Uno de los sucesos más notables del año 1833, aparte de la fundación de la Conferencia de caridad, fue el encuentro de Ozanam con el abate Lacordaire.
Federico conocía al joven sacerdote periodista por sus escritos muy comprometidos en l’Avenir, pero sobre todo por las conferencias que había dado en el Colegio Stanislas en las que su talento, sus ideas y su extraordinaria elocuencia le habían colocado en el rango de los oradores más prestigiosos del momento.
Así, a primeros de enero, llevado por el deseo de descargar su conciencia, y dejando a un lado la timidez habitual, Ozanam se decidió a visitar a Lacordaire, de treinta años por entonces y Ozanam de apenas veinte.
El encuentro, bajo el signo del intercambio y de la comprensión, produjo en Ozanam una influencia cuyos efectos repercutirán en toda su vida. Nacerá, a partir de entonces, una amistad entre los dos jóvenes intelectuales que los mantendrá unidos para siempre. En adelante no se podrá pronunciar el nombre de Ozanam sin pensar en Lacordaire, ni hablar de Lacordaire sin que el recuerdo de Ozanam nos venga a la mente. Los días siguientes darán testimonio de ello. Pero ¿quién era Lacordaire y cuáles estas ideas liberales que llevadas al extremo habían perdido a su compañero y amigo, al joven abate Lamennais, condenado por Roma, recordémoslo, el año anterior?
Como Ozanam, Lacordaire era hijo de médico y sentía hacia sus padres el mismo afecto y la misma admiración que Federico hacia los suyos. De más joven, había sido «furiosamente incrédulo», pero debía convertirse a los veintidós y conocer después la serenidad de la certeza. Su vocación de sacerdote era auténtica, sin reservas. El Señor le había colmado de dones preciosos; escribía con facilidad, y sus conferencias en Stanislas y en la Iglesia de Saint-Roch, pronunciadas con elocuencia deslumbradora, habían atraído ya a la práctica religiosa a un buen número de estudiantes.
Delgado y de bonita cabeza redonda, cara con clase, ojos inteligentes, no pasaba inadvertido. Veremos más adelante cómo ha logrado traer otra vez a Francia a la Orden de los Hermanos Predicadores (los Dominicos); el hábito blanco, el manto negro, el pelo rapado darán a su persona entonces un prestigio todavía más brillante.
Lacordaire, cuya fe era tan vibrante como la de Ozanam, predicaba un catolicismo liberal, un catolicismo más humano, más cercano al Evangelio que a las ideas estrechas que circulaban entonces en Francia e Inglaterra.
Estos aires nuevos molestaban naturalmente a los espíritus conservadores. Francia estaba aún impregnada de jansenismo, esa doctrina que ve a Dios como justiciero y a la Iglesia como una carta de reglamentos que observar. Incluso el clero se encontraba dividido, un gran número de sacerdotes y obispos seguían pegados a la letra, refractarios, por consiguiente, a un cristianismo renovado. Veían en los pobres un mal necesario, querido por Dios, que no excluía con todo la caridad. Ozanam y Lacordaire, al contrario, miraban la miseria como una injusticia clamorosa y deseaban que los ricos y los políticos se inclinaran más hacia los problemas sociales, se molestaran en estudiarlos para ponerles remedio. Para ellos, la fe católica significaba la libertad para todos los hombres, la libertad, es decir, el derecho al trabajo, el derecho al pan de cada día, el derecho a la dignidad.
Ozanam y Lacordaire discutieron estas ideas que les parecían claras y en consonancia con el mensaje evangélico. Federico salió como regenerado de este encuentro y su mayor deseo fue ver a Lacordaire predicar la cuaresma en Notre-Dame.
A los pocos días convoca a sus amigos, a los que ya conocemos, y también a otros que se habían unido a la sociedad de historia. Les cuenta su entrevista con el abate Lacordaire y les informa de sus ambiciones, nacidas así de un impulso entusiasta. Si Enrique Lacordaire aparece en Notre-Dame, les dice, todo París acudirá a oírle. Sus convicciones, la claridad de su discurso confundirán las doctrinas subversivas que nos invaden y harán triunfar la fe católica.
Los ojos de Federico se animan, su ardor y su deseo profundo de vencer la indiferencia y de reavivar la fe van a hacer vibrar todo su ser. Sus compañeros le escuchan, admiran su fogosidad, su valor, pero lo encuentran atrevido, hasta temerario.
«No se te ocurra pensar, dice Lamache, más realista, que, aunque Monseñor de Quélen se entregue a los pobres y les haya cedido casi todos sus bienes, por eso vaya a compartir las ideas atrevidas del abate Lacordaire».
