Luisa de Marillac: encuentro con los pobres

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

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Author: Benito Martínez, C.M. · Year of first publication: 1995 · Source: CEME.
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Preparación para el encuentro

St_Louise_de_Marillac_teachingDe 1625 a 1629, Luisa fue descubriendo su vocación. Su vida espiritual continuaba la que llevó de casada, con un fondo cercano a la llamada Escuela Abstracta que le inculca­ron sus primeros directores. Con el nuevo director, hizo un proyecto de vida sin romper su devoción anterior, centrada en ella y en Dios. Para estar más cerca del director de su conciencia, se instaló en una vivienda alquilada en el barrio de San Víctor, cerca del co­legio de Bons Enfants, donde vivía Vicente de Paúl. Abandonar el barrio aristócrata del Marais, en la margen derecha, residencia de nobles y burgueses, por la margen izquierda, repleta de conventos y de estudiantes, viene a ser el símbolo del cambio que realizó.

Las dos primeras cartas, que conservamos dirigidas a San Vicente (3 y 4) nos presen­tan a una viuda que lleva con su sirvienta una vida tranquila. Realiza para los pobres al­gunas labores que le ha encargado su director, pero sus mayores preocupaciones son con­servar la vocación sacerdotal de su hijo y la búsqueda de Dios en la piedad. Se reúne con una amiga y pariente lejana, la señorita du Fay; con ella y con la superiora de la Visita­ción, habla de Dios y de la vida espiritual. Por las cartas, vemos cierta intimidad en Dios entre el director y las dos señoritas. El director suele pedirles algo de dinero y de ropa pa­ra los pobres.

A su director, Luisa lo trata de padre mío, y él la llama hija mía. A su lado, la señori­ta Le Gras contempla sus obras y descubre un nuevo modo de seguir el evangelio y el cris­tianismo. Junto a él, examina el mundo con los mismos ojos que su director. Sin forzar­la, sólo mostrándole las calles y los pobres, se va haciendo un trasvase de sentimientos, de experiencias y de pensamientos. Al final de estos cuatro años, el viraje de esta mujer fue total. Hasta encontrar a Vicente de Paúl, veía el mundo desde ella y en función de su persona; después de encontrarlo, se mirará ella desde el destino de los pobres. Fueron cua­tro años de conversión. Gobillon los llamó «una especie de noviciado» (pg. 30).

Comienzo del encuentro

En los primeros meses de 1629, la señorita Le Gras tomó, por sí misma, una decisión que trastocó su vida entera y la convirtió en otra mujer: decidió entregarse a los pobres y ofrecerse a Vicente de Paúl para ayudarle en la marcha de las Caridades. Vicente, aunque lo esperaba, se emocionó. El 6 de mayo de 1629, la envía a encontrarse con los pobres por primera vez. Propiamente, llevaba el encargo de visitar las Caridades, observarlas, animarías y hacer un informe de cada una de ellas. Enternecido, la animó con una carta pa­ra ella y otras para los párrocos de los pueblos y para las Caridades:

«Señorita: Le envío las cartas y la memoria que serán menester para su viaje. Vaya, pues, en nombre de nuestro Señor. Ruego a su divina bondad que la acom­pañe, que sea su consuelo en el camino, su sombra contra el ardor del sol, el am­paro de la lluvia y del frío, lecho blando en su cansancio, fuerza en su trabajo y que, finalmente, la devuelva en perfecta salud y llena de buenas obras». (I,c.38; to­mado del Itinerarium clericorum).

Y añade una serie de recomendaciones prudentes y consejos cariñosos.

Desde este día, él casi nunca más la llamará hija mía, sino señorita, y ella no le dirá ya padre mío, sino señor, y desde comienzos de 1649 lo llamará muy honorable padre. Es la imagen del cambio realizado. Aunque siga siendo su director, para Vicente, Luisa es más que una dirigida.

Es enviada por el Director a visitar las Caridades de los pueblos y es recibida por las Caridades como una Visitadora oficial de parte del fundador y promotor, Vicente de Paúl que reside en París.

París era la ciudad del rey y éste la consideraba su ciudad. En su ciudad, se apoyaba en las necesidades del reino, como en 1636, el año de Corbie, y, cuando quería castigar­la o demostrar su enfado, huía de París a otra ciudad, como en tiempo de las Frondas. Con­vendría estudiar el papel de París en el desarrollo y expansión de las Caridades y de las Hijas de la Caridad. El rey y la corte sienten que toda obra de envergadura que se pro­yecte sobre la nación debe programarse desde París y con París: las Damas del Gran Hos­pital de París y las Hijas de la Caridad eran una cofradía o unas compañías centralizadas en París. En un documento atribuido a Luisa, se lee: «Las Damas de la Compañía han re­conocido las necesidades de las provincias y Dios les ha hecho la gracia de socorrerlas tan caritativa y magníficamente que París ha servido de admiración y ejemplo para todo el reino» (E 71).

París era además la capital de Francia. «Lutetia parisiorum urbs, toto orbe celeberrima notissimaque, caput regni Franciae» [París, ciudad de los parisinos, celebérrima y cono­cidísima en todo el mundo, cabeza del reino de Francia] se lee en los mapas del siglo XVII. Para las provincias, era el centro del progreso y de la cultura, con la gran universidad, que irradiaba todo el saber y los modales a imitar por todo el reino. Su población, masivamente, estaba alfabetizada casi en su totalidad.

París, lo sabía toda la gente, era el estado con todo un mundo de clérigos, religiosos, nobles, burgueses, comerciantes y miles de personas empleadas en la administración real y ciudadana. Para entonces, era una inmensa urbe de cuatrocientas mil personas.

También los provincianos la consideraban su ciudad por ser la ciudad de su rey. To­do lo que venía de París, además de ser estimado como algo superior y moderno, se ad­mitía como algo de todos, como algo venido de su ciudad57.

Y ahora desde París, una visitadora, enviada por el señor Vicente, visitaba las Cari­dades de las provincias. A pesar de ser las mujeres más importantes del lugar quienes per­tenecían a las Caridades, todas, excepción hecha acaso de la Señora del lugar, ante una señora de París se sentían provincianas. Y más, si esta señora de París, enviada por el se­ñor Vicente, tenía la educación y la cultura de Luisa de Marillac.

