París, 3 de marzo 1976
Como ustedes ya sabrán sin duda, acabo de llegar de Marruecos. La impresión que traigo de allí, así como el tiempo litúrgico de cuaresma, me inducen a que les hable y a que reflexionemos, juntas, sobre la ascesis, ese esfuerzo exigente, pero liberador, que nos debe abrir al llamamiento del Señor, así como al de la comunidad humana.
Las Constituciones (C. 12) nos recuerdan la necesidad de la ascesis. ¿Cómo va en este punto nuestra vida de Hijas de la Caridad?
En primer lugar ¿qué significa para nosotras ascesis y mortificación? Realmente, el matiz que pueda haber entre las dos palabras reside sobre todo, en el vocabulario. La idea esencial es la misma, su fin último es la unión con Dios. Es la lucha contra todo lo que nos aleja de Dios, por parte de nuestros sentidos exteriores o interiores y de las facultades superiores, es decir, tanto la vista, oído y palabra, como la imaginación, memoria, inteligencia y voluntad. Tal vez la idea de ascesis lleva consigo una noción de repetición y de continuidad metódica que afectan al conjunto de la vida. De lo que se trata pues, para nosotras es de vivir unidas verdaderamente a Cristo, de hacernos agradables a Dios, reprimiendo todo lo que se oponga a ello.
San Vicente nos habló con frecuencia de la mortificación. En una conferencia de 1659 dice: «¿Qué hacemos cuando nos situamos en la mortificación? Situamos en nosotros a Jesucristo».1 Y también: «La señal para conocer si uno sigue a nuestro Señor es ver si se mortifica continuamente».2 Y san Vicente concreta, pide tres o cuatro actos de mortificación al día. Si fue santo es porque recordó lo que dice san Mateo en el Evangelio: «Si alguien quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que coja su cruz y me siga».3
Insisto una vez más, el fin de la ascesis o de la mortificación no es la mutilación, sino la unión con Dios. Mortificarse es lograr, mediante actos concretos de renunciamiento, de privación, de austeridad, una especie de liberación de uno mismo, de su corazón, de toda su vida. ¿Para qué? Para dejar lugar a Dios, a su palabra, al evangelio, y para acoger a los demás, especialmente a los pobres. También es prepararse a recibir la gracia divina. Recordemos la parábola del sembrador, la tierra sobre la que va a caer la semilla. La ascesis nos facilita el camino para estar más atentos a lo que Dios nos pide, y nos dispone a vivir mejor su amor y a abordar a los demás con benevolencia. Es pues, en definitiva, amar más y servir mejor, coparticipar verdaderamente, y finalmente alabar a Dios con todo el corazón. Es, como dice san Vicente, hacernos cada vez más semejantes a Jesucristo. Escuchemos su oración. «Señor mío, ¿qué otra cosa hiciste tú durante toda tu vida? ¿Cumplías alguna vez tu voluntad, seguías alguna vez tu juicio, escuchabas alguna vez a la sensualidad?».4 Esta profunda meditación de san Vicente sobre nuestro Señor nos muestra hasta qué punto hacía suyas las máximas del evangelio: «Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo».5 Es una ecuación, o se es discípulo de Jesucristo y se renuncia a todo, o bien se reserva uno algo y entonces sólo en apariencia se es discípulo de Cristo.
Me parece que la ascesis para una Hija de la Caridad puede tener dos aspectos:
- un aspecto de aceptación, de adhesión a la voluntad de Dios a lo largo de todas las horas del día,
- un aspecto de amor, de dar preferencia a Dios.
1. Aceptación, adhesión a la voluntad de Dios
La ascesis ha de ser simultáneamente exterior e interior. Recuerden nuestras santas Reglas: «Las mortificaciones exteriores sirven de poco si no van acompañadas de las interiores, que consisten en someter el propio juicio y voluntad».6 Podemos decir que la ascesis debe ser discreta, secreta incluso; humilde, auténtica y alegre.
