Régis Clet, Carta 12: A Su Hermano Francisco, Cartujo, En Roma

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Francisco Régis CletLeave a Comment

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Author: Francisco Régis Clet .
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China, 29 de agosto de 17981

Querido hermano,

Hace siete años que abandoné los parajes de nuestra desdichada patria para ir a China, donde llegué felizmente después de seis meses de navegación; y las primeras noticias que recibo de la familia me lle­gan por una breve carta tuya. fechada en Roma el 24 de diciembre de 1796. Esta carta menciona otras dos más amplias que no me llegaron. Ésta, con todo lo breve que es, me ha causado un placer infinito, por­que me participa que al menos, en determinada época, ningún herma­no ni hermana había sido víctima de la Revolución. ¿Cuántos motivos de temor no he tenido por que alguno de vosotros no hubiera podido evitar verse envuelto en masacres que han hecho caer tantas cabezas inocentes y culpables? Tu pudiste llegar a Roma sano y salvo: doy gra­cias al buen Dios de todo corazón. Pero ¿dónde está mi hermano mayor?, ¿dónde está mi hermana la Carmelita?, ¿qué hacen mis otras hermanas? No sé nada de ellos. Como es moralmente cierto que tus cartas anteriores se hayan perdido para siempre, en tu próxima carta repíteme algunos detalles de nuestra familia.

En cuanto a mí, como te ha sido posible comunicarte con nuestro Padre General, habrá podido informarte de dos o tres cartas que le he escrito en diversas fechas. Ahora, no sé si las ha recibido o no. De todas maneras, te contaré que desde hace diez años que me encuentro en el interior de China, es decir en medio de los infieles, no he estado expuesto a ninguna persecución, y no he corrido ningún riesgo notable de ser detenido como propagador de una religión que no se considera tolerada en el interior de las provincias, aunque goce de la tolerancia en Pekín; no obstante he recorrido algunos centenares de leguas de este vasto imperio, a menudo en barcas de infieles, sin ser reconocido por extranjero. En este momento mi residencia más habitual está entre las montañas que, en un territorio de 7 a 8 leguas, comprenden a más de dos mil cristianos, divididos en más de veinte distritos, a los que se atiende sucesivamente; pero además, existe un gran número de cristia­nos alejados a 20, 40, 50 leguas, que hay que visitar también. Suponiéndome solo, como lo estoy en efecto desde hace tres años, tengo que recorrer un espacio de 200 leguas, que no incluye sin embargo más que a diez mil cristianos poco más o menos. Dos hermanos de comu­nidad europeos, muertos casi a la vez, uno en prisión, el otro a mi vista, me dejaron solo para desbrozar o cultivar un campo tan extenso. Hace dos años y medio que no puedo hacer excursiones distantes, a causa de una guerra civil que ha tenido a mi provincia por uno de sus teatros principales, y continúa siéndolo. Los sublevados forman una secta infi­nitamente numerosa, cuya meta es no reconocer por soberano a un extranjero, como lo son los emperadores actuales, los Tártaros, como sabes.

Esta secta es muy antigua y aprovecha ordinariamente la ocasión de la vejez del emperador para empuñar las armas y sacudirse el yugo extranjero. Pues bien, estos rebeldes, que queman todos los lugares por donde pasan y asesinan a cuantos no quieren tomar partido por ellos, se han acercado bastante a nuestras montañas para tenernos en conti­nuos sobresaltos. Pero tampoco han estado nunca más cerca de 5 ó 6 leguas, que es suficiente. Gracias a los cuidados paternales de la Pro­videncia, dos veces me alejé unas cuarenta leguas, y cada vez logré ocultarme a tiempo para no ser rodeado por ellos y asesinado como tantos otros. Varias veces se fueron durante meses pero cuando menos se piensa aparecen de nuevo, como pasó hace unos dos meses; pero no pasó de un susto. Por ahora todo está en paz en los alrededores, a la espera de una nueva alarma. Imposible calcular cuántos hombres de los dos partidos han caído víctimas de esta guerra intestina. Así ves que no es sólo Europa la parte del mundo que esté agitada por sacudidas violentas. Creo sin embargo que, en esto, es mejor estar en China que en Francia; nuestros infieles están lejos de tener la atrocidad de nues­tros impíos, ya que estos últimos verifican el proverbio: Corruptio optimi pessima…

Con ocasión de esta revuelta, hace dos años y medio que no he podido recibir cartas ni escribirlas, puesto que se visita escrupulosa­mente a los viajeros para constatar si son portadores de cartas sospe­chosas de excitar a la revolución. Desde mi entrada en China, sólo he escrito a nuestra hermana mayor; no habiendo recibido respuesta, me he mantenido también callado, temiendo escribirle sin éxito alguno.

Hoy que tengo alguna esperanza de que mis cartas puedan llegar a Macao, te escribo a ti el único de la familia, y te ruego que des noti­cias mías a mi hermano y hermanas, y demás parientes. Incluyo mi carta en la que escribo a nuestro Padre Superior, rogándole que tenga la bondad hacértela llegar. Obro de este modo, porque en la agitación en que se halla Europa, es más fácil encontrar a un hombre notable que a un simple particular sin título que le dé a conocer.

Mi traslado a un país y bajo un clima tan distinto del nuestro no ha alterado en nada mi salud: he estado dos veces gravemente enfermo, pero Dios no ha querido llevarme de este mundo para dejarme todavía tiempo de hacer penitencia.