Sin embargo, Luisa no se presentaba a las Caridades con aire de gran señora. Compa­rando las notas que envió a San Vicente con la carta que la Presidenta Goussault escribió al mismo, el 16 de abril de 1633, aparece claramente la diferencia de comportamiento y hasta la diferencia de clase social (I,c.123).

Luisa se presentaba sencilla; no llevaba carroza propia, por el contrario, viajaba en ca­rruaje público o prestado. Su hospedaje era en un albergue o en una casa del pueblo. Las personas que no sabían quién era no la recibían como a una señora de la nobleza. Así, lo notaron las primeras Hermanas y lo reflejó Gobillon.

Pero las señoras de las Caridades, los párrocos y los mismos obispos estaban atentos a su persona y a todo lo que realizaba. Todos sabían que era una colaboradora, la princi­pal, y una enviada de Vicente de Paúl desde París: presentaba sus credenciales, sus car­tas, sus memorias y sus órdenes concretas. Estaban enterados que, desde París, Vicente de Paúl supervisaba, dirigía y controlaba los excesos de la nueva evangelizadora para que na­da hiciese sin el parecer del obispo o del párroco.

Fue pasmosa la actividad que desplegó, increíble, si consideramos los malos caminos y la lentitud de los transportes. En pocos meses, viajó sin prisas a Asnieres, Saint-Cloud, Villepreux, Montmirail, Beauvais, Montreuil, Mesnil, Bergiéres, Loisy, Souliéres, Sou­deron, Villeneuve-Saint-George, Crosnel, Verneuil, Pont-Saint-Maxence, Gournay, Neuf­ville y Bulles59. Pendiente de Luisa, Vicente gozaba con las memorias que le enviaba aque­lla mujer que había descubierto él, y se alegraba porque se iba realizando como mujer y como cristiana. La historia de Luisa le daba pena y sentía por ella una mezcla de admira­ción y de ansia porque cumpliera felizmente la misión que Dios le había encomendado. Vicente la amaba en Nuestro Señor y le recomendaba que cuidara su salud, necesaria pa­ra los pobres. También, amaba a los pobres y presentía que a Luisa le quedaban muchos años de vida para trabajar por ellos y le daba miedo que se destruyera por alguna impru­dencia o por el celo de una aprendiz.

La labor de la señorita Le Gras era cautivadora. Las señoras acudían en su totalidad a las reuniones, y hasta los hombres venían a escucharla, escondiéndose para que no los vie­ran, pues era indecoroso que a un hombre le enseñara la doctrina una mujer. Se la consi­deraba una santa, de tal manera que surgió la aureola del milagro en el relato del niño que cayó debajo de las ruedas de la diligencia y, gracias a las oraciones de Luisa, se levantó milagrosamente sano. Todavía se recordaba cuarenta y seis años después de sucedido. Gobillon lo recoge como cierto, sin analizar si fue un milagro (p.43; D 803).

Caridades y escuelas

Dos objetivos le había encomendado Vicente de Paúl: Visitar las Caridades de las pro­vincias y dar el catecismo a las niñas de los pueblos.

No era un trabajo cómodo: visitaba las Caridades y hablaba con las señoras en plan de revisión y de animación, comentando los reglamentos y dando ideas para renovar la vitalidad. Los informes que redactó sobre la situación de cada cofradía son claros y atinados. Delante del papel, quería ser objetiva, y escribía convencida lo que había visto. Escogía detenidamente las palabras que indicaban si ella lo aprobaba o lo rechazaba. Sin timidez, sugería a su director lo que había que cambiar o mejorar, y le indicaba si las señoras cumplían o no el reglamento. Es decir, por las Memorias, Vicente de Paúl sabía si las Carida­des vivían o languidecían. Y todo, en pocas líneas concisas.

En estos informes, Luisa nos descubre su visión clara de las cosas y su inteligencia práctica al dar soluciones, sin querer nunca influir en el Director de las cofradías. Tres si­glos y medio después de escritos, dos aspectos nos impresionan aún hoy: La entrega total a los pobres y el trabajo incansable de una mujer que, hasta hacía poco, colocaba su per­sona y la de su hijo en el centro de la espiritualidad; y, lo que es más llamativo hoy, la concepción moderna que tenía del pobre. No andaba buscando al más pobre, sino al ver­daderamente pobre en el presente y en cada lugar: «Dicen que no sería necesaria la Cari­dad en Sannoy, si no hay que admitir a nadie más que a los que no tienen absolutamente nada, porque son muy pocos o ninguno los que se hallan en tal situación, y, en cambio, son muchos los que tienen hipotecados sus pocos bienes, que llegarían a morirse de ham­bre antes de poder venderlos y ayudarse con ellos» (E 17). Luisa coincide con la superio­ra y, para cerciorarse en su delicadeza, lo consultó con el P. de la Salle, compañero de Vi­cente de Paúl, y éste se manifiesta de acuerdo, sin ninguna duda, en que hay que atender a toda persona que «esté enferma en ese momento, con tal que sea pobre» (D 25).

Desde París, no obstante, Vicente de Paúl le daba consignas y pequeñas directrices a esta seglar, nueva en este modo inédito de evangelizar. Aunque tiempo después, cuando descubra maravillado los valores de esta compañera, confiará absolutamente en ella, aho­ra, en los comienzos, organiza a distancia las Caridades hasta en los menores detalles: que el vicario no guarde el dinero, pues «la experiencia nos hace ver que es absolutamente ne­cesario que las mujeres no dependan en esto de los hombres, sobre todo en el dinero»; que las señoras de las Caridades no descarguen en otras personas los pocos y pequeños traba­jos que les quedan; que se clarifique y concretice el papel de cada miembro de las Caridades, en cuanto al servicio (I,c.42,62).

Luisa llevaba otro objetivo en su apostolado rural: catequizar a las niñas de los cam­pos y, como fundamento indispensable, establecer escuelas femeninas en los pueblos. Si quince años antes, el cura Vicente de Paúl descubrió que los pobres morían de hambre y sin religión, andando por aquellos pueblos, la señorita Le Gras contempló que también mo­rían en la incultura. Las Caridades paliaban el hambre, las escuelas darían el saber y la re­ligión a los pobres. Los ricos tenían dinero suficiente para comprar la cultura por medio de profesores particulares en las casas.