Pero Federico no quiere oír nada.
«No me presentaré ante Monseñor de Quélen con las manos vacías, responde. Estoy convencido que un buen número de estudiantes van a firmar una petición en favor de Lacordaire, y tengo la impresión que Su Ilustrísima se dejará impresionar… Para eso debéis ayudarme», añadió, dirigiéndose a sus amigos con las manos tendidas y la esperanza en los ojos.
En pocos días y después de varios intentos, Federico y sus compañeros recogieron cien firmas. Envalentonado con este éxito —no olvidemos el medio anticlerical de la Sorbona—, Ozanam, acompañado de Le Jouteux y de Montazet, estudiantes de derecho como él, presenta su preciosa petición a Monseñor de Quélen. El prelado los recibe calurosamente.
«Estamos persuadidos, Su Ilustrísima, dice Ozanam, que las ideas del abate Lacordaire que traen una visión nueva de la religión católica van a conseguir detener la ola de ateísmo y de racionalismo que invade la universidad en estos momentos». Federico es locuaz; con la confianza pierde la timidez. También sus consocios aducen argumentos persuasivos.
Monseñor, emocionado por su celo, los escucha, los felicita por la iniciativa, por el valor, los rodea a los tres con un gran gesto paternal, promete estudiar su petición pero les deja pocas esperanzas. Y en verdad los tristes sucesos que han rodeado la condena de l’Avenir son demasiado recientes; Lacordaire, sumiso y todo, y medio retirado, lleva todavía las señales.
Ozanam sale decepcionado del encuentro. De Montazet y Le Jouteux tratan de animarle; después de todo, el arzobispo los ha escuchado con interés, quizás reflexione.
Al regresar a su pequeña habitación bajo el desván, Federico abre el tragaluz, su mirada abarca todo París. Es mediodía. Una ligera bruma planea sobre los tejados; en una parte, el sol la atraviesa con rayos extraños que envuelven la ciudad en un ancho abanico. Federico se acoda en la ventana y reflexiona. ¡Cuántos anhelos rotos! ¡Cuántos pasos inútiles! ¡Cuánto tiempo perdido! ¿Se han dirigido su empeño y sus energías de verdad hacia objetivos buenos? ¿Dónde está el camino?, ¿dónde el deber? A medida que avanza por la vida, la sociedad parece llena de inmoralidad y de egoísmo. «Estas tristes verdades que quiebran mis ilusiones me dejan sombrío y grave como a un hombre de cuarenta años», escribirá semanas después a su madre. Hay que comprender: Federico tiene un alma de apóstol, cree en la religión, en su religión. Cree en la justicia, en la verdad, en la caridad. Una multitud de sentimientos le empujan a cumplir algo que no verá la luz del día. Pero si Ozanam se acusa espontáneamente de debilidad, se olvida a menudo de lo que llamamos su hermosa tenacidad, ya que, apresurémonos a decirlo, todos sus fracasos han conocido resurgimientos. Y ahí es donde nos sentimos forzados a admirarle.
Algún tiempo antes de regresar a Lyon, el verano de 1833, Federico comunica a sus padres, no sin gran dolor, los resultados de los exámenes de derecho. «Las pruebas no me han salido bien, les escribe, apenas he alcanzado los puntos para pasar… los profesores han sido muy severos, las preguntas eran de las que uno no se espera».
Cuidándose de enumerar todas esas razones fáciles para excusarse por un resultado mediocre, les suplica a la vez que se muestren indulgentes. En el fondo Federico es desdichado, y más cuando se entera que su padre y su madre proyectan un viaje a Italia en setiembre llevándose con ellos a sus hijos mayores. Federico se siente culpable…, el Señor no le ha escatimado sus dones, ¿qué es lo que ha hecho con ellos? ¿Está abusando de los sacrificios que se imponen sus padres para sostenerle en París? ¡Incorregible Federico! Una vez más se ha complicado la vida, una vez más ha prestado más interés a sus actividades literarias y preocupaciones caritativas que a las trampillas del código civil y de la jurisprudencia.
