Luisa de Marillac (02)

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

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Autor: Elisabeth Charpy, H.C. · Año publicación original: 1987 · Fuente: Ecos de la Compañía.
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Los años de matrimonio

OLYMPUS DIGITAL CAMERASegún la costumbre de la época, Miguel de Marillac, tutor de Luisa, busca un mari­do para su sobrina. En el siglo XVII no existe el matrimonio por amor: son los padres los que preparan y arreglan las alianzas de sus hijos.

La elección de la familia Marillac recae en uno de los secretarios de la Reina María de Médicis. El Señor Don Antonio Le Gras, de 32 años de edad, es un funcionario que goza del aprecio del Intendente de Finanzas de la Reina, caballero Octaviano d’Atti­chy, marido de la tía Valence de Marillac. Antonio Le Gras es escudero y no gentil­hombre; pertenece a la burguesía y no a la aristocracia. Luisa de Marillac no tendrá derecho a ostentar el título de «Madame» —Señora–, reservado a las mujeres de la nobleza; tendrá que llevar el de «Mademoiselle» —Señorita—.

El 4 de febrero de 1613, se firma, ante notario, el contrato de esponsales, en el palacio de los Attichy, en donde reside Luisa desde hace algún tiempo y se ocupa de sus primos pequeños. En dicho contrato queda recalcado que Luisa es hija natural de su padre, y se califica a sus tíos y tías, presentes, como testigos en el acto oficial, de «amigos» de los futuros contrayentes1.

Luisa de Marillac siente una vez más el punzante su­frimiento y la soledad de su juventud.

Al día siguiente se celebra el matrimonio en la iglesia de Saint Gervais —San Gervasio—, de París. Ante Dios y ante la sociedad, Luisa se convierte en la «Se­ñorita Le Gras». La familia Marillac ha solucionado lo mejor posible o lo menos mal que ha podido el porvenir de la hija natural de uno de sus miembros.

Antonio y Luisa no se han escogido. Pero un amor verdadero va a nacer entre ellos. Junto a su marido, Luisa descubre la alegría y el calor de un hogar familiar.

Los dos jóvenes esposos van a dedicarse a arreglar su casa, en la calle Courteau-Villain. Emprenden obras de reforma, mandan construir una torrecilla. Como toda mujer de la sociedad parisina, la Señorita Le G ras hace y recibe visitas; se relaciona con otras señoras jóvenes cuyos maridos trabajan en la corte: la Señorita Rousse­let, la Señorita Foras, la Señora Ménard, la Señora de Villesabin, etc.

Luisa toma parte también en la corriente de vida es­piritual y cultural de su época. Lee los escritos del Obispo de Ginebra, Monseñor Francisco de Sales: La Introducción a la Vida devota, publicada en 1608, el Tratado del Amor de Dios, publicado en 1616. La Se­ñorita Le Gras tendrá la inmensa alegría de recibir en su casa, en 1618, al santo Obispo de Ginebra. Se im­pregna asimismo de la espiritualidad de Bérulle, que acaba de fundar el Oratorio (en 1611). En su gran de­seo de conocer a Dios, la Señorita Le Gras solicita la autorización, que entonces se requería, para leer la Bi­blia en una traducción francesa. Esa autorización se la concede, como también a su marido, su director espiri­tual Monseñor de Camus.

Antonio y Luisa meditan juntos la Palabra de Dios. Juntos oran también y llegada la noche rezan Comple­tas2.

En sus tiempos libres, la Señorita Le Gras visita a los pobres y les presta múltiples servicios. Una mujer que sirvió en casa de los Le Gras, dio el siguiente testimo­nio:

«Tenía una gran piedad y devoción de servir a los po­bres. Les llevaba dulces, mermeladas, galletas y otras golosinas. Los peinaba, limpiándoles la sarna y los pará­sitos; (llegado el caso) los amortajaba.

Sentada a la mesa, con frecuencia simulaba comer; pero no comía. Por la noche se levantaba y se encerraba en su gabinete (para orar), tan pronto como el señor se había dormido. Usaba cilicios y disciplinas».