Esta ascesis de aceptación, de adhesión continua debe empezar a practicarle en nuestra manera de vivir. Debemos hacer un uso racional y moderado de todos los bienes materiales, en general, cuya primera condición es el servicio a los pobres.
Así que, de acuerdo con san Vicente, toda nuestra vida debe estar marcada con el sello de la sobriedad -él la llamaba frugalidad- tanto en el plano de la comida como en el uso de la televisión, en las lecturas, en las visitas, en las largas conversaciones, que no querría calificar, pero que van en detrimento del tiempo dedicado a los pobres. Son las condiciones de una verdadera vida misionera. Vivimos con un cúmulo de cosas y somos esclavas también de las incitaciones de una publicidad de la que no sabemos defendernos, porque en nuestra época, toda privación parece anormal y, por miedo a parecer anormales, cedemos. Es necesario decirlo, en cuanto se aleja uno de la pobreza, la idea de privarse de algo disminuye y retrocede. Fijémonos en los pobres, que son nuestros verdaderos maestros.
En el transcurso de mi visita a Marruecos me decía yo a mí misma: son ellos los que viven la mortificación continua del hambre, del frío, de las incomodidades, de las humillaciones, de las privaciones de toda clase que encuentran en las separaciones dolorosas de la emigración. Los que no son pobres rechazan toda restricción, los pobres las experimentan.
Tal vez, con lealtad, tengamos que decir hoy que la ascesis y la mortificación han disminuido notablemente en nuestra vida. Poco a poco hemos ido suprimiendo hábitos, líneas de conducta que nos conducían a ella, porque nos parecía que decían muy poco, porque estaban desvitalizadas del amor que debía mantenerlas. ¿Qué ascesis introducimos en nuestra vida, en el cumplimiento de las obligaciones profesionales que nos exige el servicio a los pobres, en los compromisos de la vida consagrada y de la vida comunitaria?
¿En qué punto está nuestra aceptación concreta de la pobreza y de la obediencia, nuestra prudencia en las lecturas, distracciones y realizaciones que nos pide la castidad?
¿Dónde estamos en cuanto a aceptación del cansancio y las dificultades que se encuentran en el servicio de los pobres?
¿En qué grado estamos en cuanto a esforzarnos por la caridad fraterna, por ese soportarse mutuamente que san Vicente tanto recomendaba?
Ascesis es renunciar a todo lo que reduce en nosotros la capacidad de mantener nuestros compromisos. Tengamos el valor de hacer un verdadero examen de conciencia.
Nuestra ascesis de aceptación y adhesión a la voluntad de Dios, día tras día, es el camino de la libertad interior. Por tanto, tratemos de liberar-nos de la excesiva atención que prestamos a las exigencias de nuestro cuerpo en la vida diaria. Tratemos de liberarnos de todo lo que condiciona nuestro espíritu, esa esclavitud de la televisión, el tiempo perdido en lecturas inútiles, en visitas innecesarias para el servicio de los pobres, en largas discusiones que no conducen a resoluciones concretas de acción apostólica.
2. Lo que el Señor espera de nosotras es el deseo de amarlo con un amor de preferencia
Es ante todo, la actitud interior y exterior de una ascesis de preferencia: preferencia dada a Dios sobre nosotras para estar prestas a descubrir su voluntad y a responder a sus deseos. Esa ascesis, esa mortificación así orientada, es el camino misionero auténtico y no ilusorio, pues nos dispondrá al servicio, a compartir, a la confianza y al amor.
