En el atardecer de su vida
Las últimas horas de un año invitan siempre a dirigir una mirada a ese año que acaba. Para muchos, prefiguran el momento en el que habrán de rendir cuentas a Dios de toda la vida.
El 31 de diciembre de 1658, Luisa de Marillac escribe su felicitación de año nuevo al Señor Vicente, y en ella le dice:
«Estamos en las últimas horas del año; me arrojo a sus pies para suplicar a su caridad me alcance misericordia, ya que no espero otra que la que Dios me haga cuando me llame a rendirle cuentas… «
La mirada de Luisa se fija detenidamente en la Compañía. ¿Ha hecho cuanto ha podido para ayudar a las Hijas de la Caridad a permanecer fieles a los designios de Dios sobre ellas? Mucho desearía hablar sin prisas con el Señor Vicente de las dificultades que encuentra de momento; pero no sabiendo cuándo podrá verle, propone expresarle por escrito los diferentes puntos que sería necesario determinar para lograr el afianzamiento de la Compañía.
«Me parece que queda todavía algo por hacer para el afianzamiento espiritual de la Compañía; si su caridad quiere permitirme que le envíe una memoria, lo haré aunque tenga que enrojecer de vergüenza… «
Un malestar producido por la debilidad de Luisa le impide terminar la carta aquella misma noche. La continúa al día siguiente:
«Mi enfermedad no me dejó terminar ayer esta carta, y empiezo el año con mucha debilidad y dolor, de espíritu y de cuerpo… «
Luisa de Marillac tarda varios meses en redactar la memoria anunciada. Hasta octubre de 1659 no se la envía al Señor Vicente:
«Le envío, mi muy Honorable Padre, el papel de que he hablado a su caridad: habla de los medios espirituales para perfeccionar el establecimiento de la Compañía de las Hijas de la Caridad, y le ruego que nadie lo vea, por miedo a que hagan mofa de ello… «
Esa memoria no parece haber sido conservada; pero varios textos escritos en los últimos años de su vida, permiten conocer las inquietudes de Luisa de Marillac con relación a la Compañía.
Hace algún tiempo, se van manifestando ciertas oposiciones dentro de la Compañía. Hay Hermanas que rebaten algunas de sus estructuras y orientaciones que quisieran ver modificadas. A Luisa esto le parece suicida:
«Lo que podría contribuir en gran manera a la ruina de la Compañía sería, primero, querer cambiar la forma de su establecimiento en cualquier cosa que fuera, porque sería en cierto modo estimar su propio juicio más que lo que Dios ha dispuesto en su conocimiento de lo que en el porvenir se podrá necesitar. »
Tres puntos que afectan a las mismas bases de la Compañía parecen haber sido cuestionados: la pobreza, los empleos humildes, la secularidad.
Hacía ya algunos años que Luisa de Marillac venía observando la transformación que se había operado en la conducta de ciertas Hermanas. Las primeras Hijas de la Caridad, en su mayoría, habían nacido en ambientes pobres. El contacto permanente con las Señoras de la Caridad, en las Cofradías, les hacía descubrir otro ambiente sociológico, otro estilo de vida. Además, de dichas Señoras recibían, para el servicio a los Pobres, algunas cantidades de dinero con las que comprar medicamentos, comestibles… Para aquellas muchachas del campo, poco acostumbradas a manejar dinero (los campesinos del s. XVII no lo tenían) es una tentación grande la de poder disfrutar de las facilidades que el dinero proporciona:
Otra cosa muy de temer es que como la mayoría de las que entran en la Compañía no tienen costumbre de conversar con personas de elevada posición, de manejar dinero ni de tener muchas cositas que se ven en libertad de tener; cuando empiezan a acostumbrarse a tratar con personas de posición, abusan… y en cuanto al manejo del dinero, podrían llegar a apropiárselo y a usar de él según su inclinación, a hacerse con cosas inútiles porque han visto que otras las tienen… »
El hecho de tener dinero lleva a las Hermanas a vivir más holgadamente, sin tener que preocuparse por ganarse la vida. Ahora bien, los Fundadores habían insistido mucho en ese trabajo, Vicente de Paúl explicaba a las Hermanas:
«Cuando se vea a Hermanas bien establecidas —es decir, que reciben periódicamente dinero a modo de asignación— y que no tienen mucho en qué ocuparse, no se preocuparán de trabajar y no se cuidarán de ir a ver a los Pobres. Y entonces habría que despedirse de la Caridad… habría que celebrar las exequias de la Caridad…»
El Señor Vicente parece querer decir que una vida demasiado holgada, demasiado fácil impedirá a las Hermanas mostrarse atentas hacia los que sufren, ser creativas para descubrir a los nuevos pobres. En 1648, Luisa de Marillac, por su parte, había recordado enérgicamente a Isabel Turgis la importancia del trabajo manual:
