Federico está entre los más asiduos a las conferencias de historia; acude regularmente con sus camaradas de derecho, Le Taillandier, Lamache, Lallier y el grupito de lioneses a quienes se ve siempre acompañándole. Por su don de gentes, su bondad y su erudición, los compañeros de Ozanam le han constituido en su jefe de filas, su portavoz. Federico se siente abrumado bajo el peso de un prestigio tal.
Me llaman, me invitan… me lanzan por delante. Y como Dios y la educación me han dotado de cierto tacto, de cierta amplitud de ideas y margen de tolerancia, quieren hacerme jefe de la juventud católica de este país… debo estar a la cabeza de todo movimiento y cuando se trata de algo difícil el peso recae sobre mí… Soy consciente de mis debilidades a los 21 años, por eso las solicitudes y los elogios me humillan bastante y me entran casi ganas de reírme de mi importancia.
¿De dónde nace esa admiración, si su naturaleza embarazosa y tímida limita toda ambición, paraliza toda energía? Le gusta el diálogo, la discusión, pero ¡qué hondo le parece el abismo entre los argumentos que se imagina persuasivos, brillantes y las pobres palabras temblorosas que salen de su boca! Y sin embargo, cuando siente el golpe, cuando le atacan en sus convicciones profundas, los ojos se iluminan, el gesto se precisa, la verdad se abre paso, primero con dificultad, luego estalla de repente como una llamarada, y Federico se vuelva expedito, elocuente.
Un día, en el curso de una de estas conferencias de historia, se aborda el tema de la fe activa. Un joven sansimoniano, fiel a la doctrina de sus maestros, ataca de frente a los militantes católicos: «Vuestra fe, dice, está en los libros, no en las obras; ¿qué hacéis vosotros para ayudar a los pobres, a los desheredados?» Ozanam se siente profundamente humillado, como abofeteado; le hierve la sangre en las venas. Es tímido pero está siempre documentado, de manera que se levanta de un salto: «La Iglesia ha sido siempre amiga de los pobres, replica. Cristo ha venido a salvar a todos los hombres. Desde los comienzos del cristianismo hasta hoy, la Iglesia ha conjugado todos sus esfuerzos para desterrar la esclavitud, es ella la que…» Aquí le interrumpe su fogoso adversario: «Estáis hablando del pasado, señor Ozanam, yo os pregunto qué hacen los católicos de hoy, vos, vuestros compañeros».
Presa de una fuerza espontánea, Ozanam no se deja impresionar ni mucho menos. Recuerda a su interlocutor la presencia de muchas comunidades religiosas que trabajan en el centro de París en los barrios miserables, y fija la atención en el Instituto de Bon-Secours creado recientemente por el arzobispo de París, Monseñor de Quélen. «Admitiréis que esta caridad es valiente, ya que se realiza dentro de la ilegalidad, sin aprobación oficial del gobierno…». «Se trata de órdenes religiosas, replica su oponente, pero ¿qué hacéis los laicos y los estudiantes como vosotros para ayudar a los pobres?» Federico ha recuperado la calma. Sus compañeros, al borde de sus asientos, están pendientes de él. «No acostumbramos a darnos importancia, responde tranquilamente Ozanam… Sin duda os producirá sorpresa, amigo mío, que muchos de nosotros dedican parte de su tiempo y los escasos recursos que tienen a socorrer a los desprovistos». (Ozanam aludía así a las familias que visitaba de vez en cuando con sus amigos, para ayudar a la Hermana Rosalía40. «No obstante os confieso, sigue diciendo, que nos sentimos incapaces y que se impone una caridad más organizada».