Los pueblos estaban más desfavorecidos en comparación a las ciudades. En las ciu­dades había colegios, ciertamente frecuentados por ricos, pero algunos colegios también daban becas a los pobres, con la ignominia de verse marginados por los chicos adinera­dos, temerosos de ser contagiados por las miserias y las enfermedades de los pobres. Si las muchachas ricas no asistían a los colegios o no recibían enseñanza en sus casas o en los conventos, se debía a la mentalidad social y al deseo femenino de divertirse y no es­forzarse en los estudios; no por falta de medios. Las niñas pobres de los pueblos no tenían ni siquiera oportunidades. Era otra de las pobrezas de los campesinos. Es cierto que el Concilio de Trento había decretado que cada parroquia tuviera una escuela gratuita, pe­ro en los pueblos era un sueño irrealizable. El cura, no profesor, era catequista y solamente durante el sermón dominical, con un método sencillo, apropiado a los analfabetos. Expli­caba la doctrina y la moral, valiéndose de los artísticos retablos. Pero es que, además, era corriente encontrar en los pueblos rurales a curas incultos y hasta casi analfabetos.

Generalmente, quienes llevaban la escuela del pueblo eran personas autoformadas, mezcla de obreros, sacristanes y cantores, a quienes se les llamaba maestros. Se contrataban temporalmente y eran pagados conjuntamente por el municipio y los padres, según enseñaran solamente a leer o también a escribir o incluso cuentas. El curso iba de mitad de octubre o primeros de noviembre hasta Pascua. Los demás meses del año, era época de trabajo en el campo. La edad escolar comprendía de los 6-7 años hasta los 10-12 y, a ve­ces, hasta los catorce. Por texto, tenían cualquier libro religioso que encontraran en casa. En la escuela, se enseñaba, ante todo, a vivir cristianamente y, por ello, era el lugar pri­mordial para la catequesis. Instrucción en el siglo XVI significaba, sobre todo, instrucción cristiana.

Los padres, cuanto más pobres, menos ilusión mostraban por enviar a sus hijos a la es­cuela, ya que, además de necesitarlos para el trabajo y tener que pagar las clases, sabían que sus hijos nunca saldrían de campesinos pobres. En general, era un campesinado sin ilusión y sin coraje emprendedor. Era la condena del pobre del campo: vivir siempre po­bre y analfabeto en su mayoría. Preferían, por ello mismo, enviar cuanto antes a sus hijos a aprender un oficio.

En peor situación, estaban las niñas. Las familias consideraban un lujo innecesario las escuelas femeninas, y las clases mixtas estaban prohibidas, como un peligro para la mo­ralidad. Lo más útil para ellas y para las madres, que trabajaban en el campo, era emple­arlas desde muy niñas en las faenas domésticas. Se las privaba así de cultura, de la cate­quesis y del aprendizaje de pequeños oficios. No es falso que muchos estamentos de la Iglesia se preocuparon de las niñas por motivos humanitarios, pero el objetivo preponde­rante en la Iglesia fue extender la enseñanza a las niñas, porque serían ellas quienes edu­carían cristianamente a los hijos en el enfrentamiento con los hugonotes. Se las instruía más por su función de maternidad que por su persona humana.

Este fue el panorama que se le presentó a la señorita Le Gras. Si años antes lo hubie­ra conocido, habría acudido a Dios; ahora, después de conocer a Vicente de Paúl, se me­tió de lleno en la evangelización de aquellas pobres muchachas, no sólo por su potencia­lidad maternal, sino porque las sentía abandonadas. Se constituyó maestra y catequista de las niñas en los días escolares y, apremiada por la prisa de ir a otros pueblos, las tomó también en los días de descanso, con la aprobación del señor Vicente, que le recordaba que, a través de las niñas, evangelizara a las madres, y que procurase «hacer ir a la escuela aun a las que no tenían ninguna costumbre de ir»; y que esos días lo tomara más como ‘ejercicio de piedad» que como escuela» (I,c.48).

Preocupación constante fue para Luisa asegurar la continuidad de las escuelas, buscando o preparando jóvenes capaces de convertirse en maestras. San Vicente, que no que­ría enfrentarse a las leyes, le especificó: «solamente para niñas» (I,c.117). Años más tar­de se presentará la situación de pueblos donde no hay escuelas de niños. Con la mentali­dad de aquel siglo, Luisa se preguntará ingenuamente: ¿Se hace mixta la escuela en estos lugares? El tema lo presentará en el Consejo del 30 de octubre de 1647. Da la sensación agradable de que la respuesta de Santa Luisa fue afirmativa, apoyada en estas razones:

«En primer lugar, se puede hacer mucho bien enseñando los principios de la piedad a unos niños que, sin ellos, se quedarían quizás sin instrucción. En segun­do lugar, parece que hay necesidad de hacerlo así, ya que en la mayor parte de los sitios no hay maestros de escuela. En tercer lugar, lo están deseando los padres y las madres y, al parecer, tienen grandes razones para ello, ya que sería de desear que sus hijos tuvieran al menos tanta instrucción como sus hijas; por ese motivo, urgen a nuestras hermanas para que los reciban en la mayor parte de los lugares en que están. En cuarto lugar, parece que no hay ningún inconveniente que temer por parte de la maestra; no puede haber para ella ningún motivo de tentación por parte de los niños, ya que son muy pequeños». San Vicente añadió otra: Que ya lo es­taban haciendo con los niños y niñas expósitos; y finalmente, Luisa añadió una quinta: «que a veces una niña no puede venir a la escuela si no trae a su hermani­to con ella, ya que la madre no está en casa para cuidar de él». ¡Se trataba de ad­mitir niños hasta los seis años! Ocho años, parecía ya mucho (SV,X,n° 239).

Sin embargo, el Superior Vicente de Paúl lo rechazó con el sencillo argumento de que lo prohibían las leyes civiles y eclesiásticas. Parece un argumento sin razón, viniendo del hombre que rompió con las leyes que estorbaban el progreso de los pobres. Pero San Vi­cente tenía siempre presente, no sólo cada uno de los casos de caridad o beneficencia, si­no toda la obra social, en su conjunto, que había montado exclusivamente para todos los pobres. Era el año 1647, y la empresa podía ser destruida con un simple decreto, o supri­midas las Hijas de la Caridad. Valía más no crearse adversarios o tal vez enemigos (SV. X, n° 239).

