San Vicente de Paúl (Renaudin). Capítulo 2

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Paul Renaudin · Translator: Máximo Agustin, C.M.. · Year of first publication: 1929.
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Capítulo II: A las puertas de una gran vida

Ya está Vicente en París –adonde nunca ha pensado ir. Desarraigado, expectante, parece haber llevado consigo sus costumbres provinciales, su atmósfera de obscuridad y de costumbres menores. En la gran ciudad, rehace su pequeño capullo. Se aloja en el hospital de la Caridad, y no sale apenas de su barrio. Comparte habitación con un compatriota, juez de un pueblo de las Landas. Sus relaciones son las personas que se encuentra por el barrio; los oficiales de la casa de la reina Margarita de Valois (esposa repudiada y anulada de Enrique IV) que habita en estos parajes. Se relaciona particularmente con uno de ellos, el Sr. Du Fresne, que le pinta así: «Desde ese tiempo el Señor Vicente parecía muy humilde, caritativo y prudente. Hacía bien a todo el mundo y no estaba a cargo de nadie. Era circunspecto en su palabras, escuchaba atentamente a los demás sin jamás interrumpirlos». Su principal preocupación siendo pasar desapercibido, él se despersonaliza, obscurece su nombre no permitiendo que le llamen más que Señor Vicente. Y su ocupación es ir regularmente a visitar, servir, exhortar a los pobres enfermos recogidos por los Hermanos de San Juan de Dios en el hospital de la Caridad.

Nada es más impresionante, por cierto, más edificante que este hombre entregado al silencio y al cuidado de los pobres. No hay que equivocarse sin embargo, no estamos todavía frente a un Santo tradicional. Ése no ha nacido. Estos tres años de París, 1608 a 1611, son como el umbral oscuro de una gran vida. Vicente continúa buscando una carrera toda humana. Una preciosa carta a su madre, fechada en febrero de 1610, esperando siempre de los hombres su establecimiento. «La estancia que necesito aún hacer en esta ciudad para recobrar la ocasión de mi adelanto (que mis desastres me han robado), me disgustan por no poder ir a devolveros los servicios que os debo; pero espero tanto en la gracia de Dios que bendecirá mi trabajo y que me dará pronto el medio de hacer un honroso retiro para emplear el resto de mis días a vuestro lado». Se informa sobre «el estado de los asuntos de la casa». Desea que su hermano haga estudiar a alguno de sus sobrinos; luego reflexiona que su propio fracaso no es como para darles alas, y añade: «Mis infortunios y el escaso servicio que hasta ahora he podido hace en la casa podrán posiblemente quitarle la voluntad; pero «que se imagine que el infortunio presente presupone una felicidad en el futuro».

Todo esto es de un hombre que va directo por los caminos de Dios, pero también por senderos humanos. En efecto, tres meses más tarde, el 17 de mayo, tendrá el beneficio que esperaba: la abadía de San Leonard de Chaume, en la diócesis de Saintes.

Y no obstante… Vicente es difícil de entender, en este periodo de titubeos, y por otra parte mal iluminado. Presentado por du Fresne en la corte de la reina Margarita, entra en el círculo de la casa en calidad de capellán ordinario. Frecuenta incluso, es de creer, la corte refinada de esta princesa; allí goza de la compañía de hermosos espíritus de la Iglesia y del mundo. Y de todas estas relaciones u ocasiones él no se aprovecha; un no sé qué lo retiene. Tiene ya el corazón demasiado puro. No sabe ya bien lo que quiere, o al menos lo duda; y como él nunca ha tenido prisas, él espera. Fijaos que él nunca se ha dado a nadie, ni al destino. Espera su beneficio; y al mismo tiempo da la impresión de un hombre que espera otra cosa… Tal vez  –como sucede con frecuencia con nuestros pobres deseos humanos, que se apagan antes de saciarnos -tal vez, cuando recibe por fin su abadía, ya no la deseaba.

