Lucía Rogé: El espíritu de los orígenes de la compañía

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

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Author: Lucía Rogé, H.C. .
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Sor Lucía Rogé, H.C.

El Berceau, 22 de abril de 1981

Para contestar a una pregunta que se me había hecho, he revisado unas treinta notas biográficas de Hermanas ingresadas en la Compañía, en vida de san Vicente y santa Luisa. En 1644, en el momento de la pere­grinación a Chartres, había cincuenta Hermanas repartidas en quince casas, treinta Hermanas en la Casa Madre. Es una mina, quizá demasia­do abundante porque vienen deseos de decirlo todo, de tal manera nos aparecen esas Hermanas como empapadas en el amor de Dios y de los pobres. Perdón si desfiguro acaso su verdadero rostro. Pero voy a dejar­les a ellas la palabra lo más que pueda, al menos, a través de sus notas biográficas ¡Quiera Dios puedan servirnos de interrogante para hoy!

En este año y en este lugar, pido a san Vicente que guíe e ilumine el camino que nos proponemos recorrer juntos, a partir de las primeras Hijas de la Caridad. Como él mismo lo dice, primero siguió y luego cami­nó a la par con el designio de Dios sobre aquellas Hijas, y con ellas y la Señorita, creó la pequeña Compañía.

¿Quiénes son esas primeras Hermanas? ¿de dónde vienen? ¿qué se proponen al dirigirse al señor Vicente? Lo sabemos de manera indudable por lo que se refiere a la primera de todas, Margarita Naseau, de quien san Vicente nos habla varias veces con tanto entusiasmo. «Mostró el camino a las demás»,1 dice, y murió antes de entrar en La Casa, puesto que la arrebató la peste, en febrero de 1633. Era una muchacha del campo, de cualidades excepcionales en el plano de la inteligencia y en el de la fe. Hacia los treinta años, se pone bajo la dirección de san Vicente y a las órdenes de la Señorita. A los treinta y tres años, entrega su alma a Dios en un impulso de alegría: «Se fue a san Luis con el corazón lleno de gozo».2 En la mente de los Fundadores, fue el prototipo de las Hijas de la Caridad. La mayoría de las que la siguieron, procedían también del campo, «de padres honrados, mediocremente provistos de bienes de fortuna»,3 como podemos leer en la nota de Maturina Guérin, tercera Superiora de la Compañía. Algunas, sin embargo, pertenecen a familias bien situa­das, como Sor Gabriela Cabaret, hija del Señor de Vellers au Bois, cerca de Montmirail, y de doña Ana de Launay (en los archivos se conserva un pequeño retrato suyo). «De un natural tierno, encontró muy dura la sepa­ración de su madre. La Señorita, que conocía la posición de nobleza de su familia y comprendía los sentimientos afectuosos de esta joven, tuvo la bondad de soportar por un año o más sus pesares, después del cual…»4 (la puso en la disyuntiva de escoger, y la joven se quedó).

Se recibió también a viudas, como Isabel Le Goutteux, viuda de Turgis, que ingresó en la Compañía, como las anteriores, en vida de san Vicente y de santa Luisa. Santa Luisa llegó a pensar en proponérsela a san Vicente para que la reemplazara, en los momentos en que se atribuía a sí misma la responsabilidad de las primeras dificultades (1646-1647). Sor Turgis murió tempranamente, en 1648.

Su edad

La edad de entrada en la Compañía es variable. Bárbara Angiboust contaba treinta y un años cuando fue presentada, el 1 de julio de 1634, pero Bárbara Bailly sólo tenía diecisiete, lo mismo que Gabriela Cabaret. Margarita Chétif, veintiocho. Maturina Guérin, diecisiete. Juana Dalmagne, unos treinta. Nicolasa Haran, veintidós.

La probación

El tiempo de primera probación, hoy nos parece extremadamente corto. San Vicente y la Señorita otorgan su confianza a las que se pre­sentan: el tiempo que transcurre entre su entrada y la toma de hábito se sitúa entre dos y tres meses, a veces menos. Juliana Loret: entrada, el 9-6-1644; toma de hábito, 25 de noviembre siguiente. Francisca Goupil: entrada, 15-8-1648; toma de hábito, 8-11-1648. Claudia Parcolée: entra­da 7-9-1654; toma de hábito, 4-11-1654. Esta duración tan reducida de la preparación se da todavía al final de la vida de los Fundadores: María du Serre, recibida el 8 de marzo de 1658, tomó el hábito el 28 de abril siguiente. Juana de Buire, entrada el 16 de junio de 1660, toma el hábi­to el 1 de agosto siguiente. Vemos, pues, que la duración media de esa especie de postulantado se sitúa entre un mes y medio y dos meses (salvo en el caso de Sor Gabriela Cabaret, un año).