Me parece que debíamos tratar de renunciar a todo lo que perjudica el servicio, el proyecto comunitario local, provincial o general, que esté en función de la Misión. Esto significa que, en mi vida personal, voy a pasar por encima de mis propias opciones para adherirme a las de la Misión. Voy a combatir mi pereza, a permanecer serena ante las contradicciones y los contradictores. En las relaciones interpersonales; en esas relaciones de colaboración que son difíciles, me esforzaré por practicar el respeto a los demás, en ser fiel a la justicia, en vivir con paciencia y humildad. En mi vida de relación con Dios, tendré la firme voluntad de combatir la fantasía y deseos personales para reservarme el tiempo clave de intimidad con el Señor, de interiorizar en mí el Misterio Pascual, sin lo cual mi vida es pura ilusión. Son momentos en los que, mediante la fe y la confianza, trataré de superar todo lo que la vida me presenta como dificultad y cruz, para entregarme totalmente al amor de Dios. Cuando se piensa en esto se recuerda a los grandes místicos, como san Juan de la Cruz que nos dice: «Entregándome al amor, resolví perderlo todo y he ganado todo».
Esta ascesis, puesto que hemos resuelto perderlo todo, nos facilita el compartir. Realmente, la ascesis se convierte en colaboración. Dios es nuestro Padre común y todos, individual y colectivamente, son hermanos míos. Me siento y quiero ser solidaria de todos y, por tanto, voy a renunciar a mi parte, para participar voluntariamente en la pobreza en que involuntariamente han de vivir, para suplir lo que les falta. Sus necesidades y llamadas repercuten en mí no solamente como reacción sentimental aislada, a raíz de una catástrofe, sino continuamente. Voy pues, a orientar mi vida, restringiendo mis necesidades personales, para compartir con los pobres.
Por esta ascesis de confianza y amor, dejo que Dios se posesione de mí cada vez más. Acepto cada una de las penas y dificultades, pensando que esa acción de Dios en mí tiene un valor de purificación. El evangelio adquiere verdadera resonancia: «Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortaré; y todo el que dé fruto, lo podaré, para que dé más fruto».7
Sí, cada vez que me encuentre con la Cruz, pensaré sencillamente en la certeza del amor que Dios me tiene. El Señor me poda para que dé más fruto misionero. Si dejara un lugar a Dios, cada vez mayor en mi vida, ¿no se transformarían las exigencias del evangelio en realidad concreta para mí?
«Aprended de mí, dice el Señor, que soy manso y humilde de corazón».8 ¿Trato realmente de asimilar la humildad de Jesús? Y me planteo esta pregunta: este retroceso en la mortificación, en la ascesis, ¿no proviene de que perdemos de vista en nuestra vida, la práctica de la humildad como lo pide san Vicente? El olvido de nuestra flaqueza, de nuestra tendencia a dejar a Dios, es decir, a pecar, ¿no es la respuesta de un orgullo de espíritu que se va introduciendo de forma general en toda la Compañía de Hijas de la Caridad? ¿No hemos abandonado el deseo de ser las humildes hijas del señor Vicente, las humildes Hijas de la Caridad que, contemplando el crucifijo, han comprendido lo que significa el pecado y que, viendo al Señor en la Cruz, están convencidas del camino que hay que seguir para alcanzar a Cristo?
Ascesis de confianza y de amor, de preferencia dada a Dios. Dejo de centrarme en mí misma, permaneciendo indiferente en lo que a mí se refiere y, al morir a mí misma, puedo estar más abierta a Dios y a los demás.
Es el «todo para todos» de san Pablo; eso quiere decir que excluyo lo más posible centrar en mí las penas y alegrías; velar sobre la guarda del corazón, para que la imaginación se libere de todo lo que no está en relación con Dios y la misión confiada. Porque, con mucha frecuencia, mi imaginación es como el hall de un aeropuerto o una pantalla de televisión.
Y velar también, sobre la voluntad para estar disponible a las Hermanas y a los pobres, conservando esa actitud interior de desprendimiento, que permite purificar en mí todo lo que me irrita fácilmente, incluso la agresividad en mis relaciones con unos y otros.
