién con entera independencia, a los poderosos de la tie­rra, mostrando que conocía la vanidad de todo. Veía en ellos a hermanos a quienes había que amar, es decir a quienes había que servir, y consideraba su autoridad co­mo un ministerio, es decir como un servicio. No conocía la etiqueta, ni se preocupaba de conocerla. Pero recorda­ba con placer sus relaciones con el general de las galeras y con Madame Gondi, sus primeros señores: «Yo tenía por máxima mirar al señor general en Dios, y a Dios en él, y obedecerles igualmente, y mirar a la señora como a la Virgen y no presentarme sino cuando me llamaran o en casos urgentes y de importancia»3.

Las virtudes que más amaba

En cuanto a la dulzura, no cesó de inculcar su prác­ica a hombres y mujeres, especialmente de la clase rica. Y dulzura se necesitaba, con modales atractivos, para convertir a gente de las clases pobres, endurecida por las asperezas de una convivencia brutal, exasperada por una ignorancia supina, hasta no saber cuántos dioses hay, cuán.. tas personas en la Santísima Trinidad; y confirmar, des­pués de habérseles repetido la lección cincuenta veces, su propia ignorancia como al principio. Sólo la dulzura podía vencer esa dureza: sólo una paciencia amorosa po­día triunfar de los bandidos del reino de Nápoles y en ge­neral de las poblaciones más rústicas, en las que pensa­ba Vicente cuando hablaba de la dulzura. Era en esto se­mejante a Francisco de Sales, y se remitía a los esquemas de predicación de san Vicente Ferrer, que enseñaba a hablar con «entrañas de compasión».

«Es propio del Espíritu de Dios —repetía a las señoras de la confraternidad del Heitel-Dieu—, obrar sua­vemente; y el modo más seguro de tener éxito consiste precisamente en imitarle en esta manera de obrar». Al diablo no se le puede vencer con el orgullo, en el que es soberano; se le puede vencer con la humildad.

El ex-consejero de la corte y embajador Sillery afir. oraba que, en cuanto a cordialidad, san Vicente, su padre espiritual, no iba en zaga a nadie y su bondad era «exuberante», de padre.

Siempre (para usar una de sus imágenes) mezcló tres colores: la modestia, la alegría y la dulzura. También h alegría; y la inculcó. «Pido a Nuestro Señor —escribía la Marillae— que bendiga vuestro viaje y a vuestra per sona y que multiplique sus bendiciones a vuestra alma y la de Madame Goussault, con la que os pido os mostréis muy alegre, a costa de disminuir algún tanto la pequeña sériosité que la naturaleza os ha dado y que la gracia dulcifica…»4. Su alegría interior, se manifestaba aun cuan­do era ya anciano, a veces en dichos festivos, como aquel que se lee en una carta escrita, en 1657, al superior de Tu­rín: «Me consuela bastante el hecho de que nuestro herma­no Desmortiers haya hecho tales progresos en la lengua ita­liana que sepa ya decir: Signor si».

El origen campesino, las asperidades de los primeros arios, la dificultad del ambiente habían hecho de Vicente, desde su juventud, una persona juiciosa: la piedad reli­giosa y el temperamento tranquilo habían fortalecido su prudencia.

Como buen campesino, no corría: andaba despacio, pero con firmeza, sin caerse. Su lema podría haber sido: Festina /ente. Practicó una ascensión altísima, pero sin precipitarse nunca; haciéndose siempre empujar un po­co, más que prevenir, por la Providencia, por los hombres y por los acontecimientos, En todos los asuntos examina­ba los pros y los contras y quería que los suyos hicieran lo mismo y que antes de hacer un contrato o contraer un com­promiso, le informaran y esperaran sus disposiciones. Por esto tuvo que reprender al superior de Annecy, Bernar­do Codoing, aunque era uno de sus colaboradores más es­timados, porque en cierta circunstancia había obrado un poco precipitadamente, por su cuenta. «Me podríais objetar —le escribió—, que soy demasiado calmoso, que os hago esperar a veces seis meses una respuesta… Es cierto; pero nunca he visto que un asunto haya ido mal por mi lentitud: en cambio todo se ha hecho a su tiempo y con las consideraciones y precauciones necesarias… Se honra bastante a Dios con el tiempo que se toma para considerar con madurez las cosas que miran a su servicio, como son todas aquellas de las que nosotros tratamos. Os corregiréis, pues, por favor, de vuestra precipitación en el resolver y hacer las cosas y yo trabajaré por corregirme de mi ne­gligencia»5.

De esta prudencia él se complacía como de un don de una conversación experimentada en un curso de ejerci­cios hechos en Soissons para que Dios le librase «del es­píritu de la prisa», Y recordándoselo más tarde al mismo Codoing, añadía: «el espíritu de Dios procede suavemente y siempre humildemente». Y también: «Siempre hemos tratado de seguir y no de prevenir a la Providencia… Dios arranca las vides que no ha plantado»6.

Y decía también: «El bien que hace Dios, se hace casi de suyo, casi sin sentirlo».

