Ozanam, un sabio entre los pobres. 3. El aprendizaje. París 1831-1833

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Autor: Madeleine des Rivières · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1997.
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Ozanam, a su llegada a París, no tiene nada de per­sonaje seductor, cosa que los años se encargarán de demostrar.

De estatura media, abundante cabellera algo descuida­da, amplia nariz y generosos labios, no produce impresión. Tímido y torpe, es el vivo retrato del joven de provincia, «del verde», del bisoño que llega a la capital. Además, su mala vista produce en él al principio una mirada apagada que se despierta cuando se anima la conversación. Y, sin embargo, ¡qué gracia, qué carisma emanan de él! Sus ami­gos le rodean, le invitan, le escriben, le piden consejo. Se diría que es una brasa tranquila e inextinguible en la que todos se encienden, como «en los fuegos benditos de épo­cas antiguas que mantenían vivos, siglo tras siglo, las mon­jas de Irlanda».

Para comprender bien a Ozanam, es preciso situarle literalmente en su época, recordar sin cesar el medio que era el suyo y, al igual que para una representación, captar bien los decorados y el ambiente en los que será llamado a vivir.

Luis Felipe, que hace un año que reina, dista mucho de haber aliado todas las tendencias. Gran número de realistas están convencidos todavía de que ha usurpado el trono a expensas del nieto de Carlos X, el duque de Burdeos. El des­contento está latente, pues los verdaderos republicanos se sienten igualmente frustrados por esta monarquía que los burgueses les han impuesto. Revueltas esporádicas estalla­rán en París como en provincias los años siguientes. La Con­gregación, organización religiosa controvertida que reagru­pa a los cristianos más decididos —no por eso los más auténticos—, acaba de ser disuelta. La religión católica no es ya la religión del Estado. Se ha suprimido la paga a los car­denales, las Cámaras renuncian a garantizar la seguridad del clero. Sacerdotes han sido ejecutados, otros han apostatado o han dejado los hábitos, la mayor parte quedan circunscri­tos en su iglesia. Algunos valientes continuarán dando testi­monio claro de sus creencias.

Todo este torbellino de opiniones ha dado origen a numerosas sectas, como a una proliferación de organizacio­nes de carácter social y religioso que se abren más o menos clandestinamente. La época es romántica y libertina, y es de buen tono ser anticlerical.

Los grandes escritores están en plena actividad. Balzac redacta su Comédie humaine, Hugo acaba de escribir Notre-Dame de París, Lamartine, el poeta, se inclina hacia la política, mientras que Chateaubriand, cansado y arruina­do, la abandona para escribir sus Mémoires. Es el periodo en que George Sand publica Lélia y vive sus pasiones sucesivas con Sandeau, Musset y Chopin. Liszt y Berlioz, los inmor­tales de la música, se encuentran en la cumbre de su gloria. Montalembert  y Lamennais acaban de fundar, en 1830, l’Avenir que instauraba un catolicismo liberal, favorable a la separación de la Iglesia y el Estado. La elocuencia y la escri­tura tienen una importancia primordial en el siglo XIX, y no olvidemos que son los clavos de oro que fijan las ideas. Existe incluso en la Sorbona, ¡qué paradoja!, ¡una cátedra de elocuencia sagrada!

Federico, por sus lecturas, ha sufrido la influencia de estos brillantes personajes, de forma que se puede afirmar que se ha pegado literalmente al mundo de su tiempo desde el final de su adolescencia. Debido a la educación muy reli­giosa que ha recibido y a sus propios valores como hombre, no se adhiere a las costumbres fáciles y libres de su época, pero, en el plano intelectual, se le ve informado y presente. Su estilo, a juzgar por sus escritos y correspondencia, es líri­co, sobrecargado, a menudo pomposo muy en desacuerdo con la lógica sencilla y traslúcida que caracteriza su pensa­miento y sus razonamientos. Este estilo se remozará y se despojará, a medida que Ozanam adopte ideas más amplias y más democráticas.

