Oración y laicado vicenciano

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Autor: Jaime Corera, C.M. · Año publicación original: 2000 · Fuente: XXV Semana de estudios vicencianos.
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«Hay que contemplar a Dios, y hay que practicar a Dios»
(Gustavo Gutiérrez)

Vida espiritual del cristiano

«La vida según el Espíritu pide a todos los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo en el vivir las bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración individual, familiar y comunitaria, en el hambre y sed de justicia, en el practicar el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida y en el servicio a los hermanos, especialmente de los más pequeños, de los pobres y de los que sufren» (Juan Pablo II, Christifideles laici, 16).

Vida espiritual es la «vida según el Espíritu» de que habla el papa en este documento, una vida inspirada en todos sus aspectos por el Espíritu Santo del Señor. En todos sus aspectos, y no sólo en los que se suelen denominar ‘espirituales’: la oración, los sacramentos, la vida interior…Una verdadera vida espiritual que evite el peligro de ‘espiritualismo’ debe incluir también el hambre y sed de justicia, el vivir el amor en todas las circunstancias de la vida, el servicio a los demás, sobre todo a los necesitados, a los pequeños y a los pobres.

Todo eso debe integrar una vida espiritual que quiera llamarse cristiana. ‘Cristiano’ viene de Cristo (Hch 11,26), y encuentra en Cristo su raíz, su forma y su modelo. Ahora bien, la vida terrena de Cristo es una vida plenamente espiritual animada hasta en el último detalle por el Espíritu Santo de Dios. Espiritual es la vida del Señor cuando se retira al desierto a orar, cuando ora en medio de las muchedumbres que le rodean, cuando enseña a orar a sus discípulos, cuando da de comer al hambriento, cuando cura al paralítico, cuando sufre, cuando muere y cuando resucita.

Ése es el único modelo y forma de toda vida espiritual cristiana. Cualquier aspecto de la vida del cristiano que se sustraiga a la acción del Espíritu Santo no será más que un resto de paganismo aún sin redimir y sin bautizar; por ejemplo, cualquier aspecto de la vida profesional (de religioso, sacerdote, político, profesor, periodista, banquero, deportista, agricultor, ama de casa, cartero, barrendero…) que se viva al margen de la fidelidad a Cristo. Pero también puede ser pagana hasta la misma oración, pues hay maneras de orar que son paganas, las oraciones palabreras (Mt 6,7), la oración exhibicionista (Mt 6,5), la oración que no tenga en cuenta la acción de Dios Padre en la historia de la humanidad y en la vida propia: el reino de Dios en este mundo, el hacer su voluntad aquí en la tierra, el pan diario, el perdón recibido y dado, el no caer en las muchas tentaciones de cada día.

Esta vida según el Espíritu se espera de «todos los bautizados», dice Juan Pablo II. Esto se ha sabido siempre, desde el mismo evangelio y los escritos de los apóstoles. Pero no siempre se ha tenido en cuenta, ni se tiene hoy en día en la sicología religiosa corriente. Hace unos pocos años los obispos de España nos recordaban que uno de los mayores fallos del catolicismo español es que gran parte de los cristianos reduce lo religioso al ámbito del culto y de la vida privada («Los católicos en la vida pública», n.47, 1986). Se tiende a pensar que la vida espiritual en plenitud es competencia propia de cristianos especializados (las órdenes contemplativas, por ejemplo, o los religiosos); en los demás, la vida espiritual sería a lo más algo que afecta ciertamente a los aspectos personales de la vida de fe: la oración, los sacramentos. Pero que afecte a su actividad de banquero trabajando en su banco, o de minero trabajando en su mina, eso ya no suena, seamos sinceros, a espiritual.