Los alimentos son casi los mismos que en Europa, menos el vino que se encuentra raramente, y lo poco que tenemos se reserva para el santo Sacrificio. Comemos pan de trigo, cuando no preferimos arroz, que es la comida habitual del chino: tenemos aves, carne de cerdo y hortalizas para acompañar el pan. En general, en cuanto a la vida ani­mal, no nos falta nada, y disponemos de más de lo necesario. Como vivimos a expensas de los cristianos que visitamos, practicamos lo que dijo el Salvador a sus apóstoles: «Manducare quae apponuntur vobis». Por eso unas veces estamos bien, y otras no tan bien; pero siempre demasiado bien. Experimento con frecuencia cierta confusión por la alimentación más delicada que la de mis cristianos, que viven en estre­checes por lo general y a quienes damos limosnas según nuestras posi­bilidades, lo cual hemos de moderar por temor a que nos digan los paganos, como ha pasado más de una vez, que compramos prosélitos.

Nuestras ropas son más cómodas que las de los europeos: son amplias, y por ello más frescas en verano, y para evitar el frío las apli­camos al cuerpo con un cinturón. Llevamos barba que no me estorba nada, con la cabeza afeitada, excepto la parte que afeitan los sacerdo­tes en Europa para formar la tonsura. Nuestro modo de dormir parece­ría austero en Europa: no conocemos el colchón blando: una tabla en la que se extiende una ligera capa de paja cubierta de una estera y un tapete, luego una manta más o menos caliente en la que nos envolve­mos, eso es nuestra cama, en la que dormimos tan bien y con más salud que en los lechos más blandos. Te confieso que tardé un mes en acos­tumbrarme. Ahora no compadezco a los Cartujos ni a los Carmelitas: el cuerpo se hace a todo; en las barcas dormimos en tablas cubiertas de un sencillo tapete.

El calzado está hecho de manera que, sin hebillas ni lazos, se ajus­ta al pie sin cansarlo; son de tela, hasta la suela, que sin embargo es tan firme y dura, que un par dura tres meses recorriendo y trepando por nuestras montañas que son muy pedregosas…

La lengua china es indescifrable. Los caracteres que la forman no están destinados a expresar los sonidos, sino los pensamientos, de donde sale ese número prodigioso de caracteres. Yo llegué demasiado viejo a China para adquirir un conocimiento aceptable de la lengua de la que sé apenas lo suficiente para el comercio ordinario de la vida civil, para oír confesiones y dar algún aviso a los cristianos reunidos. Bien considerada esta dificultad de la lengua, me siento inclinado a pensar que habría hecho mejor quedándome en Europa. La única ven­taja espiritual que puedo encontrar en China es que en mi patria podía creer que servía para algo, mientras que aquí resulta casi evidente que apenas sirvo para nada: con todo, la escasez de misioneros en este vasto imperio no me permite en conciencia volver a Europa; pues, según el proverbio, es mejor que la tierra sea trabajada por los asnos, que se quede del todo sin cultivar. En cuanto a lo espiritual de mi misión, nada tiene de notable ni extraordinario. Como mi piedad está dentro de lo común, tampoco mi ministerio se sale de lo común.

Primero trabajé un año en Kian-Si, donde, entre otras cosas, bauti­cé a más de cien adultos bastante bien instruidos. Habría podido bau­tizar a un mayor número, que me insistían que les concediera esta gra­cia, pero no me parecieron bastante bien instruidos, y hemos advertido que los catecúmenos fácilmente bautizados apostatan también con facilidad, y que a la menor sombra de persecución, venden su alma al diablo. Tengo todavía a la vista restos de los estragos de la persecución que tuvo lugar en 1784, y que tantos apóstatas hizo en mi distrito actual.

De Kiang-Si, me fui a la parte septentrional de Hu-Kuang, país montañoso, donde tengo a mi alrededor, a corta distancia, a más de dos mil cristianos. Aquí las conversiones de paganos son raras; testigos del escándalo de algunos malos cristianos, se niegan a instruirse en una religión tan mal practicada por aquellos que la profesan: sólo tienen ojos para fijarse en los malos, y los cierran a la gran mayoría que lleva una vida conforme a los principios del Evangelio. Por otra parte el número de misioneros es demasiado escaso: en las provincias que están mejor dotadas de sacerdotes hay también muchas más conver­siones, v. gr. en Sse-Tchuen, que está administrado por los señores Sacerdotes de las Misiones Extranjeras.

Además, como yo no estoy revestido del espíritu de oración, no atraigo las bendiciones del cielo sobre mi ministerio. Mi gran ocupación es confesar de ordinario de 9 a 10 horas al día, si no tengo que ir a administrar a los enfermos, cosa frecuente.

En el momento de mi salida de Francia, hice cesión de mi patrimo­nio a mi hermana, con la reserva de una pensión vitalicia de 300 libras. Es bastante probable que los males de toda clase que afligen a nuestra patria la coloquen en la imposibilidad de pagarla. Como puedo pasar­me sin ella, no le pido nada, si se encuentra necesitada; si puede dis­poner de ella sin apuros, podría emplear parte en comprarme un reloj, no brillante, pero sólido, que dé las horas o despertador, y también con grandes números.

No necesito decirte que no te olvido. Aunque nos separen seis mil leguas, mi espíritu y mi corazón están muy cerca de ti. Te recuerdo en mis oraciones, y me atrevo a esperar lo mismo de ti.

Tu afectísimo hermano, Clet, S. d. l. M.

Si por desgracia esta carta se perdiera, se ruega encarecidamente a la persona que la encuentre que la envíe a su dirección.

  1. CARTA 12. Casa Madre, original Maro,: n. 81

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