Por un criterio semejante, siempre disuadió a los suyos de hacer más de lo necesario y de precipitarse. Siguió siempre el método de la prudencia y del conformarse. «Se estropean frecuentemente las obras buenas por ir de­masiado de prisa… El bien que hace Dios, —escribía a uno de sus misioneros de Berbería demasiado celoso, ha­cia el año 1650—, se hace casi de suyo, casi sin sentirlo… Así nació nuestra congregación, así empezaron los ejer­cicios de las misiones y de los ordenandos, así se ha hecho la Compañía de la Hijas de la caridad, así se ha estableci­do la de las Damas de la asistencia a los pobres del Mitel­Dieu y a los enfermos de las parroquias, así han visto la luz las obras de asistencia a los expósitos y todas las que ahora están a nuestro cargo. Y ninguna de estas cosas se ha hecho segun designio nuestro: ha sido Dios mismo, que quería ser servido en tales ocasiones, quien las ha sus­citado insensiblemente. Y si se ha servido de nosotros, nosotros no sabíamos aún a dónde quería llevarnos. Por eso le dejamos hacer, sin apresurarnos… Sed paciente más bien que operante; y así Dios hará por medio de vos solo, lo que todos los hombres no podrían hacer sin El»7.

Vicente, el Temporizador de Dios.

Dado este criterio de conducta, tuvo que apreciar, en­tre las virtudes, de una manera particular, la obediencia. Como todos los fundadores, dio a la obediencia aquel va­lor central, que hace posible la formación de los particu­lares y su colaboración en una tarea común. Por otra par­te Vicente la sentía sobre todo como caridad en acto: por amor a Dios y en servicio del prójimo él y los suyos re­nunciaban a su propia voluntad para hacer la voluntad de Dios, expresada por los superiores. Como para santa Ca­talina de Siena, también para Vicente de Paúl, acto preli­minar de la propia santificación era desahogarse de la propia voluntad «perversa»: y esta liberación era comple­ta si el religioso o la religiosa, además de seguir órdenes y reglas, no hacía nada sin pedir permiso. Quien vive la voluntad personal propia en la convivencia sobrenatural de la Compañía es como un cadáver echado y arrastrado por el mar. Al fin el mar lo arroja a la costa.

Pero como para él también la autoridad es caridad, es decir servicio,. y por consiguiente no puede adoptar poses autocráticas, la obediencia se convierte así en cola­boración fraternal. En el superior hay que ver a Dios, en la superiora hay que ver a la Virgen: esto aumenta la autoridad de quien manda y la alegría de quien obedece. La obediencia pues —explica el Santo a las religio­sas— hace meritorias aun las acciones indiferentes; mien­tras duplica el mérito de las obras meritorias.

En una carta a Antonio Durand, nuevo superior de la Misión de Agde, le enseña: «Vivid con vuestros hermanos en religión cordialmente y con sencillez, de manera que cuando os vean juntos no se pueda saber quién es el su­perior. No resolváis ningún asunto, aunque sea de poca importancia, sin oír su parecer…»

Por su parte Vicente fue obedientísimo. Sus éxitos se debieron en gran parte también a haber obrado siempre con plena sumisión a la autoridad legítima. Ningún ade­mán de intolerancia en él.

Obedecía a los párrocos, a los prelados, a los obispos y al •Papa, con toda sencillez. Cuando, por ejemplo al ar­zobispo de París, después de haberles concedido permiso para ir a Richelieu, se lo retiró, sin explicarles los moti­vos, Vicente sin más obedeció. «Yo soy hijo de obedien­cia, –escribió a Lambert—. Me parece que, si me manda­ra ir a los últimos confines de la diócesis y estar allí toda la vida, lo haría como si me lo mandara Nuestro Señor mismo; y ese aislamiento o el trabajo que hiciera sería para mí un paraíso anticipado, porque estaría cumplien­do la voluntad de Dios»8.

Si en un lugar, el obispo o el párroco no aceptaba los servicios de las Hijas de la caridad o de los Sacerdotes de la Misión, Vicente veía en esa repulsa la voluntad de Dios; y se retiraba con serenidad y prontitud. Por eso su enseñanza repetía siempre el deber de obedecer a la Iglesia, como a esposa de Cristo, que tiene el derecho de hacer leyes y de obligar a ellas a los fieles: sí, obliga a la observancia de cuanto está ordenado por concilios, pa­pas y obispos. Y la Iglesia es la voz de Dios. Además de ella, la voz de Dios se expresa en las inspiraciones: pero para éstas «es necesario un grano de sal, para no engañar­se». Y hay que seguir también la voz de la razón, que con­cuerda con la voluntad de Dios. Recogiendo un motivo de la primera patrística, Vicente identifica la cosa razo­nable con la voluntad de Dios, que hay que hacer según la intención de la Iglesia.

La tensión en el servicio de todos los días, que era un sacrificio de todas las facultades, se facilitaba por la obediencia, por la cual los Sacerdotes de la Misión y las Hijas de la caridad hacían siempre la voluntad de Dios. Vicente la colocaba a la altura de las virtudes de la cari­dad y de la humildad en el ejercicio ordenado de las tareas dP una compañía; y, por su parte, la practicó con tanta decisión como sencillez, cualquiera que fuera el sacrificio que le costara. Comprendía que aquel su ejército inerme de servidores de los pobres se mantendría unido, siempre disponible, en la medida en que practicara la obediencia. Y si la inculcaba en los suyos con palabras de fuego y con acentos conmovedores, cuando fue necesario supo re­prender con energía a quien dudaba: pues hay que obe­decer a las órdenes del superior, cualesquiera que sean, aunque repugnen al inferior, aunque se tema de ellas consecuencias ruinosas, porque nunca podrían ser las rui­nas tan graves como las del desobedecer.

Por otra parte la obediencia realiza la igualdad en el plano de la voluntad, del sentimiento y de la inteli­gencia.

El cuidado del alma

Este unir la propia vida con la voluntad de Dios identificada con la alegría, da la serenidad y produce la certeza de Dios. «En su voluntad está nuestra paz», había afirmado Dante. Y Vicente es uno de los que encontraron la paz.