Los votos

No ocurre lo mismo con la primera emisión de los votos, cuya fecha es muy variable en referencia a la de entrada. Bárbara Angiboust hizo los votos por primera vez con la Señorita y otras tres Hermanas, el 25 de marzo de 1642, a los ocho años de vocación. Juliana Loret los hizo a los cinco años de vocación, el 25 de diciembre de 1649, y Bárbara Bailly a los tres años de vocación, el 8 de diciembre de 1648. María du Serre a los seis años. Sor de Roch a los cuatro. Sor Ana Bignon a los seis. Pero Francisca Goupil a los ocho, el 25 de agosto de 1656. Maturina Guérin a los cinco.

Son otros tantos ejemplos de la gran confianza que san Vicente y santa Luisa depositaban en las Hermanas en aquellos comienzos de la Compañía.

Otra observación que podemos hacer es que las Notas biográficas de las Hermanas dan siempre la referencia de la parroquia de origen, seguida de la fecha del bautismo y no de la de nacimiento. Lo impor­tante es ser hija de Dios y de la Iglesia. Así es, pues, como se presentan las primeras Hermanas, diversidad de origen social, con un dominante bastante fuerte de jóvenes procedentes del campo. Viven un tiempo de incorporación muy corto (Juliana Loret, un mes) y una preparación a los votos verdaderamente personalizada, ya que abarca un período que se escalona entre tres y ocho años.

En cuanto a la procedencia geográfica, según las diócesis de ori­gen, es casi exclusivamente del norte del Loira, especialmente de los alrededores de París. Bárbara Angiboust es de Chartres; Juliana Loret, Margarita Chétif, Juana Dalmagne, de la diócesis de París; Maturina Guérin, de San Brieu. Francisca Goupil, de Angers. A continuación, se sitúan las diócesis de Troyes (Bárbara Bailly), de Chálons, de Arras, de Ruán, de Beauvais, de Senlis, etc. En su mayoría, las Hermanas son rurales, acostumbradas a la vida del campo y sus duros trabajos.

Uniformidad

Van todas vestidas de la misma manera, cualquiera que sea su pro­vincia de origen, al estilo aldeano de la región parisiense. Tanto la Seño­rita como el señor Vicente tienen gran empeño por la uniformidad en el vestir (ya desde 1638), con el fin de salvaguardar la pobreza, el tiempo destinado a los pobres, la humildad huyendo de la singularidad. Al ves­tido, se le llama secular, y lo es, pero es el mismo en todas las implan­taciones o fundaciones. La obligación de respetar su forma y color se irá introduciendo poco a poco como cláusula en los contratos firmados con los hospitales (de diez contratos que he revisado, en siete, se halla con­cretado este punto).

San Vicente habla de este tema de la uniformidad a lo largo de toda su vida. Son 26 las conferencias en que se refiere a él, en 1638, en 1640 (dos veces), en 1643, 1644, 1645 (dos veces), 1646, 1647, 1650, 1654 (tres veces), 1656 (tres veces), 1657 (seis veces), 1658, 1659 (tres veces).

El espíritu

Las Hermanas se presentan con la intención de servir a los pobres por amor de Dios. Veamos cómo se les describe la Compañía. «Este buen Señor (el Sr. Thibaut, Sacerdote de la Misión) le propuso (a Matu­rina Guérin) nuestra Compañía, diciéndole más o menos lo que tendría: por modelo, a Jesucristo, con quien debería tratar de configurarse, abra­zando a tal efecto la pobreza, los desprecios y los sufrimientos y a sus propias luces, a sus inclinaciones y a su voluntad, para sacrificarse como víctimas al servicio de Dios y de los pobres enfermos. Pero tam­bién, que si realizaba debidamente el nombre y el estado de Hija de la Caridad, sería infaliblemente del número de las predestinadas…».5

El Reglamento de 1633, que observaron las primeras Hijas de la Caridad, señala el comienzo del día a las 5,30, y la hora de acostarse a las 10. Tienen una hora de oración mental de 6 a 7, seguida de rezo en común y ún dar cuenta de la oración todos los días. Dicho reglamento se reduce a una sola página. La importancia que en él se da a las reso­luciones hace que dicha palabra se encuentre cuatro veces en el texto. También se pone el acento en la lectura, ya sea para aprender a leer, ya para recordar los principales puntos de la creencia o doctrina. Asimis­mo, lectura del evangelio para animarse al servicio del prójimo, a imita­ción del Hijo de Dios.