El joven sansimoniano se echa a reír. «Pero, ¿qué esperáis hacer? Sois un puñado de jóvenes, ¿y de esa forma esperáis aliviar las miserias de una ciudad como París? Por muchos que os juntéis, no lograréis gran cosa. Nosotros, por el contrario, continúa, nosotros elaboramos ideas y sistemas que reformarán el mundo y extirparán la miseria para siempre. En un instante, nosotros haremos por la humanidad más que vosotros en muchos siglos…» Confiado y dueño de sí, Ozanam responde:
Acordaos de que los sistemas son a menudo complicados y efímeros. El catolicismo ha descubierto mucho antes que vosotros los principios de la justicia y de la caridad. No está prohibido tener grandes proyectos, amigo, pero la Iglesia de Cristo, la Iglesia perseguida en nuestros días como en tiempos de los romanos, no ha dejado de existir a pesar de haber sido fundada sobre doce pobres hombres y sobre uno en particular llamado Pedro.
La atmósfera es tensa; Federico se da cuenta; continúa:
Os olvidáis del papel que jugó el año pasado entre las víctimas del cólera; el seminario, el arzobispado, las residencias presbiterales se transformaron en hospitales, se formaron grupos de laicos para cuidar a los enfermos, tanto ricos como pobres, de eso ya hablaron bastante los periódicos, y a próposito de periódicos, os supongo al corriente de los escritos de los señores Lacordaire, de Montalembert y de Chateaubriand que predican un catolicismo social, más cerca de las gentes. Se dará cuenta, amigo mío, que no son sólo los Enfantin4I y los Proudhon quienes se ocupan del pueblo y hablan de un nuevo cristianismo.
La alusión no era malévola; la había pronunciado con una chispita de humor, pero no por eso dejó de desencadenar una salva de aplausos.
Los partidarios de Ozanam, se levantan, le rodean, le felicitan; hay apretones de manos y palmadas en el hombro. Federico se muestra sensible a estas señales de amistad, pero se queda pensativo y tiene prisa por estar solo. Casi mecánicamente recoge su bufanda, la chistera y el abrigo. Le Taillandier le espera a la salida. Sus miradas se encuentran. Federico conoce de sobra a su amigo para darse cuenta de que está preocupado…
«Nuestros debates son batallas de palabras, declara Le Taillandier sin rodeos. Has hablado bien, Federico, pero es hora de pasar a las obras, ¿no te parece? Hay que despertar, arrastrar a los demás, Clavé, Lamache, en una palabra a todos los que han manifestado el deseo de hacer algo…»
Los dos hombres, con la cabeza baja, penetran en el viento frío de primeros de abril. La calle se halla desierta, y el resplandor vacilante de los faroles reúne sus sombras alargadas en una sola; se diría un fantasma gigantesco.
«Tienes razón, afirma Ozanam, debemos mantenernos unidos. Yo te he hablado ya de esta vasta asociación generosa con la que sueño hace tiempo y que nos ofrecería la ocasión de poner en práctica nuestro catolicismo…
Esta vasta asociación generosa no contaría hoy entre nosotros más que con cinco o seis adeptos, hemos de ser realistas, Federico.
Eso no importa, contesta Ozanam, animado. Podríamos formar el núcleo de una asociación caritativa, reunirnos a menudo, visitar a los pobres. Y luego dividirnos en pequeños grupos …
El señor Bailly podría ayudarnos sin duda», añade Augusto.
Pero Federico no escucha ya, continúa con su idea.
«Hay conferencias de derecho, de medicina, de literatura, exclama Ozanam, ¿por qué no una de caridad? La caridad es el lazo por excelencia para cimentar la amistad. Mañana voy a ver a Bailly y a hablar de esto con Lallier… tal vez lleguemos a interesar a Clavé» en nuestros proyectos.
— Claro que sí, dice Le Taillandier. Y voy a avisar a Devaux y a Lamache».
Habían llegado ya al pequeño hotel que habitaba Federico, en la calle de Grés. Augusto se quedaba muy cerca, a unas manzanas de allí.
«Bueno, ¿no subes?, dice Federico. Sólo son seis pisos, para entrar en calor,
Es tarde ya, te lo agradezco.
Entonces hasta mañana, dice Ozanam, dándole la mano. No dejes de rezar por nuestra pequeña sociedad
Buenas noches, Señor Fundador, lanza Augusto con la mayor seriedad. No me olvidaré».