La llamaba tranquilidad: virtud más rara en la edad nueva, cuya intranquilidad ya advertían los espíritus del siglo decimoséptimo. Tranquilidad o quietud no era quie­tismo: y el quietismo, en aquel anhelo de volver a encon­trar en Dios una resistencia al mal, estaba pululando, co­mo reacción al ambiente, en ciertos espíritus con las rigi­deces del jansenismo, las delicuescencias del fatalismo y varias aberraciones místicas. Vicente no es un quietista: pues nadie como él lucha y trabaja para hacer la volun­tad de Dios; la hace, no la sufre; colabora, no está sólo contemplando.

La paz, así entendida, es la virtud de los apóstoles, el «gran ejercicio» que conquista las almas.

Esta conformación con la voluntad de Dios, con la tranquilidad interior que ella produce, pone al espíritu en un estado de plena indiferencia, se presenta como una virtud basilar en la pedagogía vicenciana: estado de in­mutable inserción en los planes de Dios. Por ella, él plas­ma en las religiosas y en los sacerdotes otros tantos solda­dos prontos a marchar a cualquier parte del mundo, sin preferencias ni exigencias: «No pedir nada, no rehusar nada»: esta máxima de Francisco de Sales cuadraba perfectamente con la disposición vicenciana, y de hecho Vicente la incluyói en las Reglas comunes de la Congregación de sus misioneros. Para ella, no importa ni a dónde se va, ni con quien se va, ni por cuánto tiempo se va: pues siem­pre se va con Dios. También Jesucristo vino a la tierra para hacer la voluntad del Padre y en su vida entre los hombres no hizo otra cosa. Por esto, cuando la Iglesia o el superior o Dios dan una orden, se cumple alegre y pron­tamente, sin pararse a considerar si lleva consigo separa­ciones, fatigas o incomodidades, si se va hacia lo descono­cido con el riesgo de no volver ya a la patria y entre los parientes. Hospital o parroquia, campo o ciudad, expósi­tos o forzados, ancianos o niños, a mil millas o del otro la­do de los mares, en las cortes o en los desiertos, ¿qué im­porta? Siempre se va con Dios, por Dios, de parte de Dios.

Se exhorta, pues, a la Hija de la caridad a decir: «To­do me será igual, Dios mío, sea por mucho o por poco tiempo, para vivir o para morir… No me preocupo de lo que me puede suceder, con tal de que pueda obedecer du­rante toda mi existencia, por vuestro amor, Dios mío»9.

A veces hay que luchar contra obstáculos de todo gé­nero: y se lucha, pero siempre con espíritu de indiferen­cia. A veces se ve uno reducido a la inercia, y hay que tra­tar de salir de ella: pero siempre remitiéndose a la volun­tad celestial: pues aun el «no hacer» honra la vida ocul­ta del Hijo de Dios el no hacer de san José. Aun teniendo el poder del cielo y de la tierra, Jesús quiso aparecer sin poder.

Así, todo queda traducido y resuelto en amor a Dios, y acciones y descansos se convierten en momentos de una liturgia asidua, en la que el existir se hace oración.

Así, en cuanto es posible, todo se ha hecho fácil: reducido a medida pequeña, puesto al alcance de todos. Por esto, —dice el Santo a la Marillac—, «se requiere muy poco para ser santa: hacer en todo la voluntad de Dios»10. «Estad muy contenta, en la disposición de que­rer todo lo que Dios quiere». Y a su misionero, Codoing, escribe: «Pido a Dios que os haga soberano absoluto de vos mismo, de modo que tengáis un mismo querer y no querer con Dios, siempre y en todas las cosas; éste es ciertamente el estado perfecto de las personas de nues­tra vocación»11.

Este dejar todo en manos de Dios, en medio de una actividad tan operosa, le daba paz a él y a su ambiente «El reino de Dios es la paz en el Espíritu Santo», ense­ñaba a la Marillac: y lo experimentaba rechazando in­quietudes e intranquilidades y esa enfermedad o achaque común de proyectarse con el temor en el futuro incierto perdiendo las certezas del presente.

«Dejad hacer a Dios»: era su lección continua.

Humildad, dulzura, obediencia, indiferencia…: to­das estas virtudes estaban protegidas por la penitencia. Vicente se olvidaba de sí mismo para servir a los demás. Con la penitencia hizo del cuerpo un instrumento dócil para la producción del bien social, a gloria de Dios. Dur­mió siempre sobre paja. Llevó siempre cilicio. Se discipli­naba; se mortificaba en la comida. Así domó sus sentidos: se ejercitó siempre en servir al Señor, decidido a servir­le hasta el fondo, hasta el último instante: pues el obje­tivo era perseverar: objetivo que había de alcanzar con una marcha cada vez más resuelta y más rápida. «En la vida espiritual, —escribe a uno de sus sacerdotes, Esteban Blatiron, el 6 de octubre de 1640— cuentan poco los prin­cipios; lo que vale es el progreso y el fin. Judas empezó bien, pero terminó mal; Pablo terminó bien, aunque ha­bía empezado mal. La perfección consiste en la perseve­rancia invariable en la consecución de las virtudes y en el adelanto o progreso de ellas, porque en el camino de Dios el no ir adelante es retroceder…»12.

Todas estas virtudes eran fruto de un ejercicio que se alimentaba de la gracia, pedida incesantemente con la oración.

La oración era para su alma lo que la comida es para el cuerpo. No orar, para él era languidecer.

