Padre,1
Acabo de recibir cuatro cartas, de usted, de Mons. de Fokien,2 del Padre Marchini y del Padre Villat, todas con fecha de enero de 1796: son sin duda las que yo decía el año pasado que no había recibido. Sin cartas y sin noticias, seguía confiando en que Dios, cuya misericordia sobrepasa la justicia, había enfundado la espada que pesaba hace varios años sobre nuestra patria; un dulce error me tranquilizaba; pero ahora mi ilusión ha desaparecido, y por las noticias antiguas y recientes veo con claridad que la justicia de Dios no está satisfecha aún. Como casi toda Europa ha pecado, es preciso también que casi toda Europa beba el vino de la cólera del Señor. Lo más triste es que estos males alcancen un estado de consistencia que no deje sino una tenue esperanza de verlos acabar. Por más que hagan los filósofos, nada podrán contra la cátedra de Pedro. Podrán privar al Papa de su poder temporal, pero no le podrán privar del espiritual, su poder emanado del Cielo está al abrigo de sus golpes. San Pedro no tenía ni ciudades ni castillos, y por eso no era menos Papa. León X, si no me equivoco, decía: No estamos en el tiempo en que el Papa pueda decir argentum el aurum non habeo, y le respondían: tampoco estamos en el tiempo en que el Papa pueda decir a un paralítico surge et ambula. El gran mal no es que el Papa no sea ya soberano, sino que la ciudad santa haya llegado a ser una Babilonia, y que la falta de fe sea tal que dé lugar a creer que nos acercamos casi al fin del mundo. Dichosos de nosotros que, por un favor de Dios, no merecido, conservarnos este precioso depósito y que tenemos entre infieles una facilidad de conservarlo que no se tiene en un país completamente cristiano. Debemos incluso agradecer a Dios por habernos puesto a salvo de la tentación de perder la fe, porque ¿sabemos acaso si habríamos tenido la fuerza de conservarla en medio de los grandes peligros de perderla? Yo no me atrevo a echar de menos la ocasión del martirio que habría tenido quedándome en Europa, pues creo que Dios me trasplantó a China para poner mi debilidad a salvo de una horrible caída. Si Dios quiere hacer de mí un mártir, sabrá bien presentarme la ocasión.
Aquí gozamos de tranquilidad. Los rebeldes que se extienden por todo Hu-Kuang nos producen, una o dos veces al año, alguna alarma, pero no se acercan lo suficiente a nuestras montañas para asustarnos. El año pasado devastaron una cristiandad en Fang-Hien, pero sólo mataron a un cristiano: parece una tormenta que destruye a su paso cuanto encuentra. La aspereza de nuestros montes, o más bien la protección de Dios nos permite gozar de paz en el libre ejercicio de nuestra santa religión, sin oír retumbar en nuestros oídos la palabra libertad o más bien libertinaje. Así que nada de especial en el ejercicio de mi ministerio. Los dos recorremos nuestras cristiandades sin problemas, las administramos como siempre. El sacerdote que administra es común: la obra es común, no soy un santo de milagros, el pueblo es como el sacerdote. En mis regiones pocas conversiones de infieles. Muchos llegan a escuchar las instrucciones y luego se acabó. Para unos veinte adultos bautizados durante el año no merece la pena mencionarlo. Que Dios dé a China este don de la fe que Europa arroja de su seno. Pero nos hacen falta obreros. El Padre Raux se gloría de recibir alguno este año; yo, vistas bien las cosas, no me atrevo a gloriarme. Las rutas de tierra y mar parecen cerradas todas por la guerra universal; por lo demás Dios está por encima de todo.