Finalmente, es restablecer en mi vida, la prioridad de Dios; cada vez que he faltado a ella me he alejado de Él; voy pues, a enmendar, a entrar en esa reparación de amor para restablecer la unión con Dios y reafirmar en mi vida la prioridad que debe tener. Para ello, ¿recurro con frecuencia al sacramento de la penitencia que me permite participar en el misterio de morir al pecado y resucitar con Cristo? Porque no ignoro que la fidelidad al sacramento y la ascesis de reparación me hacen crecer en la libertad interior. De este modo contrapongo la esclavitud del acondicionamiento exterior que influye sobre mí, me libero y me vuelvo a dar una posibilidad crítica, rechazando la facilidad.
Por tanto, la ascesis es ante todo, una actitud de amor, humildad y vigilancia, como nos dice el evangelio. Estar presto y preparado para acoger a Dios: «Velad y orad». Con frecuencia, ¿no somos centinelas adormecidas?
Estos pensamientos venían a mi mente en el transcurso de las jornadas que he pasado en Marruecos. Cinco o seis veces al día, empezando desde las cuatro o cinco de la mañana, el almuecín llama a los musulmanes para la oración. ¡Qué preferencia de Dios en su vida!
Sin duda, muchas de nuestras dificultades para orar vienen de nuestra falta de mortificación. «La mortificación y la oración, dice san Vicente, «son dos hermanas tan estrechamente unidas que nunca van separadas. La mortificación va primero y la oración la sigue»,9 porque la mortificación proviene de la humildad y la humildad nos hace ver cómo Dios nos obtiene su gracia, actuando su misterio en cada uno de nosotros.
Les aconsejo que lean de nuevo la conferencia del 6 de enero de 1657, donde san Vicente nos da las razones para mortificarnos. En la conferencia del siguiente mes de junio, día 17, san Vicente recuerda que es necesario empezar por la voluntad: «Una hermana que sigue su propia voluntad y ve con disgusto lo que se le ordena; o se molesta cuando le niegan alguna cosa; ¡Salvador mío!, ¡en qué estado tan desgraciado se encuentra! ¡Pobre Compañía de la Caridad, qué pronto llegarías a tu fin si te encontraras en tan deplorable estado!».10
Nuestra propia voluntad ¿no interviene cada vez más en nuestra vida? ¿No tenemos tendencia, por ejemplo, a preferir nuestras miras apostólicas a las que propone la Compañía?
Porque si es verdad que, sin ascesis, no hay vida de oración, ni de relación con Dios que pueda ser mantenida, finalmente, tampoco hay vida misionera. «Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, quedará solo».11 Esta frase del evangelio nos plantea un grave interrogante. Vemos mermar nuestras filas, disminuir las vocaciones, somos conscientes de que, a veces, nuestra acción misionera es poco brillante ¿Tenemos en cuenta ese punto del evangelio? Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere. San Pablo comenta: «De manera que en nosotros obra la muerte; en vosotros la vida».12 No es, pues, la muerte por la muerte, es un morir para resucitar, para vivir. El Santo Padre, en su exhortación sobre la Evangelización, nos recuerda que esta evangelización del mundo es ante todo, dar un testimonio de fidelidad al Señor, vivido en la pobreza, desprendimiento y libertad frente a los poderes del mundo: «El mundo, dice, reclama y espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad con todos, especialmente con los humildes y con los pobres, obediencia y humildad, desprendimiento de nosotros mismos y renunciamiento».13 ¡Un buen programa de vida!
Para terminar, querría dejarles esta convicción. La ascesis cristiana va acompañada de alegría. «Perfúmate la cabeza y lava tu cara».14 Conocen también lo que dice san Pablo: «Sobreabundo de gozo en medio de mis tribulaciones».15 Y santa Teresa del Niño Jesús, que todas conocen muy bien: «Desde que me renuncio en todo, llevo la vida más feliz que uno pude imaginarse». La verdad es que podemos tener una vida dura, exigente, dolorosa; pero cuando se tiene la seguridad de que nada nos puede separar del amor de Cristo, permanecemos gozosas, en medio de una alegría profunda. Es lo que les deseo a todas.