Lo que el alma para el cuerpo, —decía— eso es la oración para el alma: es el alma del alma: principio de vida. Y el alma se hace hermosa para Dios orando, como mujer al espejo, ante el cual, si ve suciedades y arrugas, se arregla. Y se rejuvenece. La oración, bajo este aspecto. actúa como una fuente de juventud; los que beben de ella, aunque sean jóvenes feas, en poco tiempo, se convier­ten en hermosas en virtud: modestas, recogidas y llenas de amor a Dios.

«La oración, hijas mías, es una elevación del espíritu a Dios, por la que el alma casi se separa de sí misma para ir a buscar a Dios en El. Es un coloquio del alma con Dios, una mutua comunicación…»

Y el Santo explicaba a las Hijas de la caridad las varias formas de oración, desde la mental a la vocal y a la contemplación: una comunión con Dios que no hay que interrumpir jamás, ni siquiera entre los enfermos y las damas. De esta manera, estando en la acción las Hijas de la caridad pueden, como santa Teresa, acudir a la contemplación.

Unido a Dios con el amor directo y con el amor a Dios en los pobres, defendido por la humildad y por la pobreza, filtrado por la contemplación, naturalmente Vi­cente no tenía más que poner ideas y sentimientos para arder en la combustión de la caridad misma: y por esto no podía menos de ser puro. Para él las criaturas eran representación de Cristo; estaba, pues, ante ellas en ac­titud de reverencia. A mujeres como la Gondi, la Pollalion, la Marillac, la du Fay, la Chantal y la Aiguillon, las mi­raba y reverenciaba como copias de María Virgen; a las mujeres perdidas o ignorantes o de cualquier manera re­trasadas en la vida cristiana las consideraba como cria­turas destinadas, como María Magdalena y tantas vírgenes y viudas o casadas, a hacerse santas y representar, también ellas, a María Santísima, virgen y esposa, madre y viuda.

En una sociedad que enarbola ideales de lujuria alhajada de literatura, cultivó, con diligencia y temor sa­grados, su pureza y la de los suyos: y si le tocó valorizar para la Iglesia y para la sociedad la obra de la mujer: en el trato con el otro sexo, aun con las Hijas de la ca­ridad, supo siempre mantenerse dentro de una reserva de­ferente, llena de caridad, pero libre de toda familiaridad.

Tuvo que tratar con innumerables mujeres, de toda edad y clase social. Como vio en ellas solamente almas, en muchos casos las convirtió, con frecuencia las indujo a hacer el bien y a algunas las encaminó a la santidad. De­volvió la dignidad a muchas y a un fin a la vida de no pocas aristócratas aburridas: pero siempre con respeto y despego. La actividad con la Chantal, la Madre Trinidad, Madame Goussault, la duquesa de Aiguillon y la Marillac, era de reverencia afectuosa, de entre hijo y director es­piritual; el lazo que los unía era únicamente Dios. Por eso tuvo siempre bien separados a sus sacerdotes de sus religiosas y más aún de las otras religiosas, creyendo que las conversaciones con mujeres, aun de convento, son para los sacerdotes «un filtro diabólico». Pues los sacerdotes son «hombres y hombres como los demás. Se empieza siempre so pretexto de devoción y Dios sabe a dónde se va a terminar».

Por la misma razón recomendaba a sus sacerdotes que se abstuvieran de todo trato epistolar con mujeres y que no tuvieran «devotas»13; y alababa al obispo de Bayona, que no admitía a mujeres en su casa, ni siquiera ad proximiora sacri altaris.

La piedad cristocéntrica

Acción y contemplación, inseparables en el padre de los pobres, se centraba en Cristo o, como él prefería decir, en el Hijo de Dios: y esto establecía el carácter cristo-céntrico de toda su vida. Amaba a los pobres porque ama­ba en ellos a Cristo; veía en todo prójimo el fruto de la sangre de Cristo, y, como precisaría su joven amigo Bos­suet, en toda criatura redimida veía la equivalencia de la sangre de Cristo, por consiguiente un valor infinito.

La tarea, pues, de sus sacerdotes y de sus religiosas de la caridad y de todas las criaturas que colaboraron con él, en definitiva, era una y única: engendrar santos y san­tas para Jesucristo; o, si se quiere, engendrar a Cristo en las almas.

Imitador de Cristo, en la primera regla de su Con­gregación, explicó cómo Jesús había realizado las obras «practicando perfectamente toda clase de virtudes» y cómo había enseñado «evangelizando a los pobres y dando a los apóstoles y a los discípulos la ciencia necesaria para la dirección de los pueblos. Y como la pequeña Congrega­ción de la Misión desea imitar al mismo Jesucristo, Nues­tro Señor, en lo poco que puede…, conviene que se valga de medios semejantes…»

El sacerdote, más aún todo cristiano, debería ser alter Christus; en la práctica, uno que, habiendo dado muerte al propio Yo, viviera como Cristo.

Y no sólo propuso siempre a Jesucristo como modelo d- su obra, sino que, con aquel su inocente meditar e imitar la conducta del Señor, hizo de su propia obra la reproducción, en cierto modo, de la misión de Cristo. Si su generación meditó mucho sobre el libro de La imi­tación de Cristo, Vicente quiso ponerla en práctica.

Por ejemplo, la línea de desarrollo de la Congrega. ción de la Misión había sido primero de escondimiento y formación, después de servicio a los pobres en la evan­gelización sobre todo de los campos, luego la instrucción eclesiástica en los seminarios, precisamente como la línea de desarrollo de la vida mortal de Cristo, que había sido, en un primer tiempo, de escondimiento y oración, como si únicamente atendiera a sí preparándose: después de evangelización de los pobres, luego de formación de los apóstoles y de los discípulos, los primeros sacerdotes. Así su Compañía hacía «profesión particular de practicar lo que había practicado el Hijo de Dios»14.

