VIII.- PREPARACIÓN PRÓXIMA
A Zaragoza.- Poderes y facultades.- Convocación.- Sustitución de personas.- La discusión.- Cláusulas testamentarias.- Absurdidades.
Tomó, efectivamente, resolución definitiva el Sr. Visitador en la Visita oficial que hizo a la Casa de Alcorisa a fines de Septiembre de 1901. Y con ella se dio término a la preparación remota y a la prolongadísima dilación de siete años que, por varias causas, sufrió la fundación de nuestra Casa de La Iglesuela del Cid.
Al fin de la Visita, dice el Sr. Arnaiz al Sr. Garcés que vaya con él a Zaragoza para tratar del asunto con el Prelado. Y hablaron largamente con el Sr. Vicario Capitular. Y declaró ante éste el Sr. Visitador que dejaba por representante suyo al P. Garcés, con todos los poderes y facultades necesarios para contratar con los señores albaceas testamentarios y estipular las condiciones, derechos y obligaciones mutuos relativos a la fundación.
Convóquese, pues, oportunamente a todos los dichos señores, y el día 4 de Noviembre se hallaron reunidos con el Prelado en el palacio arzobispal de Zaragoza.
No eran ya, a la sazón, todas las mismas personas que, con el cargo de albaceas, habían intervenido en los actos anteriores. Vacante la Silla arzobispal, como se dijo en el párrafo anterior, desempeñaba el oficio de Prelado el Vicario Capitular, D. José Pellicer. Fallecido el respetable y sabio arcipreste de Castellote, D. Manuel Ros, ejercía ese oficio D. Francisco Torrente, Cura del Mas de las Matas. El Cura Izquierdo, aburrido, fastidiado por los disgustos que las peripecias de las fundaciones habíanle producido, creó, con capital propio y con las debidas autorizaciones, un Beneficio en la Parroquia de La Iglesuela, renunció al Curato, y entró en posesión del Beneficio en el mes de Agosto de este mismo año, quedando de Ecónomo su sobrino, D. Camilo Lor, que venía desempeñando en la misma Parroquia hacía una docena de años el cargo de Coadjutor. Subsistían los otros dos albaceas, el Presbítero y el seglar, de quienes se hizo mención en el párrafo V; pero éste se encontraba en la actualidad peligrosamente enfermo, tanto que falleció diez o doce días después y fue representado en la reunión por el Arcipreste.
Los reunidos, pues, en Zaragoza, para formar el contrato de la fundación, fueron: D. José Pellicer, D. Francisco Torrente, por sí y por su representado, D. Camilo Lor y D. Fermín Morraja, como albaceas, y el P. Garcés en nombre del Sr. Visitador de la Provincia de España.
La deliberación fue reposada, serena, amistosa, aunque complicada, intencionada y enérgica. Cada una de las dos partes estaba bien penetrada de la importancia, de la trascendencia del asunto y de la responsabilidad que le incumbía. Por eso se mantenían con firmeza en sus estribos, y, sosteniendo con tesón el combate, se disputaban el terreno palmo a palmo, línea por línea.
La discusión tenía que versar sobre la inteligencia, extensión y determinación limpia y concreta de las obligaciones que en el testamento se imponían a la comunidad. Si la redacción de las cláusulas a esas obligaciones dedicadas hubiera sido menos vaga, más precisa, más clara, hubiera sido innecesaria aquélla. Pero como era obscuro y confuso el sentido y el alcance de ellas, se hizo indispensable la discusión.
Tomó, pues, el Vicario Capitular una copia del testamento, y otra el Sr. Garcés, y leyeron: «Deja la cantidad de cien mil pesetas para fundar y establecer en esta villa una Comunidad de Religiosos Misioneros de la Congregación de San Vicente de Paúl, que se dedicará a la instrucción y otros fines benéficos y se compondrá de cuatro Sacerdotes, por lo menos, con los Hermanos necesarios, debiendo residir dos de los Sacerdotes en el pueblo continuamente.
«Es la voluntad de la testadora que los dos Religiosos que residan en esta población se ocupen con la mayor asiduidad en la enseñanza y confesonario; y que, cuando menos en los domingos y días festivos, sea de su cargo la predicación; pudiendo los demás Religiosos que formen parte de la Comunidad dar misiones en los pueblos de los Arciprestazgos de Aliaga, Castellote y Valderrobres, siempre que el Prelado diocesano lo tenga a bien, sin perjuicio de cumplir unos y otros las demás obligaciones que el citado Prelado les impusiere».
De estas cláusulas se deducía, claramente se ve:
1º Que los Misioneros habrían de dar una ú otra clase de enseñanza.
