Luisa de Marillac: encuentro con el sacerdote Vicente de Paúl

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Benito Martínez, C.M. · Año publicación original: 1995 · Fuente: CEME.
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Bienes de la familia Le Gras

vicente y luisaDesde la muerte de Antonio Le Gras, el 21 de diciembre de 1625, Luisa vivió una nue­va época. Fue como una vida distinta después de un segundo nacimiento. Hoy podemos dividirla en cuatro etapas: de 1625 a 1633, de 1633 a 1639, de 1639 a 1650 y de 1650 has­ta su muerte el 15 de marzo de 1660.

Luisa ignoraba su futuro, pero, según se iba presentando en el presente, se convencía de que también se realizaba como su infancia y su juventud: decretado desde la eternidad, y ella se sentía obligada a colaborar.

Conviene examinar la situación económica de esta pequeña familia, porque fue el mar­co en que se realizó su futuro. La situación económica tuvo importancia capital, porque hasta 1650 estuvo pendiente de afianzar el patrimonio de su hijo. No podrá liberarse del miedo ni del remordimiento injustificado de ser la causante de la penuria humillante de su casa. Lo quitó el tiempo, comprometió a Vicente de Paúl, y su espiritualidad se desa­rrolló en medio de las preocupaciones por la fortuna de su hijo.

La situación precaria en que los dejó Antonio Le Gras al morir, la marcó duramente. El amor ardiente que tenía a su hijo le gritaba que el porvenir del hijo de sus entrañas era incierto. Luisa sufrió físicamente, especialmente durante los siete años que van de 1643 a 1650, desde que el joven abandonó el seminario y, sin empleo, vivió de las pocas rentas que le quedaban, hasta que se casó en 1650.

Es difícil saber cuántos eran los bienes de madre e hijo a la muerte del señor Le Gras. Las familias procuraban ocultar la situación real de su fortuna para que no influyera ne­gativamente en contratos o negocios, si se rompían las negociaciones antes de llegar al acuerdo. Ni por los testamentos o contratos matrimoniales, podemos deducir la totalidad de las fortunas. Tocante al capital de los Le Gras, únicamente se pueden indicar cuatro pistas que pueden ayudarnos a sospechar someramente la cuantía de sus bienes:

Todas las fortunas del siglo XVII, consideradas seguras, estaban formadas por tierras, oficios y rentas. Sin embargo, después de vender el oficio de secretario de María de Mé­dicis, los bienes de madre e hijo, se componían únicamente de rentas. Y esto era muy ines­table y peligroso, dada la devaluación continua del dinero y las inseguridades que oca­sionaban las guerras y las revueltas: amenaza continua de ruina.

Es cierto que Luisa de Marillac se manifestó como una administradora aguda, tanto en los bienes de la Compañía como en los personales: se conservan las cuentas intachables del asilo del Nombre de Jesús; San Vicente varias veces dijo que muchos conventos de París se habían hundido económicamente, pero que las casas de las Hijas de la Caridad estaban desahogadas, gracias al buen hacer de la Señorita en los negocios44.

Antonio Le Gras, sin embargo, hombre de buen corazón y, sin duda, como una inver­sión política en la casa noble de los Marillac, no se interesó tanto en aumentar su fortuna cuanto en administrar bien los negocios de sus sobrinos. Luisa recordó a su hijo, poco des­pués de morir su padre, al presentarle las cuentas ante los magistrados de Justicia, que le quedaba deudor de casi cuatro mil libras. Lo cual parece indicar que, de las 6.000 libras que Luisa había llevado de dote, se habían gastado las 2.000 que entraron en comunidad de bienes y las 4.000 que se reservaba para ella; o, más seguro, que disminuidos los bie­nes del señor Le Gras, no se reservó Luisa, durante los trece años de matrimonio, las 300 libras anuales que habían sido estipuladas en el contrato matrimonial para sus gastos per­sonales (SL. D 825,847 codic. 10).