Este período feliz de la vida de la Señorita Le G ras se vio iluminado, el 18 de octubre de 1613, por el naci­miento del pequeño Miguel. Pero la alegría que este hecho causó a ambos progenitores había de verse ate­nuada un tanto en el transcurso de los años. El desa­rrollo del niño ofreció dificultades, su inteligencia se des­pertó con lentitud.

Los Señores de Le G ras se vieron también afectados por los fallecimientos, muy seguidos en el tiempo, del tío y de la tía de Luisa. Octavien d’Attichy murió en 1614 y su mujer, Valence, en 1617. Dejaban 7 hijos huérfanos, algunos de muy corta edad. Miguel de Mari­Ilac fue nombrado tutor, pero encargó a Antonio Le Gras la administración de los bienes de los huérfanos. Antonio aceptó el cometido, en gratitud hacia los Atti­chy que habían favorecido su boda con Luisa.

La gestión de los bienes de los hijos de Attichy pre­senta muchas dificultades. Antonio Le Gras le dedica mucho tiempo e invierte en ella parte de sus propios recursos para evitar la quiebra. Los hijos mayores de Attichy se sienten humillados en su pundonor por los servicios que tienen que prestarles los Señores de Le Gras y les escriben cartas hirientes: Luisa comunica todo esto a su tío Miguel que la exhorta a tener pacien­cia3.

Es una nueva experiencia para Luisa: la de la ingrati­tud. Prestar servicios a los demás no reporta tan sólo satisfacciones. Es también para ella una escuela de desprendimiento.

De nuevo van a abatirse las pruebas sobre Luisa de Marillac. Hacia 1621 ó 22, Antonio, su marido, cae en­fermo, con una dolorosa enfermedad que tiene reper­cusiones en su conducta: «su carácter se torna desa­gradable y taciturno». Con mucho afecto, Luisa cui­da a su marido, pero sus destemplanzas de carácter y sus impaciencias se hacen cada vez más frecuentes y poco a poco van sembrando en ella la turbación. Ella que había descubierto la felicidad de un hogar, no com­prende lo que ocurre; se inquieta y se turba. ¿No será la culpable de todo? Había prometido a Dios ser capu­china… ¿no será un castigo por infidelidad a esa pro­mesa?

A pesar de las cartas de aliento que recibe de su tío Miguel de Marillac y de su director, Monseñor de Ca­mus, la Señorita Le Gras cae en un estado de depre­sión. Completamente replegada en sí misma, no piensa sino en su miseria y abyección.

«El día de Santo Tomás, a lo largo de todo el día (tuve) grandes decaimientos de espíritu por los sentimientos de mi propia abyección, que me hacen aparecer como una cloaca de orgullo y fuente de amor propio, desamparo, anonadamiento de mí misma, abandono de Dios mereci­do por mis infidelidades, con una opresión de corazón tan grande, que en los momentos más violentos me ha­cía sufrir en el cuerpo…».

Para «vencer a la justicia de Dios» —según su expre­sión—, la Señorita va a multiplicar oraciones, vigilias, mortificaciones. Pero la angustia sigue creciendo. El 4 de mayo de 1623, fiesta de Santa Mónica, hace voto de viudez. Piensa que con ello podrá recobrar la paz, pero no es así, todo sigue pesando sobre ella, se halla en completa oscuridad… Se le ocurre que tiene que de­jar abandonado a su marido enfermo y a su hijo de 10 años… Duda de la inmortalidad del alma.

«El día de la Ascensión… caí en un gran abatimiento de espíritu por la duda que tenía de si debía dejar a mi marido, como lo deseaba insistentemente, para reparar mi primer Voto y tener más libertad para servir a Dios y al prójimo.

Dudaba también si el apego que tenía a mi director no me impediría tomar otro, ya que se había ausentado por mucho tiempo y temía estar obligada a ello.

Y tenía también gran dolor con la duda de la inmortali­dad del alma.

Lo que me hizo estar desde la Ascensión a Pentecos­tés en una aflicción increíble».