El Catecismo de la señorita Le Gras

No es seguro, pero sí probable, que el Catecismo que se conserva en los archivos de la Casa Madre de las Hijas de Caridad (París) escrito y, casi con toda certeza, compuesto por Luisa de Marillac, fuera para enseñar la doctrina cristiana a las niñas de los pueblos. Da la impresión que lo escribió años más tarde y no hay argumentos para negar que pu­do redactarlo para ayudar a las Hijas de la Caridad a enseñar la doctrina a los niños ex­pósitos o abandonados en los hogares que habían creado con ayuda de las Damas de la Caridad del Gran Hospital. O, acaso también, para formar a las primeras Hermanas que llegaban de los pueblos.

El catecismo es sencillísimo, a base de preguntas y respuestas breves y fáciles, con un lenguaje y un estilo similar al de otros catecismos de la época para personas sin muchos conocimientos de su fe.

Toma como inicio una pregunta que directamente suelen hacerse todos los niños: «¿Quién te ha creado y te ha puesto en el mundo?» De ahí, pasa a la fe, a Dios, a Jesús, al pecado original y personal, al infierno, al cielo, al bautismo, al signo de la cruz, etc. Gratamente, nos sorprende por su actualidad el interés que manifiesta por la imitación y seguimiento de Jesucristo.

Todo en tres páginas y media redactadas con soltura y rapidez; para hacerlo más ase­quible, emplea frases corrientes y lo adorna con unos pocos ejemplos conocidos. Siguen las oraciones: el Padrenuestro y la Salutación angélica. El Padrenuestro lo desmenuza pe­tición a petición, también con unos pocos ejemplos de la vida popular. El Avemaría le sir­ve como apoyo para explicar el Misterio de la Encarnación. Pasa al Credo, deteniéndose en cada uno de los artículos, pero pocas y breves líneas; todo en algo más de una página, para añadir el enunciado de los mandamientos y los dos grandes Misterios de la Trinidad y de la Encarnación.

Vienen después los dos sacramentos tan populares y tan discutidos entonces por los protestantes y, años más tarde, por los jansenistas: la eucaristía y la confesión. Con un es­tilo ágil, se detiene sin prisas en su conocimiento. Mientras lo va escribiendo manifiesta, sin decirlo, el interés por que lo practiquen y lo vivan valientemente. Termina el catecis­mo explicando todos los sacramentos y los ejercicios piadosos del cristiano.

Este final está algo desordenado y, para publicarlo, ha sido necesario reordenar toda la parte final. Da la sensación que o bien quiso completar, tiempo después, las lagunas que fue descubriendo o bien que este autógrafo es únicamente la redacción que hizo un día de los apuntes que tenía guardados de anteriores catequesis.

Todas las dificultades vienen del hecho de no estar fechado, y por la escritura es difí­cil sacar conclusión alguna.

Un nuevo modelo de apostolado

Santa Luisa de Marillac es el resumen del apostolado seglar tan corriente en el siglo XVII. Un apostolado seglar nuevo que encierra la vitalidad continuamente renovable del apostolado cristiano. No lo impone ni la diócesis ni la parroquia, aunque se realiza den­tro de sus términos, teniendo en cuenta las directrices diocesanas y parroquiales. Sin na­cer del obispo o del párroco, es asumido por ambos. No es un apostolado oficial, sino pri­vado y libre: creado por un sacerdote y organizado desde San Lázaro, es realizado por la parroquia que acepta la supervisión de Vicente de Paúl. Y éste se apoya enteramente en seglares, especialmente en las mujeres. Pieza clave en este apostolado seglar fue Luisa de Marillac. Visión atrevida de Vicente en una sociedad en la que las mujeres ocupaban un lugar subalterno.

En adelante, y de una manera más definitiva desde noviembre de 1633, la persona del sacerdote Vicente de Paúl se desdobló en director de una mujer a la que dirigía desde ha­cía unos años, con sus problemas personales, espirituales y de familia, y en el Director de una colosal obra de caridad hacia la principal colaboradora y, después, cofundadora de las Hijas de la Caridad.

Luisa de Marillac asumió con dignidad esta nueva faceta de su vida. Fueron muchas las Caridades que reorganizó y dinamizó, y fueron muchos los informes que envió a Vi­cente de Paúl, tantos como los reglamentos que redactó o corrigió61. En 1630, fundó la Caridad en su parroquia, San Nicolás de Chardonnet. Ella fue su primera presidenta, pe­ro año y medio después abandonó el cargo de presidenta para no ser elegida ya más. Sin que aparezcan en ningún documento concreto las razones, por las expresiones y por el to­no de las cartas, parece que las intenciones del Director Vicente era que se ocupase de to­das las Caridades y fuera su colaboradora. Desde esta situación, Luisa de Marillac co­menzó a ser protagonista al lado de Vicente de Paúl.

La actividad se apoderó de aquella mujer que, encerrada en sí misma años antes, no tenía más objetivo que estar unida individualmente a la divinidad. De todo era deudora a su director. En el último año de su vida, le recordará agradecida que, gracias a él, desde hacía muchos años estaba segura de conocer la voluntad de Dios (c.685).

Durante estos años agotadores, acaso por vivir la pobreza del pueblo, acaso fatigada y sintiendo la presencia de Dios en sus entrañas, la asaltó punitivo el voto que hizo en su juventud de encerrarse en un convento. Era tranquilizar por fin a su alma atormentada por complejo de culpabilidad y aplacar así al Dios todopoderoso. Lo consultó con su di- actor, pero Vicente se opuso rotundamente: «Resista animosamente a todos los sentimientos que le lleguen contrarios a éste, y esté segura de que estará por este medio en el estado que Dios le pide para hacerla pasar a otro, para su mayor gloria, si así lo juzga oportuno» (I, c.52). «Estado» en esta época, quiere decir soltera, casada, viuda o religiosa. En este caso, sólo se puede interpretar como el paso de viuda a religiosa.

