Mucho me cuesta, en este momento, ponerme a escribir. En otras ocasiones, lo he hecho sin dificultad, porque siempre he tenido claro lo que quería decir. Por lo general, los asuntos de los que he tratado en mis escritos, a no ser en cartas personales, han consistido en narraciones de algunos hechos, en solicitudes de diversas gestiones y presentación de informes. Nunca me he visto en la precisión de hablar sobre mis sentimientos, emociones o impresiones suscitadas por la lectura de algún libro. Por lo general, esos asuntos quedan en mi interior y a nadie doy ninguna explicación. Ahora, sin embargo, debo afrontar la petición de mi buen amigo, Luis Nos, sacerdote de la Congregación de la Misión.
Siete años estuve, en calidad de estudiante, con los misioneros de la Congregación de la Misión, conocidos como Paúles, con la intención de ser un miembro más de su Congregación. Tengo muy buenos recuerdos de mi estancia entre ellos. Por circunstancias que no vienen al caso, hube de abandonar el camino emprendido y afrontar un género de vida, nunca previsto por mí. Me encontré totalmente vacío y tuve que hacer frente a un estado depresivo, que me costó mucho tiempo superar. Ya sé que esto no viene al caso, pero a mí me apetece hacer constar, antes de emprender a fondo el tema que me propongo.
En esos siete años, muchas veces oí hablar de San Vicente de Paúl. Creo que, incluso, escuché la lectura de alguna biografía. Hubo una ocasión en que, no sé por qué motivo, se celebró, en la Escuela Apostólica, una velada. Para ello, los PP. Pedro Fuentes y Manuel Herranz, profesores nuestros, prepararon, en el escenario del salón de actos, un cuarto de estar. En él se veía un aparato de radio, en aquellos tiempos no había llegado la televisión a España, y creo que una familia que escuchaba. Yo no vi la escena, porque, con el P. Herranz, hablaba por «radio». Habían puesto a la emisora el nombre de «RKO». Bueno, en esa velada, leíamos las fechas más interesantes de la vida del Sr. Vicente, haciendo constar los diversos acontecimientos que jalonaron su vida. A pesar de mi participación en esa velada, de haber oído su biografía e, incluso, varias de las conferencias que, en vida, dio a sus Misioneros, a las Damas de la Caridad y también a las Hijas de la Caridad, no sé si, porque la traducción me pareció no muy acertada, o por alguna otra causa, lo cierto es que dejé la Congregación, sin haber llegado a conocer, y menos a apreciar, a San Vicente. En mucho tiempo, no me importó y llegué a pensar que cualquier otro santo era mucho más interesante que él.
Yo no he sido nunca devoto de ningún santo, pero unos me han caído mejor que otros. A San Vicente de Paúl lo tuve mucho tiempo sin clasificar. Tampoco me pareció interesante llegar a conocerle. Tenía otros asuntos a qué dedicar mi vida. Andando el tiempo, casados ya mis hijos, empecé a pensar que estaría bien acceder a alguna extensa biografía del santo. A varios de los que, en tiempos, habían sido mis compañeros, les pedí, pero, por una razón u otra, nadie me facilitó el acceso a ninguna obra interesante. Puesto en contacto con Luis Nos, él me ha facilitado mucho más que lo que yo pedía.
He conseguido leer, desde la primera biografía, impresa a los cuatro años de la muerte del santo, por el obispo Abelly, las escritas por mi amigo, Luis Nos, P. Román, P. Coste, P. Corera e, incluso, un esbozo de Genaro Xavier Vallejos. A todo eso, hay que añadir las, aproximadamente, dos mil cartas del Santo, descubiertas hasta ahora, de las más de treinta mil escritas y que no han sido halladas. También he leído las conferencias pronunciadas por San Vicente, a sus Misioneros, a las Damas y a las Hijas de la Caridad. Toda esta literatura me hace conocer a este gran personaje. No intentaré ahora exponer los conocimientos adquiridos, sino explicar los sentimientos suscitados en mí por todas esas lecturas.
El pequeño Vicente, hasta sus trece o catorce años, pastorea los cerdos de la casa de sus padres. Él, a lo largo de su vida, muchas veces y ante personas de la más alta condición, confesará que es hijo de pobres campesinos y porquerizo en su niñez. El ambiente familiar de los De Paúl es el de los cristianos piadosos. Desconocemos muchas fechas de su vida. Indudablemente, mientras se ocupa de los cerdos, reza también, de vez en cuando, alguna de las oraciones aprendidas en el hogar familiar y en la parroquia de Pouy, aldea de las Landas, donde nació. Por supuesto, las tareas que desempeña no se limitan al pastoreo, sino que se ocupa de otros menesteres, como llevar grano al molino y descargar la harina en su casa. Hay un cuadro en la iglesia de la Milagrosa de Pamplona, donde se ve a Vicente entregando unos puñados de harina a alguien más necesitado. Yo no sé si eso es verdad, pero lo que sí sé es que, en cierta ocasión, entregó sus ahorros a un necesitado. Esta fe recibida en el hogar le acompañará el resto de su vida.