Poco a poco, a partir del Reglamento van a ir elaborándose las Reglas Comunes, que pueden encontrarse artículo por artículo en las Conferencias de san Vicente que, a petición de la Señorita, las comentó en 1655. Jesucristo es el centro: a Él es a quien se trata de honrar. «Es el patrono de las Hijas de la Caridad. Todos los ejercicios, tanto corporales como espirituales, se harán en unión con Él, con los que Él hizo mientras estuvo en el mundo. Son sus máximas las que hay que seguir».6 Las primeras Hermanas entran en esta espirituali­dad de la imitación del Hijo de Dios, con adhesión de todo su ser, como escribe santa Luisa a Sor Genoveva Doinel, en Chantilly, al enviarle una compañera: «Le ruego que sea usted para ella ejemplo de una verdadera Hija de la Caridad, que se ha entregado a Dios para el servicio de los pobres».7

El estudio de la vida de las primeras Hermanas nos ayuda a descu­brir cómo vivieron ellas ese proyecto de la Compañía en espíritu y en verdad. Las primeras Hermanas no dejaron de tener deficiencias ni debilidades. Unas son independientes, como Isabel Martín (entrada en 1636) se fue a Angers sin permiso. Francisca Carcireux es un tanto sufi­ciente y autoritaria (1641). Margarita Chétif impulsiva, inclinada al desa­liento, escrupulosa y poco comunicativa. Bárbara Bailly, incapaz de ser administradora o ecónoma. María Jolly, independiente y apegada a su manera de ver. En la vida de Maturina Guérin se señala que tuvo en Lian­court una Hermana Sirviente «llena del espíritu del mundo y desprovista del de su estado, la que, después de haber dado mucho que sufrir a la Compañía, salió finalmente de ella».8 Felizmente, Sor Maturina, aunque muy joven, tenía todo el discernimiento suficiente para saber que no esta­ba obligada a obedecerla «en cosas contrarias a las Santas Reglas». Juana Lepeintre viaja también sin permiso, con pretexto de hacer com­pras, vela a un bienhechor, también por propia iniciativa y san Vicente la reprende con severidad. Por otra parte, no les faltan las calumnias. En Liancourt, las Hermanas pasaron por mujeres de mala vida, y se les negó la absolución (nota de Sor Maturina Guérin).

No obstante, todas las primeras Hermanas presentan los mismos rasgos característicos en su fisonomía espiritual, esos rasgos que van a configurar definitivamente la silueta de la Hija de la Caridad. Están cen­tradas en lo esencial de la fe, unidas a ella por convicciones fervientes, pertenecen a Dios para servirle en los pobres. Tratan de vivir en un des­poseimiento radical, humildemente, siguiendo el ejemplo de san Vicente y de santa Luisa. Son libres, con una profunda libertad interior que las une sin cesar a Dios.

Estos tres puntos son interdependientes unos de otros, las Reglas los mencionan. Las Hermanas les conceden gran importancia y, como consecuencia de ello, están verdaderamente centradas en Dios, en el amor de Dios traducido en Jesucristo Salvador, que nos habla en el evangelio, está presente para nosotros en la eucaristía, y a quien reco­nocen en los pobres.

