Mentalidad renovadora de Vicente de Paúl

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Jesús María Muneta, C.M. · Año publicación original: 1974 · Fuente: Libro "Vicente de Paúl, animador del culto".
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Reformadores

Así como en Italia y España, pioneras de la reforma triden­tina, surgen una serie de hombres carismáticos que llevan a la práctica las normas emanadas del concilio de Trento,1 así en Francia, con más de medio siglo de retraso, surgirá todo un movimiento religioso que pondrá en marcha irresistiblemente la reforma de la vida religiosa y clerical, y una visión de la espiritualidad cristiana. Calcado en el Oratorio romano de Fe­lipe Neri, Pedro Bérulle, futuro cardenal, funda el Oratorio francés para la renovación del clero y formación cristiana del pueblo. Fundación llevada a efecto con cuatro sacerdotes en 1612 y con la aprobación de Paulo V en 1619.2 A esta fundación se la había adelantado César Bus con los Padres de la Doctri­na cristiana, quienes más tarde se unirían a los Somascos. Francisco de Sales y la baronesa Juana Francisca Frémiot de Chantal fundan las Salesas de la Visitación. Juan Jacobo Olier, influenciado por Vicente, funda los Sulpicianos, y Juan Eudes aseguran, uno y otro, la formación de los jóvenes para el sacer­docio y para la vida cristiana. Pero sin duda, el mayor empuje para la Iglesia de Francia y para la cristiandad brotó del espí­ritu evangélico de Vicente de Paúl, fundador de la Misión y de las Hijas de la Caridad.

Junto a estas nuevas congregaciones, las antiguas órdenes se fueron desempolvando, haciendo de nuevo brillar los caris­mas de sus fundadores. Los monasterios y conventos vitalizaron sus respectivas reglas y ministerios conformándolos al es­píritu de la reforma. La Iglesia de Francia se ponía en marcha con pisada honda, recogida en amplio capítulo por la historia.3

Mentalidad reformadora de Vicente de Paúl

El concilio de Trento estudió el problema de la reforma del clero y el de la formación de los jóvenes que se preparaban para recibir las órdenes sagradas. En el capítulo XVIII de la sesión XIII se incluye el decreto Cum adolescentium aetas, en el cual se ordena que todas las iglesias catedrales, metropoli­tanas y otras superiores a éstas, cada una conforme a sus po­sibilidades, «formen en la piedad, en la profesión y disciplina eclesiástica, un cierto número de jóvenes, que el obispo edu­cará en un colegio cercano a su iglesia». Entre los estudios que deben preparar dichos jóvenes están incluídos el canto litúr­gico, las ceremonias y ritos de la liturgia.4

El primer seminario de Francia se erigió en Reims en 1567, bajo la dirección de los Jesuitas. Algunas diócesis, sin gran convencimiento, siguieron el ejemplo de la de Reims, como Metz, Burdeos, Tolosa, Rodez… Duraron tanto tiempo como la ilusión puesta en ellos, que fue poca o nula. El de Reims de­generó tan pronto que los eclesiásticos promovidos por este seminario no servían más que de lacayos de los canónigos cuando éstos iban a coro. Fueron llamados «caudatarios».5

Fracasado el primer tentativo reformista, el problema del clero se agudizó por los años 1625, precisamente cuando Vicen­te funda la Misión. La decadencia era total en 1641. Es cierto que algunas voces se alzaron para poner remedio a tan grave mal: en 1624 y 1625 la Asamblea del Clero se avino a la refor­ma. Pero ésta no llegaría del clero diocesano, que estaba de­masiado empobrecido como para ofrecer una solución; serán las nuevas congregaciones, rebosantes de espíritu, quienes lle­varán adelante la reforma querida por Trento.

Primero lo intenta Pedro Bérulle con la fundación del Ora­torio: «Realizar en todas sus acciones la perfección del espí­ritu sacerdotal, estar sujetos a los obispos para trabajar en el apostolado, dedicarse a la formación de los clérigos».6 Los Ora­torianos se hicieron cargo de varios seminarios.