La delicadeza de Dios con cada uno de los hombres, ahora me doy cuenta de ello, hace que el Creador no tome habitualmente la iniciativa, por métodos extraordinarios, para la conversión de cada uno. Un ejemplo hay, y no es totalmente seguro, en que obra de otra manera. Es San Pablo, que, de perseguidor de los cristianos, pasa a ser principal propagador de la fe en Jesucristo. El caso de San Agustín no se puede catalogar como una acción extraordinaria de Dios, porque él ha recibido la fe, por medio de su madre, aunque se aparta de ella. Esa fe en Agustín queda mucho tiempo en hibernación, si se me permite la palabra y él anda por derroteros equivocados, llegando incluso a pasar bastantes años en la órbita de los maniqueos. No obstante, debido a su formación, se percata de que la Verdad, que busca con ahínco, no la puede encontrar donde no se halla. Después de conocer a San Ambrosio, tras muchas vacilaciones, decide por fin hacerse catecúmeno. Recibido el bautismo, pasa a combatir a los distintos herejes de la cristiandad. Por lo general, Dios se aprovecha de la manera de ser de cada uno, para llevarle, sin que el interesado se percate de ello, a la conversión. Así es como, poco a poco, lleva al Sr. Vicente que, con el tiempo, llegará a la cima de la santidad.
Llegado al sacerdocio a sus diecinueve o veinte años, su ambición le lleva, por diversos caminos, a procurarse una prebenda que le permita una vida desahogada, en el entorno familiar, socorriendo a quienes le han ayudado en sus estudios. Dado por cierto el relato que de su cautiverio hace San Vicente, me parece entrever que, durante el mismo, eleva frecuentemente a Dios su oración, a fin de obtener su libertad. Normalmente, es en la desgracia cuando nuestra fe nos hace implorar la protección divina. Conseguida su liberación, se presenta nuevamente en Roma, pero continúa creyendo que su destino es favorecer a su familia. No obstante, los designios de Dios no se acomodan a sus deseos.
Creo poder afirmar, sin temor a equivocarme, que San Vicente de Paúl ha sido, durante toda su vida, un asiduo lector. Granada, Alonso Rodríguez, Tomás de Kempis, Santa Teresa, etc. No le son desconocidos San Ignacio de Loyola ni las cartas de San Francisco de Xavier. Más tarde, leerá a San Francisco de Sales y además lo conocerá personalmente, quedando edificado por su sencillez y humildad. Pero, cuando lo considero asiduo y conspicuo lector, quiero decir que continuó leyendo toda la vida. Apoyo este aserto en que manifiesta un conocimiento exhaustivo de la obra del «Augustinus», libro que expone las tesis jansenistas. Efectivamente, cuando, por correspondencia, advierte que un misionero de su «Pequeña Compañía», se manifiesta próximo al jansenismo, le recrimina su inclinación y, citando diversas páginas de la obra, le hace ver los errores que contiene. Si mal no recuerdo, hasta le dice en qué párrafo de tal página está contenida tal o cual proposición herética.
En París, tras diversas vicisitudes, conoce al Fundador del Oratorio. Berulle, hombre espiritual, fundamentalmente «cristocentrista», influye decisivamene en Vicente. Este pasa un tiempo en casa del Fundador y, aunque no se siente ligado a su Congregación, conoce la forma de pensar, de orar y de hablar de Berulle. Mantiene muchas conversaciones espirituales con él y, además, lo considera su superior, le consulta muchas cuestiones y, finalmente, por obediencia al mismo, accede a la parroquia de Clichy, a la casa de los Gondy, que será decisiva para las obras que llegará a emprender, y a las parroquias de Chatillon les Dombes y Folleville.
Es en ese tiempo, cuando entra de lleno en contacto con el campesinado, viendo su miseria corporal y espiritual. Entonces comienza la fundación de las Caridades y la labor misionera. Viendo la Señora de Gondy, Margarita de Silly, la pobreza de sus súbditos, sobre todo en el aspecto espiritual, decide hacer una donación generosa, para que todas sus tierras sean misionadas por alguna orden religiosa. Ella y San Vicente se ponen en contacto con diversos institutos religiosos, entre ellos la Compañía de Jesús y, no consiguiendo sus propósitos, se decide la fundación de la Congregación de la Misión.
Antes de ello, San Vicente, ayudado por un joven sacerdote, que, con el tiempo, se convertirá en su mano derecha, y de otro, a quien pagan por su labor, han dado varias misiones en las aldeas del Señorío.
A partir de ahí, según mi opinión, es cuando, con mayor fuerza, toma Dios a Vicente de la mano y le va llevando a realizar lo que, desde la Eternidad, le tiene reservado. Aunque San Vicente jamás ha pensado en las necesidades de los campesinos, ni ha vislumbrado los designios de Dios, es Él quien le guía; es Él quien le ha devuelto al campo y es Él quien le destina a la misma ocupación que el Verbo Encarnado tuvo en el mundo: Evangelizare pauperibus.