Y también, es cierto que tanto Luisa como su hijo Miguel tenían bienes suficientes pa­ra poder vivir de sus rentas y para pagarse ella una sirvienta y él un lacayo, pero sin hol­guras; lo cual podía llevarlos a la ruina en cualquier descuido. Tenían para vivir sólo jus­tamente: ya que Vicente le rogaba a Luisa que no hiciera regalos por encima de sus posi­bilidades, y eran regalos pequeños; y, cuando quiso hacer el importante regalo de tres cua­dros en 1646, se vio obligada a vender algunas sortijas que le quedaban. Indican sus es­trecheces, las dificultades que tuvo para pagar la pensión del internado de su hijo en el co­legio de los jesuitas. Pero es que, además, ella misma lo confesó a sus parientes, como co­sa sabida, y tuvo que aceptar una pensión de los Marillac. Como una angustia contenida, salió a flote en el momento de casar a su hijo. Surgieron serias dificultades a causa de la insuficiencia de bienes para mantener dignamente una familia.

No obstante, en la etapa que va de 1625 a 1633, aunque sin lujos, madre e hijo tuvie­ron para vivir con tranquilidad, aunque el recelo del porvenir estaba presente cada día.

Miguel seminarista

Pero el pequeño Miguel entró en el seminario y, como escribía su madre a Vicente de Paúl, por este lado le desapareció la inquietud; y, si continuaba, ella quedaba muy tran­quila (c.3).

Para cualquier madre con un alma piadosa, como la de Luisa, tener un hijo sacerdote era un regalo embriagador, pero no cabe duda que, mirado humanamente, también el fu­turo económico del hijo quedaba solucionado con el ingreso en el seminario46.

Sorprende que Miguel comenzara tan tarde los estudios en un colegio en septiembre de 1627, cuando iba a cumplir catorce años. No era raro ciertamente, pero tampoco era lo común. Muchas circunstancias pudieron influir en la tardanza: la situación política que en­volvió a la familia Marillac por esos años, la enfermedad de Antonio; tampoco se puede rechazar el que a Luisa, demasiado encariñada con el hijo, le costara desprenderse para que entrara en un internado. O más sencillamente, que fuera demasiado cara la pensión de un colegio, escogido acorde con la categoría social de la familia Marillac.

A los cuatro meses de estar en el seminario, Miguel se manifestó como un chico cons­ciente de lo que es una vocación sacerdotal y, responsable de sus actos, le declaró a su madre que no deseaba ser sacerdote. La vocación de Miguel fue un puñal que incesante­mente tuvo Luisa delante del pecho, y ahora se lo clavaba sin piedad. Desolada, acudió a su amiga Catalina de Beaumont, superiora del convento de la Visitación, y a su director Vicente (c.5). San Vicente no dio importancia a las vacilaciones de un adolescente y fe­licitó a la madre por haberlo hecho entrar en razón y por haberlo convencido de tomar la sotana (I, c.21,22,24).

Animado de nuevo el chaval, siguió los estudios de humanidades. Era buen estudian­te y se manifestaba contento. Durante las vacaciones y fiestas, se alojaba en casa de los padres Paúles47.

Vicente de Paúl, nuevo director de Luisa

Sin mayores preocupaciones económicas en estos primeros años de viudez, y Miguel en el seminario, la etapa de 1625 a 1633, a pesar de aparecer como transitoria e irrele­vante, es transcendental para la persona de Luisa de Marillac.

Son los años en los que descubrió la vocación y su misión en la tierra. Ahora sí, po­día avanzar hacia el futuro, sabiendo qué hacer y a dónde ir. Ahora, le parecía, como una excepción, que era ella quien decidía en su vida de la mano de su nuevo director, Vicen­te de Paúl.