Adrien Bourdoise, con mentalidad distinta a la de Bérulle, organiza pequeñas comunidades de sacerdotes en las que con­viven pequeños grupos de jóvenes clérigos. Los establecimien­tos mixtos, —mitad colegio, mitad seminario—, no dieron buen resultado. Las tentativas, con respuesta verdaderamente po­sitiva y que han permanecido hasta nuestros días, proceden de la orientación dada por Vicente y, algunos años más tarde, por Olier. Los seminarios de la Misión, al decir de Olier, «eran escuela de religión sobre todo para los que van a tener el cui­dado de las almas».7

Vicente dirá un día al obispo de Beauvais: «Es inútil in­tentar conducir a buen camino a los sacerdotes envejecidos en el vicio: mejor es ir directos contra la causa del mal; mejor es enseñar el espíritu y el deber sacerdotal a aquellos que pi­den entrar en las órdenes sagradas, y rechazar sin misericor­dia al que no tenga espíritu y no conozca estos deberes».8

¿Cuál ha sido el contributo de Vicente y la Misión a la re­forma del clero?

En los extractos de los ejercicios espirituales de septiem­bre de 1655, Vicente, dirigiéndose a sus misioneros, les dice: «Señores, ¿qué debemos hacer? Es a nosotros a quienes Dios nos ha confiado una gracia especial, la de contribuir a resta­blecer el estado eclesiástico. Dios no se ha dirigido a los doc­tores, ni a tantas comunidades y religiones, que gozan de cien­cia y santidad; se ha dirigido a esta pobre y pequeña compa­ñía, la última de todas y la más indigna». (XI, 310).

Vicente estaba perplejo y al mismo tiempo apenado por la baja calidad del clero, que repercutía directamente en el pue­blo, provocando la desorientación de la vida cristiana y sacra­mental. En Liturgia todo era improvisado: a la ignorancia se unía la despreocupación y desinterés. La liturgia descolorida de ciertas iglesias sólo aprovechaba a la nueva orientación li­túrgica voceada por los protestantes. Vicente lo sabía bien: la lucha contra la pretendida «reforma protestante» la debía dar el buen clero. A flor de labios tenía siempre aquella frase: «Ha­cer buenos sacerdotes». La frase quería expresar «hacer sacerdotes santos», que se dediquen a evangelizar al pueblo para sacarlo de su ignorancia. Si hay buenos sacerdotes que salvan al pueblo, están los otros, los inadaptados o depravados, que lo pierden. «Todas las iniciativas de renovación emprendidas por Vicente han brotado de la búsqueda humilde de la volun­tad divina, implorada constantemente y seguida paso a paso».9

He aquí las tres soluciones de renovación que Vicente pre­senta al clero:

1. Ejercicios para Ordenandos.

En julio de 1628, viajando juntos el obispo de Beauvais y Vicente, en un golpe de inspiración, aquél exclama: «Final­mente he encontrado un medio sencillo y eficaz para que los clérigos se preparen a las órdenes sagradas. Los recibiré en mi casa durante varios días y se les instruirá en la piedad y en las obligaciones y funciones sacerdotales». —»Esta idea viene de Dios, responde Vicente, no veo otra mejor».

Desde este momento se abren las puertas de San Lázaro, las casas de la Misión y, a veces, hasta las residencias de los obispos, para instruir a los Ordenandos por espacio de diez días. En algunas diócesis se imponen los ejercicios como obli­gatorios para todo aquel que desee ser promovido a las órde­nes sagradas. El éxito fue tan clamoroso en Francia que pron­to, traspasando sus fronteras, se establecen en el centro de la cristiandad. El Papa Urbano VIII, en 1658, viviendo Vicente, decreta que todos los ordenandos de las diócesis suburbanas de Roma y aún de otras diócesis de Italia y fuera de Italia, que hubieran de ordenarse en Roma, debían prepararse con los ejercicios espirituales, realizados en la casa de la Misión.10