Todos los santos son imitadores de Cristo; y la san­tidad no es más que la reproducción parcial de la vida de Jesús. Pero cada santo le imita de manera distinta y en una medida propia.

La imitación de Vicente es la del hombre sencillo, del hombre de orden que hace las cosas en serio, según la ley, hasta el fondo; y esto lo hace conformando todas sus obras a la conducta del Hijo de Dios. Raras veces se remite a este o aquel santo: continuamente en cambio se remite al Evangelio, para reproducir la conducta del Señor. Para él, toda la jornada es un reproducir o, como él se expresaba, un honrar dichos y hechos de Jesús: un vivir de Jesús: de modo que no viva él, Vicente, sino que viva Cristo en él. Como para Pablo, también para Vicente vivir es Cristo. Aun al rey Luis XIII, que le pre­guntaba cuál era la manera más cristiana de morir, Vi­cente no respondió sino esto: morir como había muerto Cristo.

Pero Jesucristo, además de modelo, era la fuente. Todo por él, con él, en él. Imitado, por un esfuerzo para conformarse a sus gestos, obras y sentimientos, era sobre todo amado y contemplado en su padecer.

«Recordad, —decía a sus sacerdotes Portan y Lu­cas—, que vivimos en Jesucristo, por la muerte de Jesu­cristo, y que debemos morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar escondida en Jesucristo y llena de Jesucristo y que, para no morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo»15.

Supo padecer, como Jesús, y enseñó a padecer, por Jesús. Pensaba, vivía, obraba con Jesús y por Jesús.

Cuando por las dificultades y fracasos de la superio­ra del segundo monasterio de la Visitación de París, Ma­dre María Inés Le Roy, tuvo que sufrir su parte en las críticas, consoló a la superiora, escribiéndole: «Bien, querida Madre, ¡he aquí, gracias a Dios, buenas noticias! ¡Bendito sea Jesucristo, Nuestro Señor! Me parece que vuestro corazón tiene un poco de pena, porque nos acusan de todo esto. ¡Tanto mejor, mi querida Madre…! El bien no es bien si no se sufre haciéndolo. «La caridad es pa­ciente», dice el Apóstol; por consiguiente hay que pade­cer en los deberes de caridad; más aún es muy de temer que el bien hecho sin padecer no sea un bien perfecto. El Hijo de Dios nos demuestra esta verdad, habiendo querido padecer en todo el bien que hizo…»16.

Decía también: «Una de las mayores desgracias para esta pequeña Compañía sería que la Divina Providencia… no la purificara con el sufrimiento y no la purgara con las contrariedades… ¡Qué desgracia si le faltaran las pe­nalidades y Dios no la probara! En cambio, qué consuelo si Dios nos juzga dignos de sufrir y nos hace la gracia de sufrir bien… Es señal de la fidelidad de una Compañía ser perseguida y calumniada. Si esta señal nos falta y todos nos sonríen y el mundo nos aplaude, temamos, temamos». Si fieles, «no nos faltarán persecuciones y ten­dremos calumnias de todas partes».

Por esto, no sólo perdonaba siempre, sino que uti­lizaba las ofensas para su mortificación. El penúltimo año de su vida trató, para sus sacerdotes, «del buen uso de las calumnias», reduciendo a norma lo que había sido su experiencia y su convicción: a saber que Dios purifica con las contrariedades; y que no hay que defenderse de ellas (aun justificando a los que en otras comunidades se defienden).

No sólo, pues, no rehusó nunca la ración de padeci­mientos, sino que siempre le pareció necesaria para la vida. Las dificultades, las oposiciones, los fracasos, se con­vertían en sus manos en motivos de virtud, para subir a Dios: o, como decía él, en «modos de honrar los diversos estados de Nuestro Señor, que se halló muchas veces en angustias semejantes»17.

Así, en todo acontecimiento descubría el designio de Dios y de las vicisitudes humanas subía siempre a la voluntad divina.

«Si el buen Dios nos quiere en Montpellier, —escri­bía en 1659 a su sacerdote Get— hallará el medio de que permanezcamos; si no nos quiere allí, tampoco nosotros debemos desearlo».

Y, pocos días después, remachaba su idea: «Dios, que sabe sacar el bien del mal, hará que esto redunde en gloria suya»18.

De esta conformación con Cristo, vivida con el es­píritu de san Pablo, se derivó para la obra vicenciana un carácter de universalidad, por la que el Santo apareció a veces simultáneamente maestro y predicador, director de almas y teólogo, catequista y protector de miserables, constructor de casas y administrador prudente; se ocupa­ba de conciencias y de comidas, y trataba con soberanos y con galeotes, con obispos y con herejes, con generales y campesinos, hombres y mujeres, religiosos y religiosas, militares y artesanos, eclesiásticos y seglares, pobres y ricos. Se hacía todo a todos. La humanidad era su fami­lia; y de esta familia él era siervo. Siervo de todos y de cada uno, pero en primer lugar de los ignorantes y de los abandonados. Por esto fue párroco, teólogo, licenciado en derecho canónico, fundador, hombre de negocios, hom­bre de gobierno, organizador… Escribió miles de cartas; respondió a cuantos le escribieron y muchos se dirigían a él para tener luces espirituales o ayudas de toda clase; dirimía cuestiones, reprendía a los avaros, amonestaba a los pródigos, hacía cuentas, buscaba ayudas…

Compartía la fe de Bérulle, cuya obra, Las grandezas de Jesús, tenía como fin volver a situar al Hijo de Dios en el centro de la vida cristiana. Y la obra de san Vicente, porque era cristocéntrica, derribó de los tronos postizos los mitos que habían sido colocados en ellos por herejes, filósofos y cortesanos. Iba subiendo, entonces, hacia su apogeo el Rey Sol que se creía dios en la tierra. No: el verdadero rey es Cristo. Al dedicar aquel libro al sobera­no de Francia, el mismo Bérulle, entre elogios le había escrito también crudas verdades: «La grandeza real no tiene por fundamento más que un poco de barro… Nace de Dios y se pone en una tumba».