Federico sube de una zancada los cuatro peldaños del descansillo, luego los baja de prisa y alcanza a su amigo. Agarrándole por el brazo, le mira a los ojos: «Dime que eres feliz, Le Taillandier. Pasamos a las obras…»
El otro le empuja riéndose. «El futuro nos espera», grita, sosteniendo apenas su sombrero mientras el viento se cuela en su capa ancha, hinchándola como una inmensa vela. A Federico le divierte un poco el espectáculo y, pensativo, vuelve sobre sus pasos. Aquella noche tardó tiempo en dormirse…
En los días que siguieron, Federico habla a Bailly de sus proyectos; éste le escucha con atención y, como era de esperar, le anima. Aconseja a Ozanam que acuda con sus amigos al señor Olivier, cura de Saint-Étienne-du-Mont.
Esta visita no fue fructuosa por desgracia. Sorprendido y poco habituado a las novedades, el buen sacerdote les sugirió que se dividieran en grupos pequeños y enseñaran el catecismo a los niños pobres. No hace falta decir que este programa no agradó a ninguno de los dos. Federico explicó cortésmente que la iniciativa era laudable pero que tenían la intención de ayudar primero materialmente a los pobres y, más adelante, tal vez, intentar conducirlos a la práctica religiosa. Se fueron decepcionados. Ozanam reanimó no obstante su entusiasmo proponiéndoles una primera reunión para el 23 de abril, en casa de Bailly, en los locales de la Tribune catholique, de la calle Petit-Bourbon-Saint-Sulpice.
Fieles a la cita, los jóvenes llegaron juntos y tomaron la oficina de su consejero y amigo por asalto, ¿qué hora sería, las ocho de la tarde? El sol se retrasaba y dibujaba extraños arabescos en las paredes de este local vetusto que olía a tinta y a imprenta. Allí estaban, en torno a la mesa, Le Taillandier, Félix Clavé, neófito, Julio Devaux, Paul Lamache, el artista de corazón tierno, Francisco Lallier, Federico y, claro está, Emmanuel Bailly, el obrero de tiempo completo.
Bailly propuso una oración, el Veni, Sancte Spiritus. ¿No era algo natural que el Espíritu Santo se inclinara sobre el entusiasmo de este grupito?
A decir verdad los jóvenes estudiantes no tenían demasiada idea sobre la marcha de la reunión y, después de algunas intervenciones trabajosas, se volvieron a Bailly para pedirle luz y orientación. Éste se les queda mirando uno a uno. ¡Qué hermosotes están así con el pelo revuelto y barba en collar! Le Taillandier, el de mayor edad, acaba de cumplir los 22. Todos llevan levita, más o menos brillante y raída, corbata ancha, pasada bajo el chaleco, y el pantalón estrecho. El pantalón con trabillas queda reservado a los verdaderos burgueses… A Bailly le impresiona su decisión, pero adivina a la vez por sus ojos cierta inquietud.
Les recomienda que vayan a entenderse con Sor Rosalía a quien ya conocen Ozanam y sus amigos por haber hecho alguna visita a los pobres del barrio de Mouffetard. Estas visitas podrían, en lo sucesivo, estar mejor organizadas, y ser más regulares…
Podríamos reunirnos cada semana quizás, traer ropas, algún alimento, propone Federico.
Yo os ofrezco este local de mil amores, interviene Bailly. Vosotros escogeréis el día y hora a vuestro gusto.
Siempre tan generoso, el señor Bailly, lanza Le Taillandier, ¡qué íbamos a hacer sin usted!
¿Tendría la bondad de presidir nuestras pequeñas reuniones?, pregunta Federico tímidamente…
Bailly se queda pensándolo un momento; tiene tanto trabajo, la conferencia de historia, el periódico, la pensión…, pero cediendo a su habitual bondad:
Acepto, dice sin más. Lallier se pone a aplaudir, y los demás le imitan.
Sin embargo, continúa, debo advertir que esta pequeña Sociedad es asunto vuestro, de Federico para ser más exactos, que sueña con ella hace tanto tiempo…
Sin duda queréis decir que es el núcleo de la vasta asociación con la que sueña, añade Le Taillandier, burlón, subrayando el adjetivo.