Nunca debiera haber sucedido esto en la Iglesia de Cristo. Para evitarlo podían haber sido suficientes las innúmeras ediciones en todas las lenguas de la gran obra de espiritualidad laica, «Introducción a la vida devota», de aquel contemporáneo y gran amigo de Vicente de Paúl (de quien, por cierto, éste aprendió mucho en cuestiones de espiritualidad laica), san Francisco de Sales. Éste recordó al mundo cristiano ya en el siglo XVII algunas verdades elementales que el mundo cristiano no debería olvidar nunca. Así traducía Francisco de Quevedo en su serena ancianidad el francés clásico del santo: «Diferentemente han de ejercer la devoción1 el hidalgo y el labrador, el vasallo y el soberano, la viuda y la doncella, la soltera y la casada; y no sólo esto, pero es necesario acomodar la práctica de la devoción a las fuerzas, a los negocios y a las obligaciones de cada uno…No sólo es error, pero herejía, el querer desterrar la vida devota de la compañía de los soldados, de las tiendas, de los oficiales, de las cortes de los príncipes y de la familia de los casados. Es verdad que puramente la devoción contemplativa, monástica y religiosa no puede ejercerse en estos estados; mas también, fuera destas tres suertes hay otras muchas propias para perficionar los que viven en el estado seglar» (BAC Popular, 1991, pp. 25-26).

En resumen: hay multitud de formas de vivirla, pero de todos los cristianos se espera una vida plenamente espiritual que, a diferencia de otras espiritualidades (la judía, la mahometana, la budista), se expresa en «el seguimiento y la imitación de Jesucristo» (Chr. fid. laici,16)

Vida secular del cristiano

«En la existencia del laico no puede haber dos vidas paralelas; por una parte, la denominada vida ‘espiritual’, y por otra, la denominada vida ‘secular’, es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura» (ibid. 59).

Los creyentes en Jesucristo, los cristianos, «no son del mundo» (Jn 17,16), como el reino de Cristo tampoco es del mundo (Jn 18,36). Es decir, ni el ser cristiano ni el reino de Cristo son realidades que broten de los valores que reinan en el mundo, pues no han nacido de la carne ni de la sangre, sino que han nacido de Dios (Jn 1,12-13). Pero «la Iglesia vive en el mundo para continuar la obra redentora de Jesucristo, la cual ‘al mismo tiempo que mira a la salvación de la humanidad, abarca también la restauración de todo el orden temporal’ (Apostolicam actuositatem,5)» (Chr. fid. laici.15).

De todo lo cual se deduce una afirmación sorprendente: «Todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular» (ibid.; cursivas en el original). Afirmación sorprendente en verdad, que contiene en realidad dos afirmaciones:

  • la Iglesia tiene una dimensión secular;
  • también la tienen, en consecuencia, todos los que pertenecen a ella.

En cuanto a la primera: la dimensión secular (secular: de saeculum=mundo) de la Iglesia en su conjunto viene de su estar en el mundo y de su ser parte del mundo: «Ellos sí están en el mundo» (Jn 17,11); «No te pido que los saques del mundo» (Jn 17,15); viene también de su misión hacia el mundo: «Yo también los he enviado al mundo» (Jn 17,18). La Iglesia es también una realidad del mundo. Hace años observaba agudamente el padre Congar que la Iglesia es en realidad el mundo ya convertido.

En cuanto a la segunda afirmación: si ciertas formas de espiritualidad cristiana (la vida contemplativa, e incluso cualquier forma de vida religiosa consagrada) se definían en el no muy lejano pasado como huida del mundo, como fuga mundi, hoy ya no se puede hablar así. El mismo Juan Pablo II lo ha dejado claro en un documento que trata expresamente de las diversas formas de vida consagrada en la Iglesia. También éstas tienen una dimensión y una responsabilidad secular, pues también ellas «son consagradas y enviadas al mundo para imitar el ejemplo de Cristo y continuar su misión» (Vita consecrata,72).

Hay ciertamente «formas diversas» y grados en la participación de esta condición y misión secular (Chr. fid. laici,15), pero todos los bautizados participan de ella. Todas tienen en común, sin embargo, el hacer que la «vida según el Espíritu» llegue a animar todas las dimensiones seculares de la vida humana y de la historia.