Sigo agradeciendo sus buenos oficios, y me siento dichoso porque no espera otra recompensa que en el Cielo. A mí sólo me rodean cristianos pobres, para cuyas necesidades no bastarían miles de taéls. El invierno es para ellos un duro período, con sus casas abiertas por todos los lados, sus vestidos son harapos, y se ven reducidos, durante tres o cuatro meses del año, a buscar en el campo ciertas plantas salvajes, a menudo sin el condimento del aceite ni la sal. Quiera el Cielo que sean tan ricos en la fe como pobres en bienes temporales. Yo apenas necesito nada. ¿Un misionero que vive entre los pobres puede en conciencia pensar en delicadezas? Casi me avergüenzo de comerme una gallina en presencia de un cristiano que no tiene más que una hierba insípida que llevarse a la boca. Gracias por el chocolate, pero de nada me ha servido, ha sido presa de los gusanos; la causa ha sido todo el tiempo que ha estado en Siang-Tan; por eso si en adelante recibe una caridad parecida para mí, cómasela a mi intención, le sentará bien y a mí también por el placer que tendré por ello. Si el señor Piron3 está aún en Macao, dele las gracias de mi parte por su buen recuerdo, y manifiéstele mi profundo respeto, mi afecto y gratitud a la que mi pobreza no me permite responder. Necesito vino, no para beber, cosa que ni me he atrevido a hacer con las doce botellas enviadas a este efecto, por temor de una época en la que llegue a prohibirse todo paso de vino, lo que puede suceder el momento menos pensado. Pero a mí me gusta más el vino de España que el de Portugal; por lo demás, todos son buenos con tal de que sean auténticos…
Estaba en esta parte de mi carta, cuando mis correos me contaron que se había ido de Macao; me sorprendí y lo sentí por las Misiones y por mí en particular, que le quiero totis medullis y no podré olvidar los servicios de todo orden que no ha cesado de prestarme desde mi llegada a Macao. Presento mis quejas por su partida al Padre Villat, amigo suyo, y simpatizo con la sensibilidad que ha debido producir en él su separación. ¿A dónde ha ido?, ¿volverá o ha vuelto ya? Trabajaba usted tan bien. ¿Dónde se encontrará a alguien que le sustituya?, ¿quizá haya deseado visitar su patria?, ¿y en este momento qué tiene de amable y atrayente? Yo no veo otro atractivo que la esperanza del martirio, pero no nos es permitido buscar la ocasión. Sólo se nos permite aprovecharnos de la que se nos presenta. Y si ha regresado me alegro con toda mi alma, y le ruego que me dé noticias suyas de las que me he visto privado el último año, según parece, debido a su ausencia. Le ruego también que ayude, como usted pueda, a nuestros correos para hacer unas compras cuya nota les he entregado… Si no está ya en Macao, le informo que los tres misioneros4 del tribunal de astronomía, al que pertenece el Padre Raux, han sido invitados dos veces a hacer la ceremonia del Ko-teú ante el ataúd del Emperador difunto, a lo que se han negado generosamente, diciendo que no les estaba permitido; todo quedó en nada, y continúan asistiendo al tribunal como siempre. El Emperador ha vuelto a llamar a Palacio a los artistas europeos que, como sabe, habían sido despedidos, por el emperador anterior, a sus casas respectivas… En mi cantón hace poco que nos han amenazado con una persecución. Algunos infieles han difundido malignamente el rumor de que los cristianos, en tal fecha fija, alzarían el estandarte de la revuelta: esta calumnia de lo más absurdo, teniendo en cuenta el reducido número de cristianos con relación al de los paganos, adquiere crédito y provoca grandes rumores. El mandarín del lugar llama a cristianos, que declaran que siendo tan pocos en número, sería una locura por su parte revolucionarse y que sería sin duda correr hacia la muerte. Tres calumniadores convictos son apresados y castigados con la muerte, como perturbadores de la paz pública. Así concluyó el asunto sin ningún cristiano enviado a prisión.
Con los sentimientos de respeto y afecto que conoce, tengo el honor de ser, Padre, su muy humilde y obediente servidor,
Clet, S. d. l. M.
P. S. Presente a Mons. de Caradre mis sentimientos de respeto y de profunda veneración.
- CARTA 14. Misiones Extranjeras, original.
- Monseñor de Fo-kien. cfr. Carta 10, nota 2.
- El señor Piron era el sobrecargo de la Compañía Francesa en Cantón y prestó grandes servicios a los misioneros; en 1804 dirigió una memoria al gobierno francés a favor de la misión francesa de Pekín. Los Padres Richenet y Dumazel, C.M., permanecieron en su casa durante su estancia en Cantón. El Padre Richenet escribía el 25 de enero de 1805: «La muerte del señor Piron (ocurrida al final de 1804) es una gran pérdida para la Misión: era un protector y bienhechor general» (Mémoires. II. Tables).
- Los tres misioneros del tribunal de astronomía eran; José Bernardo de Almeida, antiguo jesuita; Mons. Alejandro de Gouvéa, obispo de Pekín; Nicolás José Raux, Sacerdote de la Misión.