La salud de Luisa de Marillac

Una mujer de tanta actividad debiera tener una salud robusta, y, sin embargo, ha pa­sado a la historia como una mujer débil y enfermiza. La causa de esta leyenda la han sa­cado los biógrafos de los escritos de la época: ella misma habla de sus achaques y enfer­medades; en los testimonios que escribieron sobre Luisa después de muerta, sus compa­ñeras Bárbara Bailly y Maturina Guérin, leemos cómo su delicada salud se resintió al que­rer vestir como todas las Hijas de la Caridad o al pretender vivir como la pobre gente del pueblo; en las cartas que le escribió San Vicente, se muestra constantemente preocupado por la salud de su entrañable dirigida y casi no hay carta en la que no se lea enfermedad, salud, poca salud, cúrese, cuídese —en una ocasión le dijo que era hija de la cruz­(I,c.242)63.

Un retrato minucioso de la salud de la santa lo hizo San Vicente al P. Blatiron en 1647:

«Con razón, me hace pensar que pasa a veces con usted como con la señorita Le Gras, a la que considero como muerta en la naturaleza desde hace diez años; al verla, se diría que sale de la tumba, tanta es la debilidad de su cuerpo y la palidez de su cara; pero Dios sabe qué fuerza de espíritu posee. No hace mucho tiempo que ha hecho un viaje de cien leguas, y sin las frecuentes enfermedades que padece y el respeto que tiene a la obediencia, a menudo iría de un lado a otro a visitar a sus hijas y a trabajar con ellas, aunque no tiene más vida que la que recibe de la gra­cia» (III, c.1044).

Examinando detenidamente la vida de Luisa, no se puede sacar tal conclusión. Para determinar su salud, es necesario tener presente el significado del lenguaje en el siglo XVII: Muchas frases de San Vicente eran comunes a los directores de aquel siglo, espe­cialmente cuando el santo la veía trabajar desproporcionadamente y con peligro de su sa­lud. Temía por ella, por el «pobre pueblo que tiene necesidad de que viva largo tiempo», y por las Hijas de la Caridad, pues ¿qué llegarían a ser sin ella? (I, c.221, 267). Y añadir que una mujer que vivía en una comodidad social delicada fácilmente caía enferma cuan­do de golpe pretendía vestirse con poca ropa, como aquellas jóvenes humildes, o intenta­ba comer como la gente pobre o alojarse y viajar malamente

La misma sanidad de aquellos años puede igualmente ayudarnos a cambiar de juicio: Santa Luisa vivió hasta los 69 años en un siglo que eliminaba sin piedad a los hombres débiles y sólo sobrevivían los robustos. En aquel siglo, un niño menor de cinco años te­nía esperanza de vivir únicamente veinte años; pasados los cinco años, su esperanza se alargaba hasta los cuarenta, y sólo quien alcanzaba los diez años, esperaba llegar, como todos los hombres, hasta los cincuenta años. Más allá, solamente los robustos. Luisa de Marillac vivió diecinueve años más que el común de sus contemporáneos. ¿Que estaba frecuentemente enferma? ¿Y quién no lo estaba entonces? San Vicente estuvo enfermo tanto como ella, y se lo considera de constitución fuerte.

La enfermedad era casi tan corriente como la salud, en todos, desde el rey al último de los ciudadanos. La diferencia estaba en la muerte, que golpeaba más rápidamente a las naturalezas indefensas. Por eso, la afición generalizada a los médicos. Entre los ricos, se procuraba tenerlos en casa o cerca para que estuvieran a su disposición en cada momen­to. Sus dictámenes de dietas y remedios eran seguidos como si se trataran de un oráculo. La gente adinerada se imaginaba que tratando bien al médico tenían garantía de conser­var una buena salud. La sociedad no tenía conocimientos de anatomía ni de enfermedades ni de medicinas. Las cartas de Luisa anunciando sin parar enfermedades de ella, de Vicente y de las Hermanas, sin pretenderlo, se asemejan a un registro de las Hijas de la Caridad difuntas. Y ella vivió 69 años. El siglo XVII se ocupó de una medicina atrasada, mezclada de superstición, magia y charlatanería. Era una medicina fundamentada en su­posiciones de tradición antigua o medieval, con poco apoyo en la ciencia y en la expe­riencia. Las recetas se hacían a base de lavativas, purgas y sangrías. Quien sobrevivía a las enfermedades, las había vencido generalmente por la sola fuerza de su constitución. Luisa de Marillac venció muchas enfermedades.

Durante estos años, numerosas pestes o epidemias de gripe, disentería y tisis cayeron sobre París y, más concretamente, sobre los barrios donde trabajaban ella y sus hijas. Mien­tras fundaba la comunidad de Angers, en 1639, la ciudad sufría una epidemia de disente­ría, Luisa cayó enferma, no se sabe de qué, muchos murieron, pero ella sanó y su vida se alargó hasta el año 1660. Las enfermedades encontraban terreno apropiado para la muer­te en los pobres, mal alimentados, mal defendidos del frío y del calor, y sin higiene en su persona, en sus casas, en las comidas y en las bebidas. El pobre que no moría durante la enfermedad, quedaba tan debilitado que fallecía con facilidad en la convalecencia. Luisa estuvo defendida desde niña: no pasó hambre, tuvo habitación acomodada y nunca le fal­to la higiene de entonces. Por eso, vivió bastante más que la gente de su alrededor.

Una naturaleza débil y enfermiza no podría haber realizado la obra que hizo Luisa de Marillac. Y más, sabiendo que el tiempo de las visitas a los pueblos era en la época de in­vierno, cuando no se podía trabajar en el campo. Tiempo de fríos, heladas y lluvias.

Se puede concluir que Santa Luisa de Marillac fue una mujer como las mujeres sanas de entonces, sujeta a las enfermedades como la mayoría de las mujeres sanas que no se quedaban en casa para no enfermar. Mujer pequeña, delgada y vivaracha. Lo que con ca­riño suele decirse «poca cosa», pero de salud fuerte.

Su hijo Miguel

Tantos viajes y actividades como emprendió no impidieron que se ocupara de su hijo Miguel, a quien amaba entrañablemente. Durante muchos años, la vocación sacerdotal de Miguel fue una cruz sicológica para Luisa.

