Ozanam, un sabio entre los pobres. 6. Los caminos inciertos

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Author: Madeleine des Rivières · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1997.
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Al principio de 1834, más exactamente el 4 de febrero, a propuesta de Jean-Léon Le Prévost, la pequeña sociedad adoptó el nombre de Sociedad de San Vicente de Paúl. ¿Hay ejemplo mejor o mejor inspiración que el Señor Vicente quien llamaba a los pobres: «Señores y Dueños»?

A partir de entonces, al concluir las reuniones semana­les, la breve lectura de la Imitación dará paso a un extracto de la vida del servidor de los pobres. No nos resistimos al placer de anotar aquí un pasaje del reglamento de la prime­ra Confraternidad de caridad, fundada por Vicente de Paúl en Chatillon-les-Dombes, en 1617. Nada tan conmovedor como este homenaje a la dignidad humana. Esto es lo que el Señor Vicente escribe a sus queridas damas de la Caridad:

La que esté de día, después de haber tomado todo lo necesario de la tesorera para poder darles a los pobres la comida de aquel día, preparará los alimentos, se los llevará a los enfermos, les saludará cuando llegue con alegría y caridad, acomodará la mesita sobre la cama, pondrá encima un mantel, un vaso, la cuchara y pan, hará lavar las manos al enfermo y rezará el Benedicite, echará el potaje en una escudilla y pondrá la carne en un plato, acomodándolo todo en dicha mesita; luego invita­rá caritativamente al enfermo a comer, por amor de Dios y de su santa Madre, todo ello con mucho cariño, como si se trata­se de su propio hijo, o mejor dicho de Dios, que considera como hecho a sí mismo el bien que se les hace a los pobres. Le dirá algunas palabritas sobre Nuestro Señor; con este propósi­to, procurará alegrarle si lo encuentra desolado, le cortará en trozos la carne, le echará de beber, y después de haberlo ya preparado todo para que coma, si todavía hay alguno después de él, lo dejará para ir a buscar al otro y tratarlo del mismo modo, acordándose de empezar siempre por aquel que tenga consigo a alguna persona y de acabar con los que están solos, a fin de poder estar con ellos más tiempo.

¡Qué esmero por el detalle! ¡Qué ternura bajo estos ges­tos sencillos! ¡Qué tema de reflexión también para nosotros vicencianos del siglo XX, siempre con prisas, atareados, repartidos por el tiempo como un pastel de bodas! Nos hemos olvidado ya de mirar, escuchar, dar la mano, ¿sabe­mos todavía sentarnos y decir a su tiempo «unas palabritas de nuestro Señor?» Pero volvamos a Federico.

¿Podemos creerlo? El 13 de enero, un año después de su encuentro con Monseñor de Quélen, Ozanam vuelve a la carga y se presenta al arzobispo con Lallier y Lamache. Des­pués de seguir religiosamente las conferencias de Lacordai­re en Stanislas, Federico está persuadido cada vez más de que la palabra del joven sacerdote puede por sí sola contra rrestar las teorías malsanas que siguen infiltrándose en la sociedad, y más particularmente en la universidad.

Esta vez, Ozanam y sus compañeros presentan al pre­lado una petición de doscientas firmas como también un programa redactado por Federico en el que indica las cues­tiones que más preocupan a la juventud de las Escuelas. Monseñor de Quélen queda impresionado por su determina­ción y promete conferencias en Notre-Dame para la cuares­ma de 1834. Cumple con sus palabras pero cree oportuno invitar a ellas a siete predicadores diferentes. Por desgracia, Lacordaire y el abate Bantani, los preferidos de Federico y de sus amigos, no se encuentran entre ellos. Los temas ele­gidos al azar y sin duda demasiado diversos sólo atrajeron a un número reducido de oyentes. Los estudiantes acuden pero sin entusiasmo, mientras corren a Stanislas cuya capi­lla pequeña se llena enseguida.