2º Que habrían de aplicarse constante e indispensablemente al confesionario.
3º Que habrían de levantar la predicación pastoral propia del Cura.
Et aliquid amplius, porque dice «cuando menos.»
4º Que habrían de dar misiones siempre que las quiera el Prelado.
5º Que habrían de estar obligados a cumplir indefinidamente cuantas cargas tuviera a bien imponerles el Prelado diocesano.
Pronto hizo ver, pero con toda evidencia, el Sr. Garcés a los señores albaceas, la absurdidad, si vale todavía la palabra, de tales pretensiones.
¿Cómo dedicarse con la mayor asiduidad a la enseñanza, sin con la mayor asiduidad habían de dedicarse los Misioneros al confesonario, y además habían de dedicarse al estudio que exige tanta predicación, y habían de ir a misiones, quién sabe cuánto tiempo, siempre que el Prelado lo quisiera, y simultáneamente tendrían que dar, por ejemplo, Ejercicios a Sacerdotes o a Religiosas, o desempeñar otras ocupaciones análogas, puesto que unos y otros, es decir, los dos de la residencia y los demás que hubiese habrían de depender ilimitadamente de la voluntad del Prelado?
Y si los Misioneros predicaban todo lo que corresponde al Cura, el Cura ¿qué había de hacer? ¿Tumbarse en la cama? ¿Dormir a pierna suelta? ¿Marcharse a cazar? ¿Divertirse con los amigos, gastándose la renta que por predicar le dan? Pero ¿haría suya esa renta sin predicar? ¿No estaría obligado en conciencia a la restitución? ¿Y a quién habría de restituir? ¿A los Misioneros? Mas ¿cómo, si éstos estaban obligados por otro título? Y todo esto ¿no era barrenar, destruir las disposiciones del Concilio de Trento?
—iEvidente, evidente, evidente!,—exclamó varias veces el Sr. Vicario Capitular, mientras hacía el Sr. Garcés estas y semejantes observaciones.
El resultado final fue hacer caso omiso de la letra del testamento y atender a su espíritu, ó, más bien, a los deseos conocidos de la testadora para formular las obligaciones mutuas de los albaceas y de la Congregación.
IX.- SIGUE LA PREPARACIÓN PRÓXIMA
Aclaraciones.- ¿Misiones, o enseñanza?- ¿Y en La Iglesuela, qué? El contrato.- Expediente.-Obligaciones.
Hubo aclaraciones sobre si habría de entregarse el capital a la congregación o habría de permanecer en poder de la Mitra, como se dirá en el párrafo siguiente. Las hubo sobre si habrían de darse misiones y enseñanza simultáneamente o disyuntivamente. Y las hubo, por fin, sobre las obligaciones que habrían de imponerse a los Misioneros en el pueblo de La Iglesuela del Cid.
Inclináronse los señores albaceas a que se diese la enseñanza de Latinidad y Humanidades propia de Seminarios. Díjoles el Sr. Garcés que para llenar lo que en el testamento se dice era suficiente la explicación del Catecismo en los domingos, y que ninguna instrucción podría darse más provechosa para las almas ni más propia de los Misioneros. Pero que estaba conforme con que se estableciese escuela de Latinidad. Solamente que, en este caso, no podrían darse misiones, porque nosotros no habríamos de enseñar el latín a la manera que lo enseña un Dómine, sino como se da en los Seminarios, con clases separadas y profesores distintos, que así lo pedían la dignidad y la honra de la Congregación, así convenía a los alumnos para su aprovechamiento, y así lo exigirían en el Seminario central de Zaragoza, si exigían el examen anual como quisieron exigirlo en Alcorisa. O por lo menos obligarían a llevar esmerada preparación al examen para pasar a Filosofía, y esa preparación no podría llevarse con la enseñanza acumulada de Dómine, sino con la de cursos distintos, clases separadas y diferentes catedráticos. Que, por tanto, no habiendo de más que cuatro los Misioneros Sacerdotes, y habiendo de confesar y predicar en La Iglesuela lo que se determinase, era imposible dar misiones en los pueblos, porque los cuatro eran necesarios para lo dicho y resultaban hasta excesivamente recargados. En conclusión: que si querían establecer misiones, era preciso omitir la enseñanza; y si querían enseñanza, era menester prescindir de las misiones.
Todos reconocieron la fuerza incontrastable de las indicadas reflexiones. El Sr. Ecónomo de La Iglesuela resistió algún tanto por el interés que tenía en que hubiese enseñanza en su pueblo. El Sr. Vicario Capitular mostró mayor interés por las misiones, y requirió del P. Garcés su parecer franco y explícito.