Seguirá insegura cuando penetre en su interioridad, pero se mostrará firmemente se­gura cuando actúe en las inmensas obras del señor Vicente. Había llegado el tiempo de necesitar todo lo aprendido en aquel pensionado desde los trece hasta los ventiún años. De aquí en adelante, de la mano de su director, por fin, va a realizar toda la potencialidad creadora que encierra su personalidad. Ella misma se atreve a proponer y a ejecutar. Es otra mujer, y esta mujer nueva es la obra más preciosa que haya desarrollado San Vicen­te de Paúl. Fue él quien la descubrió y él vio el potencial inmenso que encerraba latente en su interior. Y él, guiándola en la libertad, dejó que fuera ella misma quien lo pusiera en práctica.

El encuentro con el sacerdote Vicente de Paúl tuvo para Luisa tanta importancia co­mo tuvo para Vicente el encuentro con el cardenal Bérulle. De aquí en adelante, Luisa que­dó unida a Vicente de Paúl. La persona de este hombre se proyectará continuamente en la santa. Ella lo veneró y lo amó profundamente en Dios, y él la dirigió y la amó tiernamente en nuestro Señor.

Ya no se puede examinar a Santa Luisa de Marillac separada de San Vicente de Paúl. Es muy cercano a la realidad que una faceta de la personalidad de Luisa es la relación con su director, y que en cada acción de esta mujer se descubre la presencia de Vicente de Paúl; ciertamente, como instrumento de Dios. Sin violentarla y sin imposiciones, la fue dirigiendo y realizando. Sin San Vicente, Santa Luisa no sería ella.

Seguramente, Luisa alquiló una sola habitación y cocina. En la habitación, se recibían visitas, se comía y se dormía en las camas colocadas en las esquinas. Las cortinas de las camas hacían de tabiques. Por ello, los hijos varones no solían dormir en casa de la madre. Miguel comenzó los estudios en 7°. En Francia, se comen­zaba humanidades en 8° para terminarlas en 1°.

El aprecio que tenía Luisa de Marillac a su honorable Padre está reflejado en unas líneas escritas en la parte inferior de una carta: «Respuesta a esta carta del señor abad de Meilleraye propuesta por nuestro muy ho­norable padre en enero de 1656, en la que se debe señalar el espíritu de humildad, de mansedumbre, de tole­rancia, de prudencia y de firmeza, y particularmente el espíritu de Dios en a, por el que debemos creer que ac­túa siempre según los efectos que Dios hace conocer en él, por lo cual, que El sea eternamente glorificado» (S V. V, c.2082).

Cuando Vicente de Paúl se encontró con la señorita Le Gras —entre diciembre de 1624 y enero de 1625— ella iba a cumplir treinta y cuatro años, con un hijo de once y un ma­rido enfermo de muerte. Era una mujer marcada por la marginación y el sufrimiento. Sien­te como si Dios quisiera que fuera a El a través de la cruz, y está convencida de que ésta no la ha abandonado desde la cuna en ningún momento de su vida (E 19). Luisa aceptó la cruz. Hacía menos de dos años que había pasado una noche mística dolorosísima. Dios la había purificado por Él mismo. También el sacerdote la había pasado hacía diez años, y comprendía el dolor más que humano que penetra en el espíritu. Cierto, Luisa sufrirá co­mo cualquier mujer, cuando su hijo o las Hijas de la Caridad o la misma vida la hieran, y el miedo y la angustia por el porvenir continuarán ocultos a su lado. Pero, cuando la re­cibió Vicente de Paúl para dirigirla, era una mujer serena y tranquila, como lo indican las cartas que envió al cartujo Hilarión Rebours, primo de su esposo (SL c. 1,2). Según Go­billon, fue el anterior director, Jean Pierre Camus, quien se la recomendó a Vicente, al te­ner que ausentarse de París por una larga temporada (p. 28).

La correspondencia

Nos es bastante difícil descubrir cómo dirigía Vicente de Paúl a Luisa de Marillac. Por las cartas, conocemos la actuación de Vicente al lado de Luisa en lo referente a las obras. Son cartas para la acción y organización de una colosal obra de caridad. A través de las cartas, nos sobrecoge la epopeya de unos hombres y de unas mujeres encarnados en la li­beración de los pobres. Pero muy poco nos dicen de la dirección de un sacerdote en la es­piritualidad de aquella mujer concreta.

