No se concibe describir o narrar la vida y obra de Federico Ozanam, como se está haciendo este año, sin evocar el recuerdo de Sor Rosalía Rendu ya que tan estrecha fue su colaboración en el servicio de los pobres.
La convergencia providencial de estos dos destinos deberá marcar la historia de la Caridad en el siglo XIX.
La línea biográfica que seguimos quiere hacer revivir el apostolado de aquella que fue llamada la «madre de los pobres» del barrio «Mouffertad» de París.
En la escuela de la Caridad
Nacida en Confort, en el país de Gex, Juana María Rendu llegó el 25 de mayo de 1802 a la Casa Madre de las Hijas de la Caridad. Al fin de su noviciado, su estado de salud aconsejó mandarla al barrio Mouffertad, suburbio San Marcelo, barrio pobre y de mala fama. Desde el primer día, aquélla que de ahora en adelante no se llamará más que «Sor Rosalía», tuvo la intuición del pobre y la inteligencia de la Caridad.
Su «genio del bien» no fue jamás preso de lo imprevisto. Encontraba solución para todos los problemas de la miseria.
Además era de una actividad que no conocía el cansancio y multiplicaba las horas y las jornadas.
No obstante su juventud, en 1815 fue puesta a la cabeza de la Casa. El pueblo conoce pronto los cuidados, en la enfermedad, de aquella que sabía estar presente en todos sus problemas. Aun los más hostiles la saludaban.
Encuentro con la Conferencia
Sor Rosalía viene a ser la gran consejera de todos los amigos de los pobres. Cuando en 1833, Federico Ozanam y algunos otros jóvenes tienen la idea de la Conferencia de San Vicente, van donde Sor Rosalía a pedir ayuda y apoyo.
Ella comparte su pan y su manera de servirlo.
Cuando Emanuel Bailly, Presidente de la Conferencia, tuvo un hijo, le pone el nombre de San Vicente de Paúl en recuerdo de Sor Rosalía; viniendo a ser después el P. Bailly y fue el fundador de «La Croix».
Sor Rosalía abrió, en seguida, cerca de ella un patronato para los jóvenes trabajadores, una guardería para los hijos de las mujeres ocupadas fuera de casa, un refugio para los ancianos, un «ministerio de la caridad», en un pequeño locutorio, donde los visitadores se contaban por centenas cada día.
Se podía encontrar a miembros del clero que acudían en busca de un consejo, al lado de vagabundos que buscaban socorro. El Obispo se encontraba con el trapero; el mariscal de Francia con el hortelano. Carlos X, la reina Amelia, el general Cavegnac, Napoleón III, la Emperatriz Eugenia, frecuentaron el locutorio de Sor Rosalía.
El amor vencedor del odio
Sor Rosalía no amaba las revoluciones, ellas cuestan demasiado caro al pueblo y al pobre. Cuando no estaba en su poder detener la insurrección, Sor Rosalía permanece en las calles. El barrio Mouffertard estaba tan orgulloso de ella que muchas veces su voz fue escuchada, incluso en aquellos momentos en los cuales la multitud no escuchaba a nadie.
En 1830 ella favoreció la evasión de muchos adversarios del gobierno. Debido a una reincidencia, el Prefecto de Policía firmó la orden de arresto. «Arrestad a Sor Rosalía» —gritó el agente al cual le había sido remitida esta orden—. Pero esto hará sublevar a todo el suburbio San Marcelo, todo el pueblo cogerá las armas. Será una nueva sublevación. Perderemos nuestra «cabeza». Y la orden fue revocada.
Durante las jornadas de junio de 1848, Sor Rosalía hizo cesar el fuego en plena batalla. Se arrojó en el pleno de la reyerta. «Pero, Hermana, ¿usted va a dejarse matar?».
—¿Creéis que yo deseo vivir cuando se asesina a mis hijos?
Y volviéndose hacia ellos dijo: «¡Cesad el fuego! ¿No tenemos ya bastantes viudas y huérfanos que alimentar? ¿Queréis aumentarlos?».
Un oficial que había asaltado una barricada vio a todos sus soldados abatidos por una descarga. Quedando solo, para sobrevivir, se precipitó en la casa más vecina. Era la, de Sor Rosalía. Los sublevados lo persiguieron y le apuntaron con el fusil. «¡No matarlo aquí!» —gritó Sor Rosalía. Dejádnoslo prender, lo llevaremos nosotros a la calle. La Hermana lo rodeó y no se movieron. Los soldados ya estaban para tirar por encima de la espalda de la Hermana. Sor Rosalía se arrojó de rodillas y gritó: «Hace 50 años que os he consagrado la vida; por todo el bien que yo he hecho a vuestras mujeres y a vuestros hijos, yo os pido la vida de este hombre».
A estas palabras todos aquellos obreros se estremecieron de emoción y de admiración. Su cólera cesó, alguno llora. El prisionero está salvado.
Madre de todo un pueblo
Fue en 1856 cuando Dios llama a Sí a su sierva. Cuando la noticia se propagó por París, el dolor fue general. Al día siguiente, todo el suburbio de San Marcelo fue a saludar a lo que quedaba todavía de Sor Rosalía sobre la tierra.
El día del funeral, el pueblo entero siguió el féretro. Todos los comercios cerraron. Los dos tercios de los que le acompañaban no pudieron entrar en la iglesia de San Medardo, pero todos siguieron el cortejo hasta el cementerio de Montparnasse.
Una cruz de piedra blanca simplemente indica su tumba, la cual, después de cien años, sigue floreciente por la atención de desconocidos que no olvidan que los destinos de Federico Ozanam y Sor Rosalía se han confundido en el amor al pobre, salvando así los vínculos indefectibles entre la Sociedad de San Vicente y la Compañía de las Hijas de la Caridad.