Tomó este la palabra, y evidenció las ventajas innegables de las misiones sobre la enseñanza, para el provecho espiritual de los pueblos, que es el fin principal y la razón de ser de los Misioneros. Puso de relieve los mayores sacrificios que se impondría la Congregación aceptando las misiones, ya en el personal, porque no son suficientes cuatro Sacerdotes para la residencia y para ellas, en la forma en que nosotros las damos, que de paso les explicó, ya en los gastos pecuniarios, como era fácil comprender y fácilmente comprendieron. Pero entrando en el pensamiento capital de la fundadora, y deseando que se cumpliesen sus deseos más íntimos y acendrados, que se cifraban en el celo por la gloria de Jesucristo y por la salvación de las almas; interpretando los sentimientos caritativos de sus Superiores mayores, el Visitador provincial y el General de la Congregación; sabiendo, en fin, la gran caridad que animaba el corazón de San Vicente de Paúl al establecer las misiones en los pueblos rurales, sin vacilar aceptaba las misiones, pero con exclusión de la enseñanza, según la disyuntiva propuesta. Y todos los señores albaceas, muy convencidos de las verdades expuestas, se decidieron por las misiones, abandonando el proyecto de la enseñanza.
Ventilado y resuelto este punto, se pasó al de las obligaciones que hubiera de contraer la Comunidad en La Iglesuela y para La Iglesuela. Porque era también deseo de la fundadora, como se ha dicho en el párrafo anterior, que se trabajase de un modo especial en la santificación de los hijos de su pueblo.
Y como todos los reunidos, Prelado, albaceas y representantes de la Congregación, abundaban en esos sentimientos, y juzgaban muy legítimo y muy justo ese santo deseo; desechando todo cuanto se dice en el testamento, como ya se dijo, fácilmente convinieron en que se encargase la Comunidad de predicar en la Parroquia los sermones llamados de Cuaresma, si el párroco estuviese conforme con ello, porque éste, durante ese tiempo, ya tiene bastante en qué ocuparse con la explicación acostumbrada del Catecismo.
Un poco más se discutió la petición del Sr. Vicario Capitular de que predicasen los Padres algunas veces más entre año, a la cual por fin accedió el Sr. Garcés ante sus reiteradas instancias y ante la sentimental pregunta que hizo: ¿Y va a estar el pueblo sin oír a los Padres de Cuaresma a Cuaresma?
Se convino, pues, por todos en que se obligaría la Comunidad a predicar, con aquiescencia del cura, doce sermones, fuera de la Cuaresma, no en las fiestas fijas de la Iglesia, que son ya obligación pastoral del Cura, sino en novenarios, triduos, o semejantes, sobreañadidos a la predicación propia de la cura de almas, si los hubiere.
Estas explicaciones y estos detalles servirán para defender la verdad cuando se tropiece con quien pretenda tergiversarla, como ha sucedido, por versatilidad o por malicia, este año, en las misiones de la Casa de La Iglesuela.
Convenidas las bases del contrato, dijo el Sr. Pellicer que era menester aprobarlas y darles fuerza legal por medio de un expediente canónico. Que, al efecto, elevaran los allí reunidos una solicitud al Provisor, firmada por las dos partes contratantes. Y encargaron su redacción al Sr. Garcés, el cual la formuló en casa del Arcipreste, D. Francisco Torrente. Y pareció bien a él y a los otros albaceas que la leyeron. Y el Sr. Torrente la puso en limpio. Y firmada por los cuatro, es decir, Arcipreste, por sí y por Mariano Soler, Ecónomo D. Fermín Morraja y el P. Garcés, la presentó aquél al Sr. Vicario Capitular. Quien la revisó y aprobó, y con su contenido, y a tenor de él, se formó y expidió el dicho expediente, del cual tiene una copia el Arcipreste, otra el Cura de La Iglesuela y otra la Comunidad.
Las principales obligaciones que constan en la solicitud y en el expediente, son las siguientes:
«Por parte de los Señores albaceas:
1º Entregar a dicho E Mariano Garcés, para transmitirlo a los Superiores de su Congregación, el capital de cien mil pesetas, destinadas al sostenimiento de dicha Comunidad.
2º Entregarle, en la misma forma y para el mismo fin, catorce mil novecientas cuarenta pesetas, producto líquido de los frutos de la Granja y demás fincas de que habla el testamento.
Por parte de la comunidad:
1º Se obliga a dar misiones gratuitas anualmente, en los meses de costumbre, a los pueblos de los arciprestazgos que designa el testamento.