Ozanam no se da por vencido por ello; ha logrado abrir brecha en la actitud conservadora del arzobispo, y, con la ayuda de la Providencia, sabrá inclinar algún día al prelado a confiar sólo a Lacordaire las conferencias de cuaresma. Ya veremos más tarde hasta qué punto van a llegar la determi­nación y la tenacidad de Federico.

Pasan los meses, y Ozanam se siente cada vez más indeciso por la elección de su vocación. «¿Qué ignorante era, escribe a su primo Falconnet en abril de 1834, al pen­sar anteriormente que podría ser al mismo tiempo sabio y abogado y llevar dos vidas a la vez? Hoy, al acercarme al final de mis estudios de derecho, tendré que elegir entre estas dos carreras, tendré que echarlo a suertes, ¿qué saldrá, negro o blanco?»

Federico sacaba adelante estudios en literatura y en derecho; sus preferencias están por la literatura. Si continúa con los estudios de derecho es por complacer a su padre.

Éste sueña con hacer de Federico —a quien tiene por bien dotado— un abogado o más bien un consejero, un juez en alguna corte real.

Posee sentimientos delicados, puros y generosos, nos confía Juan Antonio en sus Memorias», será un magistrado preclaro e íntegro.

Federico sigue su camino, pero conoce momentos de profunda confusión. Los avatares políticos que llegan uno tras otro, una revuelta en París, otra en Lyon en abril, le afli­gen e inquietan. Luis Felipe se siente amenazado, aprieta cada vez más las clavijas del poder.

En el mes de agosto, Ozanam vuelve a Lyon entristeci­do por ver ciertos barrios medio destruidos por los cañones de los días de abril, y sorprendido por la presencia de patru­llas y de centinelas por toda la ciudad. Buen número de obre­ros han pasado a Suiza, y Federico presiente el malestar latente que planea sobre Francia.

Se siente feliz de volver a ver a los suyos. Los tíos y tías de Florencia, lo mismo que los primos, se han venido a vivir a Lyon, y se alegra de ver agrandarse el círculo familiar.

La Perriére, Chaurand, Biétrix, Serre, Dugas, Genin y Gignoux, Arthaud, Bouchacourt y Accarias, todos lioneses de origen, han vuelto a su ciudad como Federico. Se hacen visitas y se distraen compartiendo suculentas comidas en la ciudad o en el campo. Por primera vez, Federico saborea la ociosidad con complacencia. Dos hechos agradables señala­rán estas vacaciones de 1834. El primero es la visita de Federico al Castillo de Saint-Point, donde por fin llegará a conocer al señor de Lamartine, y el segundo es el nacimien­to en Nimes, al sur de Francia, de una segunda Conferencia de caridad.

Es Alexandre Dufieux  quien va a presentar a Federi­co al gran poeta. Lamartine era más que un poeta y escritor notable, era un magnífico orador. Consigue introducirse en la escena política, después de algún que otro fracaso, y lle­gará a desempeñar un papel preponderante; como agregado de embajada primero y luego como embajador y ministro de Asuntos Exteriores, interviene en la Cámara con una elo­cuencia única. Con el tiempo sus ideas se han ido modificando; de regalista que era al principio de su carrera, se hizo poco a poco republicano, y se puede decir que no dejó de influir en las tomas de posición de Federico.

Ozanam quedó maravillado por el recibimiento que le dispensó Lamartine. En los años siguientes se llamarán para verse; los dos serán partidarios de la libertad en la modera­ción. El segundo hecho no será menos significativo para Ozanam. Léonce Curnier, joven comerciante a quien Fede­rico conocía ya, había asistido en París, en junio de 1833, a una de las primeras reuniones de la Conferencia de caridad. Había conservado un recuerdo entusiasta, y de regreso en Nimes, su patria, no dejaba de obsesionarle la idea de una asociación de jóvenes caritativos. En el Midi, la situación de la clase obrera era tan triste como en París, y el joven veía en la implantación de la pequeña sociedad una manera de mejorar estas condiciones y llevar algo de esperanza. Fundó pues con seis colaboradores una especie de conferencia her­mana. Léonce informó a Federico y le expresó su deseo de mantener lazos con la Conferencia de París para seguir fiel a los objetivos de la nueva Sociedad.