Contemplemos a Sor Juliana Loret, entrada en 1644 y de la que se dice que «se formó a la vista de san Vicente y santa Luisa».9 Dio ejem­plo de una fe muy firme, de una piedad sincera, de una caridad muy pura. Hizo las veces de secretaria en todas las conferencias y fue la pri­mera nombrada Asistenta de la Señorita Le Gras. En sus apuntes per­sonales de ejercicios, podemos leer: «He tomado la resolución de imitar su vida, la de Nuestro Señor practicando las virtudes que él ejerció en la tierra, y la de abrazar la pobreza, el desprecio, el odio de las cosas de la tierra, considerando que Dios lo pide especialmente de nuestra voca­ción». Y también: «He tomado la resolución de amar a los que me hagan sufrir y perdonar a todos, no mostrando nunca ningún resentimiento de lo que quiera que sea, todo ello por amor de Dios».10

Lo esencial para todas es el servicio de Cristo en los pobres, servi­cio de amor que se expresa con el esfuerzo de los brazos y el sudor de la frente, pero también con palabras y actitudes ricas de significado. No dudaban en emprender cosas difíciles para alivio de los pobres, como se dice de Francisca Goupil, y cuando se le hacía notar la dificultad, decía con toda seguridad: «Espero que Dios me ayudará y que con su gracia podré hacerlo». «Aunque no sabía leer -añade la nota biográfica-hablaba muy bien de Dios, porque tenía buena memoria y, sobre todo, tanto amor hacia Él, que no se cansaba de hacerlo».11

Claudia Parcolée tenía una caridad sin igual hacia los pobres, a los que iba a buscar a la calle para llevarlos al hospital a cuestas. A un sacerdote, que pasaba por allí y quiso ayudarla, le dijo «que Nuestro Señor no se había ahorrado ningún sufrimiento, sino que los había bus­cado, y que una pecadora como ella debía considerar como un gran favor cargar con los miembros de Nuestro Señor Jesucristo». Cuando sus compañeras le insistían para que no se cansara tanto, respondía: «La caridad de Jesucristo me urge». «Tenía la misma ternura con todos los pobres en general, cuidaba de que el caldo se hiciera con carne buena. Y temía tanto que a los pobres les faltara algo, que se levanta­ba por la noche para ver en qué estado se hallaban».12

Es la misma Sor Margarita Chétif quien da este testimonio de Sor Farre de Roch, añadiendo: «No exagero nada en lo que voy a referir: concedía especial atención a la regla que dice: la primera cosa que pro­curarán observar, será mantenerse siempre en gracia de Dios, y se apli­caba a ello todo lo posible, observando tan bien la justicia, la caridad y la firmeza, a un mismo tiempo, que no podía encontrarse casi nada que reprender en su conducta. Con frecuencia la he observado sirviendo a los pobres con tan gran celo, con las cinco condiciones que prevé la regla, es decir, compasión, dulzura, cordialidad, respeto, devoción. Estando de servicio con los galeotes, se arrojaba de rodillas a los pies de los guardianes para obligarlos a que los trataran más humanamente y evitar a los pobres condenados a galeras algunos golpes». Sor Juana de Buire: «Solía decirme, para exhortarme a mi deber, que si yo creyera realmente que estaba haciendo a Nuestro Señor lo que hacía a los pobres, lo haría de otra manera».13

Este servicio a Cristo en los pobres, las primeras Hermanas lo lleva­ban a cabo a imitación de Nuestro Señor Jesucristo cuando estaba en el mundo, por amor, en pobreza y mortificación, en humildad. Querían verdaderamente ser siervas de los pobres, es lo que daba sentido a su vida, en seguimiento de Cristo Servidor y, como Él, por el camino de la Cruz. Es a Jesús Crucificado, cuya caridad nos apremia, a quien hay que seguir. Este servicio es un servicio de amor. Si ofrece dificultades, trabajo, se ama ese trabajo. Difiere, por lo tanto, completamente del ser­vicio servidumbre o de una actitud servil. Es espontáneo en la fe, hasta el sacrificio de la propia vida, como Margarita Naseau. «Mi vida, nadie me la quita, soy yo quien la doy».14

Servicio de calidad inigualable, con su carácter específico de humil­dad. Sor Francisca Fanchon (entrada el 9 de agosto de 1644) recibió una bofetada de un pobre. «Fue tal la alegría que experimentó por esta ocasión de sufrir algo por Dios, que ofreció la otra mejilla».15

Como san Vicente y santa Luisa, las Hermanas se sienten conmo­vidas por las miserias de los pobres, en seguimiento de Cristo, que tam­bién sintió compasión por la muchedumbre fatigada y decaída.16 No pueden soportar tantas miserias como se multiplican ante sus ojos y están atentas a las de la hora presente y del lugar en que se encuentran.