«… Recuerde esa práctica nuestra de que debemos trabajar para ganarnos la vida. Desde hace poco hemos mandado Hermanas cerca de Melun. ¡Si viera cómo trabajan!«
Este recordatorio de una de las Reglas de la Compañía se prolonga, en la carta siguiente, con una invitación a abrir los ojos:
«¡Dios mío! ¡Cuánto temo los lugares en donde se está con demasiadas comodidades para nuestra condición!… ¿No tienen ustedes enfermos que atender en los pueblecitos cercanos?«
El trabajo manual que hacen las Hermanas para ganarse la vida es un trabajo artesano como lo hacen la mayoría de las mujeres del campo o de la ciudad: coser, hilar, lavar ropa, cría de animales, hacer dulces… Ese trabajo lo hacen siempre fuera del servicio a los Pobres. Luisa es tajante en eso; si las Hermanas olvidan su condición de siervas, si pierden la costumbre de trabajar para ganarse la vida, si adoptan un estilo de vida como el de las Señoras de la Burguesía o de la Nobleza, no podrán perseverar en su vocación de siervas de los Pobres:
«Otra cosa que llevaría a la Compañía a su ruina total es que las Hermanas, por olvido de lo que son y por una larga costumbre de estar entre las Señoras, manejando el dinero de las limosnas, viviendo holgadamente y sin pensar en que tienen que ganarse la vida, se rodearan de una vana complacencia que iría acompañada del deseo de tener más y, con esto, olvido de las obligaciones de su vocación…»
La Hija de la Caridad no puede con verdad llamar a los Pobres sus Señores y Amos, sino a condición de vivir «como pobres, por amor al Pobre de los pobres, Jesucristo Nuestro Señor». No puede contentarse con hermosos deseos, con bellas palabras; tiene que escoger el vivir concretamente la realidad de la pobreza.
«… ruego ame siempre mucho la santa pobreza, no sólo por la estima y con las palabras, sino en la práctica, en todos sus efectos».
Luisa de Marillac ha observado también que hay Hermanas que intentan valorar su capacidad y recursos, que quieren hacerse notar, tanto en su manera de explicar el catecismo como de enseñar a las niñas o preparar los remedios en las boticas… Luisa se inquieta porque esas Hermanas piden cada vez más formación y descuidan los trabajos más bajos, más humildes requeridos por el servicio a los pobres enfermos:
«… las que tengan verdadera capacidad… una vez entrenadas en lo primero, pretender que se las exima de otros trabajos y hasta del trato con las que en ellos se emplean, lo que, al negárseles, pronto las empujaría a salir de la Compañía…»
Luisa insiste enérgicamente mientras prosigue en el mismo texto:
«Otras entrarían con ansiedad en deseos de leer… y aparentar ser competentes, por lo que se esforzarían en aprender, dejando de lado los trabajos…»
Esas Hermanas que desean se las ponga en el pináculo miran con cierto desdén a las que tienen menos capacidad que ellas. Sus pretensiones parecen tender a formar dentro de la Compañía un grupo dominante. En el concepto de Luisa de MariIlac, hacer resaltar de tal manera las ocupaciones más vistosas, más brillantes, es sin duda alguna caminar hacia la destrucción total de la Compañía.
«… dar tanta importancia a esta función dentro de la Compañía de las Hijas de la Caridad, es un camino para destruirla o al menos para introducir en ella como dos cuerpos en uno, es decir, el de las que se considerarían aptas para tal empleo, que serían el cuerpo dominante y tendrían la pretensión de ejercer las funciones de Santa Magdalena (María Magdalena, la hermana de Marta y de Lázaro), someterían y tendrían por debajo de ellas a las que estuvieran empleadas en la visita a los enfermos, y poco a poco, las jóvenes sencillas dejarían de tener entrada en la Compañía, y las otras se convertirían en «Madres», lo que es ya la pretensión de varias… «
Luisa prevé que esas «nuevas Señoras» tropezarán con las mismas dificultades que las Señoras de la Caridad de las Cofradías de las Parroquias de París, a pesar de su buena voluntad y entusiasmo en servir a los Pobres:
«… muchas veces les resultaba molesto llevar aquella olla, de forma que esto les repugnaba.«
Entonces, ¿quién prestaría a los enfermos, a los pobres «que no tienen, figura humana» los servicios penosos que exige su estado? ¿Quién querrá hacer los servicios humildes, sin brillo, despreciables a los ojos del mundo? El 10 de enero de 1660, Luisa de Marillac escribe a Margarita Chétif —la que ella ha escogido a petición de Vicente para tomar la responsabilidad de la Compañía después de su muerte— y le habla de nuevo de esa opción de servir a los Pobres con medios sencillos y a través de empleos bajos. Esa opción requiere una vida cristiana sólida y profunda:
«¿No encuentra usted, pues, muchachas que tengan ganas de darse, en la Compañía, al servicio de Nuestro Señor en la persona de los Pobres?