El laico cristiano es el que vive esta dimensión secular en plenitud, pues «ellos son personas que viven la vida normal en el mundo, estudian, trabajan, entablan relaciones de amistad, sociales, profesionales, culturales…De este modo el ‘mundo’ se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos» (ibid.). Así expresaba esta idea hace ya más de cuarenta años una sensibilidad tan cristiana y tan laica como la de Lilí Álvarez: «Este es el cometido de la espiritualidad seglar: poner en actividad espiritual el sentido divino escondido en todas las dimensiones terrenales», pues «los seglares hacemos descender a Cristo a la tierra, y por ello alzamos la tierra a Dios. El laico es el que encarna a Cristo en los días fugitivos de la vida histórica. Es el oferente y el sacerdote de la vida natural. La ‘salva’ en Dios. La ofrece y la salva»; «en esta actuación redentora del mundo el seglar halla su propia redención» (En tierra extraña,Taurus, Madrid, 3ª edición, 1957, p.96, 88, 93).

La oración, relación filial y directa con Dios, es el alma de toda vida espiritual, pues ésta es una «vida según el Espíritu» de Dios. Para mejor entender todo lo que en adelante vamos a decir sobre la oración del laico vicenciano deberá tenerse en cuenta lo que se ha dicho hasta aquí. Todo en la vida del laico vicenciano, en cuanto actúa como laico y como vicenciano, debe ser ‘espiritualizado’, debe ser «según el Espíritu» de Cristo; todo debe estar animado y alimentado por una relación lo más íntima posible con Dios Padre, «de quien procede todo don» (St 1,17). Todo en su vida debe estar animado y alimentado por la oración.

Espiritualidad vicenciana y experiencia mística

Vicente de Paúl, a la vez que era un «hombre de grandísima oración» (como lo decía él mismo refiriéndose a Jesucristo: IX 380), resultó ser un maestro consumado de oración para clases muy diversas de gentes: clérigos diocesanos, miembros clérigos y laicos de la Congregación de la Misión, hijas de la caridad, y también de laicos, hombres y mujeres. Prácticamente todo lo que enseña sobre la oración a los demás grupos vale también para los laicos, pues su visión del lugar que ocupa la oración en la vida cristiana no depende del estado que se ocupe en Iglesia (como podría hacerlo un tratado de oración para una orden de clausura, o para sacerdotes), sino de su visión fundamental cristiana de Jesucristo como evangelizador de los pobres, visión que él cree puede ser vivida por igual por clérigos y por no clérigos.

Lo primero que habría que considerar debería ser cuál fue el grado y la clase de oración de san Vicente mismo, pues sólo de la abundancia de su propio corazón hablaría su boca. Pero esto ya está dicho en esta semana y en otros muchos libros y estudios que tratan de este tema con riqueza y con precisión. Sólo quisiéramos tratar con cierto detalle de un punto fundamental que sirva de base para lo que diremos después.

Todo un experto en la historia de la espiritualidad francesa del siglo XVII como Henri Bremond no duda en afirmar que «el que no lo ve ante todo como místico, se representa a un Vicente de Paúl que no existió jamás».2 Esto lo dice Bremond para que no se confunda a san Vicente de Paúl con la figura de algún gran filántropo, como lo vio la revolución francesa, ni se vean sus fundaciones como instituciones filántropicas. Ambos, él y sus fundaciones, son ciertamente filántropicas en su sentido más radical: aman a todo ser humano, y en todo ser humano aman al Hombre, Jesucristo.