En ese momento es cuando surge la iluminación, la gran luz de Pentecostés. El domingo 4 de junio de 1623, la Señorita ha ido a orar a la iglesia de San Ni­colás «de los Campos», su parroquia.

El día de Pentecostés, oyendo la Santa Misa o hacien­do oración en la iglesia, en un instante mi espíritu quedó iluminado acerca de sus dudas».

Y Dios le hace entrever lo que espera de ella: que permanezca junto a su marido, que tome un nuevo di­rector. Dios le revela también, todavía de una manera un tanto oscura, su proyecto de la Compañía de las Hi­jas de la Caridad.

«Y se me advirtió que debía permanecer con mi mari­do y que llegaría un tiempo en que estaría en condicio­nes de hacer voto de pobreza, de castidad y de obedien­cia, y que estaría en una pequeña comunidad en la que algunas harían lo mismo; Entendí que sería esto en un lu­gar dedicado a servir al prójimo, pero no podía compren­der cómo podría ser, porque debía haber (movimiento de) idas y venidas.

Se me aseguró también que debía permanecer en paz en cuanto a mi director, y que Dios me daría otro, que me hizo ver entonces, según me parece, y yo sentí repug­nancia en aceptar; sin embargo, consentí, pareciéndome que no era todavía cuando debía hacerse este cambio.

Mi tercera pena me fue quitada con la seguridad que sentí en mi espíritu de que era Dios quien me enseñaba todo lo que antecede, y pues Dios existía, no debía dudar de lo demás».

Con gran precisión, la Señorita transcribe esta «luz» en una hoja de papel que dobla cuidadosamente y guarda en su bolsillo o en algún bolso. En los momen­tos difíciles, cuando su mente se interrogue sobre lo que Dios quiere de ella, Luisa leerá y volverá a leer este texto.

Al examinar el autógrafo, papel amarillento surcado por una caligrafía rápida por ambos lados de la hoja, se tiene la evidencia de que ésta ha sido frecuentemente desdoblada y vuelta a doblar. Unos diez pliegues han labrado profundamente el papel.

En el reverso, en el hueco en blanco de uno de los pliegues, que hacía las veces de cubierta del, por decir­lo así, librito formado, se lee la palabra «lumiére» (luz).

Esta Luz de Pentecostés procura gran paz a la Seño­rita Le Gras, pero no soluciona todas las dificultades. La enfermedad de Antonio sigue evolucionando. Los insomnios le mantienen despierto gran parte de las no­ches, frecuentes hemorragias le van debilitando. Luisa le rodea de cuidados diligentes y afectuosos.

El 21 de diciembre de 1625, Luisa se encuentra sola junto a su marido, cuando en plena noche se presenta una hemoptisis fulminante. En una carta a su primo, Padre Hilarión Rebours, la Señorita Le Gras refiere esa muerte instantánea:

«Yo estaba sola con él para asistirle en este paso tan importante, y él dio señales de tal devoción, que mostró hasta el último suspiro que su espíritu estaba unido a Dios».4

La Señorita Le Gras conservará toda su vida un gra­to recuerdo de su marido. Gustará de celebrar el día del aniversario de su boda. En 1630, al hacer el infor­me de su visita a las Cofradías de Asniéres y Saint Cloud, escribe:

«Dios permitió que, teniendo el deseo de mandar cele­brar una misa ese día por ser el aniversario de mi boda, y reprimiéndome para hacer un acto de pobreza, ya que quería estar en total dependencia de Dios en la acción que iba a hacer, sin manifestar nada de esto a mi confe­sor que íba a celebrar la Misa en la que yo comulgué, al dirigirse al altar tuvo el pensamiento de celebrarla por mí como limosna y decir la de desposorios» (13).

En su ‘testamento, que redactó en 1645, Luis de Ma­rillac recuerda las virtudes practicadas durante su vida por Antonio Le G ras.

… «era muy temeroso de Dios y exacto en ser irrepro­chable y, sobre todo…, su paciencia en sufrir los grandes males que le sobrevinieron en sus últimos años, en los cuales practicó muy grandes virtudes».