Estamos en 1631. Vicente veía progresar a Miguel en los estudios y comunicó a su madre que era un chico juicioso y con un futuro prometedor. Sin embargo, el joven de nuevo dudaba en su vocación y manifestó que no deseaba estudiar en un seminario. Vi­cente aconsejó que pasase interno, pero como seminarista, al cotizado colegio de Cler­mont, dirigido por los padres jesuitas; él mismo se encargó de los trámites. Logró que el rector, el padre Lallemant, aceptase al alumno, y que, por las dificultades económicas de la viuda, pagase la pensión más baja. Con los padres jesuitas, terminó 4°.

Casi con dieciocho años, comenzó tercero. El joven iba bien en los estudios y abrién­dose su carácter. Todos estaban contentos con él. Hasta el rector del colegio le hizo el pri­vilegio de ponerlo en una habitación individual sin aumentarle la pensión. Durante las va­caciones o en los días que no había clase o cuando caía enfermo, se alojaba en casa de los padres paúles. Miguel asombró y admiró a los misioneros paúles por su capacidad de es­tudio: hasta seis horas diarias. Se encariñó de tal manera con los padres que se conmovió, cuando tuvo que dejarlos para volver al colegio.

Al terminar tercero en 1632, su madre pretendió que se ordenase de Menores, pero se opuso Vicente de Paúl.

Con veinte años, comenzó 1°, el último año de humanidades. Pero, cuando estaba pa­ra terminarlo, en abril de 1634, renacieron las dudas sobre su vocación sacerdotal. Sabía que de una vez por todas tenía que elegir, que era una elección trascendental, y él, since­ro y responsable, no se veía sacerdote. De nuevo, la herida, entre humana y espiritual, se abrió en Luisa de Marillac. Miguel siguió frecuentando la comunidad de los misioneros paúles, y siguió dudando, atormentando a su madre que se alborotaba. Vicente de Paúl in­cansable con ella, la animaba y aconsejaba: que estudie Artes —la filosofía— pero con sotana, de seminarista, pues estaba convencido de que el estado eclesiástico era lo mejor para el joven Miguel.

La tragedia de los Marillac

Mientras Luisa viajaba ilusionada por pueblos y aldeas, visitando las Caridades y for­mando maestras de escuelas, y su hijo estudiaba tranquilo en el seminario, su familia en­tró frenética en la lucha política.

En agosto de 1624, el cardenal Richelieu se convirtió en Jefe del Consejo del Reino. Era un hombre de la camarilla de María de Médicis, como los Marillac; se sentía unido al «partido devoto» y a su política: frenar a los protestantes franceses. Pero, desde fina­les de 1627, sus aliados presenciaban un cambio en su programa político, enfrentado a María de Médicis y a sus dos hombres de confianza: Bérulle y Miguel de Marillac. En los meses siguientes, Richelieu fue presentando en el consejo su programa: luchar por todos los medios contra la Casa de Austria, Madrid primero y luego Viena, que amena­zaban con estrangular a Francia y convertirla en una nación sin gloria delante de Euro­pa y de los turcos.

El plan exigía romper la política de alianzas matrimoniales llevada hasta entonces y enfrentar a Luis XIII, esposo de Ana de Austria, con Felipe IV de España, casado con Isa­bel de Francia. Suponía además enfrentarse a los católicos españoles y unirse a los pro­testantes: el Rey Cristianísimo contra el Rey Católico. Parecía la obra del demonio diri­gida por un obispo francés y cardenal de la Iglesia católica.

Una guerra contra España espantaba a los franceses, que aún recordaban los horrores de las recientes Guerras de Religión y escandalizaba a los franceses devotos. Marillac con­sideró a Richelieu como un megalómano que metía a Francia en una guerra sin sentido ni salida. Marillac, al igual que Bérulle, mayores que el rey y Richelieu, había vivido las guerras de religión, había visto en peligro la religión católica y la unidad del reino, había co­nocido por experiencia los horrores de la guerra, los sufrimientos soportados por el pue­blo, la ruina de la agricultura y del comercio, la miseria del pueblo humilde. Se imponía buscar la paz para que florecieran la agricultura y el comercio, únicas fuentes de riqueza y de bienestar en aquella época. No necesitaba ser militar para saber que en una guerra la preocupación única sería aumentar los impuestos consumidos rápidamente por el ejérci­to. Proponía emplear los recursos y consagrar las energías vitales a restaurar la nación. La aventura de una guerra era un camino ciego. La miseria del pueblo era real y las revuel­tas populares se multiplicaban. En 1630, escribió a Richelieu palabras que constituían una predicción de la Fronda:

«No creo que se pueda imaginar nada más perjudicial a la autoridad del rey, sobre to­do en la situación actual. Todo está en plena sedición en Francia. Los parlamentos no cas­tigan a nadie».

Pero Richelieu era un hombre político y solamente político, insensible a las necesida­des sociales.

Richelieu silenciaba otro objetivo: hacer de Luis XIII un rey absolutista, abatir a los principes de sangre y dominar a la nobleza. Miguel de Marillac, por lo contrario, defen­día las franquicias municipales y las libertades locales.

Richelieu huía del enfrentamiento. Intentaba, a medio camino entre la lisonja y el soborno, atraerse a los principales hombres del partido devoto: en agosto de 1626, in­fluyó ante el rey para nombrar guardasellos a Miguel; en noviembre de 1629, propuso dar el obispado de Saint-Malo al hijo de Miguel, Octavio de Marillac —el Padre Mi­chel— que lo rechazó por humildad; Bérulle fue nombrado cardenal el 30 de agosto de 1627, y Luis de Marillac, hermano de Miguel de Marillac, mariscal de Francia el 1 de julio de 1629.

El primer conflicto abierto entre los dos hombres sucedió en el consejo del 26 de di­ciembre de 1628, a causa de la intervención francesa en Italia. En setiembre de 1629, la lucha por el poder era agria, y en mayo de 1630, el enfrentamiento fue de destrucción. Las intrigas ante el rey se enmarañaron hasta llegar a una explosión de engaños y trampas el 10 de noviembre de 1630. Este día, la Reina Madre logró arrancar a su hijo el rey la sus­titución de Richelieu por Miguel de Marillac. Pero al día siguiente, Luis XIII arrepentido asumió plenamente la política del cardenal y le devolvió el poder.