Esta iniciativa fue para Federico un motivo de alegría. Veía en ello una aprobación tangible de la Providencia en el momento de su naciente obra. No tardó en anunciar la buena noticia a Bailly y a su amigo Pessonneaux. «El señor Cur­nier ha fundado en Nimes una pequeña sociedad caritativa según el modelo de la nuestra. La carta que me escribe arde en celo: tratemos de no enfriarnos, y recordemos que en asuntos humanos no existe éxito posible más que en el desarrollo continuo y que no avanzar es caer. Soy pues partida­rio de las innovaciones, de las subdivisiones de conferen­cias, de los cursos y de todo cuanto agrade al cerebro benévolo del señor Bailly».

Federico desea que este cambio se produzca lo antes posible para permitir que la organización se amplíe, se divi­da en secciones sin perder el fervor que ha presidido en sus comienzos.

Una delegación nutrida de estudiantes lioneses salió para París a primeros de noviembre de 1834, y para muchos era la primera estancia en la capital. Federico, con su delica­deza habitual, se molesta en escribir al señor Bailly para pre­sentar a los recién llegados, trazando un bosquejo físico y moral de cada uno y tratando de destacar sus cualidades. Este gesto describe bien el cuidado constante de Ozanam por sus consocios y en qué estima tenía la amistad.

Federico se instala a su vez en París a principios de diciembre y habita esta vez en casa de Le Taillandier, su que­rido Le Taillandier, compañero desde el primer momento, trabajador incansable, vicenciano fiel y ardiente. Federico preparará sucesivamente la licencia y el doctorado en dere­cho. En efecto, su padre le ha aconsejado continuar sus estu­dios; eso será garantía doble, al parecer, de obtener la cáte­dra de derecho comercial que se está organizando en la Universidad de Lyon. Federico no se muestra muy entusias­mado; se sabe ahora cuánto teme la profesión de abogado. No solamente la teme, sino que el tiempo dedicado al estu­dio del derecho le parece un robo a todo por lo que él siente más inclinación: sus investigaciones sobre la historia de las religiones, la carrera de letras, las conferencias de caridad, la filosofía, las conferencias de historia.

«Es la última temporada de mi vida de estudiante, con­fía a su madre en febrero de 1835, pronto llegarán las preo­cupaciones, las tareas del Foro, las impertinencias de los clientes, la solicitud de las defensas, el temor de la opinión pública y por encima de todo, el cuidado por la paga y el cocido». A medida que siente acercarse el momento de las responsabilidades, la incertidumbre de su vocación se le pre­senta como una visión aterradora. ¿Se encontrará a la altura de la profesión? ¿Tiene en verdad las cualidades de un buen abogado? ¿Su discurso no es demasiado vacilante? Tan sólo el deseo y el amor que siente hacia su padre le ayudarán a proseguir su objetivo.

Sería equivocado pensar, sin embargo, que, en medio del ajetreo y las inquietudes que tiene consigo, Federico fuera un señor triste, un santo triste íbamos a decir. Por los consejos de su madre, que conocía bien la turbación de su alma sensible, Federico trata de distraerse. Se encuentra fre­cuentemente con sus amigos. Durante el carnaval se juntan unos y otros en lo que llaman sus hoteles suntuosos y que no son, ya se sabe, más que pobres habitaciones sin calor. Se montan charadas, marionetas en las que, para regocijo de todos, cada uno reconoce sus propios defectos. También Federico invitará a sus camaradas y nadie mejor que él nos puede contar la alegre fiesta».