Le sucede, en aquel tiempo, un contratiempo sin gran interés, que traigo a cuento porque ha dado ocasión a diversos comentarios. Un día se hallaba enfermo y acostado para tomar medicinas. El chico de la farmacia llega (no habrá que sugerir, en una vida de santo, la sombra irreverente de Molière!)  Y cuando su cliente se vuelve hacia la pared, descubre una bonita bolsa de escudos depositada en un armario abierto, y con rapidez se apodera de ella. Pues los escudos pertenecían al compañero de Vicente, el juez de Soré. Habiendo descubierto el robo a su regreso, acusa del mismo a Vicente! Este Bridoison andaba falto de sangre fría, y de psicología. Vicente se defiende, el otro no desiste, hace ruido, y persigue a su compatriota con el nombre de bribón, hasta en las compañías, hasta en una asamblea en la que, al parecer,  se encontraban el Sr. de Bérulle y diversos doctores. Vicente acepta la afrenta, renuncia a contradecir a este maníaco, y se pone en manos de la Providencia para justificarse. Y no le falló. Algunos meses más tarde, el autor del robo, encontrándose con el juez, se acusaba a sí mismo, y el furioso presentaba a Vicente excusas honrosas y públicas. Sin duda era un poco tarde, y Vicente había sufrido. Pero no dramaticemos. Se trata de un episodio corriente de la época, en que las estúpidas querellas estallaban por cualquier motivo, y no la negra empresa  de Satán empeñada en perseguir a un santo joven1

¡Cómo nos gustaría conocer, en lugar de esta mínima anécdota, algunos de los gestos del Señor Vicente!» Sus relaciones, su actitud en la corte de la reina Margot (donde la galantería y la devoción formaban una pareja harto sospechosa), la iglesia donde celebraba la misa, su piedad, su oración… Cinco líneas de Du Fresne, algunas palabras de Abelly, es bien poco para hacérnoslo ver. Y además, de pronto, el nombre de Bérulle que aparece… ¿Dónde, cuándo se celebró el encuentro? Como se ignora, se improvisa una agradable historia, el joven sacerdote, sorprendido por Bérulle en la cabecera de sus enfermos, en el hospital de la Caridad; el rojo, la confusión de uno, la mirada de águila del otro, quien le adivina un poderoso destino… Amable entendimiento, que nos oculta solamente un gran misterio.

Este misterio está en la vida de todos los santos. Hay siempre un punto oscuro para nosotros en estas existencias; un momento en que, después de vivir como nosotros, o un poco peor (algunas veces mucho peor), son cambiados de repente, heridos por Dios pata ser rehechos en nuevo molde, y según su voluntad. Se sabe, en ciertas vidas, de estos movimientos resonantes. San Pablo, derribado en el camino de Damasco, san Agustín abriendo el libro y leyendo la llamada divina, Pedro de Kériolet… Y tantos otros, a los que la gracia, como se suele decir, derriba. Pero a veces esta tempestad tiene lugar en el interior, escapa a nuestras miradas. Un acontecimiento, insignificante en apariencia, basta para desencadenarla. O incluso menos. Un ser que vivía en medio de nosotros. Entonces, cuando tratamos, en la perspectiva del pasado,  de encadenar los acontecimientos de una vida, de pronto la cadena se rompe, se hace la noche: no entendemos ni palabra, que una hora misteriosa en la que se siente que el acto esencial del drama ha pasado fuera de nuestras miradas.

Esta hora ha llegado en la vida de Vicente de Paúl. Y no se puede dudar de que el hombre que hizo el primer papel fue François de Bérulle. Bérulle era un gran espíritu. Todos los que entraban en contacto con él sufrían su influencia. Tenía el prestigio, a los ojos de los espirituales, del hombre que, pudiendo acumular en su cabeza los honores y las dignidades, las rechazaba una tras otra, para entregarse a una tarea puramente sobrenatural. Era quien había llevado a Francia a las hijas de Santa Teresa, y de quienes seguía siendo el director, el animador, el padre de una selección de almas elegidas, especie de magisterio único y que, sobrepasando el dominio de los claustros, irradiando al exterior, atraía lo que había de más puro y mejor en el mundo. Era asimismo el Director a quien no se confunde, a quien no se derriba, la columna de la Iglesia sacudida: controversista que reducía al silencia a las más fuertes cabezas del Protestantismo y lograba conversiones resonantes. Era por último el sacerdote que se había hecho, por el estudio y la oración,  una mística de Cristo, Pontífice eterno y mediador, la cual obraba profundamente en las almas, porque desbordaba la Escuela y unía el amor a la ciencia. Su concepto del sacerdocio, en particular, estaba bien formado para formar a Vicente de Paúl, que había, él también, reflexionado y temblado ante la sublime dignidad, el poder misterioso del sacerdote de Jesucristo.