Richelieu actuó rápidamente en actitud vengativa. Encarceló a Miguel y a su her­nano Luis, el mariscal, que estaba en Italia al mando de un ejército. Los familiares y amigos fueron perseguidos, entre ellos los Attichy. La mujer de Luis, Catalina de Mé­dicis, pariente de la reina madre, fue desterrada a Roul, en las afueras de París, el 27 de diciembre, y unos meses después, su sobrina Ana fue confinada en sus tierras de At­tichy.

El 11 de noviembre —la Journée des Dupes— sorprendió a Luisa en Montmirail, tie­na de los Gondí, a menos de 100 kilómetros de París. Es fácil que hasta allá llegaran las asombrosas noticias de la desgracia de los Marillac, y Luisa, una Marillac, las escuchara de personas compadecidas. Aunque distante en la fortuna, vivió siete años en el palacio de Attichy-Marillac. Cuando vivía años de paz y de ilusión, reaparece la cruz de la niñez. En las desgracias, la sangre sufre por la familia.

Luisa no abandonó a aquellos labriegos. Siguió en Montmirail, luego pasó Beauvais y retornó a París por las Navidades. El mes de abril de 1631, lo pasó en Montreuil, cerca de París, siempre visitando Caridades y dando el catecismo a las niñas. Cuando estaba en Pa­rís, trabajaba en su Caridad, redactaba o corregía reglamentos de otras Caridades y se ocu­paba de su hijo. En septiembre de 1631, hizo nuevas salidas a Mesnil, Bergier, Loisy, Montmirail, Souliéres, Souderon y Villeseneux.

No abandonó a los pobres, aunque en su cuerpo llevaba un corazón roto por las des­gracias familiares. Un día, fuera de París, recibió una carta de Vicente, comunicándole que su tía, la esposa del Mariscal, estaba enferma de gravedad. Lo que no sabía Vicente de Paúl era que el mismo día en que salió la carta, 13 de septiembre, murió Catalina. Se lo comunicó una semana más tarde. El director sentía el dolor de Luisa, sabía que era fuer­te, pero conmovido la consoló: «El hijo de Dios lloró por Lázaro; ¿por qué no va a llorar usted por esa buena señora?» (I, c.90,87).

Cuanto más tiempo pasaba, la familia Marillac-Attichy presentía con terror el fin de los dos hermanos. No les asustaba la prisión o el destierro, temían la muerte. Buscaron in­fluencias, acudieron a personalidades amigas, se arrodillaron ante Richelieu y ante el rey, pidiendo clemencia o jueces imparciales. Llamaron a cualquiera que pudiera aportar al­gún camino de salvación y para ello se reunieron con frecuencia en el destierro de Attichy. A algunas reuniones, le pidieron a Luisa que asistiera. Ella pidió consejo a su director. San Vicente vio bien que acudiera, pero le aconsejó prudencia y que «cuidara no enre­darse en nada», y siempre que acudiese a Dios, pues «Él no le aconsejaría nada que no fuera perfecto». Con todo, que no olvide que al presente está la cruz.

Nada sirvió de nada. En un juicio celebrado en Rieul, en el palacio de Richelieu, con jueces escogidos meticulosamente por el cardenal, y que suena a corrupción, el mariscal fue condenado a muerte y decapitado el 10 de mayo de 1632 en la Plaza de Gréve, la Pla­za mayor de París. Vicente manifestó a Luisa su dolor y la confortó no sólo por la muer­te sino también por la ignominia de aquella muerte (I, c. 113). El hermano mayor, Miguel, entregado a la oración y al anonadamiento, murió en la prisión de Cháteaudun el 7 de agos­to de 1632.

Influencia vicenciana

Luisa de Marillac caminaba hacia su destino: el año de 1633, comienzo de una etapa nueva. En realidad, la nueva etapa había comenzado el año 1625, cuando se encontró con el sacerdote Vicente de Paúl. Desde este encuentro, todo fue cambiando en su vida. Se ve claro con la transformación que sufre su vida espiritual.

Las notas de sus Ejercicios espirituales del adviento de 1628, reconstruyen día a día los pensamientos y resoluciones de sus meditaciones. San Vicente se los había aprobado. Minuciosamente, le indicó el orden y el modo de hacerlos, y él se los revisaría cada dos días (I,c.277; E 10). Le señaló las lecturas y las materias de la oración: las que Monseñor de Ginebra pone al comienzo y al final de la Introducción a la Vida devota. La señorita Le Gras obedeció, y los cuatro primeros días siguió fielmente a San Francisco de Sales, pero los dos últimos no pudo, dominada por los temas y las ideas de los primeros directores de tendencia nórdica.

Aun siguiendo las meditaciones de la Introducción, se escucha un lenguaje distinto del de San Francisco. En San Francisco, resuena el parecido con la Devoción Moderna, en Santa Luisa con la Escuela Abstracta. El obispo se dirige a la sicología y a la práctica, la mujer penetra en la metafísica y en la contemplación. En la meditación de la creación, se respira un vaho de neoplatonismo leve, como de emanación y retorno a la divinidad. El fin de la creación de las almas es su posesión por parte de Dios y el abandono de aquéllas en Dios. Cierto, presenta la Humanidad de Cristo como juez, pero unida a la divinidad.

En los últimos días, se separa radicalmente del Obispo de Ginebra y aparece su pro­pia espiritualidad personal de visión renanoflamenca. Se anonada meditando sobre la di­vinidad y la humildad. La formación espiritual que acumulaba en su interior la empeña­ba a contemplar la divinidad bajo una visión ejemplarista: «La infinita perfección de Dios encierra en ella la perfección de todas las criaturas, que no obran ni necesaria ni volunta­riamente si no es por su sólo poder». Sólo existe un amor y es el amor divino. El amor hu­mano es tan sólo una participación del Amor divino: «El alma está libre para ir a sacar del amor de la infinita bondad y sabiduría de Dios todo el que ella puede contener, pues Dios es tan bueno que libremente se lo comunica a todos» (día 6°).

Ante la divinidad se vacía de todo y «acepta todas las insensibilidades y privaciones de consuelo» para abandonarse enteramente en Dios. En un acto de la más pura mística de las esencias, no quiere «buscar las ternuras ni consuelos espirituales para excitarse a servir a Dios». Siente que «voluntariamente tiene que dejar todos los consuelos sensibles para unirse a la Esencia de la divinidad».