Esta última tuvo un éxito inmenso, gracias al número de los convidados y los helados con que fueron obsequiados. La sesión duró desde las siete y media de la tarde hasta las dos de la mañana. Hubo de todo desde el ponche filosófico y de los helados a la moda hasta la gallinita ciega de los niños. El señor Bailly ha tenido a bien unirse a nuestras locuras por un rato. Éramos veintidós y yo no tenía más que once sillas: ¿cómo salir del apuro? Nos fuimos Chaurand, Biétrix y yo a saquear a los vecinos Lallier y Le Perriére; Janmot y Cie por su parte nos trajeron sus sillas. Había que ver por las calles esta proce­sión de gente con una silla en cada brazo y un paraguas en la mano (porque hacía mal tiempo) … Nos divertimos de lo lindo y fíjate que ahora La Perriére se siente herido en su orgullo y quiere recibirnos el lunes de cuaresma.

Federico es pues un estudiante como los demás, le gusta reír y divertirse.

La vida de Ozanam es una carrera de altos y bajos, de épocas felices y de momentos tristes. El camino espiritual de Federico es lento y laborioso. En el curso de su correspon­dencia, dos cosas, entre otras, fijan nuestra atención: la tris­te imagen que Federico tiene de sí mismo y de su valor moral, y el cuidado constante por hacerlo todo mejor, al orar, al entregarse a los demás, al frecuentar los sacramentos. Se confiesa y comulga a menudo; este hecho es prueba de cier­ta audacia en la época, ya que todavía se observan restos de jansenismo en la vida espiritual del siglo XIX. Se culpa sin cesar y se pregunta, según hemos visto, sobre los beneficios con los que le regala el Señor y de los que se siente indigno. Ozanam alude muy a menudo a sus irresoluciones y a su lan­guidez. «La fuerza, este don del Espíritu Santo tan necesario a los hombres, no se halla en mí», confía a un amigo, y le pide que rece por él para que pueda esforzarse más en ser mejor. Su carácter melancólico, su sensibilidad a flor de piel y también su salud frágil —se queja a menudo de dolor de estómago, del corazón, de insomnio— tienen algo que ver, sobra decirlo, con sus eternas recuperaciones, pero el hom­bre en quien se convertirá más tarde nos impresionará más si, poco a poco, nos vamos dando cuenta de sus luchas y esfuerzos. El temor del orgullo le oculta sus propias cualida­des, su propio valor; por eso se extrañará siempre de la defe­rencia con que se le trata, de las atenciones del señor Lamar­tine y del señor de Montalembert, de la amistad que se entabla entre él y el abate Lacordaire.

En la primavera de 1835, por tercer año consecutivo, Ozanam arriesga un supremo paso ante Monseñor de Quélen en favor del joven predicador. ¡Cuál no será su alegría al saber que el arzobispo ha decidido confiar todas las confe­rencias de la cuaresma al abate Lacordaire! Federico sale triunfante de la entrevista; su tenacidad ha encontrado por fin su recompensa.

Si no se puede atribuir del todo a él la iniciativa de las conferencias de Notre-Dame, sería difícil olvidarse del papel preponderante que ha jugado en su realización. Para Federi­co, la primavera tiene alas. Toma parte activa en la difusión de la buena noticia y compromete en ella a los miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl. Monseñor de Quélen le reserva a él y a sus amigos, en reconocimiento, un lugar des­tacado en la catedral. Las conferencias son escuchadas por todo lo que hay de más distinguido; literatos, sabios y un gran número de jóvenes de las Escuelas se dan cita allí.

«Toda la nave principal de Notre-Dame está llena, escribe a su padre. Caben en ella de cuatro a cinco mil personas. Se me ha encargado hacer el análisis para l’Univers».

Estas conferencias tienen tanto éxito que Monseñor de Quélen ha dirigido a Lacordaire agradecimientos solemnes, y le ha nombrado canónigo de la catedral.

Lo importante para Federico, es que la palabra del extraordinario predicador produzca fruto y que el catolicis­mo salga regenerado y engrandecido.

No sólo logrará Lacordaire este sublime objetivo, sino que, en los años sucesivos, se convertirá, por convicción y por agradecimiento, en uno de los propagandistas más entu­siastas de las Conferencias de San Vicente de Paúl.

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