«Cuando ocurría alguna calamidad pública y cuando había motivos para temer por la cosecha o la vendimia, sentía tanta aflicción. Solía decir, Dios mío, Hermana, ¿qué será de los pobres? Y pedía oraciones a todos aquéllos con quienes hablaba».17

Son mujeres de convicciones firmes, mujeres resueltas a darlo todo sin reservarse nada. Pobreza y mortificación no son, para ellas, sino el gota a gota de la entrega de su vida, la traducción de más amor. Bárbara Angi­boust, Maturina Guérin, Bárbara Bailly, Nicolasa Haran ilustran perfecta­mente este tipo de Hermanas con convicciones de fe inquebrantables. Pero las demás son también extremadamente severas con ellas mismas. Marta Dauteuil (entrada el 10 de enero de 1642), tan sobria y tan mortificada, «que no era posible hacerle tomar nada en el desayuno, a más del pedazo de pan, y a pesar de esto, incansable en el trabajo».18 María Chesse (entrada el 30 de septiembre de 1657), «como sabía que, al principio, no se cocía ternera ni cordero para las que disfrutaban de buena salud, no quería tam­poco que lo pusiéramos en nuestro puchero, sobre todo, a la vista de los pobres, que apenas si tenían un pedazo de pan que llevarse a la boca».19 A propósito de casi todas se señala «la gran sobriedad en la comida». De Claudia Parcolée se hace notar que «pasó una vez, más de un año, sin comer ninguna clase de fruta, aunque le gustaba mucho».20

Tienen una profunda humildad, humildad que se traducía, por ejemplo, en Bárbara Bailly, en «su hablar bajo y su cuidado en no decir nada que redundara en su alabanza».21 Y, sin embargo, a ella se deben los planos de las enfermerías de los Inválidos, de París. «Parecía estar siempre en la presencia de Dios, tan igual era su carácter y tan profun­da su humildad».22 Bárbara Angiboust, por su parte, yendo una vez de viaje con una compañera, se negó a sentarse a la mesa con una seño­ra de alta posición que la invitaba, diciendo, «nosotras somos pobres, se nos tiene que tratar como a pobres».23

En varias de ellas, se pueden apreciar sentimientos de gozo y de paz interior. Viven, en efecto, una espiritualidad de desposeimiento ra­dical, no sólo en el plano material, sino en todos los aspectos. Aceptan que no se las tenga en cuenta para nada, prefieren estar con Cristo que tener razón o acertar en lo que hacen. En ese sentido, se menciona con relación a varias de ellas el haber soportado calumnias sin decir nada, como también lo había hecho el señor Vicente.

Esta espiritualidad de desposeimiento radical de sí mismas les permi­te vivir una intensa vida fraterna, en la que lo comparten todo, se piden perdón. En esto, las sostiene santa Luisa: «Si una de las dos está triste, que se domine para recrearse con su hermana, y que la que está alegre se modere para acomodarse al estado de ánimo de la otra y así, poco a poco, sacarla de su melancolía, todo ello por amor a Nuestro Señor. Y para que no lleguen a dar oídos a la tentación que podría inspirarles el deseo de ir a buscar satisfacción a otra parte y descargar allí su pobre corazón, lo que sería la ruina total de la santa amistad».24 Y en otro lugar: «Alabo a Dios con todo mi corazón, por el sincero afecto que su bondad les otorga una hacia la otra. Es lo que mantiene la unión y la tolerancia que las Hijas de la Cari­dad deben tener entre sí y lo que impide que una hable mal de la otra. Des­pués de haberse pedido perdón, todo queda olvidado».25

La delicadeza va unida a la vida fraterna. Bárbara Bailly: «Mientras hacíamos el recreo por la noche, se apartaba despacito de nuestra com­pañía para ir a calentar las camisas y ropa de noche de cada una de las Hermanas, por temor a que al ponérnosla húmeda nos resintiéramos».26

Según el testimonio de Maturina Guérin, Margarita Chétif «tenía tal desapego de sí misma, que siempre estaba dispuesta a seguir el pare­cer y sentimientos de los demás».27

Una Hermana que fue su compañera refiere que pedía perdón con grande humildad, preguntando para asegurarse de que no quedaba nin­gún resentimiento: «¿Me ha perdonado, Hermana?».28 Y había que contes­tarle que sí, porque de lo contrario no hubiera habido descanso para ella.