Por lo que se refiere a Vicente de Paúl personalmente, Bremond lo ha visto claro: Vicente de Paúl fue un místico en el sentido más fuerte de la palabra. No escribió nada sobre su propia experiencia mística, como sí lo hizo por ejemplo santa Luisa de Marillac, ni escribió ningún estudio sistemático sobre la vida mística, como sí lo hizo su amigo Francisco de Sales en el Tratado del amor de Dios. Pero basta leer algunas de sus conferencias a sus misioneros y a las hijas de la caridad para percibir de inmediato la hondura mística-contemplativa de su experiencia espiritual. He aquí una pequeña muestra: «Jesucristo tenía una estima tan alta del Padre que le rendía homenaje en todas las cosas que había en su persona sagrada y en todo lo que hacía. Se lo atribuía todo a Él, no quería que fuese suya su doctrina sino que la atribuía a su Padre. Y su amor, ¿cómo era? ¡Oh, qué amor! ¡Salvador mío, cuán grande era el amor que tenías a tu Padre! ¿Podía acaso tener un amor más grande que anonadarse por Él? ¿Podía testimoniar un amor mayor que muriendo por su amor? ¡Oh, amor de mi Salvador! ¡Oh, amor! ¡Tú eras sin comparación más grande que cuanto los ángeles pudieran comprender y comprenderán jamás! Sus humillaciones no eran más que amor; su trabajo era amor, sus sufrimientos amor, sus oraciones amor, y todas sus acciones interiores y exteriores no eran más que actos de amor» (XI pp.411-412).

Lo que dice Vicente de Paúl y el tono en que lo dice no pueden brotar más que de un corazón que durante años ha meditado y contemplado amorosamente la vida terrena de Jesucristo. No puede ser otra la raíz de toda mística y contemplación cristiana. Testigo de ello otro gran místico, san Juan de la Cruz: «Una de las cosas más principales por que desea el alma ser desatada y verse con Cristo (Flp 1,23) es por verle allá cara a cara y entender allí de raíz las profundas vías y misterios eternos de su Encarnación…Pero por más misterios y maravillas que han descubierto los santos doctores y entendido las santas almas en esta vida, les quedó todo lo más por decir, y aun por entender, y así hay mucho que ahondar en Cristo».3

El «ahondar en Cristo» del que habla san Juan de la Cruz es el principio y el camino de toda vida espiritual hasta su consumación más alta, que tendrá lugar al «ser desatada y verse con Cristo allí cara a cara».

Toda vida espiritual verdaderamente cristiana, por contemplativa y mística que sea, no puede dejar de ser, como lo fue la de san Vicente de Paúl, cristocéntrica, centrada en Cristo, tiene que estar animada en todo el proceso por la fe y el amor a Cristo. Si no es así, será aún mística, como lo puede ser la experiencia espiritual de un piadoso judío o la de un devoto musulmán, pero no será cristiana.

Todo esto vale también, por supuesto, para el laico cristiano. También esto pudo aprenderlo Vicente de Paúl de su amigo san Francisco de Sales: «Los niños, a puro oír las madres y gorjear con ellas, aprenden a hablar su lengua; así nosotros, morando en Nuestro Señor por la meditación y observando sus palabras, sus acciones y sus aficiones, aprendemos, mediante su gracia, a hablar, querer y hacer como él. No podemos ir a Dios Padre sino por esta puerta».4

Todo esto que se está diciendo vale también sin duda para el laico de este final del siglo XX, y no sólo para el laico de siglos pasados o el del siglo XVII. Testigo una vez más de ello Lilí Álvarez: «Tenemos que darnos cuenta de que la contemplación no es flor que crezca únicamente en los claustros, sino en los ámbitos más varios. Ella tiene que ser meta y posibilidad para todo el que busca de veras al Señor, esté dentro o fuera de los muros conventuales».5

Pero aquí surge un problema que toca de lleno a la experiencia espiritual de san Vicente de Paúl. El lugar del mundo del que arranca su contemplación no es la naturaleza estrellada, ni la maravilla que es el ser humano, ni las maravillas que hace a veces el ser humano; ni siquiera la maravilla que es la Iglesia de Cristo, ni, por ejemplo, su maravillosa vida litúrgica. Todo ello ciertamente alimenta su camino espiritual contemplativo. Pero su raíz y su punto de arranque es un lugar muy concreto del mundo: los pobres de este mundo. En verlo así muestran unanimidad sorprendente, y con toda razón, todos los buenos conocedores de la espiritualidad de san Vicente de Paúl.