Primero, porque se han perdido muchas cartas o las destruyeron los interesados por ser demasiado personales en sus detalles o porque a San Vicente no le importaba mucho en aquella época conservar las cartas de una mujer que se preocupaba más de la unión con Dios por medio de la devoción, que a través de los pobres. Es frecuente leer en algunas cartas: «¡Cómo me consuelan sus cartas y los pensamientos en ella consignados… En cuan­to a la pena que tuvo y que me indica al final de su carta, ya hablaremos de ella… Y, si la otra pena le sigue afligiendo, escríbame, que ya contestaré» (SV. I, c.22,33,203).Pero es­tas cartas a las que alude San Vicente, se han perdido.

Segundo, porque la dirección de su vida interior se hacía en conversación privada, en un diálogo que no ha dejado huellas escritas: «Ya hablaremos… cuando tenga la dicha de verla, ya le diré el pensamiento que tuve un día… Nada le digo de lo que me ha escrito, porque espero verla a finales de este mes y poder hablar juntos» (SV. I, c.22,23,203).

Estas conversaciones tuvieron que ser bastante frecuentes, dada la inseguridad de Lui­sa en lo tocante a su vida interior. A menudo, lo manifiesta en la correspondencia: «¡Si pudiera darle a conocer mis temores, cuánto me consolaría! Todos se fundan en el senti­miento de verme abandonada de Dios… Se ha olvidado de mí. No sé lo que nuestro buen Dios quiere darme a entender, pero espero que su caridad me lo advertirá… Concédame la limosna de una pequeña visita, que necesito mucho» (SL c. 10,120,733).

Por eso, sabemos que, cuando los dos santos están en París o cuando van entrando en la ancianidad y ya no pueden ausentarse, las cartas escasean, porque viven cerca el uno del otro y no tienen nada más que cruzar la calle para entrevistarse. A lo más, aparecen pequeños papeles —las llamadas telefónicas de hoy— que, debido a las prisas o al mal tiempo, tenía que llevar un criado.

Se conservan más cartas de San Vicente a Santa Luisa que de Santa Luisa a San Vi­cente. La estima y la veneración que sentía por su director la obligaba a conservar cualquier papel escrito de su mano. Sor Maturina Guérin cuenta que Luisa les recalcaba «que vendría un día en que nuestras Hermanas se consolarán de tener sus escritos» (D 822).

La dirección

A pesar de todo, estas pocas notas y cartas señalan, a veces de paso, a veces como una insinuación, que existen papeles que pueden introducirnos en las profundidades de la di­rección que daba el santo. Son pensamientos o resúmenes de la oración que escribía Lui­sa para su intimidad o para que las Hijas de la Caridad pudieran servirse de ellos o para que los conociera su director. Todos ellos rezuman sinceridad y franqueza, como de una mujer que se abre enteramente al director de su conciencia:

«Esto me obliga a suplicarle, por amor a nuestro Señor, que se tome un poco de tiempo para conocerme por completo. No le ocultaré nada que pueda impedir ese conocimiento, según la gracia que Dios me ha dado siempre de desear que vie­ra usted con toda claridad todos mis pensamientos, acciones e intenciones» (c. 461).

A pesar de esta sinceridad y de esta insistencia, o por eso mismo, San Vicente supo desde el primer día que aceptó dirigirla, que él sólo era un instrumento de Dios. Tenía la evidencia de que Dios manifestaba designios especiales sobre la mujer que había puesto en sus manos, y a él solamente le había encomendado ayudarla. El director era Dios y, cuando Dios estaba presente, él se retiraba. No podía meter la hoz en en la cosecha de Dios (II, c.552). En alguna ocasión, tuvo que explicárselo a Luisa, que le costaba com­prenderlo: «Bien. Le gustaría hacer su revisión y una comunicación más íntima con aquél con quien nuestro Señor le ha dado cierta confianza, y no ha querido Dios que haya po­dido hacerse así, para que la haga usted interior e íntimamente con Él mismo, que al hon­rarlo con su amor excesivo —como dice el apóstol— quiere, por unos celos divinos, ser Él con quien haga usted esa ansiada comunicación. ¿Tiene usted motivos para quejarse, si es así?» (II c.831).