Ya sabe usted… que se necesitan espíritus equilibrados y que deseen la perfección de los verdaderos cristianos, que quieran morir a sí mismas por la mortificación y la verdadera renuncia, ya hecha en el santo bautismo, para que el espíritu de Jesucristo reine en ellas y les dé la firmeza de la perseverancia en esta forma de vida, del todo espiritual, aunque se manifieste en continuas acciones exteriores que parecen bajas y despreciables a los ojos del mundo, pero que son grandes ante Dios y sus ángeles. »
Aquellas Hermanas que discuten lo que se hace en la Compañía tocan, además, un punto que a Luisa le parece esencial para mantener el servicio a los Pobres. En enero de 1659, Luisa da cuenta al Señor Vicente de una discusión que ha tenido con algunas Hermanas:
«… Algunos espíritus puntillosos de la Compañía sienten repugnancia por esa palabra Cofradía y no querrían más que Sociedad o Comunidad. Yo me he tomado la libertad de decir que dicha palabra nos es esencial porque podía servir de mucho para mantenernos con firmeza sin innovar nada y que para nosotras significaba secularidad. «
A esas Hermanas les gustaría que la Compañía de las Hijas de la Caridad tuviese la fama y la magnificencia de una Comunidad Regular, de una Orden Monástica. Les parece que vivir en una Cofradía es quedar fuera de la vida religiosa. Para ellas el vestido de las aldeanas no tiene el prestigio de un hábito religioso y el tocado que llevan produce desprecio. Piensan que la vida contemplativa, vivida en clausura es con mucho superior a la vida de servicio.
Verían sin dificultad que la Compañía de las Hijas de la Caridad se convirtiera en una «Orden Religiosa» con religiosas de clausura (a las que se llamaría, como en otros conventos, «Madres»). El Servicio a los Pobres podría quedar confiado a un grupo de Hermanas no obligadas a la clausura, hermanas torneras o legas. Luisa explica todo esto al Señor Vicente en enero de 1660:
«… sería, por ejemplo, constituir un cuerpo o grupo interior y sin acción, que se alojaría por separado de las que entraran y salieran, mal vestidas (es decir, las primeras, en clausura y sin servir a los pobres); porque hay ya algunas que dicen que este «rodete» (el tocado o cofia de tela que llevaban las Hermanas), este nombre de Hermanas (y no de Madres como las religiosas), no nos dan autoridad, sino que atraen desprecio. «
El carácter secular de la Compañía sorprende y extraña a los que rodean a las Hijas de la Caridad, en el siglo XVII. Durante toda su vida, Vicente y Luisa se esforzaron por explicarlo, concretarlo. En 1649, por ejemplo, Luisa escribe al Abad de Vaux:
«… vi dos o tres veces al Señor Vicario General para explicarle que no éramos sino una familia secular… »
Un año después, refiriendo a Vicente la visita hecha por ella al Procurador General, repite lo que le dijo:
«… me preguntó si pretendíamos ser regulares o seculares; le di a entender que no pretendíamos sino esto último; me dijo que era algo sin precedentes… »
Luisa y Vicente, ven que el carácter secular de la Compañía es indispensable para mantener el servicio a los Pobres y la movilidad que se requiere para ir al encuentro de los más desheredados: ya sea en la ciudad, ya en el campo, en los hospitales, las cárceles, los campos de batalla o en las regiones devastadas por la guerra… Dicho carácter secular exige de toda Hermana una vida de profundo trato con Jesucristo, un gran aprecio por las Reglas de la Compañía, una preocupación constante por vivir según su espíritu de humildad, de sencillez y de caridad.
«La mansedumbre, la cordialidad, la tolerancia han de ser el ejercicio propio de las Hijas de la Caridad, del mismo modo que la humildad, la sencillez, el amor a la humanidad santa de Jesucristo, que es la perfecta caridad, son su espíritu. Eso es, queridas Hermanas, lo que había pensado decirles como un resumen de nuestros reglamentos. »
Una vida «pobre, sencilla y humilde» es fundamental para la Compañía de las Hijas de la Caridad. Sólo de esa forma podrá atender en su servicio a los más abandonados, «a los pobres desprovistos de todo», y proporcionarles una vida más humana.
En todo tiempo y en todo lugar, las Hijas de la Caridad se han esforzado por acudir a las inspiraciones de Luisa de Marillac para responder, con fidelidad y disponibilidad siempre renovadas, a las necesidades de su tiempo.
Cuando unas horas antes de su muerte, Luisa de Marillac dirija unas últimas palabras a las Hermanas reunidas en torno a su lecho, estas palabras les hablarán del carácter específico de la Compañía:
«Mis queridas Hermanas, sigo pidiendo para ustedes a Dios su bendición y le ruego les conceda la gracia de perseverar en su vocación para que puedan servirle en la forma que El pide de ustedes.
Tengan gran cuidado del servicio de los pobres y sobre todo de vivir juntas en una gran unión y cordialidad, amándose las unas a las otras, para imitar la unión y la vida de Nuestro Señor. Pidan mucho a la Santísima Virgen que sea Ella su única Madre. »
El lunes de la semana de Pasión, entre las 11 y las 12 de la mañana, Luisa de Marillac, a sus 68 años de edad, descansó en el Señor de la Caridad, entregándole su alma. Era el 15 de marzo de 1660.