Su percepción clarividente de la modernidad, su erudi­ción auténtica, su moderación y su tolerancia harán de él un jefe de fila que, a pesar de su corta carrera, sabrá despertar a sus contemporáneos a un catolicismo comprometido y liberal.

Sería difícil hoy comparar a Ozanam con un personaje que reúna las múltiples facetas de su personalidad. Podría ser un Teilhard de Chardin más accesible, un Jean Vanier más politizado, un André Frossard historiador… La fantasía de estas comparaciones no disminuye en nada a los seres excepcionales que acabo de nombrar. ¿No nos dota Dios a cada uno de nosotros con una variedad de dones para dar cumplida respuesta a las necesidades que uno es llamado a vivir? Y si el Eterno es inmutable, el mundo sigue, cambia, se transforma, como las innumerables coincidencias de un caleidoscopio.

Hemos dicho, al comenzar este capítulo, que Ozanam llegaba a París con la ingenuidad de un novato; no es del todo justo pues su medio cultural le había preparado al menos para las polémicas y las corrientes de ideas que pre­valecían en la capital. Ozanam había tenido la ocasión, muchas veces, de expresarse en revistas y en periódicos, y su padre, conocido por sus notables obras de medicina cola­boraba regularmente en La Revue des deux mondes. Federi­co había vivido sobre todo rodeado de afecto y de cuidados, en una especie de crisálida, por decirlo así. Por eso las pri­meras impresiones de su vida en París son decepcionantes. Se siente solo, la pensión le desagrada, la gente de allí es alborotadora y vulgar, las comidas, mediocres. Se burlan de él porque guarda abstinencia los viernes. En una palabra, se siente desdichado.

Era costumbre en aquel tiempo hacer visitas de «cum­plido» a los conocidos y amigos de la familia, lo que hoy se llamaría «establecer contactos». Federico, aunque tímido, tiene en mucho esta costumbre. Así al poco tiempo de llegar a París, se presenta en casa del gran físico y matemático André Ampére, lionés de origen y miembro del instituto. Lo recibe con los brazos abiertos, le pregunta sobre los estudios, sobre él, sobre sus impresiones. Al ver que no está contento en la pensión, le ofrece la habitación de su hijo que la ha deja­do libre por viajar a Alemania. «Os ofrezco mesa y habitación en mi casa por el mismo precio que vuestra pensión. Vuestros gustos y sentimientos son análogos a los míos. Me gustará poder conversar con vos. Podréis conocer a mi hijo que ha trabajado mucho en la literatura alemana, su biblioteca está a vuestra disposición. Guardáis abstinencia, nosotros también. Mi cuñada, mi hija y mi hijo comen conmigo, así tendréis una agradable compañía. ¿Qué os parece?» Federico se siente confuso, y rebosa de alegría. Expresa su agradecimiento y al día siguiente escribe a Lyon una carta entusiasmado; para convencer mejor a su padre, procura añadir: «Allí aprenderé el buen tono y los modales parisinos».

Federico se instala en casa de Ampére a finales de noviembre de 1831; allí seguirá hasta marzo de 1833. Una bella amistad unirá al maestro y al estudiante.

Ampére era hombre de gran bondad y profundamente religioso. Federico cuenta cómo un día, a media tarde, entra a hacer una visita corta a su iglesia parroquial, Saint-Étien­ne-du-Mont. ¡Cuál no fue su sorpresa al ver, en un lado, al gran físico pasar tranquilamente las cuentas del rosario! «El rosario de Ampére, escribirá más tarde, ha hecho más por mí que todos los libros y todos los sermones».

Federico será feliz entre los Ampére, en la calle de Fossés-Saint-Victor. Se lo comunica a sus padres: «… mi habitación es caliente, iluminada y alegre… La cocina es buena y variada sin exageración […] El señor Ampére es conversador. Su charla a la vez que divertida es instructiva: he aprendido mucho desde que estoy a su lado […j Dotado de una memoria prodigiosa, domina la historia a maravilla, lee con tanto placer una disertación sobre los jeroglíficos como un relato de experiencias físicas y de historia natural. Todo lo hace de manera instintiva. Los descubrimientos que le han elevado al alto rango en que se encuentra hoy se le han ocurrido, dice, sin saber cómo. Está acabando un gran proyecto de enciclopedia». Federico precisará en otro lugar que el sabio se detenía a menudo durante sus trabajos para exclamar: «¡Qué grande es Dios, qué grande es Dios!»