Luisa lo comprendió: «Me siento indigna de esa conducta de la divina Providencia que usted me ha hecho el honor de señalarme» (c.143).

Sinceridad, por parte de Luisa; instrumento de Dios, en la mente de Vicente. Se po­dría añadir la confianza de la Señorita y la entrega del director. No es mucho para sabo­rear la dirección vicenciana, pero hay que tener en cuenta que las notas de la santa no es­tán fechadas y se hace difícil clasificarlas en orden a concretar más detalles de dirección.

Santa Luisa de Marillac admiraba la clase excepcional que tenía San Vicente de Paúl para dirigir a cada persona según era ella. A las Hermanas, les dijo un día que «había po­cos que tuviesen el método de nuestro honorable Padre, que tenía el don particular de conocer los caminos por los que Dios lleva a sus elegidos y de dirigirlos por ese camino, a diferencia de muchos directores que, en lugar de esforzarse por conocer lo que nuestro Señor pide a cada uno de nosotros, les dan su propia dirección en lugar de la de Dios, la cual, aunque buena, no es apropiada para todos». Maturina Guérin aclara: «Lo cual decía, no quejándose de algunos en particular, sino resaltando a este gran hombre al que inten­taba seguir de cerca en esto como en otras muchas cosas» (D 831).

O sea, que Vicente la guio suavemente, sin forzarla, conforme a la espiritualidad que k inculcaron los primeros directores. «Yo conservaré en mi corazón las [palabras] que me escribe de su generosa resolución de honrar la adorable vida oculta de nuestro Señor, tal corno le dio nuestro Señor deseos desde su juventud», le escribió hacia 1630 (I, c.52).

En la dirección, nos parece encontrar tres objetivos, ya delineados en la primera carta que conservamos de San Vicente a Santa Luisa, fechada el 30 de octubre de 1626: Con­vencerla de la importancia de vivir alegre, a pesar de haberla marcado el dolor desde su nacimiento y a pesar de los disgustos que le ocasionaron su hijo y su familia, y de la mar­ginación a que la obligaron las leyes civiles; controlar la afectividad hacia su hijo y, al pa­sar los años, hacia él mismo; y sacarla de ella misma, del encerramiento de llevar una vi­da espiritual para ser una devota simplemente, presentándole otro objetivo a su vida: li­berar a los pobres.

De momento, lo va a realizar por medio de las Cofradías de la Caridad, llamadas co­múnmente Caridades.

Las Caridades del señor Vicente

Las Caridades fueron el primer fruto del carisma vicenciano. Unos meses antes de ini­ciarse el año 1617, Vicente de Paúl terminó una noche espiritual de fe. En la oscuridad de la noche, Vicente descubrió que Dios le revelaba una misión: entregar su vida para redi­mir a los pobres. Tan pronto como aceptó la misión, desapareció la oscuridad de fe. Co­menzó a cumplir la misión con la Cofradía de la Caridad. Todo sucedió en Chátillon-les­Dombes, hoy Chátillon-sur-Chalaronne, donde el sacerdote Vicente de Paúl ejerció de párroco desde julio hasta diciembre de 1617. Él mismo contó la fundación de la primera Caridad.

«Estando en Lyon, en una pequeña ciudad, a donde la Providencia me había llevado para ser párroco, un domingo, como me estuviese preparando para celebrar la santa Misa, vinieron a decirme que en una casa separada de las demás, a un cuar­to de hora de allí, estaba todo el mundo enfermo, sin que quedase ni una sola per­sona para cuidar a las otras, y todas en una necesidad que es imposible expresar. Esto me tocó sensiblemente el corazón; no dejé de decirlo en el sermón con gran sentimiento, y Dios, tocando el corazón de los que me escuchaban, hizo que se sin­tieran todos movidos de compasión por aquellos pobres afligidos.