Cuando se detiene en Cristo, acentúa «honrar sus instrucciones» más que imitarlo. Los pobres aún no aparecen como una parte de su vida; parecen algo añadido, accidental.

Desde el año 1629, se nota un cambio constante en la espiritualidad de Santa Luisa de Marillac. San Vicente de Paúl la fue llevando lentamente y sin violencia a una vida de Dios, de presencia más humana, no tan especulativa, más centrada en Jesús, en los pobres y en la vida ordinaria.

Son los apuntes de otros ejercicios, los de adviento de 1631, los que resumen las líne­as del cambio en su vida espiritual. Su director Vicente también le puso los temas para el domingo, lunes y martes. Luisa había escogido los del sábado, prefiriendo meditar sobre la muerte y el juicio. Su director le había indicado la vida de Jesús. Las meditaciones del sábado tienen un enfoque más abstracto que las de los días siguientes.

Los tres últimos días, nos parece asistir a unos ejercicios de otra época. Se posesiona de la vida de Jesús desde su nacimiento hasta la pasión. Jesús se presenta en todas las me­ditaciones y, como una fiel hija piadosa de Vicente, saca resoluciones prácticas. Si antes tomaba las virtudes porque eran una participación de las perfecciones divinas o porque así honraba a la divinidad, ahora quiere adquirirlas para imitar a Jesucristo que vino a este mundo para cumplir la voluntad del Padre y para poner delante de nuestra vida los ejem­plos de su vivir (SV. I, c.136; SL. E 23).

La influencia vicenciana es predominante unos meses más tarde, en Pentecostés de 1632: todas las meditaciones de los ejercicios se ocupan de Jesús. En la oración, le inva­de el asombro al considerar que Jesús se haya unido al hombre por amor, y saca la reso­lución de seguirlo e imitarlo en su vida humana. Escoge a Jesús como modelo y toma la decisión de «imitarlo como una esposa intenta imitar a su esposo».

Como lo que hoy admitimos por una ferviente discípula de San Vicente de Paúl, la señorita Le Gras decide dominar su orgullo y asumir la sencillez y la humildad. Pero lo más admirable es el motivo por el que desea imitar a Jesús: «No tanto para recibir la gra­cia de Dios, cuanto para agradecer su amor en la recomendación de esta virtud, al ense­ñarnos que la practiquemos, no a causa de nuestra bajeza, sino porque Él mismo es hu­milde de corazón». La presencia de Jesús se alarga en María y en los apóstoles (SV.I, c.115; SL. E 22).

Desposorio Místico

Santa Luisa de Marillac había entrado en la contemplación mística a través de la No­che pasiva que le sobrevino de 1621 a 1623, humanamente motivada por la enfermedad de su esposo. Su nuevo director, el sacerdote Vicente de Paúl, supo guiarla hasta lo más alto de la contemplación, al desposorio místico, del que habla Santa Teresa de Jesús con tanto entusiasmo en la sexta Morada, y al que pocos místicos han llegado. Como siem­pre, se lo contó a su director con lenguaje tan natural y en una circunstancia tan ordina­ria que nos extraña que una oración sublime pueda presentarse así de sencilla. Los bió­grafos de Luisa no suelen reparar en este incidente y hasta han querido explicarlo como una prolongación de su matrimonio con Antonio Le Gras, ya que sucedió en el aniver­sario de su boda.

Identificándose el signo con el carisma, el desposorio místico —cima apetecida de la contemplación— se realizó en medio del servicio a los pobres —cima humana de la pre­sencia amorosa de Jesucristo en el pobre— y, cosa curiosa, hacía tan sólo unos meses que se había entregado a los pobres. Iba camino de Asniéres y de Saint-Cloud, el 19 de diciembre y el 5 de febrero de 1630 (E 16). Luisa tenía 38 años de edad, llevaba 22 años de oración y hacía unos 8 años que en la oración recibía la experiencia de la presencia de Dios.

De la visita a la Caridad de Asniéres, señala con candidez: «Y a lo largo de todo el via­je, me parecía obrar sin ninguna intervención de mí misma». De la visita a Saint-Cloud, escribe embelesada en el increíble encuentro que había tenido lugar en su alma: «En la santa comunión, me pareció que nuestro Señor me daba el pensamiento de recibirlo co­mo a esposo de mi alma, y aunque esto me era ya una forma de desposorio, y me sentí tan fuertemente unida a Dios en esta consideración que para mí fue tan extraordinaria; y tuve el pensamiento de dejarlo todo para seguir a mi esposo y de mirarlo de aquí en ade­lante como a tal, y de soportar las dificultades que encontraría como recibiéndolas en co­municación de bienes».

Todo se presenta como en un desposorio místico. Además del lenguaje impreciso pa­ra expresar una experiencia mística inefable: «me pareció».., y del sentimiento convenci­do del desposorio realizado, están presentes las características del acto contemplativo: apa­rece el Otro que le comunica algo y Luisa experimenta una sensación sobrenatural fuera de lo común. Es un sentimiento de bienestar que le dura largo tiempo y que le ha graba­do el Otro, Dios o nuestro Señor. Luisa no interviene, es sujeto pasivo donde Dios reali­za, y ella es consciente de que Dios ha realizado algo extraordinario en ella. Este algo le parece un desposorio espiritual y lo considera como ya realizado. Y recalca que, a raíz de este desposorio hay, como en el matrimonio humano, una comunicación de bienes. En otro momento, igualmente trascendental, siente que el Otro la había poseído y obraba en ella como sujeto de operaciones. ¿Unión transformante?

Desde 1633, la nueva mujer en que se había convertido la señorita Le Gras al lado de Vicente de Paúl, entró de una manera natural y, al mismo tiempo, misteriosa, en un mun­do hasta hacía poco extraño para ella: el mundo de los pobres. Se hará una santa tan acti­va como contemplativa. En su vida espiritual, se introdujo el vicencianismo, pero nunca podrá olvidar la formación espiritual de su juventud. Es la marca que le dejaron su niñez y juventud. Así, nació su espiritualidad, la propia: una mezcla admirable de vicencianis­mo y de Escuela Abstracta.

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