El futuro es de los audaces; ¿no se trata sobre todo de pasar a las obras?, salta Federico, incordiando a su vez a su amigo.
La vivacidad de espíritu de Federico salía triunfante de todas las situaciones; la atmósfera se hallaba distendida y jubilosa.
¿Qué nombre le daremos a nuestra conferencia?, pregunta Clavé, con prisas de verla tomar forma.
Es algo pronto para bautizarla, responde Devaux, sería mejor pasar nuestras pruebas, esperar unas semanas.
Tienes razón, dice Ozanam, es más prudente esperar un poco, pero podemos ir pensándolo.
Ya es de noche, constata Lallier, recorriendo con la mirada la silueta desvaída de los pupitres y taburetes que llenan la sala.
Se había hecho de noche y no se habían dado cuenta. Enmmauel Bailly se levanta, enciende la lámpara y echa un vistazo al reloj.
¡Muchachos, dice, son ya más de las nueve! Aquí tengo unas empanadas y una botella de vino tinto, esto hay que celebrarlo.
Y a la vez los veinte de Federico, porque hoy es 23 de abril, ¿no?, añade Augusto Le Taillandier muy orondo por el efecto sorpresa.
Se forma un alboroto y se mueven las mesas para felicitar a Federico y darle la mano, deseándole toda clase de venturas. Emocionado Ozanam, apenas llega a contener las lágrimas. ¡Se siente dichoso! En este ambiente de amistad y franqueza acaba de nacer la primera Conferencia de caridad. ¿Qué otra cosa mejor puede desear?
Al salir de casa de Bailly, con ánimo festivo, y del brazo, forman una cadena feliz por la calle estrecha y tranquila. Algunos transeúntes vuelven la cabeza curiosos preguntándose qué festeja esta pandilla, que parecen el vivo retrato de los bohemios.
En el mes de mayo, deciden juntos ir a ver a Sor Rosa- lía, la maravillosa madre Teresa del siglo XIX. Algo inclinada la toca y la mirada despistada, los recibe en su pequeño locutorio que los visitantes dan en llamar «el ministerio de la caridad», y les traza un programa. ¿Queréis venir el martes después de la reunión de la Sociedad? ¿Por qué no? Ella se ocupará de entregarles bonos para que las familias visitadas puedan procurarse pan. ¿Quieren contribuir con su bolsillo, traer ropa, provisiones, libros? ¡Bien! Con tal que los jovencitos sepan respetar a «sus» pobres, amarlos sobre todo, y sobre todo no juzgarlos. El apostolado ya llegará, a su tiempo y en su lugar…
La época de las grandes vacaciones se acercaba47, no hubo pues más que unas reuniones antes de la vuelta en octubre. Ya en junio Lallier propone la admisión de un joven sansimoniano converso, Gustave Colas de la Noue, que ha expresado deseos de unirse al grupo. Y ¡cuál no será su sorpresa al advertir cierta reticencia en el seno de la pequeña sociedad! Abundan las objeciones: «nos entendemos tan bien»; «formamos un grupo homogéneo»; «si incorporamos más miembros, el local no será capaz…»
Ozanam, divertido al principio por estas opiniones, no tarda en intervenir:
«¿No somos unos egoístas? Les hace notar. No sabéis en cuánto estimo la amistad. A mí también me complacería mantener esta intimidad, este espíritu de equipo, este pequeño círculo restringido donde nos encontramos tan bien juntos; pero si el fin de nuestra sociedad es acoger a cuantos jóvenes quieran vivir su fe de un modo práctico acercándose a los pobres, no sólo debemos abrir la puerta de par en par, sino reclutar nuevos miembros…»
Bailly, que presidía las sesiones, (y debió hacerlo durante once años), se reía de estas discusiones un poco pueriles en las que cada uno se expresaba con naturalidad y sinceridad. Ozanam y Lallier consiguieron lo que querían, y Colas de la Noue fue admitido en la conferencia desde el martes siguiente.