Ozanam menciona igualmente a su padre que ha visto el día anterior al señor de Lamennais, joven sacerdote perio­dista de ideas nuevas, y que se propone visitar pronto al señor de Chateaubriand. Está maravillado por la erudición que encuentra en París; los buenos libreros son también sabios, añade.

Al poco tiempo, un compañero de derecho le presenta a Emmanuel Bailly, profesor de filosofía, propietario y director de La Tribune catholique. Bailly tiene cuarenta años; tal vez por su escasa estatura y por su cabello ya gris, le llaman el «papá Bailly». Recibe en su casa en pensión a muchos jóvenes estudiantes pobres; aquí es donde el mismo Beaudelaire, rechazado por todos los colegios, acabará el bachillerato en 1839. La señora Bailly es bonita, llena de atenciones; Ozanam viene a menudo a la casa de los Bailly, porque el editor, en una especie de despacho adosado a la imprenta, pone a disposición de sus protegidos un montón de ejemplares de los periódicos y revistas del tiempo que no dejan de atraer a los jóvenes intelectuales. La atmósfera es por lo común distendida, pero a veces la discusión adquiere una forma épica que el buen talante del padre Bailly mode­ra enseguida.

Federico, despreocupado de los cuidados materiales que habían oscurecido sus primeras semanas, robustecido por el ambiente cálido de su pensión, rico en nuevos amigos, Le Taillandier, Lamache, Lallier, le va tomando gusto a la vida parisina. «He comenzado el curso de derecho, escribe a Balloffet, y ya estoy de lleno en Las Institutas y el Código civil. Los profesores que he escogido son muy sabios’, muy hábiles, pero difusos y a menudo adormecedores…» .

Federico ve con frecuencia a su primo Enrique Pes­sonneaux y a sus compatriotas lioneses que forman una pequeña colonia en la capital. A pesar de llevar una vida plena, se siente a menudo solo, y París se le presenta toda­vía como un lugar de exilio. En el aspecto filosófico, Oza­nam se interesa por lo que pasa en rededor, pero no halla satisfacción en las teorías racionalistas defendidas por Benjamín Constant, Jouffroy, Quinet y los discípulos de Saint-Simon, ni en las teorías llamadas tradicionales, con apoyo histórico y mantenidas por Chateaubriand, de Lamennais y Ballanche. Siente la necesidad de engrande­cer el cristianismo a través de los tiempos para restituirle su lugar en este mundo en que el ateísmo se extiende cada vez más. Consumirá tardes enteras en la biblioteca espigando los elementos de su historia de las religiones.

Navidad y Año Nuevo llegarán sin que Federico pueda ver a los suyos. ¿No dista Lyon cien leguas de París? Los medios de su familia son modestos, entre la necesidad y la comodidad, precisará el mismo Ozanam. El puesto que ocupa su padre en el Hospital de Lyon es más de prestigio que de lucro. Federico lo sabe y no solicita siquiera el privi­legio de ir a verlos. «Me he acordado de que existe un lími­te para todas estas alegrías infantiles, les escribirá, y que los placeres inocentes de familia no están para el que vive aisla­do en la capital». A su madre, que se interesa por la clase de regalo que desearía como aguinaldo, responde que desearía recibir dinero, tener algún libro, ah sí, sus pantalones grue­sos se han quedado finos; es mejor poner remedio. ¡La razón es antes que los caprichos!