La primera Nota de Sor Juana de Buire refiere el rasgo siguiente: «Cuando regresaba de ver a los enfermos, solía traer flores a sus Her­manas, blancas, rojas, moradas y al dárnoslas, nos decía que aquellas flores representaban la pureza que se conserva gracias a la penitencia, y el amor de Dios que anima a tantos santos hasta sufrir el martirio»29 (Juana de Buire, entrada el 16-6-1660).

Con la misma sencillez, las Hermanas viven la disponibilidad. Sor María de Serre: «Habiendo recibido por carta la orden de dejar la parro­quia en que se encontraba, para ir al hospital de Montpellier, inmediata­mente de recibir aquella carta se puso en camino, aunque se acercara la noche»30 (Sor María du Serre, entrada el 8-3-1658).

Esta lucha contra lo que san Vicente llama los apegos, las ataduras, se aplica a la misma piedad. De Sor Marta Dauteuil, se dice «que no tenía apego alguno a sus devociones. Una vez que había oído misa los domingos y fiestas, no se inquietaba ya si no podía asistir a otros actos de culto, diciéndose con espíritu de fe que servía a Nuestro Señor en la persona de los pobres».31

Porque nuestras primeras Hermanas eran libres, san Vicente y santa Luisa pusieron todo su empeño en abrirlas a esa dimensión de libertad interior. Son libres y alegres, recordemos a Margarita Naseau, tratan de caminar con paso firme por la senda de las Bienaventuranzas. Con plena libertad interior, Juana Dalmagne habla con la misma franqueza a los ricos que a los pobres, cuando ve en ellos algo que no está bien. No duda en decirles que lo que hacen va contra la justicia. «Un día, sabiendo que unas personas ricas se habían desentendido de un impuesto que, así, recaía sobre los pobres, aumentando sus cargas, les dijo con toda libertad que aquello era contra la justicia y que Dios se encargaría de hacerles pagar aquella extorsión. Como yo le hiciera ver que hablaba con mucho atrevimiento, me contestó que cuando estaba interesada la gloria de Dios y el bien de los pobres, no había por qué temer decir la verdad».32

Son libres ante los cambios de destino o de ocupación. A una Hermana, que manifestaba cierta resistencia a cambiar dos veces de parroquia en dos días, Sor Roche le dijo: «¡Qué importa si nos cambian de un lugar a otro en poco tiempo! ¿No pertenecemos por completo a Dios? ¡Dejémosle hacer! Es un buen padre a quien vamos a encontrar dondequiera que vayamos. Sabe muy bien lo que quiere hacer de nosotras».33 Son libres en la vida diaria que les presenta duros trabajos, pero se sienten felices de servir, de ser humilladas. Tienen una humildad que se convierte en alabanza, todo les sirve para alabar a Dios, los acontecimientos más sencillos como los que rozan con el milagro. Tienen una gracia especial para «reproducir a Jesucristo sencillamente», quieren parecerse a Nuestro Señor, la huella de Él está impresa en su rostro e ilustrada con su vida.

Son libres ante las calumnias. Sor Marta Dauteuil se ve acusada en Hennebont, por una compañera débil de espíritu. Sor Francisca Goupil lo es ante el Superior General y de algo muy humillante, «que era haber­se quedado con dinero al cambiar de un sitio a otro, cosa que era falsa, pero no dejó de causarle gran dolor, lo soportó por amor de Dios».34

El contacto que a diario tienen con los pobres, las hace más sensi­bles a la miseria, aunque no sensibleras. Sor Juana Dalmagne decía antes de morir: «Si hubiera de tener algún pesar, sería el de no haber servido bien a los pobres. Les ruego que los sirvan bien. Son ustedes felices por haberlas llamado Dios a esta vocación».35

En resumen, la vida de nuestras primeras Hermanas se presenta como una serie de desafíos al mundo de hoy. A un mundo de desigual­dades sociales (ayer como hoy), saben hablar de justicia e interpelar a los ricos en favor de los pobres. Así, Sor Juana Dalmagne a quien sus «Amos» piden que retire los trozos de leña de la carga que va a vender, se niega a ello por razón de justicia. A un mundo en el que se afirma el poder del dinero, el consumo, ellas se le oponen con el rechazo de lo superfluo y una verdadera pobreza en lo necesario. Sor Francisca Gou­pil llega a privarse de lo necesario para acomodarse a los pobres.