Después de comer, se celebró una reunión en casa de una buena señorita de la ciudad, para ver qué socorros se les podría dar, y cada uno se mostró dispuesto a ir a verlos, consolarlos con sus palabras y ayudarlos en lo que pudieran. Después de vísperas, tomé a un hombre honrado, vecino de aquella ciudad, y fuimos juntos hasta allá. Nos encontramos por el camino, con algunas mujeres que iban delante de nosotros, y poco más adelante con otras que volvían. Y como era en verano y durante los grandes calores, aquellas buenas mujeres se sentaban al lado del cami­no para descansar y refrescarse. Finalmente, había tantas que se podría haber di­cho que se trataba de una procesión.

Apenas llegué, visité a los enfermos y fui a buscar el Santísimo Sacramento pa­ra los que estaban más graves, no a la parroquia del lugar, porque no había ningu­na, sino que dependía de un cabildo del que yo era prior. Así pues, después de ha­berlos confesado y dado la comunión, hubo que pensar en la manera de atender a sus necesidades. Les propuse a todas aquellas buenas personas a las que la caridad había animado a acudir allí, que se pusieran de acuerdo, cada una un día determinado, para hacerles la comida, no solamente a aquéllas, sino a todos los que vinie­sen luego; fue aquel el primer lugar en donde se estableció la Caridad»49.

Esta primera reunión tuvo lugar el 23 de agosto de 1617. A la cofradía, Vicente de Paúl le puso como fines, «1° Honrar el amor que nuestro Señor tiene a los pobres. 2° Asistir a los pobres corporal y espiritualmente». El reglamento lo aprobó dos veces el arzobispo de Lyon, Dionisio Simón de Marquemont —el mismo que aconsejó a S. Fran­cisco de Sales la clausura para sus hijas— los días 24 de noviembre y 12 de diciembre. El 8 de diciembre, había sido erigida solemnemente la Cofradía de la Caridad en la ca­pilla del hospital de Chátillon50.

Vuelto Vicente a casa de los Gondi, en las navidades de ese año, las Caridades se ex­tendieron con rapidez por las tierras de sus señores, como una parte integrante de las mi­siones. Evangelizar las almas sin rescatar el cuerpo de la pobreza, era un sinsentido dispa­ratado para el espíritu vicenciano. Vicente veía a los pobres enteros, sin dividir, como cuen­tan los evangelios que los vio Jesús. Las Caridades completaban el apostolado misionero de los padres Paúles: cada misión terminaba instituyendo, donde era posible, las Caridades que continuaban la misión ayudando a los pobres y recomendándola a todos los demás.

Pronto tuvieron Caridades Villepreux, Joigny, Montmirail,… A Vicente de Paúl, no ca­be duda, le favorecieron las circunstancias sociales: la fe ardiente del siglo XVII y la si­tuación de inactividad de la mujer en ese siglo. Así, la aventura de caridad fue esencial­mente femenina. Era casi la única empresa en la que se podía embarcar una mujer virtuosa para saciar sus energías y manifestar sus cualidades inadvertidas.

Los pobres en el siglo XVII

Desde el año 1617, los pobres serán el peso y el dolor de Vicente de Paúl. De tal ma­nera lo absorbieron que, hasta morir, su vida y su persona estarán exclusivamente en fun­ción de los pobres. No es de extrañar, por lo tanto, que disimuladamente fuese contagiando a la señorita Le Gras la inquietud y la preocupación que sentía por ellos, ni que Luisa se entregara generosa y sin reservas al mismo ideal.

Los historiadores admiten para el siglo XVII la definición de pobre que dio Jean Pie­rre Camus, obispo de Belley y director de Luisa por unos años: «Es verdaderamente po­bre aquél que no tiene otro medio de vivir que su trabajo o su ingenio, sea del espíritu o del cuerpo». Es decir, el que vive al día, sin rentas ni réditos, dependiendo de su traba­jo y sin empleo fijo.