El año 1832 comienza con buenos auspicios. En la Sorbona, Ozanam se siente solidario con muchos jóvenes estu­diantes católicos que se atreven a inscribirse en falso y pro­testar contra las teorías racionalistas de sus profesores. Éstos no se molestan en despreciar abiertamente el cristianismo. Ya el señor Saint-Marc Girardin, profesor de historia, se ha excusado ante sus alumnos, y algunas semanas después, el célebre profesor Jouffroy, después de ignorar por largo tiem­po las protestas escritas de sus estudiantes, se retracta tam­bién. «El numeroso auditorio compuesto de más de doscien­tas personas escuchó con respeto a nuestro profesor, cuenta Ozanam. El filósofo se agitó en vano para responder; se con­fundió en excusas, afirmando que no había querido atacar al cristianismo en particular, que sentía hacia él alta considera­ción, que en lo sucesivo trataría de no herir más las creen­cias». Ozanam y sus compañeros están decididos a mostrar su repulsa cada vez que se sientan atacados en su fe.

Ozanam sigue con vivo interés las conferencias del abate Gerbet, discípulo y amigo de Lamennais, y se matri­cula en las clases de economía política del señor de Coux.

De pronto, en el mes de marzo estalla el cólera en París, y sus estragos inquietan mucho a Federico; no sabe si debe marcharse y volver a Lyon. «El cólera ha alcanzado un momento espantoso, escribe a sus padres. En el término de catorce días, ha atacado a 3.075 personas, y han muerto 1.200. Ayer hubo 717 enfermos, se ven en las plazas carretas cargadas con cinco, diez o doce ataúdes […] En medio de estos espectáculos dolorosos, la caridad no se cansa. Ya os he contado que nuestro prelado (Monseñor de Quélen) había dado el seminario y su casa de campo para convertirlos en hospicios […] Los señores Lazaristas han abierto su casa para los enfermos; muchos curas les han entregado su resi­dencia presbiteral; se van a constituir hermandades de hom­bres y mujeres para ayudar a los infortunados…».

En el mes de mayo, sin embargo, la enfermedad remite y Federico, que había resuelto quedarse en París, atraviesa ataques de melancolía profunda, que retrasan su trabajo y le quitan las ganas de vivir. El hastío le carcome. Entra en con­tacto con el abate Marduel, lionés pero establecido en París. Le anima a distraerse y le da carta blanca para leer cuanto le guste. Recordemos que el Índice (catálogo de los libros prohibidos por la Iglesia) jugaba un papel muy impor­tante por entonces y que los mejores escritores, Béranger, Constant, Lamartine, Lamennais, Quinet, Sainte-Beuve, Sand, estaban marcados a hierro rojo por la ilustre Congre­gación. Federico se aprovecha pues de este privilegio para familiarizarse con los autores ingleses y protestantes y pide permiso a su padre para recibir lecciones de inglés. Esta len­gua sería naturalmente un florón más en su fama de políglo­ta. En julio de 1832 ya, dirige a Falconnet una larga carta en seis lenguas: griego, latín, italiano, inglés, alemán y fran­cés. Y para diversión de su amigo la concluye en hebreo, pidiéndole que lea el último párrafo de derecha a izquierda.

El periodo de exámenes de derecho se acerca y de pron­to se le presenta como algo temible. No ha trabajado mucho, sabe muy bien que los cursos de filosofía y de letras, al igual que sus investigaciones sobre historia de las religiones, han acaparado lo mejor de su tiempo…

«Poco habituado como estoy al estudio del derecho, no he sabido trabajarlo como debía durante el año, escribe a un amigo, y cuando acabo de trazarme un plan, me exigen el conocimiento de las materias, ¿qué hacer? No puedo dejarlo ahora y me presento a la buena de Dios y con escasa confianza en mí mismo».

Federico vuelve pronto a su querida ciudad de Lyon. Durante sus vacaciones conversa largo y tendido con su madre, viaja por los alrededores con su padre y recupera salud y ánimos. Habiendo aprobado sus exámenes, Federico vuelve a París y en noviembre de 1832 comienza su segun­do año de derecho.