Vicente ve en Jesús todavía más que la realeza, el amor. Escribiendo a Lebreton a Roma, sobre asuntos de la Compañía, concluía: «i Qué bueno es Dios y qué ad­mirables son los filtros de su amor!»19.

Prudente administrador que logró alimentar millones de bocas, durante más de treinta años, en el centro de su prudencia administrativa puso siempre a la Providencia: y muchas veces las cuentas cuadraron por un milagro, las cocinas funcionaron por intervenciones extraordinarias, y la asistencia se prestó aun en los años de la Fronda.

Durante aquella fase de desolación, un abogado del Parlamento, al ver el número enorme de los huéspedes en el refectorio de San Lázaro, preguntó sorprendido có­mo lograba sostener los gastos, Y Vicente se lo explicó: «El tesoro de la Providencia es grandísimo. Es bueno arro­jar nuestras preocupaciones y nuestros pensamientos en el Señor, que no dejará de proveemos de alimento, como nos lo ha prometido».

A Jesús llegaba directa y primeramente por la Eu­caristía, de la que fue un apóstol celoso. Defendió la co­munión frecuente contra la relajación de los tiempos, los escrúpulos de los devotos y la teoría de los jansenistas. Empezaba y hacía empezar el trabajo diario de los suyos por la adoración eucarística y, a ser posible, por la co­munión. Sintió y vivió el Sacramento como vinculum ca­ritatis, vínculo de caridad, y por consiguiente como el medio divino para realizar su máximo ideal.

La devoción a Nuestra Señora

Después de Jesús, Nuestra Señora.

Este santo proletario, en su doble amor, a la Madre de Dios y al Hijo de Dios, recordaba el amor de otro san­to proletario, que había vivido y muerto en la corte de Francia: el calabrés Francisco de Paula, promotor de iglesias consagradas a «Jesús y María».

Cuando tuvo que sufrir como esclavo, en aquella «bodega y cueva de ladrones» que era la Berbería, Vicente se dirigió siempre confiado a la Santísima Virgen.

Su carácter popular y su acción en medio del pue­blo pobre, alimentaron este amor a Nuestra Señora, cul-, tivado por la familia campesina. Y a las primeras Siervas de los pobres, fundadas por él, las colocó bajo la protec­ción de María, en el día de la Inmaculada Concepción. Instituyó para ellas la bendición del sábado, una prácti­ca piadosa que, iniciada en 1620, a su muerte todavía es­taba en uso.

El alma, fundamentalmente poética y caballeresca, bajo la acción de la gracia, en el acrisolamiento de la san­tidad, ardió en un amor creciente a la Madre de Dios; y no cesó nunca de recitar sus alabanzas con aquella pureza de acento, con aquella contemplación de enamorado, que le hizo entender, como pocos de su tiempo, los misterios de la pureza de la Virgen y de su Inmaculada Concep­ción.

En las cartas ordinariamente firmaba con la fórmu­la: «En el amor de Nuestro Señor y de su Santísima Ma­dre»; la fórmula que ha quedado como herencia muy querida de familia.

En una carta a un hermano coadjutor, que quería ha­cerse cartujo, para substraerse, bajo una regla más aus­tera, a las tentaciones de la carne, le dio el consejo de con­fiar «en Nuestro Señor y en la asistencia de la Virgen Inmaculada su Madre»20; y le gustaba presentar a todos a María en la hermosura de sus virtudes de pureza y virginidad, como modelo de amor a Dios y de abando­no en la voluntad del Señor. Enamorado de la humildad, de la sumisión y de la delicadeza en el trato, tenía pre­sente como tipo y como inspiración, a Nuestra Señora; y lógicamente la presentó como ejemplar perfecto sobre to­do a las Hijas de la Caridad, a quienes se la dio por pa­trona, plasmando su ministerio de modo que hiciera de ellas humildes copias de aquella.

Alimentó diariamente su devoción a la Virgen con la oración. Inculcó un amor particular al rosario que se había de rezar diariamente: las Hijas de la caridad y los misioneros llevaban la corona a la cintura, para que nun­ca dejaran de verse acompañados del recuerdo de la Ma­dre. Inculcaba a las religiosas la práctica de rezar el rosa­rio según las intenciones de la Compañía, así como se ha­bía impuesto a los sacerdotes la obligación de rezar el bre­viario según las intenciones de la Iglesia. El rosario de­bía ser el breviario de las religiosas, que debían rezar «con atención, devoción y reverencia»21, como había he­cho durante treinta años «nuestro beato Padre», Francis­co de Sales22.

La contemplación asidua de la Virgen fue lo que pri­mero le inspiró valerse de las mujeres en aquella misión de la caridad, que era la continuación de la vida de Je­sús en la tierra. Sobre María se modeló la hermana de la caridad. Y contemplando a María como Virgen consagra­da a Dios, como Madre que engendra al Redentor y como Viuda que sufre por la Iglesia, suscitó un ejército inmen­so de vírgenes, madres y viudas para el servicio de la hu­manidad, para que, con el amor, engendraran a Cristo en las almas. La Marillac, la Fayet, la Dumague eran Viu­das; y las viudas volvieron a desempeñar aquella función de madres de los pobres y auxiliadoras de los apóstoles que habían tenido al principio; y por ella recobraron una razón de existir con una dignidad sagrada.