Para Vicente el fin de los ejercicios «es hacerse perfecto cristiano y perfecto profesional en la vocación que cada cual tiene; perfecto estudiante; perfecto soldado; si de hombre de justicia se trata, juez, abogado, hacerlos a todos perfectos; perfecto sacerdote, como San Carlos Borromeo; otros vienen a los ejercicios a arrancar algún vicio que los atormenta con carácter predominante; otros a conquistar alguna virtud; otros a perfeccionarse en su vocación o a escoger una. También tienen fines generales, como el de un pecador hacer de él un jus­to. Y a lograr el fin, que cada cual se propone, se deben orien­tar los ejercicios» (XII, 44).

En los ejercicios existía una «orden del día». Todo se ha­llaba meticulosamente detallado: praxis teológica y moral, ad­ministración de sacramentos, ensayo de ceremonias y canto, método para la oración mental, conferencias de ascética… A esto se unía el ejercicio de la meditación, la recitación del Oficio, la vida en comunidad… Para mayor provecho de los Or­denandos, se los distribuía en pequeños grupos bajo la direc­ción de un misionero. Se clausuraba los ejercicios con una «confesión general» y una gran celebración eucarística.11

De Vicente es esta bella descripción en carta dirigida a la madre Juana Fca. Frémiot de Chantal: «…La Providencia de Dios ha añadido la de recibir en nuestras casas a los que tie­nen que recibir las órdenes, diez días antes de la ordenación, para alimentarlos y mantenerlos y enseñarles durante un tiem­po la teología práctica, las ceremonias de la Iglesia y hacer y practicar la oración mental según el método de nuestro bien­aventurado padre monseñor de Ginebra».12

La experiencia fue tan positiva que entre los años 1628 a la muerte de Vicente, participaron en los ejercicios de 13 a 14 mil Ordenandos.13

2. Conferencias de los Martes.

Fueron las conferencias de los Martes el segundo recurso previsto por Vicente para tonificar de una manera permanente al clero. Se reunían los martes en San Lázaro o en Bons­Enfants «para honrar la vida de Nuestro Señor, su sacerdocio eterno, su sagrada Familia y su amor a los pobres, procurando la gloria de Dios en el estado eclesiástico, en sus propias fami­lias y entre los pobres, incluso entre aquellos que viven en el campo». La idea que tuvo Vicente al crear este grupo en 1633, era la de poder continuar, de alguna forma, la labor renova­dora comenzada con los ejercicios a Ordenandos. La ejempla­ridad de vida y unos ejercicios de ocho días daban acceso a las conferencias. Las Conferencias formaban confraternidades con un superior permanente, que lo era Vicente, y un prefecto escogido entre los miembros de la sociedad. Un secretario re­cogía los procesos verbales, diálogos y conferencias, que luego los registraba en el archivo.14 El tema de la conferencia, anun­ciado con antelación, versaba sobre las fiestas litúrgicas, los santos, las virtudes cristianas… Vicente, miembros escogidos del episcopado y del clero, teólogos de la Sorbona, religiosos… formaban el grupo de los conferenciantes. De entre todos, afir­man los biógrafos, era Vicente el más escuchado, y tal era la avidez y el entusiasmo que todos mostraban por oirle, que, si el tema no lo concluía por falta de tiempo, quedaban apenados. De Bossuet son estas palabras: «Qué dichosos son ustedes al poder ver y oir todos los días a un hombre tan lleno de Dios», «Una palabra suya produce más efecto que todo lo que pudié­ramos decir nosotros».15 Este ilustre orador, dirigiéndose al Papa Clemente XI, lo hace en expresivos términos, que definen la honda conmoción que suscitaba la palabra de Vicente entre los miembros de las Conferencias. «Cuando ávidos, le oíamos hablar, entonces nos sentíamos llenos de aquella frase del Apóstol: Si alguno habla que sea palabra de Dios».16