2º Se obliga a predicar en la Iglesia parroquial de dicha villa dos sermones semanales cada año, durante la Cuaresma, y otros doce anuales en fiestas o funciones especiales, como Carnaval, etc., siempre que con lo dicho esté conforme el Párroco o quien le represente».
X.- TERMINA LA PREPARACIÓN PRÓXIMA
Discusión sostenida.- Un apóstrofe.- El capital a Madrid.- Para la Conversión de San Pablo.- La Purísima.- Justo elogio.- No hay casa.- Ilusión desvanecida.
Fue tendencia general de los señores albaceas de la una y de la otra época el retener el capital y no entregarlo a la Congregación, sino sólo sus réditos. El cura Izquierdo puso tenaz empeño en ello, y de ello hizo hincapié en su viaje a Madrid, y pro bono pacis se condescendió y se consintió en que lo retuviese la Mitra. Sintió esta condescendencia el Sr. Garcés, porque, contendiendo con los albaceas privadamente, había insistido en que se debía entregar a la Congregación.
Porque inconvenientes tiene para una casa particular la administración de su capital en manos de los nuestros, pero mayores los tiene en poder de los extraños. Mejor es entenderse con los de casa que con los de fuera. Cuanta menos intervención de éstos, más libertad e independencia. Y el que quiera saber, que estudie. «Y más sabe el loco en su casa, que el cuerdo en la ajena». Y a lo tuyo, tú. Esta fue, y es, y creo que será siempre su opinión. Así ha juzgado y obrado en las tres fundaciones cuya administración y dirección ha tenido que manejar hasta la fecha.
Se puso, pues, a discusión este asunto el día 4 de Noviembre de 1901 en la reunión habida en Zaragoza para acordar las bases de la fundación de La Iglesuela, y hubo lucha sostenida por largo rato. Pero, después de demostrarles las irrecusables garantías que ofrecen nuestros Consejos provincial y general, tan seguras como puedan serlo las que ofrece la Mitra, apostrofó el Sr. Garcés a uno de los albaceas, al que más resistía, diciendo:
Suponga usted, Sr. N., que mañana le regalan, por ejemplo, diez mil duros…
Hágamelo usted bueno, P. Garcés — interrumpió el Sr. N., — que me vendrían muy bien.
—Ojalá los tuviera de sobras—replicó aquél,—porque al momento era usted dueño de ellos.
Valga, sin embargo, la hipótesis; usted puede entregarlos a un amigo de su confianza, muy de su confianza, como lo es la Mitra para la Congregación, para que los haga producir, y puede usted manejarlos por sí mismo. Dígame usted con lealtad aragonesa: ¿los confiaría a otro, o se los administraría usted? ¿No es verdad que temería usted que su amigo, atendiendo más a lo suyo, descuidase lo de usted? ¿No es verdad que usted estaría más atento que él a las alzas y bajas del interés para gananciar lo más que pudiese?
Escuche usted: ¿No quedaría estancado nuestro capital en las oficinas de la Mitra? ¿Qué podría importar a los empleados de ella el que ganaran más o menos los Paúles?
Pero, a los Paúles, si tienen en su poder el capital…
¡Evidente, evidente!—exclamó el vicario Capitular,—eso es clarísimo. Y confesó inmediatamente el Sr. N. lo mismo. Y lo confirmaron en seguida los otros señores albaceas.
Y al siguiente día entregó el Prelado un volante al Señor Garcés. Y con él se presentó éste en el Banco de Crédito de Zaragoza. Y pocos días después entregaba en la Procura provincial al Sr. Valdivielso veintitrés mil duros menos doce. O sean, cien mil pesetas del capital, y catorce mil novecientas cuarenta de los réditos de la Granja, como se expresó en el párrafo anterior. Entrega que causó no pequeña sorpresa a este señor, y posteriormente también al Sr. Visitador, porque no contaban ya con que este capital fuese a Madrid, y el Sr. Garcés nada les había notificado de lo ocurrido en la discusión, ni anunciado siquiera su viaje, sino que, de improviso, se presentó allí con los veintitrés mil duros.
Declaró entonces el Sr. Visitador sus pensamientos y planes, tomó sus disposiciones, encargó al Sr. Garcés que fuese a La Iglesuela a buscar y comprar o alquilar una casa en la que pudiera instalarse provisionalmente la futura Comunidad, calcularon que podrían hacerse estos preparativos hasta la Conversión de San Pablo, convinieron en que, en tan señalado día, sería muy oportuna y de excelente efecto la inauguración de la nueva Casa-Misión, para que, inmediatamente, pudiera la comunidad empezar a cumplir sus obligaciones, predicando la Cuaresma, y el 22 de Noviembre salió de Madrid el comisionado para llevar a efecto el encargo que se le había cometido.