No se puede sorprender de que Bérulle haya tenido sobre él un gran ascendiente, y que le haya llevado al cambio definitivo de su vida. Pero, en este terreno, no se persuade por lo exterior. No son los hombres, es Dios quien hace a los santos. El encuentro de Vicente con Dios, ya lo he dicho, no fue un hecho imprevisto; tuvo lugar incluso, a mi parecer, en varios tiempos, en varias etapas. Había comenzado en la capillita solitaria donde consagraba por primera vez el pan y el vino. Se renueva, se acaba, yo creo, en el retiro de 1611 cuando Vicente estuvo al lado de Bérulle: algunos dirán que deja aun así alguna incertidumbre, alguna agitación, y que el santo no estará verdaderamente maduro, acabado, hasta el retiro de 1622.

Se ve entonces, en todo caso, la lentitud prudente, un tanto pesada, de este carácter. Incluso Dios no le convence del todo. Se reserva, se defiende. No tiene nada que expiar, verdad, caer de rodillas, derramar lágrimas por el pasado hace la generosidad más fácil. Pero es un buen espectáculo también, esta dulzura y esta paciencia divinas, que esperan a un alma de buena voluntad, que respetan sus pasos naturales –un Dios que violenta a veces, pero que con mayor frecuencia colabora y que se somete a su criatura.

Mientras que se entrega así a la influencia, a la autoridad de Bérulle, sucede a Vicente una aventura de la que ha hablado él mismo, mucho tiempo después, pero que sigue bastante oscura. Se encontraba, en la corte de la reina Margarita, con un doctor de Sorbona, cuya reputación de teología y de orador era grande. Se había unido a él, este desdichado llegó a ser presa de dudas sobre la fe. Vicente se agotaba sosteniéndole, y no lograba hacerle superar esta crisis. Entonces, así como otros dan su sangre para hacer revivir a un moribundo, él ofreció su propia fe para salvar la del doctor. La prueba fue aceptada: mientras que el teólogo recuperaba su paz de espíritu, Vicente se vio asaltado de horribles dudas, que le atormentaron varios años. Rehusando sucumbir a ellas, habría cosido, desde ese momento, en sus hábitos, en su pecho, un Credo, al que tocaba con la mano cuando sus dudas regresaban, para desacreditarlas con un gesto ante su Dios. Al fin se vio libre, y juró, en una expresión de gratitud, consagrar su vida a Dios en la persona de los pobres.

Es al menos lo que cuenta Abelly. Lamentablemente, esta historia se parece demasiado a tantas otras que se encuentran siempre en la piadosa hagiografía. Vicente, él, después de escribir con todo detalle la tentación del doctor, no dice nada del remedio y de su propia tentación. Que su silencio nos sea suficiente y respetémosle. En estos asuntos, nos hemos de cuidar a la vez de credulidad, y de un pueril espíritu de negación. Dios puede haber querido o permitido la prueba, en esta hora crítica,  para el alma que venía hacia él. Y es muy verdad –con una verdad humana y a la vez sobrenatural- que «la hora de las tinieblas» está siempre cercana  a la del gran sacrificio. Antes o después de la decisión suprema, existen pocos santos (diré incluso grandes hombres) que no la hayan conocido. La duda es hermana de la fe: la acompaña como su sombra. Y la fe que no ha vencido más que los argumentos de los otros, y no sus propios fracasos, no es ni la más sólida, ni la más pura. Si Vicente de Paúl ha dudado, más le amaremos nosotros, estará más cerca de nuestro corazón inquieto, más conocedor de la debilidad humana. Y ya que el propio Cristo ha conocido la hora de la angustia, ¿por qué se lo habría de perdonar a los que quieren hacerse sus imitadores?