Los más célebres eclesiásticos de París acudían a las confe­rencias. Se cuentan veintidós obispos, algunos de ellos conoci­dos por su santidad o ciencia: Pavillon; A. Godeau; Luis y Francisco Fouquet; Fro. Paul de Gondí, cardenal de Retz; Luis Abelly, primer biógrafo; Bossuet. Entre los eclesiásticos más notables se hallan J. Olier, fundador de los Sulpicianos; Fran­cisco Pallu, fundador de las Misiones extranjeras; abades, vi­carios generales, superiores, teólogos…; la flor y nata del clero francés. El ejemplo de París se extiende allí donde hay una comunidad de la Misión.17

3. Los Seminarios.

La tercera opción que Vicente presenta para la reforma de la Iglesia es la erección de seminarios. Los buenos resultados que daban los «ejercicios a Ordenandos» así como las «confe­rencias de los Martes» no bastaban para mantener un clero sano, no viciado. La verdadera formación del sacerdote debía comenzar antes, en el seminario, a través de una enseñanza y una práctica continuada. Aceptando las prescripciones de Trento —»a venerarlas como venidas del Espíritu Santo»—, un cierto número de jóvenes, de doce a catorce años, bajo la guía de los sacerdotes de la Misión, eran recibidos en el colegio de Bons-Enfants, donde se les enseñaba, además de las letras humanas, el canto y las ceremonias eclesiásticas. En 1637, un año después, erige el «seminario interno», novedad vicenciana, y un año más tarde acepta la dirección del gran seminario de Annecy. Luego vinieron, como en cadena, los seminarios de San Nicolás, San Fermín, Saint-Magloire, Valence… Esta nueva ac­tividad crea en la compañía una nueva mentalidad de servicio al clero, que quedará fijada entre los fines de la misma (Reglas comunes, cap. I, art. 1). Vicente en sus conferencias, avisos y repeticiones de oración, urgirá a los misioneros la preparación espiritual e intelectual, así como el serio servicio al que está empeñada la Compañía.18

Adivinamos una tarea ingente, capaz de agotar el ingenio y el tiempo de un iluminado. Sin embargo para Vicente era una tarea más de la jornada, que no secaba su poderoso espíritu siempre previsor y siempre fresco. Nada de exagerado aquella frase: «A él, el clero de Francia debe su esplendor y su gloria». Hoy esta frase necesita una geografía más extensa.19

Conclusión

«S. Vicente de Paúl prepara las bases del futuro. Una cris­tiandad más viva, agitada por la nueva levadura; un clero dig­no, consciente de la grandeza de su sacerdocio y totalmente entregado a su vocación; una Iglesia fraternal, abierta a todos y más dulce a los humildes; una religión humana, en la que Cristo habla al corazón: todo aquello que más queremos en nuestra alma se encuentra en Monsieur Vincent, en sus pala­bras y en sus actos».20