Tenía que evacuar el Sr. Garcés en el Instituto de Teruel asuntos relativos al Colegio de Alcorisa, y, por tanto, habría de tomar el central de Aragón, en Calatayud. Con esta ocasión encomendóle el Sr. Visitador que arreglase asuntos de intereses de familia, pertenecientes a dos estudiantes nuestros, y tuvo que entrar en sus pueblos y detenerse dos o tres días en cada uno. Tomó después el coche-diligencia de Teruel-MontalbanAlcañiz, paróse en Portalrubio, pueblo situado en la carretera antes de llegar a Montalbán, en donde se encontraban ejerciendo sus funciones los Misioneros de Alcorisa, Sres. Villazán, Urían y Toro, con quienes pasó muy a gusto un día, regresó a Alcorisa el 2 de Diciembre, volvió a salir el día 5, y entró en La Iglesuela el 6, antevíspera de la Purísima, hospedándose en casa del Sr. Cura Izquierdo.
¡Pobre Sr. Cura! Él, tan activo, tan celoso, tan espiritual, tan trabajador, tan incansable, que durante veintiséis años había llevado en andas su Parroquia, instruyendo a todos, amonestando y corrigiendo a todos con espíritu apostólico, edificando a todos con sus ejemplos, con su virtud, no ficticia, no aparente, sino sólida y verdadera; él, a quien jamás se adelantó nadie a ir temprano a la Iglesia, y en el confesonario se le encontraba desde las primeras horas de la mañana; quien jamás dejó de predicar, en una o en otra forma, cuanto exigía de justicia su oficio pastoral y mucho más de supererogación; el, Mosén Manuel Izquierdo, modelo y destreza de buenos Curas, reconocido como tal por todos los del país …..¡estaba inutilizado, estaba enfermo! Una tos fuerte, seca, firme, frecuente, violenta, estridente, iba minando poco a poco su existencia. Él no creía que su fin se aproximaba tan aceleradamente. El Sr. Garcés atisbó su muerte ya cercana. Y lo manifestó así, primero a su sobrino, el Ecónomo, Mosén Camilo Lor, y después por caridad, y con las debidas precauciones, lo dijo al mismo paciente, repitiéndole: ¡Mosén Manuel, o matas tú esa tos, o ella te matará a ti pronto! Y le mató, en efecto, dos meses después.
El Sr. Garcés predicó el día de la Purísima. Procuró impresionar y desimpresionar, y se consiguieron ambos efectos. Ya no se miraba tan aviesamente la venida de los frailes. Prodújose desde entonces un movimiento de simpatía hacía ellos, el cual tomó creces un mes después, como se dirá.
¿Y la casa? Se miraron muchas. Se hicieron indicaciones a varios propietarios para compra o para alquiler. Inútiles pesquisas, inútiles pasos e insinuaciones. No había casa que pudiera servir o que quisieran ceder. Un vejestorio caserón vieron, pero tan vejestorio, que a primera vista parecía imposible remozarle. Sin embargo, en aquellas circunstancias apareció como una esperanza.
Habíase pensado en la posibilidad de habitar o de instalar provisionalmente la Comunidad en un edificio contiguo a la famosa ermita de Nuestra Señora del Cid, Patrona de La Iglesuela, y esta voz cundió en los nuestros de Madrid. Pero fue una ilusión que quedó desvanecida solamente con enterarse del fin de aquel edificio, que es el de albergar a los romeros de La Iglesuela, de Cantavieja, Barranco de San Juan, Portell, Castellfort y Villafranca del Cid, que van en procesión a visitar el santuario en varios días del año, y con saber que ni el clero solo, ni el ayuntamiento solo, ni solo el pueblo, pudieron alquilar, ni menos enajenar tal edificio, y ni aun tres elementos juntos pudieran dar un paso en ese sentido sin contar también con superior Autoridad eclesiástica y aun civil. Además de que tampoco a nosotros hubiera convenido residir allí, por ser sitio muy solitario, sin más vecindad que un pobre ermitaño y estar a tres kilómetros distantes de la población.
Resultado final de este viaje fue la evidencia de que no teníamos casa, ni aun alquilada, para que pudiera llevarse a cabo la instalación de la Comunidad en 25 de enero como se tenía proyectado, y por tanto la renuncia de este intento, porque la adquisición del poco agradable, obscuro y envejecido caserón mencionado, era asunto que debía de tratarse con su dueño, residente a la fecha en Calanda, ni podría habilitársele tan pronto.