Una vez más, a finales de aquel año 1625, Luisa de Marillac vuelve a encontrarse sola en la vida, con su hijo de 12 años. Al contemplar a Miguel, privado del afecto de su padre, Luisa siente reavivarse en ella todo el sufrimiento que ella misma experimentó a la muerte del suyo. Tenía la misma edad. Sus sentimientos de madre afligida e inquieta por el porvenir de su hijo van a llevarla a rodear a Miguel de un afecto excesivo, a superprotegerle, más que a educarle. Miguel es un niño difícil; durante tres años largos ha vivido entre un padre enfermo, irritable, y una madre depresiva. El hecho es que su carácter se muestra inestable, le falta energía y entusiasmo para el trabajo. Su madre desearía que fuese sacerdote; él no sabe lo que quiere. Numerosos conflictos (más o menos violentos) habrán de surgir entre madre e hijo.

La Señorita Le Gras tendrá que reconocer cierto fra­caso en la educación de su hijo. Pero, a pesar de todas estas dificultades, Luisa se santifica. Tenemos con ello una seria interpelación para nosotros: la santidad no va forzosamente unida al éxito humano. Nuestro fracaso nos acerca al gran fracaso aparente de Cristo en la Cruz. Un fracaso puede ser el punto de partida de una renovación; puede ser fuente de Redención.

  1. CONTRATO DE ESPONSALES (extracto)

    Se hallaban presentes personal­mente el Señor Don Antonio Le Gras, Secretario de la Reina, ma­dre del Rey, hijo del difunto no­ble Señor Don Antonio Le Gras, en vida, consejero… por el Rey para la elección de Clermont, en Auvernia, y de Doña Margarita Adour, en vida esposa del ante­rior, ambos padre y madre (del contrayente), éste con residencia actual en París, calle des Franc­bourgeois, feligresía de San Ger­vasio, por sí y en su propio nom­bre, de una parte;

    Y la Señorita Luisa de Mari­llac, hija natural del difunto Luis de Marillac, caballero que fue y señor proindiviso de Farinvilliers, la cual tiene el perfecto uso y dis­frute de sus derechos y reside en casa de los Señores d’Attichy, de quienes se hace mención poste­riormente; actúa por sí y en nombre propio, de otra parte.

    Ambas partes voluntariamente han reconocido y confesado que, en razón de su futuro matrimo­nio que, Dios mediante, en breve plazo, ha de celebrarse y solem­nizarse ante la faz de la Santa Madre Iglesia, han procedido, en presencia y con la opinión favo­rable del caballero Octaviano d’Attichy, Consejero del Rey en sus Consejos, Intendente de sus Finanzas y de la Casa de la Rei­na; de la señora Doña Valence de Marillac, su esposa; del caba­llero Miguel de Marillac, Conse­jero del Rey en sus Consejos; del caballero Luis de Marillac, gen­tilhombre ordinario de la Cáma­ra del Rey; de la señora doña Catalina de Médicis, su esposa…; de la señora Doña Genoveva Dony, esposa del señor Conde de Chateauvilain… todos ellos ami­gos comunes de los futuros con­trayentes….

  2. CARTA DE MIGUEL DE MARILLAC

    a su sobrina, la srta. Le Gras

    Señorita, he recibido sus car­tas y la copia de las que mi so­brino ha escrito al Señor Le Gras, de las que quedo profun­damente contrariado y me ex­traña cómo ha podido escribir en tales términos. Les ruego, a uno y otra, excusen todo esto: la edad y la experiencia modera­rán su espíritu, porque es bien nacido y hay que pensar que al­guna otra pasión habrá excitado ésta. El Sr. Le Gras no debe de­sanimarse porque el trabajo que se está tomando no quedará sin reconocimiento; estos accidentes suelen ocurrir entre personas a las que la familiaridad da una mayor libertad. No dejaré de hablarle cuando le vea. Y por lo que a usted se refiere, revístase de paciencia y humíllese ante Dios de las faltas que pueda ha­ber en usted de sometimiento apacible de su alma ante Dios, esperando de El las gracias ne­cesarias, y no se empeñe en querer forzar a Dios a que le conceda mayores gracias que las que El quiera. Permanezca en paz y humilde a la vista de sus faltas, porque son lo propio nuestro y no podemos esperar otra cosa de nosotros mismos.