Muchos sucesos han tenido lugar durante el verano en esta Francia que Luis Felipe desearía más tranquila. La duquesa de Berry, madre del duque de Burdeos, ha inten­tado una rebelión armada en la Vendée y está prisionera en Blaye. En junio, el rey ha proclamado el estado de sitio por la breve insurrección ocasionada por los funerales del general Lamarque, uno de los jefes de la oposición repu­blicana. En el mes de agosto, la encíclica Mirari vos de Gregorio XVI condena de forma categórica el programa de L’Avenir; Federico está consternado. Lamennais y sus principales colaboradores, Montalembert y Lacordaire, se someten públicamente con todo a la autoridad del Ozanam, no sin nostalgia, pasará el periodo de Fiestas, una vez más, en París. En una carta a Falconnet, con fecha del 5 de enero de 1833, anuncia su empleo del tiempo: «… Aquí pues cuando comienza mi aprendizaje, escribe, tres cosas deben ser objeto de mis estudios: la jurisprudencia, las cien­cias morales y algunos conocimientos del mundo bajo el punto de vista cristiano. Tres medios se nos han dado en este momento por la Providencia para ejercitarnos en esta triple carrera. Y son las conferencias de derecho, las de historia y las reuniones en casa del señor de Montalembert».

Las conferencias de derecho se celebran dos veces por semana. Los estudiantes se ejercitan en defender cuestiones controvertidas. A cada uno se le concede una hora para pre­pararse, sin leer nada; se debe improvisar. Sigue una crítica de los puntos de vista y de las actitudes. Federico encuentra la experiencia valiosa, elogia el mérito y talento de sus com­pañeros, pero su propio papel nunca le parece satisfactorio; se pone rígido contra la debilidad de sus posiciones, contra su voz temblorosa, contra su timidez casi enfermiza.

La conferencia de historia le interesa más. Es una espe­cie de reunión literaria, «últimos restos de la antigua Sociedad de los Bonnes Etudes», fundada por Emmanuel Bailly.

Cuenta con unos cuarenta miembros que se reúnen todos los sábados. Los trabajos preparados de antemano tocan todos los temas. Se habla de geografía, de filosofía, de arte, de his­toria, de religión y de economía. Queda excluido, sin embar­go, voluntariamente el terreno espinoso de la política. Se admiten todas las opiniones. Los católicos se mantienen solidarios, se preparan bien y les sonríe siempre la victoria intelectual. Existe entre ellos, según precisa Ozanam, una cordialidad franca e íntima, una especie de fraternidad muy especial; para los otros hay benevolencia y cortesía. Somos una decena, unidos más estrechamente todavía por los lazos del espíritu y del corazón.

Los ensayos e intervenciones de Federico se destacan de modo particular, y este juicio permite a Ozanam afirmar­se y confiar en sí mismo.

Todos los domingos, el señor Montalembert abre por las tardes a los jóvenes y se preocupa por que sean persona­jes selectos. El Señor de Coux, d’Ault du Mesnil, Mickie­wicz, el célebre poeta lituano, Félix de Mérode, que la nación belga quería tener por rey, Sainte-Beuve y Victor Hugo llegan allí sucesivamente. Ozanam encuentra en estas reuniones un placer particular. Se discute de literatura, de historia, de los intereses de la clase pobre, del progreso de la civilización. No sólo se siente empujado a continuar su obra, sino que se deja sentir en él, poco a poco, una necesidad de agrupar a sus amigos en un catolicismo de acción. Duda, sin saber todavía qué forma podría adoptar este compromiso. Una idea le obsesiona: sueña con una vasta asociación que englobaría a los jóvenes católicos. Estos podrían acoger luego a todos sus compañeros procedentes de provincias y asegurarles una especie de «hospitalidad moral». Para Fede­rico, «el lazo más fuerte, el principio de la amistad verdade­ra, es la caridad y la caridad no puede existir en el corazón de muchos sin salir al exterior y el sustento de esta amistad son las buenas obras».

La Providencia, a quien no escapan los secretos deseos de Federico, se encargará de allanar los caminos y de dirigir, como veremos, el sueño a la vez grandioso e ingenuo del joven estudiante hacia algo decisivo y tangible.

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