En su modo de hablar de María se percibía una re­verencia caballeresca, popular, humilde, todo confianza y abandono; y esto le permitió imprimir un impulso po­pular a aquel renacimiento de piedad mariana, que las experiencias heréticas y las calamidades materiales habían solicitado y que espíritus celosos estaban apoyando. «Oh Jesús viviente en María…», era la invocación de Bérulle, muy difundida en Francia, donde Nuestra Señora había sido declarada el día de la Asunción del año 1638, por el rey, reina y patrona del reino. Y vinieron los santos.

Algunas figuras emergen, de vez en cuando, en las exhortaciones que él hace a los suyos: exhortaciones que brotan más de su corazón y se apoyan en sus experiencias y en las de sus misioneros y religiosas más que en textos y en profesores. Y cita, pero raras veces, los nombres, so­bre todo, de aquel amigo y maestro suyo inolvidable Fran­cisco de Sales y con él también el de Carlos Borromeo, y, subiendo hacia atrás, en el tiempo, el de Vicente Ferrer, Buenaventura, Francisco de Asís, Bernardo…, y el de al­gunos Padres de la Iglesia antigua: como San Juan Cri­sóstomo, Casiano y Basilio y el de los apóstoles, como Pe­dro, Pablo y Juan…

Siervo de la Iglesia

Después de Jesús y María, la Iglesia, también ella Vir­gen y Madre.

Vicente es un hombre que no sólo cree y siente con la Iglesia, sino que la vive. Fuera de la Iglesia moriría. Por consiguiente su doctrina es la de los Papas, la de los Concilios, —sobre todo del Concilio de Trento—, la de la tradición. Como se ha dicho, innovaba, pero dentro de la tradición: es un transformador que no se inmovili­za en el tiempo y en el espacio, sino que desarrolla la en­señanza apostólica que, en sus manos, despliega riquezas nuevas. Agudamente, un sacerdote, Machon, que había conocido al Santo durante un curso de ejercicios, tuvo que decir que era maravilloso en cambiar a los hombres sin innovar nada. Precisamente así. El no cambiaba: reavi­vaba: nadie estaba tan enraizado como él en la tradición, que seguía siendo para él el tronco capaz de hacer brotar ramos nuevos, para una floración nueva, con frutos mara­villosos.

Para él la Iglesia se encarna en el Papa y en los obis­pos: y su fidelidad a Roma y a la Jerarquía permanece firme contra los golpes del jansenismo y del galicanismo.

Venera en la Jerarquía al instrumento del Señor pa­ra actuar su voluntad entre los hombres y por consiguien­te profesa y exige obediencia absoluta a los superiores eclesiásticos. A la cabeza el Papa, «que tiene poder de en­viar a todos los eclesiásticos por toda la tierra, para glo­ria de Dios y salvación de las almas, y al que todos los eclesiásticos tienen obligación de obedecer en esto». Ofre­ció a Dios la «pequeña Compañía» para que fuera a don­de su Santidad la enviara23.

Así ve en las disposiciones del Concilio de Trento la expresión del Espíritu Santo. Por esto huye de todo gé­nero de innovaciones aun en el vestir24.

Contra el fraccionamiento protestante despierta la conciencia del Cuerpo místico y de la autoridad eclesiás­tica: en aquel espíritu se forma Bossuet, que llamará a la Iglesia: «Jesucristo difundido y comunicado a través del mundo».

Por esto, —concluye Vicente sus explicaciones sobre este tema—, «la Iglesia manda y nosotros debemos obede­cerla como esposa que es de Jesucristo; pues como tal tie­ne derecho a hacer leyes y obligar a ellas a los fieles. Sí, ella obliga a la observancia de lo que está ordenado por los concilios, por los Papas y por los obispos…»25.

Su sentido sacerdotal se expresaba también en aquel su mantenerse apartado de la política, aun teniendo rela­ciones con potentados. Pero aun cuando iba a la corte, con el corazón estaba con Jesús, con la Iglesia: y de ellos aprendía a tener las misiones de Dios como distintas de las del César; aun permaneciendo siempre súbdito devoto, activo y enamorado de su pueblo y de su patria. Sin em­bargo observaba la ley de Dios y mantenía la autonomía del sacerdocio: cosa tanto más ardua en una época en que la política servía aun para hacer una carrera eclesiástica; y eclesiásticos, como los cardenales Richelieu y Mazzarino, se valían de la púrpura para dominar la política; y filó­sofos y teólogos teorizaban sobre una religión instrumen­tum regni.

La catolicidad, proyección de su caridad, que lleva­ba al señor Vicente a hacerse uno con todos, para coope­rar a hacer de todos uno con el Hijo de Dios, se manifes­taba tanto en la prontitud con que veía todas las necesida­des de la humanidad como en la presteza con que prestaba su ayuda a toda clase de iniciativas, de personas y co­munidades. Ninguna señal de exclusivismo surca su pres­tación. Donde quiera que se anunciara y se sirviera a Cris­to, él se sentía a gusto y estaba pronto a colaborar. Nun­ca jamás un juicio de censura sobre la actividad de los de­más; siempre una amplia comprensión de las obras de los otros, sin exclusivismos ni egoísmos. Veía los intereses de la Iglesia; por consiguiente se sentía deudor a todo el que trabajara para la Iglesia. «El campo es muy grande, —es­cribía a Francisco du Coudray, sacerdote de la Misión que atendía en Roma a las cosas de la comunidad, en julio de 1632—. Hay personas a millares que llenan el infierno. Todos los eclesiásticos no bastarían, con todos los religio­sos, para hacer frente a esta desgracia. ¿Seríamos, pues, tan miserables que tuviéramos envidia de que estas perso­nas se dedicaran a socorrer a tantas pobres almas que con­tinuamente se pierden?»26. Y si otros en cambio critica­ban y se oponían a sus iniciativas, se humillaba y oponía la oración y la penitencia.