Comenzaron a elaborar las estructuras de la pequeña Sociedad.
Ozanam y sus amigos habían dejado bien claro que debía ser laica y tener por fin «el alivio de las desgracias individuales mediante el encuentro personal con el pobre».
Las reuniones se celebrarían semanalmente el martes. Los recursos vendrían de una colecta discreta (era Devaux quien debía pasar el sombrero)» en la que cada uno contribuiría según sus posibilidades. A esto se podrían añadir eventualmente donativos de personas caritativas, provisiones, algo de leña y ropas, mientras fuesen limpias y bien repasadas; lo que produjo admiración en algún neófito ¡claro!
Las primeras visitas, como miembros de la nueva Sociedad, tuvieron algo de solemne. La gente del barrio Saint-Marceau se extrañaba de ver a estos jovencitos bien vestidos y distinguidos circular por sus callejuelas sucias e insanas. Se dirigían primero a la oficina de Sor Rosalía. Ésta, siempre atareada con mil trabajos, los recibía con entusiasmo. A cambio del producto de su colecta, les distribuía bonos que permitían a las familias designadas procurarse alimentos en los comerciantes del barrio. Luego los estudiantes se separaban y de dos en dos subían por las oscuras escaleras de las buhardillas o entraban en las chabolas húmedas que olían a rancio, potasa y ropa sin secar. Eran bien recibidos casi siempre, charlaban un rato, preguntaban por la familia, tomaban nota en un papelito de las necesidades inmediatas y, antes de marcharse, repartían unos bonos, una chaqueta, velas, un poco de leña de sus escasas reservas. Intercambiaban un apretón de manos, prometían volver y volvían a bajar dichosos por haberles escuchado y ante todo y sobre todo por haber sido portadores de algo de esperanza…
El martes siguiente, una vez dicho el Sub tuum y una lectura breve de La Imitación de Cristo, Bailly pedía cuenta a cada uno de sus visitas, y juntos decidían arreglar los problemas. La discreción era de rigor. El contacto con la miseria no dejaba de impresionarlos a pesar de todo, y a veces sublevarlos.
Victor Hugo, en Les Misérables, ha dibujado sin suavizarla la verdad cruel de los pobres. El pueblo, amontonado en barrios vetustos y malsanos, estaba a la última pregunta. El mundo obrero no se encontraba organizado y, por tanto, era explotado. Las mujeres y los niños de doce, diez u ocho años trabajaban hasta diez horas al día en las fábricas inmundas, sucias y oscuras, sin poderse permitir más que una pequeña ración diaria de pan y patatas, mientras los ricos propietarios se daban buena vida con el producto de sus tierras, servidos por campesinos reducidos también a condiciones inhumanas. La burguesía’ y los políticos hacían bonitos proyectos, elaboraban sabias reformas que no conducían a ninguna parte; pasaban el invierno en Mallorca y al regreso daban fiestas y recepciones fabulosas.
Los pobres no son ni ciegos ni sordos; en ellos también fermentan ideas. El 1789 y el 1830 no estaban tan lejos, después de todo. Las pasiones empezaban de nuevo a agitarse, y el fenómeno no escapaba a la clarividencia de los jóvenes estudiantes y menos a la de Federico. «La cuestión que divide a los hombres en nuestros días, escribe a su amigo Janmot, no es ya una cuestión de formas políticas, es una cuestión social; se trata de saber si triunfará el espíritu de egoísmo o el espíritu de sacrificio […] Hay muchos hombres que tienen demasiado y que quieren tener más; hay muchos más que no tienen nada y que quieren tomar si no se les da nada. Entre estas dos clases se prepara una lucha y esta lucha amenaza con ser terrible; por una parte el poder del oro, por otra el poder de la desesperación».
Nadie sospechaba, por entonces, ni Bailly, ni Ozanam, ni sus compañeros, del papel importante que estaría llamada a desempeñar, en este mundo perturbado, la pequeña Sociedad nueva, tan modesta y tan frágil en sus comienzos.