Desde finales de la Edad Media, se había olvidado la imagen espiritual que se tenía de los pobres, como el espejo de Jesucristo sufriente, sus miembros doloridos. Se creía en la idealización franciscana de que el pobre, el humilde, el afligido está cerca de Dios, es un intercesor privilegiado y había que acogerlo como algo sagrado. Los santos Padres tras­mitieron a la posteridad el sentido bíblico del pobre, pero el pobre que recibieron en el si­glo XVII fue el pobre de los santos de la Edad Media.

Aunque la idea de acoger al pobre como a Cristo no se había borrado del todo, la po­breza en esta época era considerada por muchos como una desgracia y una maldición que degradaba al hombre. A los pobres se los consideraba como presa fácil de herejías y agen­tes de motines y revueltas. Con facilidad, propagaban enfermedades y sin dificultad se los identificaba con los marginados de entonces: vagabundos, vagos, pordioseros que fingían invalidez, ladrones, bandoleros, etc. Eran sospechosos y daban miedo.

El umbral de la pobreza era frágil y variable. Una helada o una crisis social podían in­troducir en la pobreza a pequeños burgueses, y en la casta de los marginados a la mayo­ría de los pobres. Por supuesto, pobres existían en el campo y en la ciudad.

Los pobres del campo

En el campo, todo labrador que no fuera potente estaba pisando el umbral de la po­breza. Bastaba que llegara una helada, una sequía o una mala cosecha para que se con­virtiera en pobre. Cierto, entre 1631 y 1660 no hubo en Francia grandes sequías, a ex­cepción de 1652, pero no faltaron heladas, granizadas, lluvias torrenciales, etc. que, como en un damero, iban saltando de pueblo en pueblo. A pesar de todo, el mayor peligro lo trajeron las revueltas de la Fronda y las guerras con sus ejércitos de paso que impedían la siembra y asolaban las cosechas.

Si se presentaba un mal año, el campesino pequeño se endeudaba para poder comer y comprar la semilla. Si el segundo año también era malo, tenía que vender los aperos, el ganado y hasta los campos, para pagar las deudas. Si llegaba un buen año, quedaba mer­mado en gran parte debido a las deudas, al coste de las semillas, al arriendo de los aperos y al pago de los impuestos. Si no llegaba el tan esperado buen año, se convertían, en el mejor de los casos, en arrendatarios de los nuevos dueños de sus tierras: labradores po­tentes o burgueses de la ciudad. Pero no era raro que terminaran de braceros, engrosando la enorme masa del pauperismo, mal vestidos, alojados en viviendas miserables y reple­tos de hambre. Como en la ciudad, eran analfabetos, sin cultura y envueltos en una reli­giosidad mezclada de superstición.

Los braceros —los pobres de verdad— trabajaban para otros en lo que podían encon­trar. La principal época de trabajo y casi la única se reducía al tiempo de siembra, de re­colección y de vendimia. Los otros trabajos que podían encontrar, como peones de alba­ñiles, no eran nada más que una pequeña ayuda. Hay que tener presente que se pagaba ca­da día trabajado, y que había que descontar del calendario laboral 80 fiestas anuales, ade­más de los días que el mal tiempo impedía trabajar. El salario se pagaba una parte en pro­ductos naturales, otra para saldar las deudas con el patrón y el sobrante se cobraba en mo­neda de cobre devaluada.

Las tierras iban quedando en unas pocas manos que unían las haciendas y disminuían la mano de obra. El paro aumentaba y, cuando llegaban las malas cosechas, se convertía en plaga. El precio del pan subía y, sin trabajo, las deudas se volvían impagables. Era el final de una evolución social: la Justicia venía para apoderarse de lo poco que aún podía quedar y encerrarlos en la cárcel, si antes no habían huido, abandonando mujer e hijos o llevándolos consigo. Iban a engrosar la muchedumbre de vagabundos que merodeaban los caminos. Otras veces se perdían en las ciudades en busca de ayuda o de limosnas. Se ha­bían convertido en marginados.