Ahora bien, ¿es Cristo quien lleva a Vicente de Paúl a descubrir progresivamente su imagen en los pobres, o son más bien los pobres los que le llevan a un conocimiento cada vez más profundo de Cristo? No es ésta una cuestión baladí ni un tema menor, sino que toca de lleno a la experiencia espiritual del laico (y no sólo del laico) que quiera dejarse inspirar por la espiritualidad propia de san Vicente de Paúl.

En buena teología las cosas son muy claras: Dios tiene siempre la iniciativa en cosas de fe y de vida espiritual, pues de Él «procede todo don», como recordábamos arriba citando la carta del apóstol Santiago. De manera que en una perspectiva teológica (que es en defintiva la más profunda y verdadera) hay que decir sin rodeos que Cristo orientó la fe y la vida espiritual de Vicente de Paúl hacia los pobres.

Pero en términos sicológicos (es decir, en la experiencia viva y vivida por Vicente de Paúl) las cosas sucedieron sin duda al revés. El contacto creciente con los pobres a partir de Chatillon en 1617 se fue convirtiendo en un lugar de descubrimiento progresivo del verdadero rostro del Cristo que fue el alma de su propia vida espiritual: el Cristo evangelizador de los pobres.

No es ésta, decíamos, una cuestión baladí. Pues el laico (y también el no laico) que quiera seguir los pasos de san Vicente de Paúl no debe esperar a que algún día tal vez le hable o le inspire Cristo mismo animándole a dedicar su vida a la redención de los pobres. Cristo lo hará sin duda, aunque él mismo no tenga conciencia clara de ello. Lo que él por su parte tiene que hacer es empezar a trabajar por la redención de los pobres con la segura esperanza de que, si lo hace con sinceridad y constancia, conocerá cada día mejor el hermoso rostro del Señor, que en los pobres se le hace presente como siervo sufriente.

Esto debería ser claro cuando se habla de Vicente de Paúl y de su visión mística. El esperar a que Cristo me empuje o me lo diga para tomar una decisión que comprometa mi propia vida en el trabajo por los pobres puede parecer a primera vista una postura muy espiritual, pero es en realidad una postura desencarnada y espiritualista.

No vendrá mal para apuntalar lo que estamos diciendo una cita muy oportuna de otra gran mística, santa Teresa de Jesús: «La más cierta señal de si guardamos estas dos cosas (el amor a Dios y al prójimo) es guardando bien la del amor al prójimo; porque si amamos a Dios no se puede saber –aunque hay indicios grandes para entender que le amamos-, mas el amor del prójimo, sí».6

Tampoco vendrá mal esta otra cita de uno de los grandes Padres de la Iglesia, san Agustín: «El amor de Dios es el primero en el orden de los mandamientos, pero el amor al prójimo es el primero en cuanto a la acción…Tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo haces méritos para verle…Comienza, pues, por amar al prójimo: ‘parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que veas desnudo’. Al amar a tu prójimo y cuidarte de él vas haciendo tu camino. ¿Y hacia dónde caminas, sino hacia el Señor Dios».7

Y podíamos añadir aún otra cita de un laico, beato ya y palmariamente canonizable, Federico Ozanam; ésta sí inspirada directamente por la visión de Vicente de Paúl: «A los pobres los vemos con los ojos de la carne, las marcas de la corona de espinas son visibles en sus frentes. Vosotros sois la imagen sagrada de ese Dios a quien no vemos, y como no podemos amarle de otra manera, le amaremos en vuestras personas».8

Vicente de Paúl, maestro de oración para laicos

«La formación espiritual ha de ocupar un puesto privilegiado en la vida de cada uno, llamado como está a crecer constantemente en la intimidad con Jesús, en la conformidad con la voluntad del Padre, en la entrega a los hermanos en la caridad y en la justicia» (Chr. fidel. laici, 60); «Los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de servicio a los demás» (ibid., 17).