    Ruego a Dios le conceda, por su gracia, una vida larga y feliz, y soy, Señorita, su humilde y afectísimo servidor, de Marillac.  12 de septiembre de 1619.

  3. CARTAS DE MONSEÑOR DE CAMUS.

    Obispo de Belley, a la srta. Le Gras

    Sigo esperando, querida hija, que recobre la serenidad tras esas nubes que le impiden ver la bella claridad de la alegría que se halla en el servicio de Dios. No oponga tantas dificultades a las cosas indiferentes: aparte un tanto su mirada de usted misma y fíjela en Jesucristo. A juicio mío, ahí radica su perfec­ción.

    Belley, 20 de enero Señorita, y querida hermana, La suya del 1 de diciembre no ha llegado a mis manos hasta el 15 de enero: a ella contesto hoy 20, por no haber podido hacerlo antes. Me compadezco de la tensión de espíritu en que se en­cuentra ante la enfermedad de su amado marido. Pues bien, esa es su cruz. Y ¿por qué ha­bría yo de disgustarme al verla sobre los hombros de una hija de la Cruz? Para llevarla bien, no le Man ni habilidad, ni con­sejos, ni libros ni inteligencia. Dios quiera que tampoco le falte el valor. Sigue usted empeñada en las confesiones generales, a la vista del Jubileo. ;Cuántas veces le he dicho: haga gracia a su corazón de las confesiones generales! Ciertamente, el Jubi­leo no es para eso en el caso de usted, sino para que se regocije en Dios, su Salvador, y exclame: «Jubilemos Deo salutari nos­tro». <Que Dios bendiga el cora­zón paternal del Señor (párroco) de San Salvador! Salúdele de mi parte, querida hermana, como también a su amado esposo y a su hijito, porque de ambos soy, indivisiblemente, su humilde servidor,

    Juan Pedro, Obispo de Belley.

  4. CARTA DE LUISA DE MARILLAC al Padre Hilarion Rebours

    Mi muy Reverendo Padre, Puesto que quiere usted saber las gracias que nuestro buen Dios ha hecho a mi difunto ma­rido, después de decirle que me es imposible dárselas a conocer todas, le diré que desde hace mucho tiempo, por la misericor­dia de Dios, no tenía afecto al­guno por las cosas que pudieran llevar a pecado mortal, y tenía un grandísimo deseo de vivir de­votamente.

    Seis semanas antes de su muerte, le acometió una fiebre muy alta que puso su mente en gran peligro: pero Dios, hacien­do aparecer su poder por enci­ma de la naturaleza, le puso en calma: y en reconocimiento de esta gracia, se resolvió total­mente a servir a Dios toda su vida. No dormía casi nada nin­guna noche, pero tenía tal pa­ciencia que a las personas que estaban junto a él no les causa­ba ninguna incomodidad con ello. Creo que en esta última en­fermedad Dios le ha querido ha­cer participante de la imitación de las penas de su muerte: por­que ha sufrido en todo su cuerpo y ha perdido totalmente su san­gre, y su espíritu ha estado casi siempre ocupado en la medita­ción de la Pasión (del Señor).

    Siete veces echó abundante sangre por la boca, y la séptima le quitó la vida instantáneamen­te. Yo estaba sola con él para asistirle en este paso tan impor­tante, y él dio señales de tal de­voción, que mostró hago el últi­mo suspiro que su espíritu esta­ba adherido a Dios. Ya no pudo decirme más que: «Ruega a Dios por mí, no puedo más», palabras que estarán para siem­pre grabadas en mi corazón.

    Le ruego que se acuerde usted de él cuando rece Completas; él era tan devoto de hacerlo que casi ningún día dejó de rezar­las.

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