Las vacaciones están ahí, a la vuelta de la esquina; treinta y tres horas de carruaje le separan de los suyos. Relegando sus tormentos al olvido, parte para Lyon. Al llegar a la calle Mayor Pizay, todas sus inquietudes quedan ahogadas en el placer de volver a ver a su familia, a Carlos y a Alfonso, de abrazar a Guigui. La perspectiva de viajar a Italia le encanta. Recorrer el país donde nació, donde combatió su padre con tanto valor, el país cuya lengua habla ahora con facilidad y cuya historia le resulta tan familiar como la de Francia, este país se le va a revelar en todo su esplendor, ¡cabe mayor alegría! María Ozanam tiene una hermana que vive en Florencia; ella decide pasar allí unas semanas con Carlos. Durante ese tiempo, Juan Antonio y sus otros hijos visitarán Turín, Milán, Bolonia, el Santuario de Loretto y la grande y bonita Roma. Al regreso, se detendrán varios días en Florencia; ello permitirá a Federico recorrer la ciudad, detenerse en las iglesias, en los museos, en los palacios, en las bibliotecas admirando sus riquezas. Este primer viaje a Italia dejará huella en el destino de Federico. Roma y sus maravillas, la Casa de la Virgen de Loretto, la visita al Santo Padre, que los acoge con una bondad paternal, a la Capilla Sixtina y al Vaticano le impresionarán profundamente. Uno de los frescos que adornan las cámarasIde Rafael atrajo su atención de modo particular. Este fresco representa al Santísimo Sacramento sobre un altar elevado, entre el cielo y la tierra. El cielo entreabierto deja ver a la Santísima Trinidad, a los ángeles, a los santos, y la tierra aparece coronada por una falange de pontífices y de doctores de la Iglesia. «Se distingue en uno de estos grupos, describe Ozanam, una figura notable por la originalidad de su carácter, con la cabeza ceñida no por la tiara o por la mitra, sino por una guirnalda de laurel, noble y;-austera y en nada indigna de figurar en tal compañía y, si uno trata de recordar bien, reconocerá a Dante Alighieri».
Ozanam se pregunta por qué el pintor Rafael, bajo la mirada de los Papas, se ha atrevido a introducir la imagen del poeta en desgracia entre los venerables testigos de la fe. Recordemos que Dante, el mayor poeta italiano, fue expulsado de Florencia, donde había jugado un papel político, y condenado al destierro perpetuo. La Divina Comedia, su obra maestra, suscitó la admiración de todo el mundo. Murió en Rávena en 1321, después de sufrir las peores humillaciones, y pidió ser enterrado con el hábito franciscano.
Ozanam no dejará de pensar una y otra vez en este célebre cuadro que le inspirará más tarde el tema de su tesis de doctorado en letras: Dante y la filosofía católica.
De regreso a París, en noviembre, Ozanam habitó de nuevo con Chaurand en el hotel des Écoles. Colabora regularmente en la Revue européénne, lo que le permite vivir un poco menos estrechamente y dedicar algunos francos por semana a los pobres de la Conferencia de caridad, fundada unos meses antes. Bailly y un grupito de jóvenes que se han quedado en París se han encargado del relevo durante el verano. Nuevos miembros se han ido uniendo a la pequeña Sociedad: Emmanuel de Coude, presentado por Bailly, Carlos Hommais, amigo de Lallier, Pessonneaux, Chaurand de Gignoux, traídos por Ozanam; así como Jean-Léon Le Prévost quien fundará más tarde la Congregación de los Hermanos de San Vicente de Paúl. Ya se han convertido en quince. Las reuniones se celebran en Place de l’Estrapade, en las dependencias de l’Univers religieux. (La Tribune catholique se ha fusionado con l’Univers del abate Migne en el verano de 1833). Las colectas son modestas; provienen sobre todo de los artículos escritos por los estudiantes mismos; de vez en cuando Bailly deja caer algunos escudos en el sombrero, y nadie deja de advertir ese gesto. Se compra pan, se añaden dulces, libros, ropas. Devaux se ha encargado de recoger cada semana los bonos de Sor Rosalía y de distribuirlos a sus consocios así como la lista de familias que visitar. En pequeños grupos se dispersan entonces por las callejuelas de los barrios míseros. El espíritu de colaboración ha logrado crear este ambiente de amistad que va bien con la meta que Federico se había propuesto, de llevar a los indigentes algún alivio material y moral.
Por Navidad, Ozanam escribe alborozado a su madre que ha tenido la dicha de asistir con sus compañeros a una misa clandestina de medianoche en una capilla de comunidad, y habla de la tranquilidad y consuelo que le ha traído la comunión.
El 30 de diciembre, Federico envía a sus padres una carta de agradecimiento por la ayuda entusiasta que recibe de ellos y por su parte les ofrece sus oraciones y tierno afecto. «Mi más ardiente deseo es serviros de más provecho. Ojalá pueda un día cumplir dignamente con mi destino para vuestra gloria», les escribe.
¡Querido Federico, quién no te reconocería por esta ternura, por estos entusiasmos desbordantes de frescor, por esta sed del absoluto cuyo ímpetu, brotando de fresca fuente, va a dejar huella en cada etapa de tu camino espiritual!