Ya tenemos pues a Vicente de Paúl abandonado poco a poco sus proyectos, sus pequeños arreglos humanos, las orillas familiares de su vida, para arribar en otras desconocidas. Bérulle acababa de fundar la congregación del Oratorio, en este año de 1611, y de establecer en el barrio Saint-Jacques, en el hotel del Petit-Bourbon. Apenas abierta la casa, Vicente se refugia allí para hacer un retiro. No tiene intención de agregarse al Oratorio; no tiene tal vez intención alguna; quiere paz, silencio y luz. Aquí se colocaría, al decir de algunos, esta solemne reunión en la que los tres grandes reformadores de la Iglesia en el siglo XVII, Bérulle, Vicente de Paúl y Bourdoise, habrían elegido su misión, delimitado cada uno su cantón en el campo del Maestro. Este encuentro se apoya en una tradición bien dudosa. Lo que se puede decir, es que estos tres hombres veían a los males de la Iglesia  los mismos remedios esenciales. Bérulle estaba listo para su propia obra; Bourdoise también, ya que sus pequeñas comunidades iban a nacer; Vicente, con seguridad, no lo estaba. Oh, él tenía muchas ideas, y entreveía, por ellas y por Dios, abandonar sus planes personales. Pero todavía andaba dudando, se tomaba su tiempo. Si tuviéramos demasiadas prisas en hacer un santo, Bourdoise, con su lenguaje vigoroso, nos desengañaría. «Un gallina!» decía de Vicente.

Bérulle, él, vio claro sobre la naturaleza de Vicente y lo que se podía esperar de esta alma2. Valiéndose de la autoridad que tenía sobre el que se había puesto en sus manos, le hizo nombrar párroco de Clichy, un pueblo de los alrededores de París. Adiós a la «retirada honrosa».  ¡Adiós a las perspectivas humanas! Bérulle ha cortado por lo sano. Desde este momento, Vicente no será ya más que un instrumento dócil de las voluntades de su director, a la espera de ser, simple y únicamente, el hombre de Dios.

  1. Habían venido de España, llamados por María de Médicis. Vicente de Paúl, al pedirles que les ayudaran, dio ejemplo. Aquel a quien se ha llamado el «pobre sacerdote», Claude Bernard, empleó en los mismos lugares su celo admirable.

    Yo relaciono el incidente con sus perspectivas humanas; pero es perfectamente lícito también atribuirle un carácter providencial. El silencio guardado por Vicente demuestra ya una alta posesión de sí y su virtud. La confesión, el arrepentimiento del ladrón, verdaderamente bastante excepcionales, parecen también atestiguar milagrosamente la complacencia de Dios en su siervo.

    De esta manera, todos los acontecimientos  de nuestras vidas tienen una doble cara, una humana y la otra divina. No se ha de abandonar, cuando se cuenta la vida de un santo, a no mostrar más que la segunda, a interpretarlo todo por lo sobrenatural. Yo prefiero, lo confieso, el prejuicio contrario, y dejar a la naturaleza lo que viene de ella. Pero, en la vida que nos ocupa,  es imposible no constatar, en cada momento, incluso cuando Vicente está todavía lejos de ser un santo, una especie de preparación divina, un conjunto de circunstancias, de sucesos, de ocasiones que son como la trama de un destino organizado por la Providencia, y donde el hombre, poco a poco tejerá su santidad.

  2. Abelly y sus continuadores pretenden que Bérulle le habría dicho: «que Dios quería servirse de él para hacer un servicio señalado en su Iglesia, y para reunir  a este efecto una nueva comunidad de buenos sacerdotes que trabajaran con fruto y bendición en ella». Tal vez. Predicción vaga, y que respondía evidentemente a las esperanzas de Bérulle. Pero Vicente, en esta época, no pensaba ciertamente en la Misión – ni en la cosa ni en el nombre.

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