  1. Baste recordar los nombres de Juan de Avila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Tomás de Villanueva, Juan de Ribera, Felipe Neri, Carlos Borromeo…
  2. Cf. HOUSSATE, Pierre de Bérulle, II, 1-61.
  3. Cf. HERGENROTHER, Storia universale della Chiesa, VI, 324 ss. ROHREACHEE, Histoire universelle de l’Eglise catholique, XIII, 164-213. VILLOSLADA-LLORCA, Historia de la Iglesia Católica, III, 830 ss. ROPS, La Iglesia de los tiempos clásicos, 63 ss. Idem. Hist. de la Iglesia de Cristo, VIII, cap. 1-II.
  4. COSTE, S. V. P., I, 291 ss.
  5. Ibid., 293.
  6. Cf. GEBERT, Histoire des Seminaires Francais, I, 133.
  7. ROPS, H. de la I. de Cristo, VIII, 63.
  8. COSTE, S. V. P., I, 297.
  9. Cf. Carta de la SS. Cong. de Sem. y Univ., dirigida al Episcopado con ocasión del III centenario de la muerte de S. Vicente de Paúl. Ver introducción.
  10. Cf. COSTE, S. V. P., II, 335 ss. ABELLY, op. cit., I, 173. MAYNARD, op. cit., II, 30 ss. HERRERA, Historia de la Congregación de la Misión, 65-66.
  11. Cf. COSTE, I. cit., 341 ss. MAYNARD, 1. cit., 36-59. Armando Guidetti, en un artículo aparecido en el L’Osservatore Roma­no, 10-XI-1973, con motivo de publicarse el tercer volumen de la «Historia de los ejercicios de San Ignacio» del P. Ignacio Iparraguirre (Roma, Ins­titutum Historicum, 1973), dice: «Mientras en el resto de Europa…, se daban los ejercicios espirituales prevalentemente en forma individual, en Francia por su nueva situación religiosa, surge, por San Vicente de Paúl, iniciador del movimiento una nueva pastoral de los Ejercicios; se abrevian a una semana o poco más, orientados los mismos ejercicios a personas de diversas categorías, y con un sentido práctico diverso: el de instruir en los fundamentos de la religión cristiana o de la vida eclesiástica o reli­giosa». A. Giudetti plantea a continuación esta pregunta: ¿dónde aprendió Vicente los ejercicios ignacianos? Sin duda en la escuela de Bérulle. El subtítulo del tercer volumen de la «Historia de los ejercicios de San Ignacio» es «Evolución en Europa durante el siglo xvii». Trata, en su pri­mera parte, de los ejercicios espirituales en Francia. Obra interesante pa­ra constatar la posible dependencia de la originalidad vicenciana de la praxis ignaciana.
  12. COSTE, I, 550-551, ed. cast. Salamanca (1972).
  13. Doonsr, op. cit., 56.
  14. MAYNARD, 1. cit., 71. Cf. COSTE, S. V. P., II, 299-307.
  15. Cf. COLLET, op. cit., 81-86.
  16. COSTE, XI, p. IX: «Quem cum disserentem, avidi, audiremos, tuno impleri, sentiebamos apostolicum illud: Si quis loquitur, tamquam sermo­nes Dei».
  17. COSTE, S. V. P., II, 329 ss. Cf. MAYNARD, op. cit., 78 ss. MOTT, op. cit., pp. 292-303; Reglamento de las Conferencias, 451-455. LAJEUNE, en su libro St. Francois de Sales, p. 139, dice: «Vicente de Paúl presentó a las Conferencias de los martes la doctrina del Obispo de Ginebra y, en particular, aquella que se contiene en el «Tratado del Amor divino»; «la práctica de no pedir ni rehusar nada; de no querer otra cosa que lo que Dios quiere y como El lo quiere» (X, 273): era el resumen del espíritu salesiano. «Dadme, decía Vicente, un hombre de oración y será capaz de todo» (XI, 83). Les ponía en guardia contra dos excesos: el laxismo mundano y el rigorismo jansenista. Puntualizaba: «Amemos a Dios, aunque sea a costa de nuestros brazos». Para Vicente, «todas las aflicciones y ejercicios de un corazón sentimental, son de sospechar cuan­do no tienden a la práctica del amor efectivo. De esta forma Vicente de Paúl preparaba un clero santo y verdaderamente apostólico, entregado al servicio del pueblo de Dios».
  18. COSTE, II, Prescripciones de Trento, 459; de la vida del Seminario, III, 243; VI, 422-424; la Misión y los Seminarios, III, 273; XII, 83 y 288­289; Materias que se deben enseñar, II, 233; IV, 597; VIII, 3; XII, 289. Cf. COSTE, S. V. P., II, 362.
  19. Cf. BOUDIGNON, Saint Vincent de Paul, elogio de Fléchier, cit. p., 17.
  20. ROPS, La Iglesia de los tiempos clásicos, 60.

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