San Vicente conoce la miseria de las aldeas, experimenta la ignorancia de los sacerdotes y la desesperación de los galeotes. Es el momento en que se manifiesta su amor a los pobres. Según yo lo veo, en un primer momento, es un amor al prójimo «por Dios». Después llegará el amor a los pobres «en Dios» y, por fin, el amor a los pobres, «imagen de Dios». Es mi manera de sentir el progreso espiritual de San Vicente. Deduzco esto de alguna de sus conferencias a las Hijas de la Caridad. Por ahí comienzo a experimentar un sentimiento de admiración por San Vicente de Paúl.
No se contenta con el socorro y la misión a los pobres y enfermos. A sugerencia de un obispo, cuyo nombre no recuerdo, toma la decisión de dar ejercicios a los ordenandos. Lo hace pensando que los curas mayores, viciosos y mal formados, no aprovecharán lo que se les diga para corregirse. Es mejor, y así lo entiende, dedicarse a los clérigos jóvenes, para que, después de ser ordenados, puedan trabajar, en los lugares a que sean destinados, por la extensión del Reino de Dios.
Según mi manera de ver, San Vicente de Paúl es un santo revolucionario. Hasta que él lo pensó, nadie había socorrido a los pobres y enfermos en sus casas. Siempre se les había obligado a trasladarse a los distintos establecimientos que se habían instituido para atenderlos. Es San Vicente quien se preocupa de que se les lleve comida, ropas, medicinas y muebles. Además se atiende a su formación religiosa y se les instruye y prepara para una confesión general. Por otra parte, a los enfermos curados y a los pobres se les provee de semillas, aperos de labranza y herramientas de otras clases, para que puedan salir de la miseria. A las mujeres también se les facilitan ruecas, telares y otros utensilios, además de materias primas, esparto o lino, para que puedan ganarse el sustento honestamente. Cuando se establece también la obra de los expósitos, se compra el ganado necesario para la provisión de leche. A estos niños, una vez destetados, se les da el alimento necesario y, cuando son mayorcitos, se les instruye en lo tocante a la religión y se les asignan profesores, para que puedan ir aprendiendo distintos oficios, para ganarse la vida decorosamente.
Por otra parte, San Vicente de Paúl no se limita a hacer una campaña de recogida de alimentos para solucionar una determinada calamidad, sino que prosigue con sus socorros, diariamente, el tiempo que sea necesario. Las provincias de Champaña y Picardía, por medio de las Hijas de la Caridad y los miembros de la Congregación de la Misión, son socorridas durante más de diez años. También se restauran iglesias devastadas, se provee de ornamentos, vasos sagrados, misales, órganos y a los sacerdotes reducidos a la mendicidad se les da sotanas e, incluso, dinero para que puedan salir de la miseria. Además, pide a sus sacerdotes destinados en los países necesitados de socorro, cuentas detalladas de los gastos necesarios para atender a las multitudes necesitadas. Es, por otra parte, un organizador nato. Él, adelantándose varios siglos, inventa lo que se llamará «Cáritas». Se puede decir que, desde su habitación de San Lázaro, gestiona, como gran estadista, todo un «Ministerio de Caridad».
Se percata también San Vicente de que hay numerosos nobles y extranjeros que, por las distintas guerras, han venido a menos. Estos pobres vergonzantes también son socorridos, con el mismo cariño y dedicación, que el resto de necesitados.
Finalmente, aunque posiblemente podría hablar de otros asuntos, sigo considerando a San Vicente un santo revolucionario, porque cambia el ampuloso estilo de predicar de los eclesiásticos, por lo que él llama «pequeño método». Consiste este en hablar sencilla y coloquialmente. Deja el púlpito y toma una silla para, rodeado de los asistentes, hablar familiarmente a todos e, incluso, pedir sus opiniones sobre la materia de que se trata. San Vicente de Paúl mismo constata que hasta los comediantes han abandonado su estilo declamatorio en las representaciones, para adoptar un tono más normal.
Por otra parte, veo que San Vicente no es contemplativo. Posiblemente, conoce el refrán de «a Dios rogando y con el mazo dando». Es un hombre de acción y de muchas y variadas acciones. No hay necesidad que él conozca y que no intente remediarla. Además, corrige a sus hijos, cuando observa que, en la oración, más que elevar el corazón a Dios, se entretienen en buscar y estudiar textos de la Biblia, o de otros lugares. Diré que, en todo momento, pisa el suelo. No piensa tampoco que los pobres son unos benditos, pero sabe que, con todas sus picardías, son imágenes de Dios y así los trata: con benevolencia y amor.
Por todo lo que conozco de él y de sus obras, no puedo hacer otra cosa que alabar a Dios en sus santos y, sobre todo, en este santo.
Y no me queda más que decir. Conforme he ido avanzando en la lectura de sus biografías y demás escritos, me he ido convenciendo de que San Vicente de Paúl es realmente un hombre admirable.