Así animó y sostuvo a la Pollalion (o como decía él, la Poulaillon) en su apostolado con las jóvenes perdidas o expuestas a perderse, e hizo que las Damas de la cari­dad sostuvieran, con sus medios, la Obra de la Providencia fundada por él para el cuidado de aquellas jóvenes. Para ella solicitó de las autoridades eclesiásticas la aproba­ción y de la reina Ana la protección; y para ella, a pe­sar de sus propias ocupaciones, escribió las reglas, apro­badas por la Curia de París en 1656.

Cuando al morir la «buena sierva de Dios», como Vi­cente definía a la Pollalion, el 4 de septiembre de 1657, pareció que llevaría consigo a la tumba su obra, Vicente recurrió a todos los medios para inducir a las Damas de la caridad a salvarla: y lo consiguió.

Vicente fue de los primeros que dieron su nombre a la asociación fundada en 1632 en París, por el célebre pre­dicador capuchino P. Jacinto, con el título de «Congrega­ción de la exaltación de la Santa Cruz para la propagación de la fe» y con el fin de convertir a los herejes y asistir a los convertidos. Fue Vicente quien aseguró a la asociación la asistencia de dos Hijas de la Providencia, poniéndolas al frente de casas abiertas para hospedar a las converti­das («Católicas nuevas»).

Contribuyó a salvar una fundación, de notable valor social y religioso, como la de las Hijas de la Cruz, fun­dada en Roye, en Piccardía, el año 1624, por el clero local, cuando dos de los fundadores, los párrocos Pedro Guérin y Claudio Bucquet, acusados de iluminismo, fue­ron encarcelados en la Bastilla, para ser procesados por un tribunal eclesiástico. Correspondió a Vicente interro­garlos y, hallándolos inocentes, ponerlos en libertad y por consiguiente inducirlos a no abandonar la obra que él consideraba «excelente». Más aún, les recomendó que conservaran en las Hijas de la Cruz «el espíritu de pobre­za, de sencillez, de mortificación, de piedad, de obedien­cia, y de caridad» de modo que siguieran mereciendo «el nombre de Hijas de la Cruz, por estar clavadas en la cruz del Salvador, para compartir sus oprobios, sus contradic­ciones y sus persecuciones».

Aún más tarde, cuando por divisiones y aconteci­mientos bélicos, la obra estaba a punto de ser arrollada por ellos, en 1642, madame de Villeneuve, que había lle­gado a ser superiora, se dirigió reiteradamente a Vicente, recordándole que ella se hallaba en aquel puesto por obediencia a él y pidiéndole que interviniera para ayu­darla una vez más, («¿Querríais negar la gracia de coronar la obra con vuestro consejo, como la comenzasteis?»).

Y cuando, en 1650, por la muerte de la Villeneuve, la comunidad pareció abrumada de deudas, Vicente acudió una vez más con subsidios que ponían a su disposición las generosas Damas de la caridad, nombrando protectora a madame de Traversay y superiora a Abelly. Las religiosas, así salvadas, consideraron a san Vicente, si no como su fundador, ciertamente como su restaurador.

La obra, salvada de la Revolución francesa en el Ca­nadá, prestó todavía buenos servicios.

Frente a tantas obras, afines a la suya, a veces diver­sas, cuando se le pedía consejo o ayuda, sólo se dejaba guiar por el amor, y mientras no raras veces hubiera po­dido absorberlas y no raramente era invitado a hacerlo, respetó la personalidad de toda obra, viendo en cada una de ellas una inspiración de Dios; y sólo se preocupó de reavivarla si era necesario: pues en todas partes quien obraba en la Iglesia era Dios. Y si amaba la unidad, no buscaba la uniformidad: la una es vida, la otra parálisis.

  1. t. XII, p. 301
  2. t. I, p 284,
  3. t. I, p. 354.
  4. t. I, p. 502 (carta del 30 agosto 1638).
  5. t. II, p. 207 (carta del 7 de diciembre 1641
  6. t. II, PP. 246, 247 y 456
  7. t. IV, p. 122.
  8. t. I, p. 511 (carta del 1 octubre 1638).
  9. t. IX, P. 566.
  10. t. II, p. 36.
  11. t. 1, p. 501 (carta del 29 de agosto 1638).
  12. t. II, p. 129.
  13. t. XII, p. 422.
  14. t. XII, p. 155.
  15. t. I, p. 295 (1 mayo 1635).
  16. t. V. p. 10.
  17. t. VI, p. 438.
  18. t. VII, PP. 592 y 617.
  19. t. II, p. 128.
  20. t. IV, p. 593 (carta del 29 mayo 1653).
  21. t. X, p. 622.
  22. t. IX, p. 220.
  23. t. II, p. 50 (carta del 1 junio 1640 a Lebreton).
  24. t. II, p. 459
  25. t. XII, pp. 158-159 (conferencia del 7 de marzo 1659).
  26. t. I, p. 162.

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