Vamos a desarrollar el tema de Vicente de Paúl como maestro de oración para laicos a través de un análisis del documento de su primera fundación en 1617, la cofradía de caridad de Chatillon. San Vicente tenía a la sazón sólo 37 años. Decimos ‘sólo’ con toda intención. Sería mucho esperar que en edad tan temprana fuera ya él mismo un hombre de oración muy avanzada. Podría haberlo sido, ciertamente. Luisa de Marillac lo era mucho antes de esa edad. Nunca es la edad, por corta o larga que sea, un obstáculo para que la acción del Espíritu Santo dé frutos de alta oración en ningún creyente. Pero sí lo pueden ser los vericuetos biográficos del creyente mientras éste ponga obstáculos a la acción del Espíritu en su alma. Vicente de Paúl los puso ciertamente hasta sus treinta y siete años, tiempo que sus biógrafos suelen señalar como el final de una larga etapa de ‘conversión’ a una vida cristiana y sacerdotal seria y auténtica, etapa que habría comenzado unos siete años antes, hacia 1610. Tampoco se podía esperar que en ese tiempo fuera ya un maestro consumado de oración para otras personas, pues su experiencia pastoral era a la sazón aún muy corta, de sólo unos cinco años desde que en 1612 fuera nombrado párroco de Clichy.

No se encontrará, pues, en el documento fundacional de la cofradía de Chatillon nada que se parezca a una enseñanza elaborada de lo que debe ser la oración en la vida laical cristiana. Pero sí se encuentra ya en ese documento algo que no deja de ser sorprendente en fecha tan temprana. Hasta su muerte a los ochenta Vicente de Paúl irá creciendo prodigiosa y progresivamente como hombre de oración y como maestro de oración para muchas gentes, laicos y no laicos, pero siempre sobre la idea fundamental que aparece ya con toda nitidez en el reglamento de Chatillon: la oración y el trabajo de evangelización y redención de los pobres deben ser dos realidades de la vida cristiana que se alimentan mutuamente. En su práctica personal de la oración y en su enseñanza a otras personas no aparece ni rastro del peligro que señalaba arriba Juan Pablo II de una separación en líneas paralelas, pero que nunca se juntan, entre la denominada ‘vida espiritual’ y una vida ‘secular’ que se expresa a espaldas de la vida de oración y al margen de la vida de práctica religiosa.

El grupo inicial de la cofradía está compuesto por ocho mujeres, viudas, solteras y casadas, de variada extracción social (X 568). a las que el mismo reglamento califica como «piadosas señoritas» y «virtuosas señoras» (X 574), es decir, como cristianas laicas practicantes. Por ello se espera de cada una de ellas una vida de oración sobria pero muy fundamental de breves oraciones al levantarse y al acostarse, la asistencia a «la santa misa, si tienen oportunidad de ello», y la lectura «atenta y pausada de un capítulo del libro del señor obispo de Ginebra titulado Introducción a la vida devota«, una práctica diaria que aseguraría lo que hoy calificaríamos como formación permanente en su espiritualidad laica propia. Esto en cuanto a los momentos ‘fuertes’ de oración de cada día.

Pero Vicente de Paúl sugiere a los miembros de la cofradía mucho más en el terreno de la oración. La relación directa y frecuente con Dios debe animar su vida diaria con lo que los autores espirituales suelen conocer como el ejercicio de la presencia de Dios, que se manifiesta en breves recuerdos de Dios, por ejemplo «cuando tengan que ir a algún sitio en compañía de otra persona»; en general, tendrán «en su interior un gran honor y reverencia a Nuestro Señor Jesucristo y a su santa Madre». Y, lo más importante, «realizarán todas sus acciones con la intención de demostrar su caridad para con los pobres». Esto es lo que hay que añadir como nuevo a su vida cristiana ‘normal’ de cristianas practicantes desde el momento en que dan su nombre a la cofradía de caridad y se comprometen con el fin para el que ha sido fundada. No va a ser esto un simple añadido a las prácticas de su vida cristiana anterior, sino algo que acabará siendo la levadura transformadora de una nueva visión cristiana. Su seguimiento de Jesucristo, su vida espiritual, acabará por centrarse en «su caridad para con los pobres», y por ser informada totalmente por ella. Todo esto en cuanto se refiere a la vida ‘espiritual’ de cada miembro de la cofradía (X 584-585).