A un mundo de erotismo, de dejadez, de goce y de permisividades de todas clases, plantean el interrogante de una inquietud de pureza lle­vada hasta lo absoluto, de una ascesis gozosa y de una fidelidad a las Reglas, sin concesiones. Las observaciones de las Hermanas acerca de Sor Bárbara Angiboust se hicieron en presencia del señor Vicente, quien ensalzó mucho «su gran fidelidad a las reglas. No tenía respeto humano alguno cuando sabía lo que tenía que hacer, y no temía negar la entra­da en nuestras habitaciones a los hombres, aun a los sacerdotes».36

A un mundo futurista, planificado, cuajado de seguros, ellas se cla­sifican a los ojos de los hombres entre las utópicas, por su sencillez, su fidelidad a la verdad, su abandono a la Providencia. Realmente, viven en la fe. A un mundo socializado y colectivista, la atención que dedican a la persona, el tiempo que consagran al servicio individual, a las relacio­nes interpersonales de diálogo gratuito, revelan un desinterés de la efi­cacia aparente. Así Bárbara Angiboust que pone buena cara al forzado que le arroja a la cabeza el caldo y la carne. Así María Moreau, Directo­ra del Seminario, que se muestra «tierna y comprensiva con las herma­nas del seminario, atenta a sus necesidades corporales, al descanso que necesitan para crecer y fortificarse, a detalles como hacerlas cam­biar de ropa después de trabajos que habían requerido esfuerzo. Siem­pre tenía esa costumbre cuando volvíamos al seminario, de ver si está­bamos sudorosas para hacernos mudar de ropa».37

A un mundo de descreimiento y de secularización, le lanzan, con la referencia casi constante a Dios (contemplación en la acción), la oración y la alabanza, la provocación a vivir otra cosa, a descubrir a Alguien, a buscar a ese Alguien.

La convicción entusiasta de las primeras Hermanas es que Dios las ama y que el amor de Dios debe ser soberano en sus vidas. Para vivir ese amor es por lo que sirven a los pobres, en los que encuentran a Dios. La fuerza de su amor las impulsa a querer comunicarlo, a decir a los pobres que también a ellos los ama Dios. Eso es lo que san Vicente llama «hacer a las almas amigas de Dios».38

Y en todo eso, radica su libertad. Para ellas, «el evangelio no es teó­rico, es práctico, es decir, consiste en gestos y movimientos proceden­tes de una energía vital. Lo oído no se puede repetir o ejecutar pasiva­mente. Lo oído no puede ser asimilado, transformado en uno mismo, convertirse en palabra o en acto» (Jean Sullivan).

  1. IX, 89.
  2. IX, 90.
  3. Maturina GUÉRIN, Archivo de la Casa Madre, París.
  4. Archivo de la Casa Madre, París.
  5. Maturina GUÉRIN, Nota biográfica, Archivo de la Casa Madre.
  6. Reglas Comunes, 1.
  7. SLM, p. 622.
  8. Maturina GUÉRIN, Nota biográfica, Archivo de la Casa Madre, París.
  9. Archivo de la Casa Madre.
  10. Archivo de la Casa Madre.
  11. Archivo de la Casa Madre.
  12. Archivo de la Casa Madre.
  13. Archivo de la Casa Madre.
  14. Jn 10, 18.
  15. Archivo de la Casa Madre.
  16. Mt 9, 36.
  17. Maturina GUÉRIN, Nota biográfica.
  18. Archivo de la Casa Madre.
  19. Archivo de la Casa Madre.
  20. Archivo de la Casa Madre.
  21. Archivo de la Casa Madre.
  22. Archivo de la Casa Madre.
  23. IX, 1171.
  24. SLM, 451.
  25. SLM, 502.
  26. Nota biográfica de Bárbara Bailly, Archivo de la Casa Madre.
  27. Circulaires des supérieurs généraux et des soeurs supérieurs aux Filles de la Charité. Paris, 1845, p. 475.
  28. Ibídem.
  29. Archivo de la Casa Madre.
  30. Archivo de la Casa Madre.
  31. Archivo de la Casa Madre.
  32. IX, 188.
  33. Archivo de la Casa Madre.
  34. Archivo de la Casa Madre.
  35. IX, 181-182.
  36. IX, 1166.
  37. Archivo de la Casa Madre.
  38. IX, 39

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