En tiempo ordinario, el labrador francés podía vivir. Era raro quien no poseyera un pe­queño campo y algunos animales. Pero sobre los campesinos cayeron, como si se tratara de varear castaños, los malditos impuestos. Desde 1635, cuando Francia declaró la gue­rra a la Casa de Austria, los impuestos aprisionaron y exasperaron a los agricultores. De 1635 a 1643, aumentaron un 400%. Hacia 1650, la vida aparecía insoportable: máximo de impuestos, máximo de arriendo e irregularidades en los precios.

Los pobres de la ciudad

En las ciudades, también abundaban los pobres. Eran los obreros no especializados: pe­ones, bateleros, porteadores, descargadores, aguadores, leñadores, carreteros, marineros, etc., y eran los obreros de la rama textil y los tintoreros y una muchedumbre innominada.

Vivían en barrios concretos o mezclados por la ciudad con gente modesta y ocupando los últimos pisos. Su vivienda se reducía a una sola habitación para toda la familia. Lo más que lograban añadir era una cocina que para algunos hacía las veces de taller.

Como en el campo, su alimentación se reducía a pan negro. Faltos de vitaminas, era frecuente el raquitismo en los niños, y una falta de resistencia al esfuerzo, al frío y a las enfermedades en todos. La mortandad se cebaba en ellos.

Sin embargo, las ciudades gozaban de ciertas ventajas que atraían a los pobres del cam­po en una migración continua, en especial hacia París: más puestos de trabajo, casas de no­bles y burgueses donde colocarse de sirvientes —la ambición de los jóvenes labriegos—, y un campo más amplio para la imaginación y el ingenio, a veces, de pícaros y canallas. Ha­bía igualmente mayor preocupación en las autoridades y más medios para socorrer a los po­bres aunque tan sólo fuera por miedo a las revueltas en las que los pobres nada tenían que perder. A los pobres, se los llegó a considerar como un peligro social. Desde mediados del siglo XVI, se habían organizado las llamadas Oficinas de los pobres. En París, Francisco I había creado en 1544 la Gran oficina general de los pobres en favor de los menesterosos.

Se añade que en la ciudad se podía mendigar. La mendicidad era la ocupación gene­ralizada de los pobres. Entre pobreza y mendicidad no hay diferencia de grado sino de for­ma. Había mendigos ocasionales, pero también de profesión. Quienes tenían vergüenza de mendigar, enviaban a sus hijos.

En la sociedad, había dos opiniones sobre los mendigos: unos los consideraban algo indecoroso, molesto y peligroso, que había que encerrar en los Hospitales Generales — especie de prisión o reformatorio—, y otros defendían el derecho de los pobres a ganarse la vida pidiendo por falta de bienes y de trabajo.

La masa de mendigos estaba compuesta en su mayoría por ancianos, viudas, niños y enfermos. Es decir, los que no tenían ni el trabajo como medio de subsistencia. La men­dicidad siempre está en proporción directa con el paro.

En todas las ciudades, existía además una tercera clase de pobres que vivían al margen de la sociedad: vagabundos, desertores, gitanos, prostitutas, vagos de profesión, etc. Eran una amenaza para el orden público; daban miedo aun a los pobres de verdad. En cualquier oportunidad, se convertían en animadores de motines y se sospechaba que con facilidad se metamorfoseaban en ladrones, salteadores, espías y propagadores de epidemias y herejías. Durante el día, era frecuente verlos como lisiados y mutilados, pidiendo limosna, pero se sabía que por la noche recuperaban la salud en los renombrados Patios de los Milagros. Eran gente sin conciencia de la que nadie se fiaba. En el mejor de los casos, se los expul­saba de la ciudad, y en el peor, se los perseguía y se los encerraba contra su voluntad.

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