Pero la cofradía misma es una comunidad organizada de cristianas y cristianos (cofradías posteriores admitieron también a varones: cfr., por ejemplo, X 594) que debe saber expresarse con una vida de oración organizada de grupo, pues podría «temerse que esta buena obra se vendría abajo si, para mantenerla, no tuviera alguna unión y vinculación espiritual» (X 574). Para ello, y en primer lugar, «toman por patrono a Nuestro Señor Jesucristo y como finalidad el cumplimiento de aquel ardentísimo deseo de que los cristianos practiquen entre sí las obras de caridad y de misericordia, deseo que nos da a conocer en aquellas palabras suyas: Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre…; pues todo lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis», texto evangélico fundamental para cualquier tipo de espiritualidad vicenciana, laica o no laica, que apunta a su núcleo esencial: el pobre como camino de acceso a Cristo, como camino de vida espiritual.

Las reuniones mensuales de la cofradía no son reuniones de oración en sentido técnico, pues se ordenan «al bien de los pobres y al mantenimiento de la cofradía» (X 580). Ése es su fin y propósito, pero las reuniones deben ser vividas en una atmósfera de oración comunitaria iluminada por la eucaristía, unas oraciones vocales de ambientación y «una breve exhortación del párroco con vistas al progreso espiritual y a la conservación y prosperidad de la cofradía» (X 581).

Fuera de esos momentos la cofradía mostrará su solidaridad espiritual mutua comulgando «cuatro veces al año…para honrar el ardiente deseo que tiene Nuestro Señor Jesucristo de que amemos a los pobres enfermos y los socorramos en sus necesidades» (X 583). Lo destacamos una vez más: no hay en esta provisión del reglamento ruptura alguna entre la más alta forma de oración cristiana común, la celebración de la eucaristía, y una voluntad de seguimiento de Jesucristo que se muestra en la vida diaria en el trabajo por los pobres. Ambas se alimentan mutuamente.

Y pues la cofradía inaugura una nueva manera de vivir la vida cristiana en común, se quiere establecer entre sus miembros una «sincera amistad según Dios», amistad que se mostrará en múltiples ocasiones (X 573), sobre todo en ocasiones de crisis, tales como la enfermedad: «cuando alguna de ellas caiga enferma rezarán por ella en común y en particular» (X 583), o como la muerte, cuando «las demás asistirán a su entierro con el mismo sentimiento con que se llora la muerte de la propia hermana» (X 584).

Pero es en el acto mismo de la asistencia a los pobres donde se percibe con toda nitidez la profunda calidad oracional de la visión espiritual de san Vicente. Es cierto que hoy tal vez ya no podamos dar por supuesta, como lo hace el reglamento, una especie de predisposición ‘natural’ por parte de los pobres para aceptar fácilmente exhortaciones de tipo religioso e invitaciones a orar y a encontrar en el ejemplo de Jesucristo un consuelo y un alivio a sus dolores y carencias. Nuestro mundo, también el mundo de los pobres, parece estar mucho más lejos de la sensibilidad cristiana que lo que estaba el mundo de los pobres en la Francia del siglo XVII. De manera que el laico vicenciano de hoy deberá tener la sabiduría, don del Espíritu, de saber interpretar y adaptar lo que dice san Vicente a las circunstancias concretas y a la sicología del pobre de hoy.

Deberá saber adaptarlo, pero también hoy el alma laica vicenciana deberá saber orar por los pobres, orar con los pobres y enseñar a orar a los pobres, como lo hace el reglamento de la Cofradía de Chatillon. No vamos a dar detalles concretos; se recomienda vivamente la lectura directa de las páginas 577-580 del tomo X de las obras completas de san Vicente, editorial Ceme, Salamanca. En ellas se encontrará una síntesis admirable de oración y acción, en la que se mezclan sin violencia alguna exhortaciones a la oración y a recibir los sacramentos, a encontrar en la imagen de Cristo crucificado fuerza y alivio para soportar el sufrimiento, pero también indicaciones detalladas sobre ropa y sábanas limpias, manteles, vasos, platos y cucharas, preparación de alimentos, dietas alimenticias adaptadas a las diversas clases de enfermos, y hasta modos de cortarles la carne.

La asistencia al pobre no termina con la vida de éste. Los miembros de la cofradía «se preocuparán de hacer que entierren a los muertos a costa de la cofradía, darles una mortaja, mandar que hagan la fosa; asistirán a los funerales de aquellos a quienes hayan atendido durante su enfermedad, si pueden hacerlo, ocupando en todo esto el lugar de madres que acompañan a sus hijos hasta el sepulcro. De esta manera practicarán por entero y con mucha edificación las obras de misericordia corporal y espiritual» (X 580).

Epílogo y resumen

No damos en este trabajo nada que se parezca a un tratado sobre la oración según san Vicente de Paúl para laicos. Todo lo que se habrá dicho a lo largo de esta semana en trabajos más detallados y sistemáticos vale también para cristianos laicos de inspiración vicenciana, pues, como advertíamos arriba, la visión que tiene san Vicente de Paúl sobre el lugar que ocupa la oración en la vida cristiana, así como los modos de oración, no depende del estado al que se pertenece en la Iglesia. En otras palabras, Vicente de Paúl no ofrece una teología y un método de oración adaptados o a sacerdotes, o a misioneros, o a hijas de la caridad, o a laicos por separado. Sus enseñanzas sobre la oración se basan no en el estado sino en otra cosa: la común vocación-llamada de todos ellos y de todas ellas a la redención material y espiritual de los pobres. Ese es el lugar teológico original de su oración personal y de sus enseñanzas sobre la oración. Todo ello centrado en el seguimiento de Jesucristo, el «hombre de grandísima oración», y en la contemplación amorosa de su vida terrena; de Jesucristo enviado a la tierra por el Padre para anunciar la Buena Nueva de su amor hacia los pobres de este mundo.

El laico vicenciano tendrá que tener en cuenta, además, su «índole secular» (Chr.fidel.laici, 15). Aunque, como vimos arriba, todos los estados en la Iglesia participan de la naturaleza secular de ésta (ibid.), sólo los laicos participan de ella en plenitud. Lo cual implica que también su vida de oración, aunque por supuesto enraizada en Dios, debe ser una vida que se desenvuelve en sus actividades seculares en el mundo, y se alimenta de ellas.

También el laico cristiano está llamado a desarrollar en plenitud la vida espiritual. Ésta no está reservada en manera alguna a especialistas de la vida espiritual. También el laico cristiano es capaz de, y está llamado a, desarrollar las formas más altas de oración y de contemplación. Pero su índole plenamente secular pide de él que desarrolle todas las potencialidades de su vida espiritual en el mundo, y no en el retiro permanente del monasterio o del claustro. Su claustro es, como decía san Vicente a las hijas de la caridad en un texto célebre, «las calles de la ciudad», su monasterio «las casas de los enfermos» (IX 1178-1179; cfr. Christ.fidel, laici, 16).

Vida espiritual en el mundo, santidad en el mundo, oración en el mundo: ése es el programa exigente que se ofrece desde el bautismo a todo laico cristiano, pues «la vocación a la santidad hunde sus raíces en el bautismo» (Christ. fidel. laici, 16; cursivas en el original).

El laico de inspiración vicenciana (y también por supuesto el no laico) deberá añadir a ese programa general válido para todo bautizado una especificación que brota de su peculiar vocación: vida espiritual, santidad y oración en el mundo de los pobres..

  1. Christi fideles laici cita este texto de san Francisco de Sales en el n. 56, y equipara expresamente la «devoción» con la «vida según el Espíritu», o vida espiritual.
  2. Histoire littéraire du sentiment religieux en France, A. Colin, París, 1967, tomo III, p.219.
  3. Cántico espiritual,canción 37.
  4. o. c., 2ª parte, capítulo 1.
  5. o. c., pp. 168-169.
  6. Las moradas, moradas quintas, capítulo 3, 8.
  7. Tract. in evang. Joan.17, 7-9.
  8. Lettres de F. Ozanam, I 243.

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